domingo, 12 de mayo de 2013

La condesa descalza (1954)


Algunos cuentos de hadas no tienen un final feliz, concluye Harry Dewes (Humphrey Bogart) durante el lluvioso funeral en el que sus recuerdos se suceden para dar cuerpo a la historia de María Vargas (Ava Gardner), la desconocida bailarina que se convirtió en estrella del celuloide y posteriormente en la condesa a la que hace referencia el título de este film de Joseph L. Mankiewicz. Esta ascensión de la nada al supuesto triunfo acerca a la joven madrileña a la figura de la Cenicienta, pero también a la de Rita Hayworth, actriz de origen hispano que alcanzó el estrellato gracias a películas como Gilda (Charles Vidor, 1946) o La dama de Shanghai (The Lady from ShanghaiOrson Welles, 1947) y que posteriormente se convertiría en princesa tras su matrimonio con el príncipe Ali Khan. Este personaje real sirvió a Joseph L. Mankiewicz de inspiración para la trágica historia que narra La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954), un cuento de apariencias que se desarrolla a lo largo de seis flashbacks que siguen una línea temporal homogénea, y que nacen de la subjetividad de tres de los presentes en el entierro. Harry Dewes, una especie de alter ego de Mankiewicz, se encarga de introducir a la enigmática figura femenina, pero no sin antes presentarse a sí mismo como el guionista y director responsable de las tres películas protagonizadas por esa mujer, con quien mantuvo una relación honesta dentro de un mundo falto de honestidad. La memoria del cineasta viaja a un punto concreto de su pasado, rememorando su estancia en España, país al que llega acompañando a Kirk Edwards (Warren Stevens), un multimillonario metido a productor, que desea encontrar un nuevo rostro que llevar a la fama. Ese instante de presentación también desvela el desencanto que domina a Dewes, consciente de que se encuentra ante su última oportunidad para salvar una carrera en la que había vivido días gloriosos. Sin embargo, en ese presenta-pasado se encuentra al borde del olvido, algo que por otra parte no tendría nada de ficticio dentro de un ámbito como el cinematográfico, cuestión que Mankiewicz dejó patente en la amargura y desencanto de ese cineasta víctima de la hipocresía dominante en su entorno.


Durante la estancia en el local madrileño se deja notar la presencia de un tercer hombre, Oscar Muldoon 
(Edmond O'Brien), sudoroso y adulador, siempre a las órdenes del caprichoso magnate que amenaza a Harry cuando éste se niega a hostigar a María para que les acompañe a Roma. Ante dichas amenazas, el director y guionista accede a cumplir el mandato de Edwards, y de ese modo se inicia su relación de amistad con la bella bailarina, que muestra un total desinterés por la presencia del millonario y cierto aire soñador, no exento de miedo, que no cuadra con el mundo de apariencias al que accede para alejarse de su madrastra. Los sucesivos recuerdos proporcionan la información que inevitablemente conduce hasta ese presente lluvioso donde Oscar también mira hacia atrás, y recuerda cuando María, convertida en una estrella del celuloide, abandona el cine e inicia su relación con Alberto Bravano (Marius Goring), multimillonario similar a Edwards, con quien la actriz llega hasta la Riviera Francesa, donde conoce al hombre de sus sueños. Bajo esa misma lluvia que cala a Harry y a Oscar, surge la figura del conde Vincenzo Torlato-Favrini (Rossano Brazzi), el tercer encargado de perfilar al personaje de María, la mujer que fue su esposa. Como cuento de hadas, la Cenicienta de Mankiewicz materializa su fantasía de casarse con un príncipe azul, sin embargo, éste resulta ser un hombre gris, atormentado por su esterilidad y por los celos que provocan un final exento del vivieron felices con el que concluyen los relatos de hadas, porque, como desvelan las amargas palabras de Dewes, La condesa descalza no deja de ser una crítica a las apariencias y a la hipocresía que condenaron a una joven que, en su inocencia, se convirtió en la víctima propicia.

 

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