Cuenta la mitología que Orfeo, un músico tracio, descendió al Hades para recuperar a su esposa muerta, y allí, como recompensa a su esfuerzo, le permitieron regresar con ella al mundo de los vivos, pero con la condición de que no la mirase hasta alcanzar la superficie, en caso contrario ella se desvanecería. Jean Cocteau, notable artista francés del siglo XX, se dedicó entre otras labores a la poesía y a la dirección cinematográfica, artes que combinó para dar forma a su personal adaptación de un mito que trasladó a un tiempo cualquiera, quizá su presente, quizá el nuestro, y al espacio no identificado donde se descubre a su héroe trágico. Orfeo (Jean Marais), prestigioso poeta, se ve acosado por su éxito, pero también por su falta de creatividad, nacida del condicionamiento del entorno que le rodea, el mismo que parece crearle la sensación de insatisfacción que le domina antes de su inesperado encuentro, aquél que marca su posterior recorrido vital. La muerte (María Casares) se presenta ante él adoptando la forma de una enigmática mujer, capaz de atrapar su atención y su pensamiento. El poeta la observa, le resulta extraña, pero fascinante, como alguien salido de un sueño cuya explicación se escapa al raciocinio de sus propias limitaciones. Tras el breve y extraño encuentro, cada noche, la princesa del más allá acude a la habitación del artista, y allí lo observa mientras éste duerme, hecho que confirma que corresponde al amor que él siente por ella. La muerte como personaje cinematográfico ha dado píe a grandes obras cinematográficas en las que lo irreal se confunde con lo real, y viceversa. Victor Sjöström y su Carreta fantasma (Körkarlen, 1920) o Fritz Lang y Las tres luces (Der müde tod, 1921) fueron insignes predecesores de Cocteau y su Orfeo (Orphée, 1950), posterior a esta sería El séptimo sello (Det sjunde insegiet) de Bergman, otra excelente muestra de una presencia poética y simbólica, aunque no deseada. Contrario al planteamiento de aquellas se descubre el de Cocteau, pues el personaje principal acepta la presencia de la muerte, más aún, la desea hasta el extremo de anteponerla a su vida o a Eurídice (Maria Déa), su esposa, a quien la princesa se lleva a través de un espejo, pues éstos son los portales que conectan ambas dimensiones. El romance entre el poeta y la desconocida se expone desde un enfoque onírico e irreal, que resalta el lirismo de unas imágenes en las cuales se descubre la obsesión, la atracción o las ansias de liberación de Orfeo, capaz de abrazar a su muerte, porque ella simboliza una nueva vida, aquella que le permite sentir de nuevo. El inframundo en Orfeo se presenta como otra dimensión de la vida, como descubre el poeta después de que la muerte desaparezca llevándose con ella a su esposa, detonante para que se adentre en esa nueva realidad a la que accede gracias a la ayuda de Heurtebise (François Périer), el ayudante de la princesa y enamorado de la mujer de Orfeo. El poeta camina por lo desconocido, reconociendo que lo hace porque en ese espacio sombrío y onírico se reunirá con la mujer que ama, la musa que le colma y posibilita su creatividad, la misma que permitirá su vuelta a la vida.
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