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miércoles, 5 de junio de 2024

Espía por mandato (1961)

El ámbito de los espías ha sido retratado en la pantalla en numerosas ocasiones y de diversas formas, aunque quizá la más popular haya sido también la más alejada de aquello que podría presumirse de realidad. Hablo de James Bond, personaje que nace de la inspiración de Ian Fleming, quien durante la Segunda Guerra Mundial había trabajado para el servicio secreto británico y conocía la profesión, su ambigüedad y sus exigencias. No obstante, adaptado al cine, su personaje nace heroico, luminoso, irónico, colorista, como la caricatura pop que se adapta a la contemporaneidad de la década de 1960. Ese mismo decenio, Martin Ritt llevaba el espionaje a un entorno gris, frío, triste en El espía que surgió del frío (The Spy Who Came in from the Cold, 1965), en la que el cineasta estadounidense adaptaba la novela de John LeCarré, uno de los escritores más prolíficos del género y uno de quienes mejor describió el entorno y la psicología del espía. Esa misma década, antes de que Bond fuese proyectado en la pantalla por primera vez en Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962), George Seaton se inspiraba en el libro —editado en España en 1961, con el título Falso traidor— que Alexander Klein había escrito sobre Eric Erickson, quien, a diferencia de 007 o Roger Thornhill, el espía a la fuerza de Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), era real. La vivencia de Erickson posibilitaba una imagen ambigua, madura, amarga e íntima del espía, pero, al contrario que los británicos Bond y Alec Leamas, el sueco no es un profesional, sino alguien reclutado a la fuerza. Para dotar de credibilidad al personaje se necesitaba un actor cuya presencia fuese al tiempo ambigua y atractiva, que le confiriesen humanidad y conflicto; algo así como conciencia. Y eso es lo que ofrece William Holden, quien, sin duda, fue uno de los mejores actores estadounidenses de su generación.

En Espía por mandato (The Counterfeit Traitor, 1961), Holden da vida al empresario sueco cuyo nombre aparece en la lista negra de los aliados, que le consideran colaboracionista alemán en un país neutral como Suecia, el cual, como otras naciones neutrales durante la Segunda Guerra Mundial, no dejaba de ser un nido de espías. Aprovechando esa supuesta colaboración con los nazis, Collins (Hugh Griffith), un espía británico, le “propone” que trabaje para ellos y a Erickson no le queda más que aceptar, a pesar de saberse inocente de la acusación de simpatizante. Es consciente de que su inclusión en la lista negra ha sido obra de ese espía, para que trabaje para los británicos. Su nueva situación le depara seguir el juego y hacerse pasar por simpatizante nazi, lo que supone la pérdida de sus allegados, su mujer (Eva Dahlbeck) le abandona al igual que sus amistades. Su nueva realidad le genera odio hacia sí mismo, al verse obligado a mentir y engañar a quienes aprecia, pues, para hacer creíble su papel, se ve en la ingrata situación de rechazar públicamente a Max (Ulf Palme), su amigo judío, mientras que, para lograr sus objetivos, ha de chantajear al barón von Oldenburg (Ernst Schröder), otra de sus amistades —a quien le han indicado que reclute para que colabore con ellos en el espionaje de las refinerías alemanas—. Así, el protagonista va descubriéndose aislado en un entorno que descubre amoral, sombrío, repleto de traiciones, pues, en el mundo de los espías, no hay héroes, solo la profesionalidad y la ambigüedad moral que puedan conducir al objetivo. No obstante, el personaje se humaniza gracias a ese contacto con la cruda realidad que descubre en la Alemania nazi, sobre todo, a raíz de su encuentro con Marianne (Lilli Palmer), su contacto y la mujer de la que se enamora, en quien descubre generosidad. Lo hace de forma desinteresada, ella arriesga su vida por dignidad, por su creencia y su fe, por su necesidad de ayudar a acabar con la barbarie que domina su país; sinrazón que Erickson y el barón descubren en una de las refinerías que posteriormente han de ser bombardeadas por la aviación aliada, bombardeos que también alcanza a la población civil. De ese modo, Espía por mandato intenta equilibrar la intimidad, el conflicto y el suspense con el que Seaton pretende entretener al tiempo que plantea aspectos morales e interrogantes, como si el fin justifica los medios, a los que da respuesta para la situación que expone.



sábado, 25 de mayo de 2024

36 horas (1964)

Contaba Claudio Sánchez-Albornoz en su Anecdotario político que cuando acudió a Valencia a entrevistarse con Manuel Azaña, en la ciudad del Turia, desde el tertuliano de un café hasta el limpiabotas del local, todo el mundo comentaba que el ejército republicano iba a realizar una ofensiva sobre Aragón, lo cual chocó al historiador madrileño de nacimiento, aunque abulense de adopción y raíces. Probablemente, en ese instante inicial, desconocía que era obra de la propaganda comunista, para elevar la moral ciudadana y mantener a la población sosegada, que creyese estar en buenas manos, esperanzada en la posibilidad de la victoria. Alborzoz, perplejo, no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos, pues era consciente de que un secreto a voces dejaba su secretismo de lado para ser comidilla popular. Incapaz de hacer algo para evitarlo, pues los republicanos liberales apenas pintaban ya, no le extrañó el posterior fracaso de la ofensiva, de la que deja caer que bien pudo fracasar debido a que amigos y enemigos conocían que iba a llevarse a cabo. El factor sorpresa jugaba un papel fundamental para que las tropas rebeldes no conociesen los movimientos y los objetivos republicanos, para que así no pudiesen reaccionar al ataque, al menos de un modo organizado que frenase el avance.

No mucho después, en la década siguiente, España sufría una crudelísima posguerra y otra guerra asolaba a mayor escala, una impensable hasta entonces. Era la Segunda Guerra Mundial. En ella, el factor sorpresa también era fundamental para unos y otros; sorprendentes fueron los ataques relámpago alemanes (blitzkrieg) con los que conquistaron parte de Europa o las operaciones aliadas que desembarcaron en Italia en septiembre de 1943 (Avalanche) y, al año siguiente, en Francia (Overlord), junio de 1944. Los alemanes esperaban un ataque por Grecia, debido a la desinformación, y planearon la defensa según dicha creencia —El hombre que nunca existió (The Man Who Never Was, Ronald Neame, 1956) detalla la operación Mincemeat que posibilitó tal engaño—. En 1944, se esperaba un ataque aliado por el paso de Calais, que sería el lugar lógico para la ofensiva, y eso era lo que el alto mando aliado quería hacer creer a su enemigo. Pero los aliados tenían otro plan y este debía guardarse en el mayor secretismo. Era fundamental, si querían evitar una defensa enemiga que diese al traste con sus intenciones de avanzar sobre Francia y, posteriormente, dirigirse a Alemania. De modo que, para evitar desvelar la ubicación exacta del día D, se llevaron a cabo medidas de distracción, creando un ejército de goma que ubicaron cerca del paso, desinformando, lanzando señuelos y pistas falsas, como la de que Patton estaba al frente, que hiciesen sospechar que el ataque sería por la zona del canal. Sobre este tema trata 36 horas (36 Hours, 1964), la cual George Seaton, director y guionista del film, abre con imágenes documentales que trasladan la acción a mayo de 1944 y muestran a las tropas en Inglaterra a la espera del día del desembarco.

Pero más que una película bélica, Seaton, inspirado en un relato de Road Dahl —Beware of the Dog—, propone en 36 horas una de espionaje en la que su protagonista, un mayor del ejército estadounidense, miembro de la inteligencia aliada, es secuestrado en Lisboa por agentes de la Abwehr, el servicio de espionaje alemán, y enviado a un supuesto hospital estadounidense. El mayor Pike (James Garner) es trasladado a un lugar cercano a la frontera suiza, a un emplazamiento donde los alemanes han creado un hospital ficticio e inventado la historia con la cual convencerle de que la guerra ha terminado y que él lleva seis años amnésico. Si quiere recuperarse, debe recordar; tal sería la premisa y el objetivo que tiene la inteligencia alemana. La puesta en escena llevada a cabo por el doctor Gerber (Rod Taylor) es sutil e inteligente y parece funcionar, pues todo está calculado, desde los periódicos con fechas de mayo de 1950 hasta la presencia de Anna (Eva Marie Saint), la enfermera judía que colabora porque no desea regresar al campo de concentración. El planteamiento de Seaton resulta atractivo en su puesta en marcha, al mostrar al oficial estadounidense desorientado, creyéndose cuanto le dice su médico y soltando la lengua porque no duda que la guerra terminó y que él ha perdido parte de su memoria. Lo cree porque, aparte del profesional que le atiende, sus sentidos así se lo dicen: el entorno hospitalario y estadounidense, su cabello canoso, sus ojos cansados, la radio que emite viejos éxitos de 1943-44, los titulares de prensa hablan del ex-presidente Roosevelt, el dossier con sus seis años que no recuerda y la presencia de Anna, que luce el anillo de casada… Todo cuando ve y escucha ha sido calculado al detalle; el plan es perfecto, salvo por el pequeño corte que Pike se había hecho poco antes de viajar a Lisboa, en mayo de 1944, y caer en manos de ese doctor que cumple su trabajo, pero que no oculta su rechazo a los nazis y al agente de la SS que han enviado para apurarle en su misión…



sábado, 9 de diciembre de 2023

Sitiados (1950)

Son varias las películas que tratan la situación de Berlín y Alemania en la inmediata posguerra. De las que he podido ver, las que mejor me sitúan en el contexto son Los asesinos estás entre nosotros (Die Mörder sind unter uns, Wolfgang Staudte, 1946), Alemania, año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948), Berlín Occidente (A Foreign Affair, Billy Wilder, 1948), El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), que se desarrolla en la Viena dividida en cuatro sectores, pero que valdría para el caso, A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell, Robert Aldrich, 1959), Los ángeles perdidos (The Search, Fred Zinnemann, 1948), Berlín Express (Jacques Tourneur, 1948) o este drama escrito y dirigido por George Seaton en 1950; Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961) me sitúa en otro plano diferente. Todos ellos aportan y miran el momento, Wilder lo radiografía con ironía, Rossellini observa dolor, Staudte ve incertidumbre, Tourneur la necesidad de unidad y la sospecha de una amenaza fantasma, Reed transita un espacio oscuro, espectral, lleno de sombras e interrogantes, Zinnemann se interesa por la infancia perdida y Seaton asume en Sitiados (The Big Lift, 1950) la búsqueda de acercar posturas distantes y lo hace desde una perspectiva semidocumental que Aldrich practica por momentos en su película sobre un equipo de ex-soldados alemanes que se dedican a desactivar bombas. En todo caso, en estos films se dejan ver hambre, destrucción, personas perdidas en busca de reencontrar y reconstruir su identidad…

Sitiados inicia su recorrido por el Berlín ocupado por los aliados mediante imágenes de archivo, recurso que sirve para ubicar su “pequeña” historia dentro de la Historia, en un momento concreto del siglo XX, cuando las relaciones entre los aliados vencedores de la guerra empiezan a tensarse y a romperse. Seaton sitúa la acción en 1948, en una ciudad dividida en cuatro sectores, cual pizza de la que comen los aliados más poderosos que combatieron a la Alemania nazi. Una de las divisiones se encuentra bajo control soviético, el nuevo (y viejo) enemigo de las potencias occidentales, cuyo gobierno cierra sus “puertas” provocando el bloqueo que obliga a los estadounidenses a enviar soldados de las fuerzas aéreas para establecer el puente aéreo que lleve de Frankfurt a Berlín (este) la ayuda humanitaria necesaria para la población retenida —el film calcula 300.000 personas—.

El periodo en el que Seaton ubica la acción coincide con el final de la ocupación amistosa aliada, al menos, apunta el inicio visible de las hostilidades entre el lado soviético y occidental (estadounidense, británico y francés), al bloquear los primeros su sector. En ese ambiente de guerra fría, de ocupación, de reconstrucción de un país (que pronto se dividiría en dos: la República Democrática Alemana y la Republica Federal Alemana) y hambre, llegan pilotos y técnicos entre los que se encuentran Danny McCullough y Hank Kowalski, los dos soldados estadounidenses interpretados por Montgomery Clift y Paul Douglas, cuyo personaje, Hank, y su relación con Gerda (Bruni Löbel) son de lo mejor del film, sobre todo esta chica alemana, cuya necesidad de aprender y pensar, el hacerse una idea de las ideologías enfrentadas y de qué es la democracia, para poder reconstruir su país expresa más de lo que a simple vista pueda parecer. Aunque se trate de una ficción, Sitiados no abandona su tono semidocumental y realista, como ya apunta su inicio, cuando indica que ha sido rodada en los espacios reales y con miembros del ejército. Así, partiendo de influencias neorrealistas, Seaton explora el momento; lo hace desde la perspectiva estadounidense, algo por otra parte normal, pues se trata de una producción de Hollywood que contó con la colaboración del ejército estadounidense. Pero habría que valorar que Seaton intente ser o parecer imparcial y equilibrado en su discurso cuya conclusión la pone en boca de Kowalski: <<la respuesta está en algo intermedio>>, ni la ingenuidad de Danny ni los recelos ni el revanchismo de Hank, quien, durante la guerra, había sido prisionero de los alemanes…



viernes, 6 de septiembre de 2013

Aeropuerto (1969)

Un aeropuerto es un lugar perfecto para encontrar miles de vidas en transito, o a la espera de empezar una nueva. Además es un espacio donde trabajan cientos de empleados que, según el film de George Seaton, se entregan de tal manera que sus vidas personales a menudo quedan relegadas a un plano secundario. En dicha tesitura se encuentra Mel Bakersfeld (Burt Lancaster), el responsable de una de las compañías aéreas que opera en la terminal y un hombre que ha descuidado hasta tal punto sus lazos familiares que ya no tiene nada en común con su esposa (Dana Wynter). Esta perspectiva presentada por Seaton indica cual va a ser la constante de Aeropuerto (Airport), la primera de las películas de catástrofes que arrasaron en las pantallas de los cines a lo largo de los años setenta. Y como tal en ella ya se observan algunas de las principales características de este tipo de producciones: un reparto plagado de nombres conocidos, que habían sido o eran estrellas de la pantalla, historias entrecruzadas entre las que se encuentran de amor y desamor, la entrega y el sacrificio de individuos normales que se convierten en héroes, o el hecho o hechos que provocan la catástrofe que, en su gestación, fluye paralela al drama al que se ven expuestos los personajes. No obstante, Aeropuerto no es un film que se centre en el peligro no natural que les amenaza, sino en esas vidas cruzadas que se ven afectadas como consecuencia de un hombre, Guerrero (Van Heflin), que sube al avión con un artefacto explosivo de fabricación casera con la intención de volar el aparato con él en su interior. Para comprender los motivos que llevan al desequilibrado a tomar semejante decisión se le observa en su día a día, derrotado y convencido de que lo único de valor que puede ofrecer a su sacrificada esposa (Maureen Stapleton) sería el dinero de su seguro de vida, que pretende conseguir a costa de otras. Pero la historia nunca pierde de vista la relación sentimental y profesional entre Bakersfeld y la señora Livingston (Jean Seberg), quien no puede ocultar el sentimiento que su jefe despierta en ella. Del mismo modo, también se aprovecha la presencia de otra estrella de la época, Dean Martin, que encarnó al capitán Demerest, para abrir otro frente amoroso, en este caso entre el piloto y la auxiliar de vuelo Gwen Meighen (Jacqueline Bisset), que, a pesar de saber que el oficial de vuelo es un hombre casado y poco dado a asumir compromisos, no puede evitar el amor que siente. Otro de los puntos en los que se centra la película, quizá el más interesante, se encuentra en la tormenta que asola la ciudad, la cual congela las pistas e impide que los aparatos puedan aterrizar, hecho que obliga al ingeniero Patroni (George Kennedy, asiduo en la saga) a dejar a su esposa cuando empezaban a ponerse tiernos para presentarse en la pista donde un avión ha quedado atascado entre tanta nieve. Aeropuerto resulta un film demasiado irregular, circunstancia que también se observa en sus secuelas, y en la gran mayoría de las producciones catastróficas de los años setenta, ya fuesen naturales como Terremoto (Mark Robson, 1974) o provocadas por los humanos como pasa en este film. De tal manera que la fórmula se iría agotando hasta El día del fin del mundo (James Goldstone 1980), dejando de ser un reclamo para el público, que durante toda la década siguiente prefirió otro tipo de cine de evasión. Aunque, pasado el primer lustro de los noventa, volvería a producirse un nuevo rebrote o intento de explotar las catástrofes en producciones como Un pueblo llamado Dante's Peak (Roger Donaldson,1996), Pánico en el túnel (Rob Cohen, 1996), Twister (Jan de Bont, 1996), Volcano (Mick Jackson, 1997), Titanic (James Cameron, 1997) o Deep Impact (Mimi Leder, 1998).