martes, 12 de noviembre de 2024

Yo soy aquel, en do menor


“Yo soy aquel,…”, escucho al vecino del quinto cantar en do mayor, pero ¿qué aquel soy yo? —me pregunto mientras su voz desafina a través de las paredes de una construcción de papel—. ¿Qué hora es? Son las cuatro y diez; recuerdo que sonaba en una de Aute. Miro el teléfono y pulso uno de los dibujos que ocupan la pantalla. Una “página” se abre y, ante mí, la sucesión de cada día: anuncios, cosas, estampas y personas “que quizá puedan interesarte”. Asoman platos, dietas, salud y belleza, máquinas, logotipos, habilidades, gente posando su alegría o presumiendo lo bien que le sienta la última moda que adapta a su estilo personal que ya he visto en modelos distintos que apenas se diferencian entre sí. No tarda en aparecer quien se presenta con una sonrisa y con su pila de libros recién comprados. En la siguiente, hay quien mira a la cámara en primer plano, de fondo una estantería con veinte o cuarenta títulos; reconozco algunos y del resto nada sé. En otras instantáneas en movimiento que sustituyen a las anteriores, asoman libros sin personas. ¿Donde están? ¿Por qué no se muestran? Acaso ¿están de vacaciones o les vence la timidez? No. De estar fuera, lo ilustrarían; y de ser tímidos, su voz no se dejaría oír. Informan de lo que están leyendo y de lo que leerán los próximos dos siglos. Los tiempos están cambiando, musicaliza el cantautor que encuentra sus respuestas soplando en el viento. ¿Fue ayer cuando lo cantó o fue hoy o será mañana? Ya cambiaron y volvieron a cambiar. Volverán a hacerlo. Ayer, hoy y siempre es continuo cambio. Algo nuevo se establece; aunque nuevo solo expresa que antes no estaba y ahora sí, que pronto será habitual y, a no más tardar, alguien dirá que viejo. En una de las imágenes se emplea el verbo reseñar, en otra, recomendar. Se presumen lecturas, llegan más vestidos y canciones. Veo uñas, tatuajes, peinados, imitaciones, carteles de película, perros, gatos, un gesto facial…

“Yo soy aquel…”, de nuevo el estribillo. Aparece el enésimo titular. Alguien dice, después la historia ya contará. Cierro el invento. El humo me sale por las orejas. Soy como un dibujo animado que ha tragado más picante del que puede soportar. Necesito un vaso de agua, necesito un litro más. Corro hacia el grifo, me sumerjo bajo el chorro e ignoro cualquier instantánea. Las voces seudofelices suenan falsas, tapo los oídos, pero continúan llegando frases ya oídas y leídas en otros lugares que he dejado atrás, pero que aparecen ahí delante. Soy como un ratoncillo al que no le gusta esa rueda donde le han puesto e, inútilmente, intenta escapar formando parte del juego. Tampoco disfruto el audio enlatado, ni nada que asesine mi ritmo y mi tiempo para pensar, tal vez para soñar o bostezar a mi manera. Los textos en el ahora, se reducen y lo visual llega sin nada detrás. ¿Exagero? Siempre que puedo lo hago para ceñirme a la realidad que siento. En ella, abro el periódico que carece de papel, todo es titular; su texto se reduce, sus mentes, las opciones y las opiniones son de pago. No quiero gallegas ni posees dulces, ni acusaciones que poca verdad desvela; no hay elección, si vives en un mundo donde ya solo parece contar la compra-venta. Publicidad, propaganda, verdades a medias y de la otra mitad queda algún mensaje que se componen con dos, cuatro o siete palabras y de tres engaños. Se feliz, añádele a la vida su buena dosis de emoticonos, de consumo, de rincones idílicos, preparados en su fotogenia, y de saludos de bienvenida y despedida que a nadie saluda ni despide, porque ya penas se conoce, pero que simulan lo contrario de ambos opuestos. No me interesa… Me llega con ser aquel que se mira en el espejo y me veo desapercibido.

 “Yo soy aquel…” Su voz retumba; llega a través de las paredes que no protegen. Por fortuna, no me caen encima. Salgo a la calle donde una pareja arroja un plástico al suelo. No le importa; aun diría que siente satisfacción por haberse deshecho del envoltorio. Lo que veo y lo que escucho me generan sensaciones aterradoras, aunque también de rechazo. Quiero arrojarles flores a unos y macetas a ellos, también al fulano que canta. Pero, finalmente, desisto, no quiero agasajar con orquídeas ni con cardos, solo camino y hago mío el estribillo que se me ha quedado grabado. Tarareo la musiquilla, sin querer caer en la tentación de llevar la voz tenor.

“Yo soy aquel…”, entono en do menor. La escala no es capricho, pues la manejo mejor que la alegre mayor. Al compás de la música imaginada, mi pensamiento canta en estruendoso silencio una letra nueva y ya vieja: No leo para presumir de lo que leo; leo porque es parte del alimento que necesito para seguir viviendo. Leo desde que puedo recordar y escribo desde entonces, pues también la escritura es uno de mis nutrientes vitales en un mundo donde solo parece existir la imagen que se presume y que, más que llamar la atención, la reclama a “gritos” y a golpes de efecto en el ya mismo, en el ha de ser ahora, no cinco segundos después, porque entonces ya habrá cambiado la dirección del viento y el centro de atención y de interés. En el individuo que soy, en él soy aquel que se ha formado durante los años que me separan del recién que fui y del que nada recuerdo, en la persona que creo ser, en la que los cercanos dicen que soy, y en la que ni siquiera puede ser consciente de estar formándose y deformándose en el continuo proceso que le aleja del principio, le acerca al final y entremedias le hace más ajeno a las medidas centralizadoras, en el yo periférico que descubro cada mañana y al acostarme, incluso en mis pesadillas y en mis sueños, ambas acciones son vitales. No puedo dejar de hacerlas; el día que eso suceda estaré muerto o, lo que comprendo más triste, impedido hasta el punto de sentirme muerto o de verme devorado por una masa homogénea que, peor que la nada que amenaza Fantasía, porque es real, se extiende para hacernos parte indistinguible en un todo que alguien en plural maneja para su beneficio.

“Yo soy aquel…” que nunca se encuentra en la mayoría, ni quiero que se me acepte dentro. No soy inadaptado ni rebelde. Ninguno de ellos puedo, pues para ser lo primero tendría que haber un lugar donde (in)adaptarse; y para lo segundo, solo sería un gesto, un rechazo o una reacción antes de formar parte del orden que se impone... Sencillamente, soy lejos. Hay quien ya es lo que presume: una imagen o una frase hecha que se repite apenas con ligeros cambios. Pero, en mí soy aquel, ninguna imagen preparada para gustar o disgustar puede definirme; mas ¿por qué presumimos? Supongo que hay quien desea promocionarse en busca de la finalidad perseguida por tantos “soy aquel”, pero ¿qué aquel? Que pregunta más idiota, pienso mientras me veo atrapado en la red. ¿Cómo avanzar si soy en presente y en pasado? Vecino, tu voz me satura, me empacha tu aquel y tanta imagen vacía que se acumula y desaparece tan rápido como llega. ¿Qué permanece? ¿El solista del piso de arriba? ¿Los cuerpos que abajo entran y salen, en continúo consumo, insaciables, más y más, más de lo mismo, imparable invariable, día tras día...? ¿Colaboro en esto? Sin duda, puesto que aquí estoy. ¿Atrapado? ¿Quién no?

“Yo soy aquel…” sin talento musical ni aspiraciones a cantante, aunque culpable de escribir su propia canción. ¿Para qué, si la música de hoy ha perdido poesía o, al menos, la única que se escucha ha dejado de ser la voz del pensamiento poético? Corren malos tiempos para la lírica, decían hace años, lustros, décadas algún aquel ya casi olvidado. Mañana, probablemente, también lo dirán. Siempre han corrido malos tiempos para ella; y sin embargo, sobrevive entre tanto ruido e indiferencia. Se grita, se parrafea un estribillo, mas nada se dice que no te digan que has de exclamar y reclamar. Trabaja para beneficio de otros o hazte viral. Este adjetivo me chirría, no por su relativa novedad en su uso mediático, igual que lo hace el abstracto empatía, cuando camina en la propaganda hacia el objetivo perseguido de “viralidad”. El término, la imagen, la letra, la música y el habla se convierten en uso estereotipado, en la búsqueda de aceptación, más que de comunicación y de expresión, en el decir que se repite, en el establece que todos somos buenos y que quienes no son como nosotros, malos son. ¿Qué hora es? Ya son más de las cuatro y diez. Cada gesto en busca del aplauso. Luces, cámara, acción. Sonrisas preparadas mientras la compasión y la generosidad caen en desuso, salvo en su minuto de renacer en un espejismo que nos esperanza. Tal vez, nunca hayan existido fuera de ese instante puntual en el que asoma para brillar fugaz, antes de apagarse; o solo sean ecos de épocas más humanitarias, menos guapas y menos instantáneas que la actual; épocas que ya se confunden en su paso hacia el olvido donde también irá a parar esta y las demás. No lo escribo por fastidiar, sino porque esa es la realidad final de cada tiempo y de cada existencia.

“Yo soy aquel…” que, como cualquiera, sale de la inexistencia y respira, quien vive en constante cambio y permanencia, quien intenta olvidarse de la nada y se miente para ilusionarse. Me recuerdo inventado; así la vida se transforma en sueño de eternidad, pero no de inmortalidad. Incluso mientras al despertar del sueño. La vida es cuando soy; y mi soy aquel necesita nutrirse de lecturas y de escritos, de malas y buenas costumbres, de sorpresas, que son las menos y cuando son, algunas me harán reír o llorar, de tiempo para aburrirme y de algo de inventiva que deparará alguna diversión, que no confundo con juerga; de tiempo de pensar en un alguien, de relacionarme en un medio que escapa a mi comprensión, de sentimientos y de emociones que nunca llegó a vencer ni ellas a derrotarme. Todo eso es fuente de energía para que el corazón bombee su rojo oxigenado que alcanza la materia gris, en continua carga y descarga. La electricidad ilumina el cerebro y este se convierte en el centro del universo y de la creación, en el archivo del mundo propio y en cuna de los sentimientos y de las emociones que, en ocasiones, desbordan y hacen vibrar el cuerpo. Ahora se acomoda en una marcha automática. Duerme, duermo yo. ¿Me maneja o lo manejo? A veces se convierte en prisión y otras en liberación; en todo caso siempre corre el riesgo de crear y creer la falsa ilusión de ir sin ser consciente de que permanece inmóvil, clavado allí donde se nos manipula con mayor facilidad.

“Yo soy aquel…” que no nada ni a favor ni a contracorriente, que intenta cruzar el río en prueba de resistencia. La orilla permanece en la distancia, pero no desespero, ni voy a entregarme. Atrás queda la distancia; se agranda. Dicen que podemos aprender del pasado, no lo dudo, pero lo que está por venir me es desconocido. Y lo poco que se puede descubrir del pretérito, ¿lo obviamos? En todo caso, me pregunto si habíamos llegado alguna vez a un punto similar en nuestra historia. Lo dudo, porque la historia no se repite, aunque, a primera vista, lo parezca. Nuestro ahora solo es el principio de un tiempo que otros estudiarán y desconocerán, uno que apunta la deshumanización y el que seamos números cuya utilidad solo es consumo y trabajo; en el mundo comercial se trabaja para poder consumir cualquier producto o idea que nos quieran vender, sean útiles o inútiles, y para disfrutar de instantes de ocio que suelen destinarse al consumo y al trabajo. No poco de lo que hoy se observa parece aventurar que las personas (lo que hasta entonces se ha entendido como tal) sobramos… El vecino del quinto continúa cantando. “Yo soy aquel…”, pero ¿qué aquel me dejan ser?…



lunes, 11 de noviembre de 2024

La bella y la bestia (1946)

Poeta, cineasta, pintor, dramaturgo, <<Nada era en él orgullo ni fingimiento. El horror ante los carteles de la Coca Cola, no era teatro, ni anécdota preparada. Madame Weyssveller, me aseguraba que todas las mañanas en el duermevela del despertar, Cocteau lloraba por nuestra civilización. Lloraba físicamente. Porque físicamente le dolía, Europa, el verso, el entusiasmo, el cristal de Venecia, la cerámica de Sajonia, las sinfonías de Mozart, y la liturgia católica.>> (1) Pero los rostros de Cocteau eran más que el del europeísta, el admirador de los clásicos, el cuentista o el del artista y del creador estético de obras cinematográficas inclasificables como Orfeo (Orphée, 1950) y tan bellas como esta ilusión cinematográfica realizada en la inmediata posguerra, una ilusión que, como tal, se fuga de la realidad para establecerse en la fantasía que, en manos de Cocteau, se desarrolla onírica y poética… Inspirándose en el cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, el cineasta crea una atmósfera misteriosa para envolver a sus dos personajes principales, los envuelve en el misterio, la magia y la belleza en la que ambos se encuentran y anidan. Solo ahí son posibles su bella (Josette Day) y su bestia (Jean Marais), dos almas, dos cuerpos, dos ideales que se encuentran y se enamoran en un mundo de fantasía creado para ello… ¿Quién era Cocteau? ¿Bella o Bestia? ¿Orfeo? ¿Todos y ninguno? ¿Es quien crea su obra o su obra le crea a él? François Truffaut dice de él, en Las películas de mi vida, que era un cineasta muy especial, un artista de la cabeza a los pies, aunque eso no es decir mucho. Me refiero a que no concreta, tal vez porque un poeta cinematográfico de su talla sea inabarcable; como también puedan serlo Pier Paolo Pasolini o Andrei Tarkovski. Probablemente, se sueñe, se idealice como poeta, y, a partir de ese mundo, construido sobre obsesiones, ilusiones, aspiraciones e inspiraciones, se construya el propio artista, el que aúna en pantalla artes plásticas y poesía, sensibilidad y fantasía, musicalidad y armonía, para crear ese espacio estético a su imagen, un espacio donde La bella y la bestia (La Belle et la Bête, 1946) cobra imagen cinematográfica —en cuya creación también intervienen el diseñador y decorador Christian Bérald, el operador Henri Alekan y René Clément, el magnífico cineasta de Juegos prohibidos (Jeux Interdits, 1952)— pero también algo que va más allá de esta, pues Cocteau escapa a cualquier regla establecida y se instala en la ingenuidad del poeta, no exenta de cierto narcisismo —que creo forma parte de la naturaleza creativa y poética de cualquier artista —. Para él, ni la poesía ni la belleza pueden cercarse: todo es poético o puede llegar a serlo. <<De Sang d’un poete (1930) a Le Testament d’Orphée (1959-1960), su obra cinematográfica vive obsesionada por la figura del poeta, y el cine solo tiene valor y sentido para él cuando se esfuerza en ser poesía, puesto que no hay arte que no pueda reducirse a la raíz poética…>> (2)

(1) José María Pemán: Mis almuerzos con gente importante. Dopesa, Madrid, 1970.

(2) Jacques Aumont: Las teorías de los cineastas: La concepción del cine de los grandes directores (traducción de Carles Roche Suárez). Ediciones Paidós, Barcelona, 2004.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Magnolias de acero (1989)


La relación de Herbert Ross con el teatro le vino desde sus inicios profesionales, cuando, tras romperse el tobillo, abandonó la danza y se convirtió en coreógrafo y llegó a ser de los más famosos de Broadway. A lo largo de los años que siguieron, su carrera fue fructífera tanto en la escena como en las adaptaciones cinematográficas que llevó a cabo. A su colaboración con Neil Simon en películas como La pareja chiflada (The Sunshine Boys, 1975), La chica del adiós (The Goodbye Girl, 1977) o California Suite (1978) habría que añadirle las no menos exitosas que mantuvo con Woody Allen en Sueños de seductor (Play It Again, Sam, 1972) o con Robert Harling en Magnolias de acero (Steel Magnolias, 1989), películas cuyo guion corrió a cargo de los propios autores teatrales y que se encuentran entre lo más destacado de su carrera —lugar donde también incluyo Elemental, Dr. Freud (The Seven-Per-Cent Solution, 1976) y, en su evocación, Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, 1981)—. Si bien me quedo con la de Allen, porque en mi infancia me hizo reír lo suyo sin menoscabo de mi inteligencia, si así se le puede llamar a lo que sea que me hace pensar a diario, ni de mi sentido del humor gris, tirando a borrascoso, no niego que la de Harling tenga su aquel y que este se encuentra en gran medida en el reparto que reúne a Sally Field, Dolly Parton, Shirley MacLaine, Daryl Hannah, Olympia Dukakis y Julia Roberts, previo a su salto a la fama en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), uno de los peores y más ñoños cuentos de hadas que vi en mi adolescencia, superado en ñoñería e insipidez por el mal recuerdo que guardo de Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) y de Ghost (Jerry Zucker, 1990). Casi muero del susto. Ignoro cómo pude sobrevivir a aquel gélido danzar, que iba de ardiente pero que se quedaba en témpano, y aquellas dosis de sensiblería a chorro y su falta de ingenio, suplido por un convencionalismo fantasmal que se ajustaba a la moda y consumo “ochenteros” y de los primeros compases de los “noventa”. Supongo que seguir respirando después de aquello se debió a que física y emocionalmente era más fuerte de lo que había imaginado y que, por entonces, La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987) resistía gracias al amor verdadero y que el canalla de John McClane andaba por allí desatascando situaciones límite sin perder su sentido del humor mientras sembraba edificios y aeropuertos de cadáveres de los villanos que no habían contado con su presencia. Mal hecho. Así les fue…


A la princesa y al policía siempre le agradeceré que se lo tomasen con filosofía: la una con la de la fantasía cuentista y al otro con la de chiste y fogueo cuando se descubre en una acotación espacio-temporal que le obliga a actuar como un héroe solitario de humor y de gatillo fácil. Así es la vida, chaval, la acotación nos persigue porque en ella nos ubicamos, queramos o no, por mucho que algún o alguna vendedora de humo nos insistan en que somos libres como los pájaros. Pues, no. Tampoco las aves lo son, aunque vuelen. Somos seres físicos, atrapados en el espacio-tiempo, de modo que también los personajes que nos representan en la pantalla o en los cuentos se sitúan en coordenadas espacio-temporales que no pueden abandonar ni manejar a su antojo, por mucha imaginación y fantasía que se les atribuya. Las chicas de oro de Magnolias de acero se establecen en coordenadas melodramáticas y viven su acotamiento en una pequeña localidad de Lousiana y en varios días: la boda de Shelby (Julia Roberts), la Navidad,… que sirven para desarrollar y establecer la relación entre mujeres distintas edades que, salvo Clairee (Olympia Dukakis) y Ousier (Shirley MacLaine), están casadas y, tal vez, se sienten decepcionadas con su vida marital y su situación existencial general. No solo viven en la acotación, sino que se encuentran acotadas en sus oportunidades y en sus elecciones, condicionadas por la salud o su falta, por sus aspiraciones y sus realidades, por el propio devenir existencial, como si este estuviese decidido de antemano para ellas, tal vez con la excepción de la gruñona interpretada por Shirley MacLaine, una de las actrices a las que siempre agradeceré el estar ahí, en El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1950) o recorriendo con sus tonos verde la calle, pues en el acto de quejarse se encuentra la semilla de la revolución vital que quizá nunca llegue a revolucionar la vida, aunque sí ayude a sentirla propia…



sábado, 9 de noviembre de 2024

César Vallejo y Georgette Philippart, por Elena Garro

<<A mí me gustaba César Vallejo. Nunca entendí la manía que le tenía Pablo Neruda ni la persecución que ejercía contra él. En España Pepe Bergamín me dijo: “Envidia de “La Chirimoya”. (Así llamaba a Pablo. Ambos llevaban una riña encarnizada, a tal punto que después de que Pablo recibió el Premio Lenin, el Comité Ejecutivo del Partido Soviético tuvo que intervenir, llamar a los dos y obligarlos a terminar la querella). Esto lo contaba Pepe Bergamín, riéndose con gran malicia. Pero a pesar de las “paces” impuestas, Bergamín continuaba llamándole “La Chirimoya”. “¿No recuerdas que era muy envidioso? Y como los dos eran poetas de América, pues no se lo perdonaba, sobre todo que Vallejo era mucho mejor poeta que él, ¡’La Chirimoya’ no era tonta y lo sabía…!”

Sí, algo pasaba con César Vallejo, estaba muy aislado, vivía con Georgette, su mujer, en un hotelito muy pobre del barrio latino y formaban una muy hermosa pareja: ella menuda, blanquísima, de ojos verdes de gato y él enjuto, alto, moreno, de rasgos indígenas muy severos. Estaban muy pobres e iban vestidos con ropas raídas y ligeras para la crudeza del invierno. Georgette, siempre muy cerca de él, levantaba la vista para contemplarlo con veneración. Una noche en la que fuimos con ellos a un mitin, Vallejo quiso colocarse hasta adelante, para no perder ni una palabra de lo que allí se iba a decir. El teatro estaba repleto y nos quedamos de pie en el pasillo, muy cerca de la escena. A mí no me interesaban los oradores, me fascinaba el rostro grave de Vallejo, como si estuviera devorado por un terrible sufrimiento, y no pude quitarle la vista de encima. Él se dio cuenta de cómo lo miraba y me echó un brazo al cuello, sin dejar de escuchar a los oradores. A su contacto, me invadió una corriente de bondad que nunca más he vuelto a sentir. Aquel hombre era un hombre aparte, era un poeta. Creo que la poesía va unida a la profundidad de la bondad. Todavía veo su suéter de lana cruda y sus ojos trágicos.

César Vallejo nunca se quejó. Tal vez sabía ya que el hombre moderno tiene el corazón de piedra y que era inútil pedir socorro. Nosotros no podíamos imaginar la miseria que sufría: los jóvenes, o cuando menos yo, carecen de imaginación para adivinar el sufrimiento y el terror que ocasiona el hambre. Yo sentía que Vallejo era desdichado, pero no sabía la causa a pesar de su mirada febril y terriblemente profunda. Vallejo se sabía el elegido de la desdicha. Los mayores conocían a fondo el drama de Vallejo, pero preferían el mutismo y hacerle el vacío. El desdichado nunca tiene razón, siempre es culpable. Esto lo he comprobado a lo largo de mi ya larga vida. Nosotros sabíamos que Neruda no lo quería, pero no imaginábamos que su poder fuera tan grande como para hundir a César Vallejo en aquella desgracia. Poco tiempo después supe que Vallejo había muerto de hambre en París. ¡De hambre! No era una frase, era una terrible verdad. Su muerte me produjo una impresión extraña. Los comunistas tenían razón: unos eran demasiado ricos y otros demasiado pobres, y esto se daba entre los propios comunistas.

En Nueva York, durante la segunda guerra mundial, conocí a Gonzalo More, el mejor amigo de César Vallejo. Ambos eran peruanos. En el restaurante Sevilla y en el hotelucho Jai-Alai, Gonzalo me hablaba de César. Se habían conocido desde jóvenes. A Gonzalo le preocupaba mucho Georgette, que pasaba la guerra sola en Francia. No le preocupaban los manuscritos de Vallejo: “Yo sé que Georgette los guardará mejor que su propia vida”, concluía en el cafetín de Bank Street. Y así fue. Después de la guerra un diplomático peruano, Roca, buscó a Georgette para pedirle los manuscritos de César. Ella no quiso entregárselos. Si en Perú querían editar a Vallejo, ella iría a vigilar la edición. Hubo un forcejeo y al final Georgette se fue a Perú con los papeles de César. Después solo he escuchado: “¡Ah, esa mujer!”, ¡Ah, esa mujer nefasta!” Y me asombraba la frivolidad de los que la juzgan, ya que ni la conocieron ni conocieron a Vallejo, ni supieron del gran amor y el grave sufrimiento que los unió para siempre. Yo digo: “¡Ah, los advenedizos…!”>>

Elena Garro: Memorias de España 1937. Editorial Salto de Página, Madrid, 2011.

Nacido en Santiago de Chuco en 1892, Vallejo fallece en París en 1938, un año después del encuentro narrado por la mexicana Elena Garro en su Memorias de España 1937. La futura escritora, por entonces apenas una adolescente, acompaña a Octavio Paz, su marido en aquella época, al II Congreso Internacional de Escritores por la Cultura que en julio de 1937 se celebraba en Barcelona, Valencia y Madrid. A aquellas jornadas acude un amplio número de escritores antifascistas de diferentes procedencias que simpatizan con la república española. Entre ellos, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, León Felipe, Pablo Neruda, André Malraux, María Zambrano, Miguel Hernández, Heinrich Mann, Iliá Ehrenburg, Nicolás Guillén, Rafael Alberti, María Teresa León, Octavio Paz, Elena Garro y el propio Vallejo. De regreso a México, Paz y Garro hacen alto en París, donde residen Georgette y César, quien poco antes de morir escribe su última obra: España, aparta de mí ese cáliz, en la que muestra su preocupación por la guerra que arrasa el país ibérico, un conflicto que, para el poeta peruano, se convierte en una especie de dolor crónico. Dos décadas atrás, en 1918, compone Heraldos Negros, su primera obra, en la que se dejan notar influencias de Rubén Darío; el costarricense, junto a Juan Ramón Jiménez, es modelo para los jóvenes poetas en lengua castellana que les siguieron. Pero Vallejo dista de ser un modernista. De encasillarlo, prefiero decir que se trata de un poeta humanista —como corrobora que titule a una de sus obras Poemas humanos—, que versifica las emociones humanas que le desbordan en un mundo al borde del precipicio, defensor de una poesía y de una cultura autóctonas y, tal vez, también un “condenado” consciente de ser el cantor sensible de su propio fatalismo, de su no lugar en ese mundo, ya insensible al dolor ajeno, que, a todas luces, le muestra su rostro cruel. La fatalidad, sin duda, se ceba con este gran poeta a quien Jorge Semprún evoca en La escritura o la vida, recordando y haciendo suyo el poema que Vallejo inicia <<En suma, no poseo para expresar mi vida, sino mi muerte>>. Escribe Semprún: <<Contemplo el cielo azul por encima de la tumba de César Vallejo, en el cementerio de Montparnasse. Tenía razón Vallejo. No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para mi decir mi vida, para expresarla, para sacarla adelante. Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma de conseguirlo es la escritura…>>


Piedra negra sobre una piedra blanca, de César Vallejo

<<Me moriré en París con aguacero,

Un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París —y no me corro—

talvez un jueves, como es hoy, de otoño.


Jueves será, porque hoy, jueves, que proso 

estos versos, los húmedos me he puesto

a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a verme solo.


César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

le daban duro con un palo y duro


también con una soga; son testigos

los días jueves y los huesos húmedos

la soledad, la lluvia, los caminos…>>


César Vallejo: Poemas humanos.




viernes, 8 de noviembre de 2024

Lewis Milestone, por Iliá Ehrenburg


<<En 1933 conocí al director de cine estadounidense Lewis Milestone y no tardamos en hacernos amigos. Era un hombre gordo y bueno. Siendo un adolescente, antes de la Primera Guerra Mundial, había dejado Besarabia para buscar fortuna en Estados Unidos; conoció la pobreza, pasó hambre, trabajó de peón, de dependiente, de fotógrafo ambulante y, al final, llegó a ser director de cine. La película Sin novedad en el frente le dio fama y dinero, pero él siguió siendo sencillo y alegre o, como habría dicho Bábel, jovial. Amaba todo lo ruso, no había olvidado la pintoresca habla del sur y se alegraba cuando le ofrecían una copita de vodka y arenques en escabeche. Cuando vino por unas semanas a la Unión Soviética, estableció de inmediato buena relación con los directores soviéticos, ante quienes decía: “¿Cómo que soy Lewis Milestone? Soy Lenia Milstein, de Kishinev. (1)”

Un día me contó que cuando Estados Unidos decidió entrar en la guerra se preguntó a los soldados si querían ir a Europa o quedarse en Estados Unidos; se hicieron dos listas. Milestone estaba entre los que deseaban ir al frente, pero enviaron solo a los que querían quedarse en casa. Entre risas, añadió: “Por lo general, así suele pasar en la vida.” Era un pesimista alegre: “En Hollywood no se puede hacer lo que uno quiere. Y lo mismo puede decirse de otros lugares que no son Hollywood”

Decidió hacer una adaptación cinematográfica de mi vieja novela La vida y la muerte de Nikolái Kurbov. Traté de disuadirlo: el libro no me gustaba y, además, habría sido ridículo en 1933 mostrar a un comunista romántico horrorizado ante el ambiente de la NEP. (2) Milestone me urgía a que yo escribiera sin falta el guion y me propuso alterar la trama, describir las construcciones y el plan quinquenal: “Que los estadounidenses vean de lo que son capaces los rusos.”

Yo tenía serias dudas sobre mi capacidad para llevar a cabo la empresa: no soy guionista y no estaba seguro de si podría escribir un guion decente, pero hacer un batiburrillo de varios libros me parecía un disparate. Aún así, como Milestone me caía bien acepté escribir el guion con su colaboración.

Me invitó a una pequeña ciudad-balneario donde realizaba una ardua tarea. Pesaba cien kilos y cada año pasaba tres semanas sin comer nada, hasta perder alrededor de veinte; luego, como es natural, se abalanzaba sobre la comida y pronto recobraba el aspecto de siempre. Para su periodo de ayuno, elegía un hotel cómodo en el que la comida era tan mala que no había modo de envidiar a los que comían y cenaba allí.

Permanecía tumbado y adelgazaba; mientras, sentado a su lado, yo tomaba una comida insípida y escribía. Milestone, que tenía un magnífico sentido del ritmo de las secuencias, decía: “Aquí hay que hacer una pausa... ¿Empezó a llover, quizá? ¿O debería salir de la casa una viejecita con un cesto para la compra?”

No conservo en texto del guion; lo recuerdo de un modo vago; creo que combinaba Hollywood y la revolución, con algunos hallazgos aislados de Milestone y rutina cinematográfica, sazonada con la ironía de dos personas maduras.

Llegamos a escribir un grueso cuaderno hasta el final. Milestone adelgazó —el traje le colgaba por todas partes— y por fin fuimos a París. En Montparnasse, Milestone conoció al pintor Nathan Altman y le propuso que hiciera los dibujos para los decorados y el vestuario.

El pesimismo de Milestone resultó justificado. El propietario de Columbia, Harry Cohn, tras leer el guion dijo: “Hay mucho tema social y poco sexo. No están los tiempos para tirar el dinero por la ventana”.

Como es natural, Milestone se llevó un disgusto: había perdido cerca de un año en ese proyecto, pero consiguió que Columbia nos pagara los honorarios tanto a Altman como a mí.

(Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vi a Milestone en París… No había adelgazado, pero estaba más lúgubre. Durante la guerra había rodado en Hollywood una película sobre los soviéticos (3): quería, en la medida de sus posibilidades, echarnos una mano. Cuando fui a los Estados Unidos, hablé con él por teléfono y me invitó a Hollywood; pero yo decidí irme al sur. No sé qué hizo en los años de posguerra ni cuántas veces le obligaron a hacer lo que no quería).>> (4)

Habrían de ser muchas las veces en las que un cineasta, incluso del talento demostrado por Milestone en películas como Sin novedad en el frente (All Quiet in the Westerfront, 1930) o La fuerza bruta (Of Mice and Men, 1939), se vería obligado a aceptar (y acatar) que en Hollywood solo era un empleado y, como tal, un profesional destinado a hacer un trabajo (muy) bien remunerado en el que la decisión final no era suya. Milestone, como tantos otros, aceptaba que solo era el encargado de ejecutar el plan aprobado por los ejecutivos. Sus proyectos no solían nacer de él y, cuando lo hacían, necesitaba la aprobación de quienes ponían el dinero (los estudios cinematográficos) y, más adelante, de las estrellas caprichosas como Frank Sinatra en La cuadrilla de los once (Ocean’ Eleven, 1961) o Marlon Brando en Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, 1962) —sus dos últimos largometrajes y, probablemente, las dos peores experiencias profesionales de Milestone—, que es como suelen ser los divos y divas tras el brillo cegador que deslumbra a sus fanáticos y al público en general, que también posee su buena dosis de fanatismo. Al contrario de lo que solía suceder en Europa, los cineastas hollywoodienses (del llamado Hollywood clásico o dorado) apenas intervenían en la elección del reparto —cada estudio contaba con sus grandes estrellas y con sus fieles escuderos—, ni en el montaje —pocos tenían derecho al “corte final”—, ni en el guion, ni en cualquier otro aspecto que no estuviese relacionado con el rodaje en sí. Su situación, a menudo no les convencía, pero rodaban con la profesionalidad que se esperaba de ellos o intentaban liberarse y buscar su independencia. Hay casos de rebeldía, de tipos que fueron forjando su propia leyenda y estableciendo distancias. Existen leyendas como la de Orson Welles, que vivió el rechazo, pero que prefirió ser un errante antes de ser un mandando, la de Charles Chaplin, que siempre quiso ser su propio jefe, o la de John Ford, que no solo hacía westerns o se corría sus juergas con su grupo afín —¡qué buenos tiempos, Jack!—, sino que era capaz de subirse a una plataforma para filmar un ataque aéreo o para arrancar hojas y hojas del libreto de turno, para aligerar el tiempo de rodaje. Hay numerosos ejemplos de trucos que los realizadores realizaban para saltarse el programa establecido por la empresa, pero, por lo general, se acataba el orden y la jerarquía establecidas. Se le entregaba un material y se les encargaba convertirlo en imágenes que diesen dinero. Esa era la finalidad, el director, salvo excepciones puntuales, solo un medio humano que tipos como Harry Cohn (Columbia Pictures), Louis B. Mayer (MGM), los hermanos Warner (Warner Bros.), Adolph Zuckor (Paramount) o Samuel Goldwyn (The Goldwyn Company), usaban para aumentar sus fortunas y su poder dentro de la industria cinematográfica que habían creado no para regalar arte ni espectáculo, sino para llenar sus bolsillos. Para los magnates, lo artístico y lo creativo eran aspectos secundarios, aunque esto no niega que buscasen hacer un producto atractivo para el público, y que a ellos les gustase, ni que a veces se obtuvieran resultados tan espléndidos como los dos films de Milestone nombrados arriba u otros suyos como La horda (The Racket, 1928), Un gran reportaje (The Front Page, 1931), Al filo de la oscuridad (Edge of Darkness, 1943), Un paseo bajo el sol (A Walk in the Sun, 1945) o El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946)… Todos ellos, títulos que el cineasta rodó previo a la amenaza de la caza de brujas que le convenció para salir del país y rodar en Europa alrededor de la década de 1950; entonces ya pocos recordaban que había sido el primer cineasta en recibir el Oscar al mejor director, por Hermanos de armas (Two Arabian Knights, 1927) —volvería a recibirlo por Sin novedad en el frente—, en la primera entrega de unos premios que se ajustaban perfectamente a la finalidad perseguida por sus creadores: vender su producto…

(1) Actual capital de Moldavia; entonces parte del Imperio Ruso.

(2) NEP, son las siglas que corresponden a la Nueva Política Económica propuesta e impuesta por Lenin para recuperar la economía tras la Gran Guerra y la Revolución. 

(3) La película a la que se refiere Ehrenburg es el cortometraje documental Our Russian Front, rodado junto a Joris Ivens en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial.

(4) IIiá Ehrenburg: Gente, años, vida (Memorias 1891-1967) (traducción Marta Rebón). Editorial Acantilado, Barcelona, 2014.

jueves, 7 de noviembre de 2024

El paciente inglés (1996)

Los premios nada me dicen respecto a la calidad de una obra o de quien lo recibe, salvo que alguien los ha premiado por algún motivo que en su mayoría no responde a cuestiones artísticas ni creativas. Dicho esto, a modo de introducción y de expresión de una idea propia, aunque también común, ya que sospecho que habrá quien la comparta (y también quien la rechace), poco se me ocurre decir de esta película ambientada en dos tiempos enlazados por el personaje que le da título, presente de 1944 y el pasado reciente. Aparte de un recuerdo lejano relacionado con la primera vez que la vi, me queda la sensación de que El paciente inglés (The English Patient, 1996) se cansa de sus historias entrelazadas apenas empezar a narrarlas. Su descripción de los personajes y de las relaciones que establecen resulta anodina y sus dos romances me saben inspirados; incluso como si los amantes fuesen de cartón-piedra, un quiero y no puedo, como los decorados de las producciones históricas realizadas durante los primeros años del franquismo, régimen político que nada tiene que ver con la situación expuesta por Anthony Minghella, que ubica su película durante la Segunda Guerra Mundial, en Italia y el norte de África. Aburrida en su intento de crear un paisaje épico y romántico, evocador y conmovedor, más que nostálgico, pasional y emocional, tanto en tiempo de guerra como en la paz que le precede, y en la que se inicia el romance entre Katherine (Kristin Scott Thomas), mujer casada con el agente británico a quien encarna Colin Firth, y Almásy (Ralph Fiennes), el moribundo desfigurado que a su agonía presente une su aflicción por la mujer añorada, tal vez soñada e idealizada. Él recuerda su historia, la misma que inicialmente no quiere evocar por el dolor que le causa el revivir la culpabilidad que siguió a los momentos de amor dichoso. Pero sin la evocación del moribundo no habría El paciente inglés, de modo que Almásy “regresa” al pasado y lo revive para su público… Cuando una historia se cuenta a otros, estos se convierten en depositarios de la misma, pero también tienen la suya propia. Y este sería el caso de Hana (Juliette Bioche), la enfermera canadiense que se ofrece a cuidarle y que es testigo de la agonía y la evocación del moribundo. Al tiempo, ella es protagonista de su propio drama en un entorno bélico, salpicado por las minas explosivas y bombas que desactivar, donde las tropas británico-canadienses continúan su avance; aunque, para la enfermera y su paciente, el tiempo parece hacer un alto en el camino, una pausa que permite a la una mirar hacia el ahora, durante el cual cruza su mirada con la de Kip (Naveen Andrews), el oficial hindú encargado de desactivar las minas, y al otro hacia el pasado, causa de su felicidad pretérita y ya perdida, sustituida por la culpa y la aflicción en ese presente en el que confluye otro personaje espectro del ayer (Willem Dafoe)…



miércoles, 6 de noviembre de 2024

Pemán y el almuerzo


Lo mejor de la obra de José María Pemán (1897-1981), escritor gaditano cuyos poemas, novelas y obras teatrales han caído en el olvido debido más que nada a su mediocridad literaria, al inevitable paso del tiempo y, en su caso, también al devenir histórico, son sus artículos. En ellos, el tono resulta más irónico que el que se pueda descubrir en el resto de su copiosa bibliografía, la cual desvela su talante conservador y su ideología reaccionaria —si le hubieran atrapado en zona republicana, tras la sublevación del 17 y 18 de julio de 1936, probablemente habría corrido la suerte de Ramiro de Maeztu o se vería obligado a ocultarse como hizo Wenceslao Fernández Flórez para no correrla—, pero también apunta la evolución que puede observarse en una obra tardía como Mis almuerzos con gente importante, título que me suena estúpido, aunque no fue a mí a quien correspondió ponerlo. De haber sido así, hubiera sido otro, por ejemplo: La importancia de llamarse Ernesto o, mejor aún, que el anterior ya se le ocurrió al autor de Salomé, Lo importante es saber mandar a paseo a la gente, cuando tercie, más si cabe a quien se las da de grande siendo chiquito emocional e intelectual. Un poco largo, acepto la autocrítica; tal vez debería mandarme a paseo y perderme de vista, pero, como dijo aquel: nadie es perfecto, déjate de peros, que soy pa viejo, y ponme otro whisky, Joe… y que sea doble. ¿O quien esto expresó fue aquel otro o aquel de allí?

La importancia de las personas no la concede su cargo ni su origen, ni su dinero ni su popularidad, aunque haya quien así lo sienta porque se deja deslumbrar por el poder adquisitivo, por el poder ejecutivo, por el poder mediático o por algún otro poder, pero estos (y otros más también creados para controlar, guiar y someter) ya serían de importancia material, mandataria y publicitaria, las cuales, en mi particular modo de entenderme y entender lo que sea que esté ahí fuera, me resultan indiferentes; no así la importancia humana, afectiva, emocional que surge de la propia relación que alguien establece con quien tiene cerca. Esa cercanía, para Wilde también el llamarse Ernesto, depara y establece una importancia vital. Pero dejando el título aparte y mis idioteces, que mías son, aunque en idiotez y en idiotismo no tengo la exclusiva, decir que en esta obra, Pemán reúne de memoria, si hacemos caso a lo que dice en la introducción —<<me propuse, desde el principio, escribir este libro sin recurrir a ninguna nota mía anterior, ni libro ajeno, que le obligase a levantarme de mi mesa, dejar la pluma y consultar el dato>>—, distintos encuentros con políticos, militares, religiosos, escritores o con la actriz Raquel Meller, una de las grandes estrellas de entonces con quien Pemán (como guionista) iba a realizar una película en 1936, Lola Triana, pero apenas iniciado el rodaje estalló la guerra. El escritor, de los más representativos, adeptos y adictos, del régimen franquista, aunque antes y durante lo fuese de la monarquía, expone sus encuentros con el dictador Miguel Primo de Rivera, con su hijo José Antonio, con los generales Cabanellas, Millán Astray o Queipo de Llano, con talentos literarios e intelectuales tales que Azorín, Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Menéndez Pídal o Jean Cocteau, desde la evocación y lo anecdótico, pero también con ironía, no exenta de reflexión; aunque huelga decirlo la ironía siempre exige una reflexión previa o sobre la marcha. Pemán ya no es aquel de los años treinta, el diputado de derechas en las Cortes de la República, desde 1933 hasta 1936, ni el propagandista durante la guerra civil y en la inmediata posguerra, cuando escribe Crónicas de antes y después del diluvio. Ha cambiado como tantos otros; quizá ya cansado de un régimen que en lugar de engordar a los españoles adelgaza su libertad de expresión, salvo a los cercanos al Poder, y a los cercanos de los cercanos al Poder, que hablan y hablan en la uniformidad oficial sin miedo a la censura, ni a posibles represalias, porque son ellos quienes deciden qué se puede o no decir. El Pemán de esta obra no es el político de antaño ni tiene la aspiración de gran poeta que algún día tuvo, tampoco el narrador de Romance del fantasma y doña Juanita, y, aunque no deje de ser algo pedante en su escritura, el evocador de Mis almuerzos con gente importante resulta ameno, por momentos aun divertido…

Filosofía del almuerzo, por José María Pemán*


<<He escrito alguna vez que el almuerzo es la institución de derecho público más vivaz y expresiva que se conserva en España.

Debe ser, como la siesta, uno de esos buenos legados que nos dejaron los moros. Como todo lo que empieza en al, que es el artículo en árabe, pertenece a esa herencia: el alcalde, el almijar, la alhóndiga, el alpiste. Casi todas las palabras árabes que entran en el castellano, pasan la frontera con ese maletín de mano que es el artículo que conservan adherido. El mismo Korán es llamado por los arabistas exigentes: el Alkorán.

No voy a referirme al almuerzo como rito social de homenaje a una persona determinada: ni menos a esa profanación americanista que se llama un almuerzo de trabajo. ¡Como si no fuera ya bastante trabajo el propio hecho neuro-vegetativo de almorzar y digerir lo almorzado! Hasta empieza a haber en el ajetreo de la actual vida laboral el desayuno de trabajo, muy de políticos o de industriales activistas. El que pierde una negociación financiera en el desayuno, empata muchas veces en el almuerzo y es derrotado del todo en el estado casi comatoso y vagotónico de la cena.

El almuerzo fue concebido por el español medioeval como centro vital de cada jornada: ombligo del día, bajo la curvatura de la sobrealimentación. En el poema del Cid hay un momento en que uno de los personajes del equipo de Ruy Díaz, sale de su tienda de campaña; y el juglar lo sorprende con este flash o instantánea en color: bermella es su caracá es almorzado. Es decir, que se daba por sentado que el almuerzo producía una digestión laboriosa y congestiva. No es raro, porque el almuerzo del siglo XII debía atenerse a un menú feculento y flatulento. La empresa posterior del descubrimiento de América había de hacerse en una tercera parte, en busca de almas; en otra segunda, en busca del oro; y en otra tercera en busca de las especies —pimienta, clavo, canela—: vivacidades y condimentos que ya exigía el Renacimiento para animar las solideces del almuerzo hispánico y medioeval. En el Cádiz de las Cortes, la opinión pública fue naciendo en los paseos coloquiales y polémicos por la calle Ancha o la plaza del Mentidero, entre la salida de la sesión de las Cortes y la vuelta a casa para tomar la olla, comida central que se servía a las tres de la tarde y que ya indicaba el almuerzo actual.

Pero las investigaciones modernas de la fisiología ha sentado que los estados y funciones de la vida humana dependen mucho más del cerebro que del corazón. Se muere uno cuando el cerebro pasa cinco o seis minutos sin producir corriente eléctrica: no cuando se para el corazón. El corazón no es más que una víscera publicitaria y acuseta que revela hacia el exterior los estados espirituales: la palidez del miedo; la taquicardia de la angustia; la subida de sangre del rubor. Jiménez Díaz me decía que los poetas hemos sido los hinchas parciales y artificiosos del corazón. El sistema nervioso, menos vistoso y espectacular, es el verdaderamente alcanzado por las emociones. Un examen de bachillerato o la antesala del dentista, producen diarreas mucho más que desarreglos coronarios. Debíamos decirle a la amada: la amo a usted con todo mi colon en vez de con todo mi corazón: porque toda pasión agita el intestino mucho más que la circulación sanguínea.

Pero los hombres de hoy han sacado la consecuencia de que el momento más propicio para los temás fundamentales políticos, mercantiles o administrativos, es el almuerzo. Porque está técnicamente demostrado que el personaje convidado a almorzar que viene de estar seis horas en su despacho gubernativo, viene ya entregado y convertido en aprovechable chatarra. El ministro del almuerzo es la mitad del ministro del desayuno. Lo que queda de un alto cargo público a las tres de la tarde es como un gran deseo de complacer y decir que sí a todo para poder irse a descabezar siquiera una horita de siesta…>>


*José María Pemán: Mis almuerzos con gente importante. Dopesa, Barcelona, 1970.

Tomates verdes fritos (1991)

El éxito de ventas de Tomates verdes fritos anunciaba que no tardaría en ser adaptada a la gran pantalla; y así fue. Cuatro años después de su publicación, Jon Avnet producía y dirigía la adaptación de la novela de Fannie Flagg, autora que, junto a Carol Sobieski, también se encargó de escribir el guion para una película que asoma amable en la pantalla, pero sin edulcorar los temas propuestos: racismo, maltrato, crisis marital, amistad, homosexualidad femenina... Sencillamente, dejando que fluyan como parte de la realidad presente de Evelyn (Kathy Bates) y de la evocación del pasado de Ninny Threadgoode (Jessica Tandy). En la exposición de sus temas, la encuentro menos efectista y más cuentista (de fábula) que la igualmente popular Thelma y Louise (Thelma & Louise, Ridley Scott, 1991), una producción contemporánea que guarda puntos temáticos en común con esta que parte de una casualidad de tantas que pasamos por alto, sin comprender cómo y cuánto influyen en nuestras vidas. El encuentro casual entre estas dos mujeres sirve de excusa para poner en marcha la dos historias que Avnet combina a lo largo de dos horas que transcurren en dos tiempos que se enlazan en el personaje de Jessica Tandy, quien, por cierto, vivía entonces el que quizá fuese su periodo cinematográfico de mayor éxito popular, tras sus apariciones en Cocoon (Ron Howard, 1985), Nuestros maravillosos aliados (*batteries not included, Matthew Robbins, 1987), Paseando a Miss Daisy (Driving Miss Daisy, Bruce Beresford, 1989) y Tomates verdes fritos (Fried Green Tomatoes, Jon Avnet, 1991). Por un lado, se desarrolla la cotidianidad de Evelyn en el presente: su relación marital y su sensación de vivir atrapada, sin posibilidad de plenitud; y por otro, a la historia que nos llega a través de la evocación de Ninny, que establece su relato en el periodo de entreguerras y en el sur estadounidense (Alabama y Georgia), un espacio tradicionalista en el que la mujer parece destinada a no poder ser ella misma y donde el racismo se encuentra institucionalizado.

<<Lo que daría por un plato de tomates verdes fritos como los que comíamos en el café>>, comenta la anciana a Evelyn en uno de sus encuentros en el hospital donde está internada. Ese plato de tomates, el que luce el título de la novela y el de la película, tiene una función evocadora. Se trata de una imagen pretérita que ha quedado grabada en la mente del personaje, una que bien pudo haber sido otra, pero fue esa porque esa en particular guarda relación con un todo de sensaciones y recuerdos. Es la que le viene a la memoria, la que, de algún modo, abre la ventana al pasado que la narradora cuenta a su nueva amiga. Salvo excepciones, el resto de los humanos llevamos un narrador dentro que desea contar su historia; y la anciana no es diferente, comparte la suya con Evelyn, una mujer que, entre sollozos, se define con las siguientes palabras: <<soy demasiado joven para ser vieja y demasiado vieja para ser joven>>. Esto dice mucho de su situación vital, ya no solo la personal sino respecto a su relación con el mundo, uno tan reducido e indiferente a su malestar emocional que parece comprimirla más si cabe. Vive encerrada en la indiferencia de su marido (Gailard Sartain), en la represión y en la condena femenina en la que se descubre yendo a terapia de pareja, pero solo para mujeres, como si el problema fuese solo suyo, no de los maridos y de la propia sociedad que hereda las costumbres de tiempos anteriores como el recordado por Ninny… Cada quien es portador de su historia, y decide o no contarla según su elección, pero nunca es solo suya, pues en cualquiera intervienen otras historias, tantas como personas formen parte de la propia. Pero toda historia vital combina realidad y cuento, dando como resultado la reconstrucción temporal en la que los hechos pretéritos no pueden traerse al presente, tampoco las emociones de entonces, salvo en su evocación, que no deja de ser la alteración de lo vivido. Dicha alteración pasa a ser la verdad en el ahora que da pie a la recreación y al recuerdo; por eso, en este aspecto, la vida es sueño y el cine, debido a su capacidad de recreación de espacios, personajes y situaciones, también. Así, Avnet relata dos cuentos: el de la realidad de Evelyn y el de la leyenda de la indomable Idgie (Mary Stuart Masterson) y su relación con Ruth (Mary-Louise Parker), la mujer de la que se enamora y que le corresponde, a la misma que salva del continuo malo trato marital de un hombre cuyo asesinato acaban acusando a Idgie…



martes, 5 de noviembre de 2024

Mejor… imposible (1997)

La propuesta de James L. Brooks en Mejor… imposible (As Good as It Gets, 1997) bascula entre el cuento amable y el viaje a la felicidad de su protagonista; desde el rechazo inicial hasta la victoria del amor; eso propone el realizador de La fuerza del cariño (Terms of Endearment, 1983) en su reencuentro con Jack Nicholson, a quien proporciona un vehículo para lucimiento del histrión del que ha hecho gala no en pocas ocasiones, algunas con mayor fortuna que otras, pero también le brinda la posibilidad de sacar al actor de sobrada capacidad para reconducir y evolucionar a sus personajes, haciendo de su Melvin un tipo que pasa del rechazo a la aceptación. Nicholson logra las simpatías del público tras mostrarse antipático superlativo, pero con causa, pues Brooks justifica su comportamiento desvelando que se trata de alguien que padece un trastorno emocional que le aleja de cualquier posibilidad de establecer relaciones más allá de sus protestas y desplantes. Melvin teme el desorden de su mundo, temor que le capacita para mandar a paseo a cualquiera que le salga al paso; y no solo con palabras, que son fuente de riqueza, más si cabe en su caso, pues se gana la vida, y muy bien, empleándolas en sus novelas. Como novelista, habla del amor; curioso tema para alguien que parece incapaz de sentir cariño o simpatía por alguien que no sea él mismo. Tal vez, sí por Carol (Helen Hunt), su camarera preferida; en realidad, a la única persona que parece tolerar porque se ha acostumbrado a ella; en quien también ha descubierto más que su apariencia. Pero el comportamiento y el talante de este gruñón solo es un recurso defensivo, el que inicialmente se descubre en todo su esplendor. Melvin vive en la distancia y en el rechazo, incluso se da el lujo de echar a la basura al perro de Simon (Greg Kinnear), el vecino a quien también echaría de buena gana al contenedor, porque todavía es incapaz de acercarse al prójimo sin pensarlo como un intruso en su calculada monotonía. Para Melvin, todos somos el enemigo potencial de la cotidianidad que desea inalterable. Pero la distancia se acorta tras la intervención del marchante de arte a quien da vida Cuba Gooding Jr., que le obliga a cuidar del perro de Simon después de que este ingrese en el hospital, como consecuencia de la agresión sufrida a manos de los jóvenes que entran a robar en su apartamento. A partir de entonces, se inicia la paulatina transformación de Melvin: su caminar hacia afuera, abandonando el rincón en el que se ha mantenido aislado y escondido hasta entonces, creándose la sensación de protección que le mantenía en un mundo aparte. Gracias a su contacto con Simon, a quien primero juzga por su homosexualidad y por su apariencia, deja de ser guardián del “que nada cambie” y permite que, a cuenta gotas, fluya su generosidad y su necesidad de los demás. Su contacto con su vecino le permite comprender más allá de su idea, pero es en su relación con Carol, por la que siente algo que es incapaz de reconocer, la que finalmente derrumba los muros que ha ido construyendo día a día, durante toda una vida de miedo a los cambios y a las relaciones que podrían trasformar su mundo…



lunes, 4 de noviembre de 2024

El rey de Nueva York (1989)

A lo largo de varias décadas he visto nueve películas de Abel Ferrara, las que van desde El rey de Nueva York (King of New York, 1989) hasta Un cuento de Navidad (‘R Xmas, 2001), número que considero suficiente como para sentir y asegurar que no conecto con su cine. Dicho de otra manera, su modo de contar no me atrae lo más mínimo; y de lo que cuenta, nada va conmigo. Respecto a esto, poco ha cambiado mi pensamiento desde que en la década de 1990 vi por primera vez El rey de Nueva York, que fue la primera de las suyas a la que me enfrenté y de la que salí un tanto hastiado. La he vuelto a ver hace unos días “por si…”, más la sensación que me produjo vendría a ser la misma de entonces. Todavía me cuesta centrarme en ella. No me engancha ni siquiera en instantes puntuales, ya no digo en conjunto; pero tampoco me preocupa que no exista comunión con una película que, como cualquier otra, puede o no gustarme. Ante todo, el cine de ficción es entretenimiento que a veces no logra entretener. Así de simple, pues, en ocasiones, aburre según quien lo mire; en mi caso, en mayoría creciente. La sensación de aburrimiento que me queda tras volver a ver el film nace de un ritmo narrativo que me deja fuera, igual que su modo de contar la historia (y los temas) sobre los bajos fondos neoyorquinos donde se enfrentan Frank White y los agentes de policía que quieren eliminarlo, justificando los medios empleados en el fin, hacerle un servicio a la ciudad, y hartos de que los abogados del hampón consigan ponerlo en libertad de la cárcel de donde sale al inicio o le mantengan a salvo de la ley durante su carrera de “comerciante”. Los minutos se suceden y cuanto va asomando en la pantalla (violencia, corrupción, hedonismo, ambición, sexo…) me resulta insípido. Pienso en las nueve que le he visto y me cuesta recordar, salvo algunos de sus protagonistas. Así me digo que dos de las suyas cuentan con el protagonismo de Harvey Keitel, una con el de Willem Dafoe (quien hasta la fecha ha aparecido en otras seis producciones más de Ferrara) y cuatro con el de Christopher Walken, que es el tipo que, reviviendo el momento, tengo enfrente. Más que inquietante, resulta alguien que me deja indiferente; pero ahí estoy y ahí se encuentra él, confesándole a su abogada-amante que quiere hacer algo bueno antes de morir o de que le maten, aunque nada de lo que hace corrobora sus palabras, salvo su intención de recaudar fondos y patrocinar la construcción de un nuevo hospital en el barrio de Harlem donde actúa junto a su banda. Dejo a Frank y regreso mi atención a los tres actores de quienes pienso que se convirtieron en los rostros del cine de Ferrara en los años 90; aunque Keitel lo fue antes del de Scorsese —y por dos instante cinematográficos, hubo quien lo asoció con el de Tarantino— y Dafoe también represente el de otros realizadores, por ejemplo: Paul Schrader, un cineasta cuya obra me atrae mucho más. Aunque haya otras que se repitan (Matthew Modine, Asia Argento, Victor Argo, Paul Calderon…), las suyas son las tres caras que regresan a mi memoria cuando pienso en las películas de Ferrara. Son tres actores que tienen en común su buena disposición a dejarse seducir por proyectos “independientes”, y que son capaces de asumir roles en apariencia complicados, que llevan al límite sin apenas aparente esfuerzo. A menudo, sus personajes, se sitúan al límite del abismo en el que cae el teniente interpretado por Keitel en Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992) o en la imposibilidad del narco a quien da vida Walken en este viaje al gangsterismo cinematográfico cuyo título me evoca a Chaplin y una película suya de la que guardo mejor recuerdo; pero me digo que tampoco es fácil pretender una mirada particular y Ferrara la tiene. No se trata de una mirada tópica, sino de una “sucia” que saca a relucir la basura, en esta caso la que rodea y la que acumula un tipo como Frank, que es parte responsable de la suciedad imperante...



sábado, 2 de noviembre de 2024

Mein Führer (2007)

Hay películas que no me aportan absolutamente nada, salvo pereza, por ejemplo Mein Führer (Dani Levy, 2007), una aburrida comedia a años luz de sátiras magistrales como El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) o Ser o no ser (To Be or to Be Not, Ernst Lubitsch, 1942), que pretende ridiculizar, aunque sin lograrlo, allí donde las de Chaplin y Lubitsch (incluso la regular versión producida por Mel Brooks en 1983 y dirigida por Alan Johnson) dan en el blanco; de hecho, el film de Levy solo demuestra que en la década de 1940, a pesar de la guerra, de los totalitarismos y de la destrucción que implicaban, existía una capacidad creativa e irónica capaz de develar el sinsentido partiendo de la comedia y de la risa. Claro que Chaplin y Lubitsch eran dos fuera de serie; y estos son los menos en cualquier época y lugar. Mein Führer ya se inicia aburriendo, con imágenes del desfile automovilístico de Hitler por Nuremberg en la obra maestra de la escenificación y de la propaganda nazi El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1934), un desfile que el director de la película sitúa en 1945, en un Berlín devastado por los bombardeos enemigos que la propaganda disimula en las imágenes cinematográficas sobre las que la voz del protagonista se cuela para relatarnos su historia: el por qué esta justo debajo de la tarima donde Hitler arenga a los suyos. Ese hombre, al que un reguero de sangre empieza a deslizarse por su rostro, es un profesor judío, antaño actor de fama, admirado por el público alemán del que, en 1945, queda únicamente aquella parte de la población que no ha muerto en los campos de batalla o de exterminio. El personaje retrocede en su memoria y sitúa la acción a finales de 1944, cuando el ministro de propaganda Goebbels, experto en la escenificación de la realidad, decide poner en práctica un plan más exitoso que la guerra total que el nacionalsocialismo y Alemania están perdiendo. Ni siquiera la premisa de la que parte el film me resulta atractiva, menos si cabe la caricatura de Hitler, que no cuaja, lastrado por complejos del pasado —fruto de un origen judío no aceptado y de la relación paterno-filial dominada por la violencia paterna— y la desmoralización fruto de la situación presente, como tampoco el protagonista, ni la relación que se establece entre ambos. Ignoro que les pasó por la cabeza a los autores de la película cuando la idearon y la llevaron a cabo. No por la burla, que no logran, sino precisamente por no lograrla. Tal vez vaya dirigida a un público menos exigente, tal vez incluso ignorante de la existencia un cine mejor que este... Viendo films como Mein Führer empiezo a comprender porque cualquier película mediocre puede ser vista por los ojos actuales como una obra maestra…