sábado, 29 de febrero de 2020

El hombre del sur (1945)


<<Lo que me seducía de la historia es precisamente el hecho de que no es una historia. Es una serie de impresiones fuertes: la inmensidad del paisaje, la pureza de los sentimientos del héroe, el calor, el hambre, los personajes, a fuerza de vivir una vida limitada a las necesidades materiales inmediatas, alcanzan un grado de inquietud espiritual insospechado para ellos>>.

Jean Renoir1


La obra cinematográfica de 
Jean Renoir vivió en constante evolución, buscando nuevos caminos y volviendo sobre otros que reaparecen en diferentes etapas. Uno de ellos, en las antípodas de la magistral artificialidad practicada en La carroza del oro (Le carrosse d'Or, 1952) o French CanCan (1954), se encuentra en la autenticidad de los entornos naturales que cobran protagonismo en Toni (1934), El río (The River, 1950), Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) o Comida sobre la hierba (Le de'jeuner sur l'herbe, 1959), aunque en estas dos últimas el espacio responde a una estética más pictórica. En su etapa en Hollywood, la importancia del medio natural la reafirman Aguas pantanosas (Swamp Water, 1941) y, sobre todo, El hombre del sur (The Southerner, 1945), en la cual la naturaleza resulta fundamental y vital en el devenir de la existencia humana; de hecho podría decirse que el medio (co)protagoniza el film, pues vive autónomo e indiferente a la presencia de los humanos que en él se instalan. Hacia eso apuntan las imágenes que la cámara recoge ya desde el inicio en el campo de algodón donde, por unos centavos diarios, decenas de personas se agachan para recoger el fruto de la tierra o, en la siguiente ubicación, mientras las voces de los protagonistas (la abuela, Sam y Nona) acompañan el recorrido visual de su nuevo hogar. Sus palabras expresan esperanza, dudas o remarcan las impresiones que les genera el entorno donde se establecen y que se muestra en los encuadres donde sus cuerpos están ausentes, puesto que en ese instante aún no son parte de él.


Esta mezcla de naturaleza física y conciencia humana reafirma la relación que
Renoir desarrollará a lo largo del film. Es una relación que posibilita la existencia familiar en un medio casi virgen —la tierra que ocupan lleva años sin ser trabajada y la cabaña sufre para mantenerse en pie— donde los conflictos humanos (el de mayor visibilidad, el vecinal) pueden resolverse, así como las necesidades básicas (techo, comida, ropa). Sin embargo, los Tucker se encuentran a merced de lo incontrolable, de los fenómenos atmosféricos o del aumento del caudal fluvial, entre otras circunstancias que escapan al control humano, como parece indicar la rendición de la abuela (Beulah Bondi) después de negarse a descender de la camioneta. En un primer momento, la anciana se niega a entrar en la construcción que califica de chabola; impone su voluntad y permanece sentada sobre su silla, en la parte trasera del auto; no obstante, esa misma voluntad desaparece cuando comprende que no puede evitar la lluvia (ni imponerse a ella). Comprende que solo tiene dos opciones: permanecer en la intemperie (y posiblemente enfermar e incluso morir como consecuencia de un fuerte resfriado, pulmonía o neumonía) o entrar en la deteriorada cabaña que, finalmente, acepta como refugio para su nueva vida, una que posiblemente no diste de la que habría vivido tiempo atrás, cuando ocupaba un puesto principal en la familia, el de la madre que ahora ostenta Nona (Betty Field). Durante esos primeros compases de El hombre del sur, el espacio natural ya es determinante, puesto que Renoir prioriza la conexión indisociable entre el medio y quienes lo habitan, desheredados que han llegado buscando su lugar, buscando echar raíces, persiguiendo o apoyando el sueño de Sam Tucker (Zachary Scott), el cual, de materializarse, los apartaría ya no del hambre, sino de las cadenas invisibles de trabajar para otros. El sueño de Sam es cultivar su propia cosecha o, dicho de otra manera, sueña vivir en libertad, una diferente a la expresada por su amigo Tim (Charles Kemper), que afirma que la libertad es tener dinero en el bolsillo. La aspiración de Sam es al tiempo más sencilla, humilde y compleja, ya que, aunque la simbolice en la tierra a la que se entrega en cuerpo y alma, su idea es abstracta y, como consecuencia, más difícil de precisar y alcanzar que la libertad material expresada por su amigo. Más que contar una historia de supervivencia, superación, amistad y amor, a Renoir parece interesarle ese sueño (no su consecución, sino el camino, en definitiva, la vida), pero, sobre todo, presta su atención al entorno donde Sam decide luchar por su independencia. Primero conocemos al protagonista como temporero en los campos de algodón sureños donde, todavía indeciso, duda qué hará cuando acabe la temporada. El instante es significativo, puesto que introduce la muerte del tío Pete (Paul Burns) y sus últimas palabras: <<trabaja para ti mismo. Cultiva tu propia tierra>>. Esta idea, que rondaría por la mente de Sam antes de escuchar al moribundo, se define en ese instante, ahí cobra cuerpo y él toma la decisión de conquistar su sueño junto a Nona, sus hijos (niño y niña) y la abuela, cuyas protestas y reacciones infantiles ponen las notas de humor a una película tan humana como natural.



1.Renoir, Jean: Mi vida y mi cine (traducción Rafael Del Moral). Pág. 248-249. Akal, Madrid, 2011.

jueves, 27 de febrero de 2020

Mi hijo profesor (1946)


No todo el cine italiano realizado en la inmediata posguerra fue neorrelista o encajaba dentro del 
neorrealismo ortodoxo, aquel practicado de forma dispar y magistral por Rossellini en Paisà (1946), De Santis en Caza trágica (Caccia tragica, 1947), De Sica en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o Visconti en La terra trema (1948). Mi hijo profesor (Mio figlio professore, 1946), la cuarta película de Renato Castellani, es un ejemplo. Al principio, la voz que introduce la historia advierte que el film <<no tiene pretensiones sociales>> ni busca <<generar polémica de ningún tipo>>, lo cual mitiga la intención realista de mostrar al individuo en y frente a la realidad social del momento, para, entre otros temas, hablar del distanciamiento paterno-filial y del paso del tiempo, de <<la humilde historia de un hombre humilde>> sin entrar en una confrontación directa con los contextos históricos de las etapas que se suceden durante el metraje. Castellani lo hace de manera amena, deteniéndose en momentos puntuales de la vida de su protagonista, sin insistir en fuerzas externas que, sin duda, condicionan tanto al personaje como al entorno escolar donde habita.


El realizador de
Bajo el sol de Roma (Sotto il sole di Roma, 1948) muestra el devenir de Orazio Belli (Aldo Fabrizi) durante casi tres décadas que transitan a la par del crecimiento del hijo y que se acumulan en las marcas temporales que Orazio observa en su reflejo en el espejo, en los recuerdos que atesora en una caja de cartón, en el retrato de su esposa fallecida o en su "finis" final, con el que el buen conserje se despide de las aulas del liceo que ha sido su hogar durante todo ese tiempo. Castellani no persigue conflicto ni verismo, ni los provoca, aunque ambos existen en el colegio donde se desarrolla la práctica totalidad de la historia o en las emociones del bedel protagonista, en su amor paterno, en su nostalgia, dolor, temor, ilusión, sacrificio o esperanza, que encuentran su razón de ser en el hijo, principio y fin de la existencia y del pensamiento del héroe humilde interpretado por Fabrizi. Así lo ve Castellani, como un héroe sencillo y humano. Y en él interioriza, alejándolo del conflicto histórico.


Sin pretender ajustar cuentas con el pasado, ni exponer las complejidades del presente de 1946,
Castellani se decanta por el fondo emocional de la existencia sencilla, la del anónimo sencillo a quien observamos entregado en cuerpo y alma al "profesor", apelativo cariñoso que el hijo recibe desde la cuna, y en su cotidianidad laboral en el liceo donde, sutil, el realizador introduce aspectos de la realidad que se vive fuera y, en cierta medida, afecta dentro —el exilio del profesor Cardelli (Mario Soldati), por su ideología; la diferencia de clases, que provoca que el muchacho sea consciente de su origen humilde y dude del futuro trazado por su padre; o el tráfico de influencias en el gobierno fascista cuando, sin él saberlo, Orazio Belli hijo (Giorgio De Lullo) es trasladado a Roma gracias a la intervención de Giraldi (Mario Pisu), antiguo profesor de gimnasia y en ese instante alto cargo fascista. Lo hace con comicidad, aunque sin rehuir el dramatismo de ciertas situaciones y momentos, pero, sobre todo, el cineasta asume que la interpretación de Fabrizi es la película, pues desde este entrañable personaje fluyen las emociones, cercanas y reconocibles, y la dimensión humana que se proyecta en la pantalla. Señalada su intención, la de no buscar un conflicto histórico (político y social), Mi hijo profesor cuenta la historia del conserje desde el día del nacimiento de su hijo hasta que, convencido de que es el único (y el más doloroso) sacrificio que le resta hacer por aquel, abandona el centro escolar para dejarle vía libre, para que el hijo deje de ser el niño y sea el hombre que él admira, el mismo hombre quizá asfixiado por los actos y la incondicional entrega paterna. El recorrido temporal comienza en 1919, con el bedel feliz por el alumbramiento de quien se convierte en su centro vital, cuando ya decide que su vástago será profesor de latín. Dicho deseo desvela su pensamiento y su intención: pretende para su hijo una vida mejor y, como solo conoce la del centro escolar, la mejor opción es ser profesor. Orazio padre anhela que su niño progrese donde él no pudo; quiere ofrecerle algo más que la periferia escolar donde él saluda a los docentes o ejerce sus funciones de subalterno. Así, pues, proyecta su ilusión en el recién nacido, pero no contempla que le niega o dificulta escoger su propio camino; aunque lo hace inconsciente o con la buena voluntad del padre que pretende el "bien" para su hijo "profesor".

lunes, 24 de febrero de 2020

En nombre del pueblo italiano (1971)


Mientras el neorrealismo miraba el presente de posguerra y el pasado inmediato, el Desarrollo y el consumismo caminaban sigilosos y carentes de rostro humano hacia un futuro de supuesto progreso y de bienestar social. Era la promesa de felicidad y prosperidad que la sociedad italiana abrazaba en la década de 1950 y que eclosionó definitivamente en el siguiente decenio, con el "boom" de la industria del ladrillo y de otras como las químicas, de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación, con presencia estelar de la televisión —de su propaganda y publicidad—, de las modas importadas e imitadas, de la contaminación medioambiental... En definitiva, el consumo alentado por el sistema se desató sin freno y, en su desenfreno, también lo hicieron los tejemanejes que conllevaron mayor riqueza para una minoría y la pérdida de una serie de valores que el juez instructor Bonifaci (Ugo Tognazzi) echa en falta en su presente de 1971, cuando se encarga de la investigación que sirve de excusa a Dino Risi para satirizar el momento que vive Italia. Esto, por una parte; por otra, me ronda una pregunta y una afirmación respecto a En nombre del pueblo italiano (In nome del popolo italiano, 1971). ¿Por qué la sátira corre el riesgo de ser confundida con lo burdo, equívoco que no encuentro en las aportaciones de Risi a la comedia a la italiana? Y la basura, que se extiende sobre la arena de la playa donde charlan los antagonistas y que se acumula sobre la acera urbana donde Bonifaci se detiene a reflexionar, adquiere autenticidad.


Esa basura se aleja del simbolismo, aunque exprese el pensamiento del magistrado, aquel que concluye con su certeza de que <<esta sociedad da asco>>. La presencia de los restos no se fuerza, ni Risi insiste en ella. La muestra como parte del paisaje en dos instantes puntuales, al contrario que otras películas que la acumulan sin sutileza y la exageran para remarcar la metáfora pretendida por sus responsables. En ambos espacios, los residuos orgánicos e inorgánicos se encuentran ahí, sin que se pueda decir que forman parte de una ambientación premeditada, sino que alguien, muchos alguien, se hubiera desecho de ellos sin atender al deterioro que supone, y que ese mismo deterioro favorece al invisible que se asienta en sus vidas y en la sociedad dominada por Santenocito (Vittorio Gassman) y similares. Quizá quienes tiran los residuos, sobrantes de su prosperidad, no acepten responsabilidades; o quizá ya no sean conscientes del entorno, moral y físico, donde arrojan envoltorios, mondas, sillas u otros restos; o simplemente son incapaces de establecer una relación entre contaminación medioambiental y deterioro del individuo. Este desinterés apunta algo más que la incapacidad de pensar en esa suciedad que hiere el medio costero y urbano, esa suciedad <<que da asco>> a los polos que se enfrentan en el film —aunque por diferentes motivos—, y que se acumula mientras se desatan las fiebres de "bienestar" y de balompié. Esta indiferencia no se descubre en el juez, tipo serio y <<de cuidado>> —puesto que su integridad no está en venta—, cuando presencia la muerte de la gaviota que ingiere el pez que él mismo acaba de pescar y de arrojar al agua. En ese instante ve el manto cristalino cubierto de espuma; eleva su mirada y, a lo lejos, descubre la fábrica de plásticos de Santenocito, la cual vierte los residuos al mar. La imagen de la fábrica enlaza a los dos protagonistas, interpretados por dos actores de la talla y del talento de Tognazzi y Gassman, que asumen a la perfección los rasgos que definen a sus caricaturas de personajes reales. Ambos, frente a frente, mantendrán a lo largo de la película varios careos en los que expresan sus posturas antagónicas, posturas y enfrentamiento que En nombre del pueblo italiano se desarrollan a partir de un guion firmado por AgeScarpelli. Aunque lo haga desde la sátira, Risi expone una situación para nada cómica, aquella que desvela la oposición entre dos fuerzas que se repelen desde sus presentaciones por separado —el juez presidiendo la demolición de un edificio ilegal y el empresario en su lujoso deportivo, martirizando con su discurso neofascista al joven y "melenudo" autoestopista que recoge únicamente para expresar su postura ideológica—. Aunque, más importante que la oposición de estos dos personajes, resulta la consecuencia de dicha oposición, aquello que desvela, sea la ausencia total de escrúpulos por parte del empresario, la hipocresía que desvela el comportamiento del padre y la madre de Silvana —la fallecida que Risi revive en varias analepsis para establecer la relación con el empresario y mostrar los ambientes de lujo en el que este la empleaba como cebo para sus negocios— o el de la pareja de la exmujer del juez, la apatía o alienación que se ha asentado en la sociedad en la que el fútbol y la aspiración al lujo han sustituido al conflicto intelectual, social e histórico. Salvo el conflicto externo e interno de Bonifaci, su contrariedad ante el orden que descubre allí donde mira, ya nadie parece disconforme, ni distinguir ni distinguirse. Esto lo comprende el personaje de Tognazzi cuando se desata la "locura" entre la muchedumbre, momento en el cual solo puede ver el rostro de su opuesto, circunstancia que acabará enfrentándole a sí mismo: al funcionario que trabaja para el sistema (la justicia legal) y al individuo (la justicia moral) que no se identifica con los manejos de Santenocito —por lo que este no duda en afirmar que la suya es una persecución ideológica— ni con la alienación en la que ha caído esa población más preocupada por el partido de la selección italiana que por reflexionar sobre el presente.

domingo, 23 de febrero de 2020

Terje Vigen (1917)


El gusto literario de Victor Sjöström quizá quede definido en sus películas, muchas de las cuales toman como referencia directa la literatura escandinava. Pero más que de preferencia y referencia habría que hablar de una relación entre las diversas fuentes literarias de las que bebe y su reinterpretación en imágenes que conceden presencia física y psicológica a los personajes y a los espacios naturales donde estos se ubican. Estas ubicaciones ya no son simples decorados que ejercen la función exclusiva de contener a los personajes, ahora forman parte de ellos y, como consecuencia, les afectan. Al dotar a sus protagonistas de "metafísica" y a los espacios de influencia vital, Sjöström daba un paso hacia la modernidad del cine. Esta evolución ya se concreta en Terge Vigen (1917), que toma como punto de partida el poema narrativo escrito en 1862 por el poeta y dramaturgo noruego Henrik Ibsen. La historia de Terge Vigen (Victor Sjöström) se inicia con el anciano Terge en la soledad desde la cual mira, a través de su ventana, el mar donde perdió su libertad y que le devolverá a la vida. Más que la de cualquier personaje, la presencia dominante, la que otorga al film su máxima expresión y fuerza, es la marina.


El mar en
Terge Vigen se convertirá en la vía de purificación para su protagonista, que lo mira en su nostálgica e hiriente soledad. En él encontrará la liberación de su dolor, al menos, de parte de su pérdida. El mar filmado por Sjöström es distinto al rodado hasta entonces, pues ruge, se calma, se enfurece, da esperanza al joven Terge que se aventura en busca de alimentos, le quita su libertad o precipita el encuentro de su yo anciano con espectros y heridas del pasado que no han dejado de sangrar. Pero antes de todo eso, las imágenes retroceden en el tiempo; ahora es joven y vital, trepa por el mástil y alcanza el alto donde despliega la vela que apura el regreso al hogar. A través de otra ventana, el joven Terge observa el interior, aquí no hay nostalgia ni dolor, hay ilusión. Es su hogar y ve a su mujer (Bergliot Husberg) e hija, apenas un bebé. Feliz ante la imagen, entra y la alegría colma la estancia, pero el estallido de la guerra aniquila la felicidad. Condenados a la miseria, al hambre y al sufrimiento, en su pequeña embarcación, Terge sale al mar e intenta burlar el bloqueo británico. No es un soldado, solo pretende conseguir alimentos para su familia; sin embargo no logra su propósito y sufre la persecución naval que concluye con su captura. De este modo, el protagonista se ve separado de cuanto quiere. Durante su encierro, sufre el deterioro de su cuerpo, la grisura de su cabello y vive en el deseo de regresar junto a sus seres queridos. Finalmente, los años pasan y la guerra concluye. Se produce su liberación y su posterior regreso a casa, aunque esta ya no es su hogar. Descubre la ausencia familiar y la presencia extraña, la de nuevos inquilinos que le informan de la muerte de aquellas a quienes ya no podrá volver a abrazar. El dolor y la aflicción se agudizan, su estado emocional sufre el desequilibrio de la pérdida y de la soledad más hiriente, pues comprende que todo lo amado le ha sido arrebatado. Solo le quedan la soledad y el mar, sus compañeras en el infierno interior donde habita hasta que, pasado el tiempo, una tormenta embravece el mar y amenaza hundir el navío que lucha por no sucumbir a las embestidas del oleaje. En ese instante, Terge no duda y sale en su auxilio, aunque, una vez abordo, descubre que el Lord (August Falck) que pilota la nave es el mismo oficial que lo condenó. En ese instante, durante el cual el pasado regresa y aviva su deseo de venganza, desea hacerle sentir su pérdida, pero, en su ira desatada, que Sjöström parece igualar a la marítima, otro pasado regresa a través de la imagen de una niña que devuelve al protagonista la compasión que le posibilita reencontrarse y liberarse.

sábado, 22 de febrero de 2020

El bígamo (1953)


Durante su defensa ante el tribunal que lo juzga, Monsieur Verdoux señala la hipocresía que a él lo condena por asesinar a varias ancianas y condecora a quien mata a gran escala durante las guerras. Con esta contradicción, Verdoux no pretende excusar sus actos, señala que un crimen es un crimen, y que no deja de serlo, ni de ser aberrante, aunque el poder lo legalice en tiempos bélicos. Para el personaje interpretado por Chaplin, esto es más criminal si cabe, ya que considerar la guerra como aceptable provoca que la sociedad entera asuma la matanza bélica en su orden moral. Otro ejemplo, hay cientos, este, más simple y menos cinematográfico que el anterior, muestra a varios individuos desnudos paseando por una playa nudista. Allí, la ausencia de ropa se interpretará como algo natural y acorde al lugar. Ningún presente protestará por el desfile de cuerpos. En cambio, si la desnudez se pasea por las calles de cualquier ciudad o pueblo, escandaliza y no tardará en ser censurada. Es el mismo gesto y, sin embargo, las reacciones de quienes los juzgan serán diferentes. Ambos ejemplos apuntan a que un acto o un comportamiento ni es ni deja de ser moral por el gesto en sí; lo es por su interpretación a partir de convenios arraigados en las distintas sociedades. Lo dicho ni justifica ni pretende justificar a Verdoux, ni alentar a cualquier transeúnte a caminar tal cual vino al mundo por calles y plazas, sino apuntar que la moralidad, la perspectiva aceptada de lo moral, varía según las circunstancias —tanto en el caso expuesto por Verdoux como en el del paseo metropolitano en cueros—, la época, los espacios y las diversas cuestiones —ideológicas, culturales, morales, políticas, legales, religiosas, sociales, cívicas,...— que transformaron al ser natural (el humano primitivo) en ser social. El acto no deja de ser el mismo, aunque difiere para los valores asumidos, aquellos que permanecen y distinguen entre lo que se considera moral e inmoral. En El bígamo (The Bigamist, 1953), Ida Lupino no va a hablar de Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947) ni de desnudez humana y urbana, va a tratar un tabú distinto, pero no por ello menos tabú. Hablar de libertad no implica su existencia, igual que omitir temas molestos conlleva la inexistencia de lo que no se pretende nombrar. Esto es obvio; como también lo es que a mayor número de temas tabú, menor libertad, mayor hipocresía y más cuestiones "molestas" que tapar. La directora y actriz no se esconde ni censura, da un paso adelante y saca a relucir en la pantalla una realidad oculta, aunque no por desarrollarse en las sombras deje de existir; y así lo señala el juez (John Maxwell) que juzga el caso de Harry Graham (Edmond O'Brien), cuando comenta su sospecha acerca de que la bigamia no es un hecho aislado, sino habitual.


A partir del guion de Collier Young (por aquel entonces socio profesional y ex de la actriz-directora y marido de Joan Fontaine), Lupino expone una circunstancia en apariencia inusual y escandalosa, pero, más allá del hecho en sí, abarca un espectro más amplio. La cineasta no va a juzgar a su personaje, aunque lo justifica al ofrecerle la coartada de la distancia, que se ha asentado en su relación matrimonial con Eve (Joan Fontaine), distanciamiento que provoca el contacto de Harry con Phyllis Martin (Ida Lupino). La soledad, la necesidad de sentirse necesitado, la incomunicación y la indiferencia que se han asentado en su matrimonio con Eve o el engaño, son expuestos a través de una mirada que amplía su radio de observación e incluye el cómo afecta al personaje interpretado por O'Brien el saber que vive en la mentira que él mismo ha generado, al verse superado por la posibilidad de amar a dos mujeres o de no saber cómo enfrentarse a su realidad con Eve —justifica su comportamiento en no querer herirla—. Lupino apunta la frustración de este matrimonio de clase media ante la imposibilidad de tener hijos, pero, en palabras del abogado defensor (Kenneth Tobey), también insinúa la ambigüedad moral con la que se juzga la infidelidad: por un lado, la aceptada —no afecta al orden social—; y por otro, la delictiva —se produce en bigamia—. La primera infidelidad no molesta, puesto que permanece dentro de los márgenes individuales, mientras que la segunda golpea los valores que, en su doble matrimonio, Harry vuela por los aires. ¿De qué se le acusa? De ser culpable de estar casado con dos mujeres —podría haber sido una mujer quien se encontrase en una situación similar, situación expuesta superficialmente en la comedia Demasiados maridos (Too Many Husbands; Wesley Ruggles, 1940)— en dos ciudades distintas, Los Ángeles y San Francisco. Él también se juzga y se declara culpable de tener dos vidas o de llevar una doble vida, de ser incapaz de poner fin al engaño en el que vive el triángulo. Pero sus matrimonios con Eve y Phyllis no llamarían la atención fuera de la intimidad triangular (o de una consensuada y aceptada por todos los implicados, aunque este no es el caso expuesto en el film), de no producirse la circunstancia de que la bigamia sale a la luz. En realidad, la infidelidad conyugal y la bigamia son conceptos distintos, puesto que no toda bigamia conlleva infidelidad (si los implicados consiente el doble matrimonio, no hay infidelidad), aunque este tampoco es el caso de Harry, que oculta la situación a las interesadas y afectadas. De no existir dos contratos matrimoniales, aunque sí la doble vida (una deteriorada y otra en construcción), el asunto no llegaría al tribunal donde se juzga al bígamo, puesto que el contrato matrimonial establece el límite legal entre lo aceptable (y aceptado), aunque no se exprese a viva voz, y lo que se considera aberrante y delictivo. Para Lupino, que ni se esconde ni esconde su postura, Harry no es ningún monstruo y, para demostrarlo, le permite justificarse mediante la narración subjetiva de su vivencia. Así cuenta su historia, tras ser descubierto por el señor Jordan (Edmund Gwenn), que lo investiga sin descanso, a raíz de la petición de adopción que, junto a Eve, el doble cónyuge firma al inicio del film. El funcionario ha cumplido su cometido —comprobar si el matrimonio Graham es apto para la adopción, aunque solo investiga al hombre—, pero abandona su profesionalidad y dice <<le desprecio y le compadezco. No quiero estrechar su mano y casi le deseo suerte>>, después de escuchar Harry las distintas circunstancias que lo convirtieron en bígamo y a verse atrapado entre dos matrimonios, entre el pasado que no sabe cómo abandonar y el presente-futuro que desea compartir con Phyllis.

viernes, 21 de febrero de 2020

El capitán (2017)

Reza un dicho que "el hábito hace al monje" y otro más usual se le opone y expresa que "el hábito no hace al monje". Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Hace o no hace? A pesar de su apariencia opuesta, son complementarios, ya que hablan de la imagen que se proyecta y de la impresión que se recibe. Ambos tienen carácter figurativo y no apuntan el doble significado que me propongo señalar a continuación. Cualquier uniforme, sea deportivo, escolar, religioso, carcelario, laboral o militar, distingue al grupo respecto a quien no lo viste y homogeneiza dentro del conjunto que lo luce. En mayor o menor medida, la tela, su corte y confección, el color o los símbolos cosidos al uniforme poseen significados varios. No hace falta señalarlos, cualquiera puede interpretarlos, del mismo modo que puede comprender si representa ideologías o establece jerarquías que se visualizan en los galones que otorgan estatus respetados y/o temidos por quienes se convierten en subordinados. Respecto a lo dicho hasta ahora, el caso del ejército quizá sea el más evidente, ya que la confección militar que visten los oficiales les confiere la autoridad que no puede ser discutida por la soldadesca obligada a acatarla. La imagen se respeta, guste o disguste quien la porte; pero, además, dicha apariencia provoca que los mandos asuman y sientan poder sobre sus mandados, más si cabe durante periodos bélicos como el expuesto por Robert Schwentke en El capitán (Der Hauptmann, 2017). Ese poder se hace visible en la sumisión y en el temor que el trozo de tela con distinciones provoca a su alrededor. Inicialmente, el protagonista de El capitán viste un uniforme sucio y raído que le confiere un puesto entre lo más bajo del escalafón militar alemán, pero, además, es un fugitivo del orden ideológico que lo vistió y envío al frente. Como desertor y presa, Willi Herold (Max Hubacher) huye para salvar su vida. En ese primer instante, corre y se oculta para sobrevivir mientras Junker (Alexander Fahling) y varios subordinados intentan darle caza. Afortunadamente para él, logra despistarlos, prosigue su huida y su supervivencia en un entorno dominado por el hambre y el caos. Sin embargo, su suerte cambia cuando encuentra un vehículo abandonado en cuyo asiento trasero descansa la maleta que abre y que contiene el uniforme de capitán que no duda en vestir. Más que una realidad física, el uniforme es un concepto abstracto, como lo fue en El último (Der Letzte Mann, Friedrich Wilhelm Murnau, 1924) o en Der Hauptmann von Köpenick (Richard Oswald, 1931), y transforma la apariencia de Herold: las miradas externas -como confirma la del cabo Freytag (Milan Peschel) que se ofrece a su servicio- e incluso la interna. La metamorfosis del protagonista, la más importante, se produce en su interior; al asumir que "el hábito hace monje". Quizá se materialice al instante, quizá paulatinamente, puede que la asuma proporcional a la creciente sensación de poder que acaricia y que lo posiciona por encima del resto. De la supervivencia, su estado inicial, asume a la barbarie nazi y la lleva su máxima aberración en el campo de prisioneros donde ejecuta a más de noventa hombres, entre desertores y saqueadores, soldados que, como él al inicio, han intentado huir y sobrevivir al presente de 1945, cuando Alemania vive el derrotismo bélico y las represalias de quienes no quieren oír hablar de la realidad. El contacto con el uniforme produce y convierte a Herold en la imagen de la irracionalidad, en brazo ejecutor del sinsentido que abraza porque ahora él lo impone. Los hombres que se van uniendo a él, también son soldados que escapan del campo de batalla, pero no pueden hacerlo del símbolo jerárquico que provoca la sumisión que Schwentke, también guionista del film, expone en cada uno de los miembros que formará el grupo que sigue al traje. Parece una locura, pero la percepción humana cambia por una simple prenda de ropa y, aunque "el habito no haga al monje", la apariencia que proyecta el uniforme se asume superior a quien no la ostenta. De tal manera, el último de los soldados, el desertor perseguido, pasa a ser el primero, la imagen que, odiada o apreciada, temida o idealizada, ordena y el resto acata.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Pequeño gran hombre (1970)



Existió un antes de la llegada de los primeros colonos europeos a Norteamérica, pero, salvo por algunos nombres que recuerdan que hubo culturas previas, estas desaparecieron. En sus orígenes, la literatura y el cine estadounidense no se preocuparon por esa parte olvidada de la (pre)Historia de su país, algo por otra parte difícil de recuperar, al carecer de referencias concretas, de ahí que, en novelas y películas, el viejo oeste se presentase como uno de los puntos de partida que dotase a Estados Unidos de una historia propia, aunque una sin pasado remoto. Los autores y los cineastas vieron en aquel pretérito cercano la posibilidad de ofrecer las raíces populares de las que se carecía; y el ficticio y lejano oeste acabó formando parte del folclore, de la mitología repleta de héroes cuyo sacrificio posibilitó el nacimiento de la nación, aunque, en realidad, aquellas figuras heroicas no representaban a personajes reales ni a hechos históricos, sino que eran fruto de la fantasía que acabó por asentarse en el imaginario cultural y popular. En definitiva, el western se adaptó a la necesidad de construir una épica nacional y ayudó a crear el mito que permitía olvidar el complejo, violento y largo proceso de conquista llevado a cabo por generaciones de migrantes y colonos de origen europeo. En La conquista del Oeste (How the West Was Won; John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe, 1962) este mito intenta sobrevivir; no obstante, alcanza en dicha superproducción un callejón sin salida. Por una parte confirmaba el agotamiento del discurso habitual, que no daba más de sí; por otra, apuntaba que el uso de nuevas tecnologías (el cinerama) sin ponerlas al servicio de la narración tampoco era solución para dar nuevos bríos al género y, quizá más importante, sus imágenes denotaban cansancio y este advertía a futuros interesados de la necesidad de abrir otras vías para que el western sobreviviese a sí mismo. Con anterioridad a esta película, que pretendía recuperar la presencia del público en las salas, Delmer Daves, Anthony Mann o Robert Aldrich habían optado por un enfoque pro-indio y Budd Boetticher, Joseph H. Lewis o André de Toth habían cabalgado junto al actor Randolph Scott y el productor Harry Joe Brown por un tipo de film que apuntaba el crepuscular desarrollado en la década de 1960.


Con las nuevas perspectivas, el género asumía su mortalidad y, precisamente, ese fin (el del western que había arraigado en la cultura fílmica desde el periodo silente) le permitió vivir. Pero todavía se mostraba reacio a expresar su crítica socio-histórica y, desde esta, replantearse las falsedades que había hecho pasar por verdades. La actitud crítica cobró mayor protagonismo hacia la segunda mitad de la década de 1960 y parte de la siguiente, en películas que a la par desmitificaban y expresaban su postura hacia la historia de su país. En este punto, se encontraban Arthur Penn, Robert Altman o Ralph Nelson al enfrentarse al género; lo cuestionan y cuestionan el pasado y el presente. Penn, ambicioso e irónico en su intención, pretende abarcar en Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970) el periodo mitificado, que concreta en el devenir temporal de Jack Crabbe (Dustin Hoffman), desde sus orígenes como "ser humano" -como miembro de la comunidad de seres naturales, ajenos a la doble moralidad a la que accederá posteriormente- hasta el ocaso de su abuelo Cheyenne (Chief Dan George). Entremedias, el antihéroe y narrador de los hechos, vive sus desventuras y su desubicación por un país en constante derramamiento de sangre. Es testigo y parte de los acontecimientos que ya han sucedido, y que recuerda en su ancianidad, cuando afirma ser <<el último de los pioneros>>. El periodista que lo escucha alude a la leyenda y el anciano muestra su enfado, pues él estuvo allí y recuerda... En Pequeño gran hombre la mirada de Penn se vuelve hacia el pasado idealizado y mira de reojo el presente (marcado por la guerra de Vietnam o los movimientos por la igualdad de Derechos), pero lo hace desde la sátira y con la certeza de la imposibilidad de construir una realidad sobre la irrealidad pretérita idealizada. A sus ciento veintiún años de edad, el pionero recurre a la memoria y evoca instantes que el reportero graba. Su contacto con los cheyennes, su época religiosa, de charlatán, de pistolero, de hombre de negocios, de buscador de familiares desaparecidos -que caricaturiza al de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- o de mozo de mulas desvelan una realidad diferente a la de Murieron con las botas puestas (They Died With Their Boots On; Raoul Walsh, 1941), una en la que Custer (Richard Mulligan) ni es épico ni un icono, solo un narcisista desequilibrado, ambicioso e incompetente. La realidad expuesta por Penn contempla a los nativos americanos como seres naturales en contacto armónico con el entorno -aunque ataquen la caravana en la que viajaban el Jack de diez años y su hermana mayor- y encuentra salvajismo (normalizado por la presencia militar) en el afán de conquista y en los intereses del ser moral, el civilizado que no duda en incumplir sus promesas para alcanzar el fin perseguido.

domingo, 16 de febrero de 2020

Arsenal (1929)


La modernidad de
Aleksandr Dovzhenko se encuentra en su mundo interior y en el cómo desde este interpreta el exterior y lo plasma en imágenes. Es subjetivo y poético, de ahí que sus formas cinematográficas prioricen sus impresiones de vida. En sus películas aúna tres perspectivas: pictórica, lírica y fílmica, que cobran un solo cuerpo. Como pintor filma cuadros, como poeta canta al pueblo y a la tierra ucraniana, como director de cine confiere movimiento a planos que se suceden vertiginosos entre angulaciones o travellings, pero también detiene el tiempo. Esto sucede en Arsenal (1929), su segundo largometraje (y quinta película), donde juega con el espacio-tiempo ya desde su inicio, cuando establece conexión entre pasado y presente, entre una madre que sufre, la tierra improductiva donde yace su esperanza, el hambre que provoca el llanto de los niños, que son los hijos de Ucrania que perecen en el frente o que regresan de la Gran Guerra. Los planos de la mujer se intercambian con los del tren en el que los soldados ucranianos retornan a su tierra, con las imágenes de un pueblo desolado, donde una joven es acosada por la autoridad y un hombre camina sobre su pierna, la única que posee, con la secuencia del anónimo que tira con la mano que le resta de las riendas de su flaco caballo en el campo sin cultivar donde recuerda su mísera infancia. Dovzhenko traslada la acción a las trincheras de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Bombas, explosiones, el asalto de los soldados y el gas de la risa anteceden a la imagen del soldado alemán que ríe y al plano de la mano semienterrada que precede al cuerpo, también semioculto bajo la tierra, aunque no su rostro, cuya sonrisa mortuoria impacta en la pantalla.


Es la guerra y
Dovzhenko la capta en su horrible plenitud previo pausar el tiempo en la imagen de la silueta del soldado que se niega a luchar, se niega a seguir muriendo por aquellos que los han sometido y obligado a combatir. Poco después, el cineasta regresa al tren en el que los soldados vuelven al hogar. Muestra el movimiento de la máquina, pero no lo hace desde el contacto de las ruedas con los raíles, sino a través del ir y venir armónico del acordeón que, poco después, servirá para omitir el descarrilamiento, sustituido por la caída del instrumento musical sobre el terreno. El arranque de Arsenal es pasión, pausa, explosión, desenfreno y simbolismo. Es la presentación del pasado y del presente de miseria, dolor y muerte. Ambos tiempos se confunden para anunciar vida, pues en el cine de Dovzhenko vida y muerte caminan de la mano. Contemplamos la impresión cinematográfica de las causas que depararán la huelga y el alzamiento de los humillados y sufrientes, del pueblo obrero ucraniano al que canta el director. En la obra del cineasta, salvo en Aerograd (1935), su Ucrania natal siempre está presente, aunque no se trata de una cuestión de nacionalismo, sino de amor a sus gentes y a esa tierra que le vio nacer. Es un poeta, no un político, aunque en películas como Arsenal exista posicionamiento político, y no lo oculta, todo lo contrario, pero no es el del Partido, sino el que fluye de una postura revolucionaria propia. De la generalización de rostros proletarios pasa a individualizar a los oprimidos en Timosh (Semyon Svashenko), el héroe anónimo del pueblo, el soldado que afirma sin miedo a morir que <<soy un obrero ucraniano>>, puesto que, como representación de todos los revolucionarios y revolucionarias ucranianos, a quienes el realizador dedica su loa cinematográfica, su figura es inmortal, contra ella nada puede la opresión ni las balas, no puede ser destruida porque su cuerpo escapa de lo humano y asciende a símbolo.

sábado, 15 de febrero de 2020

Anna Magnani. Visceralidad arrolladora


Hay actrices y actores que ni son jóvenes ni viejos o, dicho de otro modo, parece que ni envejecen ni rejuvenecen, por lo que se puede concluir que abrazan una atemporalidad que se visualiza en cada uno de sus personajes. La nariz, las ojeras, la mirada, el cabello oscuro y salvaje, la voz de Anna Magnani se ven y no se ven afectadas por el paso del tiempo. Este sí y no queda en tablas y le confieren la pausa temporal en la que su rostro, esculpido en nocturnidad, cansancio, amargura y lucha, parece detenerse y expresar que ella siempre es ella, la mujer y la actriz que da vida a seres de celuloide que apenas sufren variaciones físicas de una película a otra, aunque las experimenten. Claro está que su talento no residía en una habilidad camaleónica, sino en su contundente e imponente presencia frente a la cámara, en como (aún vistas hoy) su personalidad y expresividad se adhieren a los personajes y fluyen en la pantalla con la visceralidad arrolladora, quizá excesiva, de quien más que (sobre)actuar vive la intensidad del momento en el que existen las distintas interioridades asumidas delante de la cámara. La actriz, nacida en Roma en 1908, debutó oficialmente en el cine en 1934, en La ciega de Sorrendo (La cieca di Sorrento; Nunzio Malasomma); años antes, en 1929, lo había hecho en el teatro, pero el público internacional la descubrió siendo Pina, la madre que corre y es abatida por las fuerzas de ocupación nazi en una escena memorable de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta; Roberto Rossellini, 1945). Este instante la encumbró como el rostro femenino del neorrealismo -tras este llegarían Abasso la miseria (Gennaro Righelli, 1946), El bandido (Bandito, Alberto Lattuada, 1946), Angelina (L'onorevole Angelina; Luigi Zampa, 1947) o Vulcano (William Dieterle, 1949), su respuesta ante el hecho de que Rossellini la apartase del protagonismo de Stromboli (1950)- y la inmortalizó para el séptimo arte. Contaba con treinta y siete años y su personaje se convirtió en icono cinematográfico, uno muy humano, que ama, padece y no se rinde en su lucha por algo tan propio, valioso y hermoso como la existencia humana. Ese talante luchador asoma en sucesivas producciones, bajo la guía de cineastas de posturas cinematográficas tan dispares y antagónicas como lo fueron George Cukor -Viento salvaje (Wild Is the Wind, 1957)- o Pier Paolo Pasolini, aunque este último acabó considerando errónea la elección de Anna para el papel protagonista de Mamma Roma (1962); por otro lado, una de las mejores interpretaciones de la actriz. Pero habría que volver a Rossellini, pues con él empezó a cobrar forma la actriz, su leyenda y su inmortalidad fílmica. Más allá de sus actuaciones previas, entre ellas Caballería (Cavalleria; Goffredo Alessandrini, 1936) o Nacida en viernes (Teresa Venerdi; Vittorio De Sica, 1941), Magnani desarrolló su potencial dramático bajo la atenta mirada del director de Paisà (1946), quien, tras su primera colaboración, le ofreció el protagonismo de El amor (L'Amore, 1947-48), oportunidad única y doble para lucirse en la pantalla. Dividida en dos mediometrajes, no desaprovechó la ocasión de sentir y ofrecer a dos mujeres heridas, aunque opuestas. La primera se enfrenta a la soledad del amor en una habitación donde el teléfono es su compañía y su distancia, mientras que en la segunda transita junto con su inocencia, quizá locura, por un espacio abierto, aunque también la aísla, donde se produce un encuentro que cree milagroso. Magnani se había convertido en la máxima estrella femenina del cine Italiano. <<Gran personaje. Rostro inolvidable. Pésima actriz de teatro>>,1 la definió Vittorio Gassman en sus memorias. No pongo en duda las palabras del actor, uno de los grandes del teatro italiano de la época, pero Magnani dio vida a una inolvidable actriz teatral en La carroza del oro (Le carrosse d'Or, 1952). Lo hizo después de haber encarnado a las órdenes de Visconti -quien años antes, debido al embarazo de la actriz, se vio obligado a prescindir de su presencia al inicio del rodaje de Obsessione (1942)- a la madre de Bellísima (Bellissima, 1951), otro de sus personajes indispensables. <<Mucha gente se extrañaba de que empleara un talento conocido por su violencia en un conjunto más idóneo, en principio, para marionetas milanesas>>,2 recordaba Jean Renoir en Mi vida y mi cine. El cineasta francés hubo de lidiar con las manías de la diva, pero <<si hubiera tenido que vérmelas con una actriz de tipo burgués, mi película hubiera corrido el riesgo de caer en el amaneramiento>>.3 Con Magnani caer en el amaneramiento era imposible, y Renoir lo sabía. <<El peligro era ir muy lejos en lo que se ha convenido en llamar realismo>>,4 aunque no considero que ninguna interpretación de la actriz haya sido realista, sino, más bien, fruto de la visceralidad, la amargura o la pasión con las que encara los distintos momentos en los que existen sus mujeres, las arriba nombradas o su viuda en La Rosa Tatuada (The Rose Tatoo; Daniel Mann, 1955) -cuya recompensa mediática fue el Oscar a la mejor actriz principal-, la reclusa de Infierno en la ciudad (Nella città l'inferno; Renato Castellani, 1959) o la esposa atrapada de Piel de serpiente (The Fugitive Kind; Sidney Lumet, 1960).


1.Vittorio Gassman. Un gran porvenir a la espalda (traducción Fernando Gutiérrez), p. 206. Editorial Planeta, Barcelona, 1983
2,3,4.Jean Renoir. Mi vida y mi cine (traducción Rafael del Moral), p.p. 280-281. Akal, Madrid, 2011

viernes, 14 de febrero de 2020

El cuarenta y uno (1956)



Cada vacío de poder pide a gritos que lo llenen, aunque no hace falta que insista, pues los candidatos gozan de buen oído y, con presteza inusitada, acuden a la llamada; no vaya a sentir desplante o que otros lo abracen primero. La muerte de Stalin, en marzo de 1953, no iba a detener este relevo, por otra parte esperado por muchos. Su vacío no tardó en ser ocupado por varios altos cargos del Partido. Fue un instante breve, puesto que el poder rechaza repartirse e invita a intrigas "palaciegas" y a movimientos en la sombra, quizá como los que habían aupado al propio Stalin al puesto vacante, y después a Kruschev. Pero si el relevo de poder se cumple, sí o sí, no siempre se producen cambios en el devenir de los hechos históricos. Sin embargo, con el nuevo líder, sí se produjo un giro en la política soviética. El nuevo enfoque no escondía su crítica al estalinismo en su ligero liberalismo, impensable en el periodo anterior, que se produjo en distintas fases hasta que desapareció hacia finales de la década de 1960. Con la imposición del "realismo socialista", el cine soviético (y demás artes) había sufrido un descenso de calidad y creatividad, que resultó alarmante durante la posguerra, así que, por muy mal que lo hiciese Kruschev, peor no podía ir en la nueva Era. De hecho, mejoró, y mucho. Por fin, tras dos décadas oscuras, de férreo control, los cineastas y los escritores se libraban de un realismo que había dejado de ser realista, de las biografías de celuloide, de comedias de consumo rápido y de las superproducciones a mayor gloria de Stalin. Este soplo de libertad cinematográfica deparó que otras perspectivas asomasen en la pantalla, más interesantes y menos sesgadas, aunque lo fueran. Entre ellas despuntó el romanticismo escogido por Grigori Chukhrai para dar forma a El cuarenta y uno (Sorok pervyy, 1956), la segunda adaptación de la novela de Boris Lavrenev —la anterior versión la realizó Yákov Protazánov en 1927—, y también su debut en la dirección y una película que marcaba distancias respecto a la "pobreza" creativa anterior —e iniciaba una senda propia que alcanzaría su cota máxima en su siguiente trabajo: La balada del soldado (Ballada o soldate, 1959).


La primera imagen de El cuarenta y uno la introduce un narrador que evoca otro tiempo, dice de ilusión, y recuerda la revolución. Su voz cumple una misión crítica, pues, expresando la ilusión del pretérito anterior, apunta la desilusión del pasado reciente del que Chukhrai hablará con mayor precisión en Cielo puro (Chistoe nebo, 1961). Ahora no necesita explicitarlo, o no puede hacerlo, y se deduce del salto temporal que omite el periodo estalinista. Por lo demás, dicha voz carece de importancia significativa en la narración que posteriormente introduce la escena que descubre a la aguerrida y letal francotiradora protagonista, disparando sobre sus víctimas número treinta y nueve y cuarenta. Más adelante se comprende que también es una joven soñadora, sentimental y en conflicto. Maria Filatovna (Izolda Izvitskaya), conocida entre sus camaradas como "Marushka", ama la utopía proletaria y, con el tiempo, amará a un oficial del ejército blanco. Estos dos amores depararán su conflicto —entre el colectivo que defiende y el individuo a quien descubre. Su lucha interna, inexistente cuando dispara sobre cada uno de los "blancos" abatidos, concede dimensión humana y emocional a la francotiradora, y matiza su aparente impasibilidad inicial, cuando dispara sobre dos jinetes en la distancia, momento durante el cual solo ve dos símbolos de represión, pobreza y esclavitud, siglos de golpes, injusticias y humillaciones al proletario al que pertenece. En la escena de la presentación de Maria, Chukhrai no solo introduce la guerra, la hostilidad del desierto de Karakum (donde desarrolla la primera parte de la película) o la destreza de la joven con el fúsil, presenta la impasibilidad de la heroína, su deshumanización del enemigo. Esto lo expresará con palabras y gestos en su contacto con el número cuarenta y uno, el único soldado que sobrevive a una de sus balas. En ese instante, le llama "peste", todavía incapaz de ver al teniente Vadim (Oleg Strizhenov) como ser humano. Ve en él al Antiguo Régimen, a la enfermedad que erradicar, de ahí que no haya remordimiento en su conducta, ni exista duda en su elección ideológica, aunque ya se deja entrever humanidad y vulnerabilidad. En ella hay pasión y sensibilidad, como descubre el joven teniente durante la escena nocturna junto al fuego, cuando la muchacha lee una de sus poesías y él la anima a que adquiera las habilidades que le permitan pulir sus versos. Este contacto anuncia la intimidad que les permitirá conocerse, amar, discutir y perdonar, pero en la que no podrán olvidar el momento histórico en la que Chukhrai va tejiendo el destino de los personajes, de su historia de amor y de ilusión, pero también de imposibilidad y romanticismo, de consumar su amor y su tragedia, de sacrificar lo amado o permitir que corra hacia lo odiado. Todo ello se beneficia de la fotografía en color de Sergei Urusevski —colaborador de Mikhail Kalatozov en cuatro films, entre ellos Cuando pasan las cigüeñas (Letyat zhuravi, 1957) y Soy Cuba (1964)—, de sus tonos apagados y de la amplitud de los espacios naturales captados por la cámara, escenarios inabarcables como el desierto de Karakum (Asia Central), donde muchos revolucionarios encuentran la muerte durante la primera parte del film, el mar de Aral, cuyas aguas Maria compara con los ojos de Vadim —momento en el que ella acepta la atracción que crece desde la noche de la hoguera— o la playa de la isla donde el oficial blanco narra a la francotiradora roja la historia de Robinson y Viernes.