<<Lo que me seducía de la historia es precisamente el hecho de que no es una historia. Es una serie de impresiones fuertes: la inmensidad del paisaje, la pureza de los sentimientos del héroe, el calor, el hambre, los personajes, a fuerza de vivir una vida limitada a las necesidades materiales inmediatas, alcanzan un grado de inquietud espiritual insospechado para ellos>>.
Jean Renoir1
La obra cinematográfica de Jean Renoir vivió en constante evolución, buscando nuevos caminos y volviendo sobre otros que reaparecen en diferentes etapas. Uno de ellos, en las antípodas de la magistral artificialidad practicada en La carroza del oro (Le carrosse d'Or, 1952) o French CanCan (1954), se encuentra en la autenticidad de los entornos naturales que cobran protagonismo en Toni (1934), El río (The River, 1950), Una partida de campo (Une partie de campagne, 1936) o Comida sobre la hierba (Le de'jeuner sur l'herbe, 1959), aunque en estas dos últimas el espacio responde a una estética más pictórica. En su etapa en Hollywood, la importancia del medio natural la reafirman Aguas pantanosas (Swamp Water, 1941) y, sobre todo, El hombre del sur (The Southerner, 1945), en la cual la naturaleza resulta fundamental y vital en el devenir de la existencia humana; de hecho podría decirse que el medio (co)protagoniza el film, pues vive autónomo e indiferente a la presencia de los humanos que en él se instalan. Hacia eso apuntan las imágenes que la cámara recoge ya desde el inicio en el campo de algodón donde, por unos centavos diarios, decenas de personas se agachan para recoger el fruto de la tierra o, en la siguiente ubicación, mientras las voces de los protagonistas (la abuela, Sam y Nona) acompañan el recorrido visual de su nuevo hogar. Sus palabras expresan esperanza, dudas o remarcan las impresiones que les genera el entorno donde se establecen y que se muestra en los encuadres donde sus cuerpos están ausentes, puesto que en ese instante aún no son parte de él.
Esta mezcla de naturaleza física y conciencia humana reafirma la relación que Renoir desarrollará a lo largo del film. Es una relación que posibilita la existencia familiar en un medio casi virgen —la tierra que ocupan lleva años sin ser trabajada y la cabaña sufre para mantenerse en pie— donde los conflictos humanos (el de mayor visibilidad, el vecinal) pueden resolverse, así como las necesidades básicas (techo, comida, ropa). Sin embargo, los Tucker se encuentran a merced de lo incontrolable, de los fenómenos atmosféricos o del aumento del caudal fluvial, entre otras circunstancias que escapan al control humano, como parece indicar la rendición de la abuela (Beulah Bondi) después de negarse a descender de la camioneta. En un primer momento, la anciana se niega a entrar en la construcción que califica de chabola; impone su voluntad y permanece sentada sobre su silla, en la parte trasera del auto; no obstante, esa misma voluntad desaparece cuando comprende que no puede evitar la lluvia (ni imponerse a ella). Comprende que solo tiene dos opciones: permanecer en la intemperie (y posiblemente enfermar e incluso morir como consecuencia de un fuerte resfriado, pulmonía o neumonía) o entrar en la deteriorada cabaña que, finalmente, acepta como refugio para su nueva vida, una que posiblemente no diste de la que habría vivido tiempo atrás, cuando ocupaba un puesto principal en la familia, el de la madre que ahora ostenta Nona (Betty Field). Durante esos primeros compases de El hombre del sur, el espacio natural ya es determinante, puesto que Renoir prioriza la conexión indisociable entre el medio y quienes lo habitan, desheredados que han llegado buscando su lugar, buscando echar raíces, persiguiendo o apoyando el sueño de Sam Tucker (Zachary Scott), el cual, de materializarse, los apartaría ya no del hambre, sino de las cadenas invisibles de trabajar para otros. El sueño de Sam es cultivar su propia cosecha o, dicho de otra manera, sueña vivir en libertad, una diferente a la expresada por su amigo Tim (Charles Kemper), que afirma que la libertad es tener dinero en el bolsillo. La aspiración de Sam es al tiempo más sencilla, humilde y compleja, ya que, aunque la simbolice en la tierra a la que se entrega en cuerpo y alma, su idea es abstracta y, como consecuencia, más difícil de precisar y alcanzar que la libertad material expresada por su amigo. Más que contar una historia de supervivencia, superación, amistad y amor, a Renoir parece interesarle ese sueño (no su consecución, sino el camino, en definitiva, la vida), pero, sobre todo, presta su atención al entorno donde Sam decide luchar por su independencia. Primero conocemos al protagonista como temporero en los campos de algodón sureños donde, todavía indeciso, duda qué hará cuando acabe la temporada. El instante es significativo, puesto que introduce la muerte del tío Pete (Paul Burns) y sus últimas palabras: <<trabaja para ti mismo. Cultiva tu propia tierra>>. Esta idea, que rondaría por la mente de Sam antes de escuchar al moribundo, se define en ese instante, ahí cobra cuerpo y él toma la decisión de conquistar su sueño junto a Nona, sus hijos (niño y niña) y la abuela, cuyas protestas y reacciones infantiles ponen las notas de humor a una película tan humana como natural.
1.Renoir, Jean: Mi vida y mi cine (traducción Rafael Del Moral). Pág. 248-249. Akal, Madrid, 2011.
Lo que más me gusta de tu estilo es la concisión. Tu sabiduría cinematográfica condensada en tu blog se manifiesta en esas pinceladas con las que bosquejas las películas. Renoir haciendo al medio coprotagonista. Es una idea seductora. Que aportaciones como las tuyas no tengan justo reconocimiento y se conviertan en ganancia económica mientras descerebrados youtubers de 15 años se hagan millonarios indica la mierda de mundo en el que estamos. Viva la cultura. Viva Toño Pardines
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