Reza un dicho que "el hábito hace al monje" y otro más usual se le opone y expresa que "el hábito no hace al monje". Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Hace o no hace? A pesar de su apariencia opuesta, son complementarios, ya que hablan de la imagen que se proyecta y de la impresión que se recibe. Ambos tienen carácter figurativo y no apuntan el doble significado que me propongo señalar a continuación. Cualquier uniforme, sea deportivo, escolar, religioso, carcelario, laboral o militar, distingue al grupo respecto a quien no lo viste y homogeneiza dentro del conjunto que lo luce. En mayor o menor medida, la tela, su corte y confección, el color o los símbolos cosidos al uniforme poseen significados varios. No hace falta señalarlos, cualquiera puede interpretarlos, del mismo modo que puede comprender si representa ideologías o establece jerarquías que se visualizan en los galones que otorgan estatus respetados y/o temidos por quienes se convierten en subordinados. Respecto a lo dicho hasta ahora, el caso del ejército quizá sea el más evidente, ya que la confección militar que visten los oficiales les confiere la autoridad que no puede ser discutida por la soldadesca obligada a acatarla. La imagen se respeta, guste o disguste quien la porte; pero, además, dicha apariencia provoca que los mandos asuman y sientan poder sobre sus mandados, más si cabe durante periodos bélicos como el expuesto por Robert Schwentke en El capitán (Der Hauptmann, 2017). Ese poder se hace visible en la sumisión y en el temor que el trozo de tela con distinciones provoca a su alrededor. Inicialmente, el protagonista de El capitán viste un uniforme sucio y raído que le confiere un puesto entre lo más bajo del escalafón militar alemán, pero, además, es un fugitivo del orden ideológico que lo vistió y envío al frente. Como desertor y presa, Willi Herold (Max Hubacher) huye para salvar su vida. En ese primer instante, corre y se oculta para sobrevivir mientras Junker (Alexander Fahling) y varios subordinados intentan darle caza. Afortunadamente para él, logra despistarlos, prosigue su huida y su supervivencia en un entorno dominado por el hambre y el caos. Sin embargo, su suerte cambia cuando encuentra un vehículo abandonado en cuyo asiento trasero descansa la maleta que abre y que contiene el uniforme de capitán que no duda en vestir. Más que una realidad física, el uniforme es un concepto abstracto, como lo fue en El último (Der Letzte Mann, Friedrich Wilhelm Murnau, 1924) o en Der Hauptmann von Köpenick (Richard Oswald, 1931), y transforma la apariencia de Herold: las miradas externas -como confirma la del cabo Freytag (Milan Peschel) que se ofrece a su servicio- e incluso la interna. La metamorfosis del protagonista, la más importante, se produce en su interior; al asumir que "el hábito hace monje". Quizá se materialice al instante, quizá paulatinamente, puede que la asuma proporcional a la creciente sensación de poder que acaricia y que lo posiciona por encima del resto. De la supervivencia, su estado inicial, asume a la barbarie nazi y la lleva su máxima aberración en el campo de prisioneros donde ejecuta a más de noventa hombres, entre desertores y saqueadores, soldados que, como él al inicio, han intentado huir y sobrevivir al presente de 1945, cuando Alemania vive el derrotismo bélico y las represalias de quienes no quieren oír hablar de la realidad. El contacto con el uniforme produce y convierte a Herold en la imagen de la irracionalidad, en brazo ejecutor del sinsentido que abraza porque ahora él lo impone. Los hombres que se van uniendo a él, también son soldados que escapan del campo de batalla, pero no pueden hacerlo del símbolo jerárquico que provoca la sumisión que Schwentke, también guionista del film, expone en cada uno de los miembros que formará el grupo que sigue al traje. Parece una locura, pero la percepción humana cambia por una simple prenda de ropa y, aunque "el habito no haga al monje", la apariencia que proyecta el uniforme se asume superior a quien no la ostenta. De tal manera, el último de los soldados, el desertor perseguido, pasa a ser el primero, la imagen que, odiada o apreciada, temida o idealizada, ordena y el resto acata.
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