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lunes, 26 de octubre de 2020

Sin novedad en el frente (1979)

Simplificando y viajando en el tiempo, veo a Sócrates —si el Sócrates que conocemos lo fue, o fue la imagen que quisieron otros— en la plaza del pueblo rodeado de sus discípulos, a quienes plantea cuestiones que les lleva a asentir y a concluir con un “convengo en ello, maestro”. Él pregunta y, como quien no quiere, guía las respuestas de los jóvenes. Es un buen método, mejorable, eso sí, como cualquier método. Lo importante es que el profesor trata de enseñar a pensar, a plantear interrogantes, a dudar, incluso de lo aprendido, aunque quizá no de cuanto él da por hecho. En definitiva, para sus alumnos es más provechoso que les muestre u ofrezca opciones, variables, preguntas, que afirmaciones discutibles, en todo caso.


El docente interpretado por Donald Pleasence en la versión televisiva de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front, 1979) no hace preguntas, ni tiene en cuenta a sus alumnos. No les respeta como mentes, solo como depositarios de su doctrina, de ahí que sea quien, hablando de hombría, deber, gloria y patria, indique a sus alumnos el camino que han de seguir. Lo hace sin exponer razones, dudas, pros, contras, causas u otros posibles. Les arenga con palabras e ideas, con el tradicional militarismo prusiano, que conducen a sus alumnos a la oficina de alistamiento; después, al centro de entrenamiento; de ahí, al frente y, finalmente, a la muerte. Como en la magistral novela de Erich Maria Remarque, en las versiones de Sin novedad en el frente, tanto en el film que Lewis Milestone dirigió en 1930 como en la versión televisiva a cargo de Delbert Mann, la figura del maestro resulta fundamental en el devenir de sus alumnos. El profesor Kantorek les habla de la “madre patria” (expresión que tiene como fin condicionar a los jóvenes, en su maternidad y paternidad), pero también en los hogares los padres comentan sobre la guerra y la victoria, para mayor gloria de la nación y del káiser Guillermo. La figura que sustituye al docente y a la familia es la del cabo instructor Himmelstooss (Ian Holm), vengativo, inseguro de sí mismo e intransigente. Tampoco él conoce la guerra, solo sabe obligar a los muchachos a sufrir en el barro del centro de reclutas. Esta imagen autoritaria nada les aporta, salvo rechazo. Más adelante, a su llegada al frente, los adolescentes se encuentran con la única figura adulta con conocimiento real de la guerra. También es el único que se plantea el por qué luchan, y el para quién. Ha visto el día a día, lo ha sobrevivido y continúa haciéndolo. Se trata de Kat (Ernest Borgnine), el veterano que intenta que los muchachos tengan su oportunidad, aunque sea mínima. Esos soldados forman una de tantas compañías, forman una familia, y acabarán comprendiendo el engaño: descubren que solo son carne de cañón con sobrada experiencia en matar y morir en una guerra que, inicialmente, aceptan cual borregos en su cita con el matarife.


Son tres etapas en las vidas de los jóvenes que la voz de Paul Baumer (Richard Thomas) presenta en las trincheras, al inicio de esta multipremiada superproducción televisiva de Mann. Su propuesta permanece siempre pareja al libro de Remarque y retrocede en el tiempo para descubrirnos la última jornada en el colegio, donde el maestro habla a la promoción de 1916 del deber y de la gloria de la patria. En ese instante, les dicta sus ideas, de las que no duda ni permite que duden sus alumnos: esos muchachos que corren felices a alistarse, pensando que todos ellos serán héroes y harán más grande a la nación y al káiser, pero, tiempo después, cuando observen al emperador condecorando a varios soldados, los supervivientes comprende que han perdido su juventud, y quizá su mañana, matando y muriendo por los caprichos e intereses de unos pocos que les exigen sacrificio y sangre a cambio de hambre, ratas, barro, metralla, gas y hojalata.



jueves, 26 de julio de 2018

Mesas separadas (1958)



En la entrega de los Oscar de 1955, Marty (1954) era una de las grandes favoritas y, como tal, se alzó con el premio a la mejor película del año y Delbert Mann, su realizador, con el galardón a la mejor dirección. En ese instante, Mann se convertía en el primer debutante en conseguir la estatua dorada al mejor realizador, pero lo que parecía el inicio de una brillante carrera profesional, nunca llegó a serlo, quizá porque, en realidad y aunque su filmografía cuente con títulos como el ya nombrado o Mesas separadas (Separate Tables, 1958), no fue un cineasta a la altura cinematográfica de compañeros de generación como Sidney Lumet o John Frankenheimer. Cuando encaró su primer largometraje, Mann contaba con experiencia en la televisión, medio para el cual había dirigido episodios de distintas series antes de tomar las riendas del guión escrito por Paddy Cheyefsky y producido por Burt LancasterHarold Hecht. El resultado fue un drama sensible e intenso, que por momentos pierde parte de su energía y fuerza, aplaudido por la crítica y el público. El éxito no alteró la presencia televisiva del realizador, quien continuó intercalando ambos medios audiovisuales durante el resto de su carrera. Satisfechos de aquella primera colaboración, Hecht y Lancaster le produjeron The Bachelor Party (1957) y Mesas separadas, en la que el famoso actor se reservó uno de los papeles principales, el de John Malcolm, uno de los huéspedes que habitan el hotel de Pat Cooper (Wendy Hiller). Al igual que había sucedido en Marty, el guion, en esta ocasión basado en una pieza teatral de Terence Rattigan, y el elenco, en el que brilló con luz propia la británica Wendy Hiller dando vida a la equilibrada dueña de la pensión, resultaron fundamentales para dotar de credibilidad a los personajes y a los hechos que se desarrollan en ese establecimiento que parece el lugar idóneo para huir del pasado, también del presente y del futuro, y aislarse del mundo.


En su interior descubrimos al heterogéneo grupo de huéspedes que forman un microcosmos aislado del espacio exterior, hombres y mujeres estereotipos, cuyos tópicos no merman su fuerza dramática ni crítica. En esa pensión-residencia, cuyo desayuno y cena se saborean en mesas separadas, cohabitan personalidades que se contraponen para ofrecernos un retrato social de la intolerancia, de los miedos pretéritos y actuales, de la imagen aceptada, de la represión y de la sumisión que impiden la liberación de Sibyl Railton-Bell (Deborah Kerr) o de la ausencia de futuro, una ausencia que se agudiza al enfrentarla a la esperanza que se descubre en la joven pareja de enamorados formada por Charles (Rob Taylor) y Jean (Audrey Dalton). Pero, a pesar de sus múltiples diferencias, existe un nexo común que une a los huéspedes permanentes. Dicho nexo es la soledad que cada uno experimenta, la cual se hace más patente y palpable cuando se producen los detonantes dramáticos que alteran la cotidianidad del establecimiento. La noticia de que el comandante Pollock (David Niven) ha sido denunciado por tocar reiteradamente el codo de una desconocida en el cine del pueblo y la aparición de Ann Shankland (Rita Hayworth) —huyendo de la vejez y de la soledad que intenta alejar de sí recuperando a John— precipitan las habladurías y la salida de la normalidad inicial. Los huéspedes se dejan llevar por la inalterable y estricta moral de la señora Railton-Bell (Gladys Cooper), madre y carcelera de Sibyl e inquisidora de la casa donde solo John, Pat y la señorita Meacham (Mary Hallatt) contradicen sus palabras y se oponen a la expulsión de Pollock del microcosmos que la dominante dama de hierro construye a su fría e intolerante imagen.

lunes, 9 de julio de 2012

Marty (1954)

Las constantes alusiones al matrimonio que Marty (Ernest Borgnine) escucha en su entorno aumentan su sensación de soledad, provocando en él una frustración que desaparecería si pudiera encontrar una chica que le aceptase a pesar de su físico. Marty, de 34 años, carnicero de profesión, vive con su madre (Esther Minciotti). Sus relaciones personales se reducen a ella y a un pequeño grupo de amigos, entre quienes se encuentra Angie (Joe Mantell), que comparte su mismo sino y esto parece consolarlo. Marty siempre escucha que a su edad un hombre debería estar casado, aunque no fuese por amor, sino por tener una compañera que llenase el supuesto vacío. En Marty dicho vacío sí sería real, porque la idea de la soledad y del paso del tiempo le martirizan, en mayor medida cuando escucha una y otra vez el comentario (reproche) de que debería imitar a sus hermanas y hermanos, todos ellos felizmente casados. Marty culpa a su físico del mal de amores, sin embargo, solo tendría que mirar a su alrededor para comprobar que muchos individuos que no alcanzan el grado de Adonis viven una vida en pareja, aunque él prefiere compadecerse y ahogarse en un mar de lágrimas que lo aleja de la posibilidad de mostrar las cualidades que, en tan solo un par de horas, una desconocida reconoce en él. Quizá esta situación resulta forzada por el guión de Paddy Chayefsky, pero también es cierto que Clara (Betsy Blair) reconoce en el carnicero su misma necesidad, ya que a sus 29 años, se le echan una decena más, todo apunta a que se convertirá en una mujer amargada, aunque no por deseo propio, en ese entorno que no perdona la soltería porque no está bien vista por quienes lo conforman. El encuentro entre ambos solitarios se produce en la sala de baile a donde ninguno deseaba ir, pero allí disfrutan del momento que han estado esperando sin éxito, mientras sus esperanzas se convertían en desilusiones. Pero, ahora, ante ellos, se presenta una última oportunidad que reavive la ilusión difuminada por el paso del tiempo y de las decepciones acumuladas. La relación que Marty y Clara inician les proporciona la felicidad que no habían experimentado hasta entonces, sin embargo, esa misma relación también afecta a Angie y a madre, temerosa de verse desplazada de la vida de su retoño, como sucede con su hermana Catherine (Augusta Ciolli) y su hijo Tommy (Jerry Paris), quien harto de que su madre se entrometa en su matrimonio, pretende deshacerse de ella. Por su parte, Angie se muestra opuesto a que Marty continúe con idilio relación sentimental, porque eso implicaría perder el consuelo que encuentra en ese amigo siempre dispuesto a acudir cuando le precise. El egoísmo, disfrazado de miedo a la soledad, de la madre y de Angie les impulsa a desanimar a Marty en su relación con Clara, objetivo que consiguen y que, en primera instancia, provoca que este rompa con la mujer que podría proporcionarle aquello que tanto ha anhelado y, de ese modo, el protagonista se encuentra en la tesitura de elegir entre su deseo y el de los demás. Con todos sus buenos sentimientos y la bondad de su personaje principal, al visionar Marty décadas después de su rodaje, la idea o el planteamiento que Delbert Mann expuso me resulta forzado, aunque sería más correcto decir desfasado, quizá porque la idea de soledad se simplifica al exponerse exclusivamente como la ausencia de compañía, cuando en realidad se trata de una sensación de mayor complejidad que no siempre afecta a individuos sin pareja, ya que el sentimiento de soledad nace en el pensamiento (condicionado por múltiples variables que afectan de manera individual o colectiva) y puede producirse en cualquiera, esté solo o acompañado por un grupo de amigos, por la pareja o por la familia. Aunque Marty no haya envejecido bien, encierra al menos una pregunta que me resulta interesante: ¿el amor nace y fluye de modo natural o es una necesidad que se busca o fuerza? Las respuestas pueden ser muchas y todas válidas, porque dependen del individuo que responda, de su interpretación existencial, de sus necesidades (las generadas por él mismo o aquellas creadas por agentes externos) y emociones. Así que Marty escoge la suya guiado por el miedo a una vida solitaria sin una compañera con quien envejecer o, dicho de otra forma, lo hace por la ilusión de alejarse del vacío que implica vivir en soledad una existencia que, a su edad, aún podría dar muchas vueltas.