Mostrando entradas con la etiqueta john cromwell. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta john cromwell. Mostrar todas las entradas

lunes, 6 de diciembre de 2021

Desde que te fuiste (1944)


Proyecto y empeño personal de David O. Selznick, como ya lo había sido Lo que el viento se llevó (Gone to the WindVictor Fleming, 1939) y acabaría siéndolo Duelo al sol (Duel in the Sun, King Vidor, 1946), el melodrama expuesto en Desde que te fuiste (Since You Went Away, John Cromwell, 1944) fue la contribución del productor al esfuerzo bélico. Pero quiso hacerlo de un modo distinto, íntimo y reivindicando la figura femenina, aunque no tan novedoso si tenemos en cuenta su referente británico La señora Miniver (Mrs. Miniver, William Wyler, 1942). Pero al contrario que en Wyler, que se decanta por elevar el tono propagandístico —para juzgar el film, mejor no ignorar el contexto histórico en el que se rueda—, en Selznick el melodrama se emborracha de romanticismo y sensiblería provocando una atmósfera irreal, entre teatral y cinematográfica, no más grande que la vida, sino fuera de la vida; ignoro si más pequeña o grande, pero se desarrolla en un estado alejado del mundo en guerra, como si ese distanciamiento fuese forzado por la intención no lograda (al menos, no en su plenitud) de crear melancolía en la presencia y poesía de la ausencia, quizá un limbo para ese instante bélico en el que todo y nada queda en el aire. La autoría de Selznick es innegable en Lo que el viento se llevó y, de nuevo, se deja notar en este film rodado por John Cromwell —William Dieterle, André de Toth y Alfred Hitchcock, rodaron secuencias del film— y cuyo guion está firmado por él: screenplay by the producer. El exceso melodramático ya lastra la historia de Scarlett O’Hara, cuya fama y prestigio popular disimulan o parecen ocultar sus imperfecciones y la teatralidad en las emociones y en los comportamientos de los personajes, salvo quizá el de Clark Gable, quien, al hacer de Gable y no de Rhett Buttler, se libra del exceso que resta atractivo al conjunto; aunque esto no quiere decir que desaproveche recursos cinematográficos.



Algo similar sucede
Desde que te fuiste, donde, en ocasiones, se excede y, en otras, sintetiza. El plano secuencia inicial sería el mejor ejemplo: encuadre de un sillón vacío, la cámara desciende y nos descubre al perro que a los pies aguarda acostado a su dueño; la cámara se mueve de izquierda a derecha y visualiza el calendario, que señala martes 12 de enero, y continúa el movimiento hasta fijar su atención en el telegrama militar donde se requiere la presencia de Timothy Hilton ese mismo día. De nuevo en movimiento, llega el turno a un trofeo de pesca, del viaje de novios de Anne (Claudette Colbert) y Tim, que introduce el matrimonio y el posterior retrato fotográfico de Anne y sus hijas muestra a la familia Hilton casi al completo, pues falta Tim. El recorrido continúa por la sala hasta detenerse ante la ventana. Fuera, llueve y un automóvil que se detiene cierra el plano-secuencia. El perro asoma su cabeza y una mujer camina hacia la puerta. La siguiente escena muestra a esa mujer: Anne, la madre de dos hijas y la esposa casada con la ausencia: el hombre que acaba de despedir en la estación, el marido, el padre, el soldado. Con esta introducción, Desde que te fuiste señala dos de sus temas principales: la ausencia del ser querido y la figura femenina en tiempo de guerra. Otros serán la maduración, de niña a mujer, de Jane (Jennifer Jones) y la inevitable presencia y amenaza de la muerte en un periodo bélico.


El ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941, precipitó la entrada de Estados Unidos en la guerra y que decenas de miles de hombres en edad de combatir se presentasen voluntarios para luchar allí donde les enviasen. Esto supuso el inusitado vacío en los hogares y en las familias expuesto por John Cromwell en Desde que te fuiste. La II Guerra Mundial también movilizó a Hollywood, a sus estudios, a sus estrellas y a sus magnates, que desempolvaron patriotismo y se volcaron para hacer frente a los totalitarismos que, poco antes, apenas eran denunciados en las películas, ya que los dueños de las compañías mantenían la política de no hacer política, no fuesen a perder mercados e ingresos. Esa fue la tónica, la de imitar a la avestruz y seguir a lo suyo, de ahí que solo hubiese intentos aislados de denuncia cinematográfica. Esto explica también parte del porqué Hollywood no realizó ninguna producción que abordase la Guerra Civil Española, salvo el caso del productor independiente Walter Wanger, más concienciado y consciente de su época que los grandes magnates, en Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938). Poco después, algún otro film, de forma indirecta, señaló peligros de los totalitarismos a los que ahora se enfrentaba EEUU, los ejemplos más claros anteriores a la guerra son Tres camaradas (Three Comrades, Frank Borzage, 1938) —en periodo bélico, Borzage realiza Tormenta mortal (The Mortal Storm, 1940)—, The Confessions of a Nazy Spy (Anatole Litvak, 1939) y los films de Dieterle, cineasta cuyo posicionamiento ideológicamente a favor de las democracias había quedado claro en Bloqueo, La vida de Emile Zola (The Life of Emile Zola, 1937) y Juárez (1938) antes de que Chaplin lanzase su emotivo llamamiento en El gran dictador (The Great Dictator, 1940), obra maestra satírica y humanista, y obra clave en el cine de propaganda antifascista. Chaplin invitaba con su discurso a la unión de los hombres de buena voluntad —y en la lectura política, estaba pidiendo a los estadounidenses que abandonasen su política de no intervención— para frenar el avance totalitario y, claro está, también a la industria cinematográfica que, ya con Estados Unidos en Guerra, contribuyó al esfuerzo bélico. Proliferaron los films antifascistas del que Casablanca (Michael Curtiz, 1942) es abandera, y también bélicos como Treinta segundos sobre Tokio (Thirty Seconds over Tokyo, Mervyn LeRoy, 1944), Objetivo Birmania (Objetive Burma!, Raoul Walsh, 1945) o Destino Tokio (Destination Tokyo, Delmer Daves, 1943), y melodramas de propaganda tan exitosos como Desde que te fuiste, cuya temática, como se ha dicho, bebe directamente de La señora Miniver. Ambos largometrajes están emparentados por su historia y por el protagonismo exclusivo de la mujer en tiempo bélico. En exceso “melo”, probablemente debido a las continuas intervenciones de David O. Selznick durante el rodaje, Cromwell no habla de los soldados, aunque lo haga en la presencia de Robert Walker y Joseph Cotten —suyo es el personaje cuya presencia funciona de contrapunto al drama— y en la ausencia del esposo y padre de la familia protagonista. Cromwell y Selznick realizan un homenaje a las mujeres estadounidenses que combaten las ausencias, sufren la incertidumbre, aportan su grano de arena en las fábricas y en los hospitales, aunque lejos del frente, ya que no se les permite combatir. Ellas se encargan de elevar la moral de los muchachos que regresan o que no tardarán en ser enviados al frente, ayudan a los heridos, físicos y psicológicos, se enamoran, se despiden, lloran la pérdida y luchan por seguir adelante, siendo indispensables en el mantenimiento de la moral, de la economía y de la voraz industria de guerra, como décadas después apuntará Jonathan Demme en Chicas en pie de guerra (Swing Shift, 1984).




martes, 24 de noviembre de 2020

Las aventuras de Marco Polo (1938)

 

Si la ficción cinematográfica concediese demasiada importancia a la realidad, dejaría de ser ficción y sería otra tipo de cine. En la ficción prevalece la invención o la adulteración de hechos cotidianos o históricos, y lo mismo valdría para los personajes. Por otro lado, da igual que el espacio exista, se invente o se recree, incluso que no nos movamos de los decorados de un estudio. Y es indiferente porque la magia de cine se encarga de trasladarnos a lugares como la Venecia de decorado de Las aventuras de Marco Polo (The Adventures of Marco Polo, 1938) o a la China de cartón piedra y madera a donde llega el comerciante veneciano. Nos da igual porque las imágenes nos engañan y nosotros aceptamos viajar desde nuestro asiento y acompañar a un Marco Polo ajeno al real. El que vemos es un supuesto aventurero y un héroe que, en apariencia, responde a las características de Gary Cooper, de hecho es más Cooper que Polo. Siempre es a la estrella a quien vemos, pero, en esta ocasión, la vemos sin brillo, perdido en un papel y en una película que no sabe a qué juega y que carece de cualquier rasgo de personalidad. Cierto que está el protagonista de Marruecos (MoroccoJosef von Sternberg, 1930), pero aquel sueño marroquí rebosaba clase, carnalidad, peligro y fuego pasional. Mientras que en esta ficción, que se aleja a años luz de la realidad (fuera la que fuera), no hay sensaciones y las emociones brillan por su ausencia. Ni realidad ni ficción encuentran su equilibrio, ya que en Las aventuras de Marco Polo todos sus responsables están perdidos y nada de lo que observamos en la pantalla cumple con la aventura, ni con el exotismo ni con expectativas apenas exigentes.

 Los papeles de héroe están hechos a la medida de Cooper, no lo dudo, pero este le sienta flojo y no le permite lucir en plenitud su carisma cinematográfico, ya que el viajero resulta tan acartonado y anodino como la trama, el romance o el villano interpretado por Basil Rathbone. Si Marco Polo falla en la medida de Cooper, o este no puede con el personaje, la película tampoco es de las destacadas de Samuel Goldwyn, su productor, que no escatimó en gastos y puso su arsenal de medios al servicio de Archie L. Mayo —primero los había puesto en manos de John Cromwell, que abandonó el film a los cinco días de iniciar el rodaje—, pero el resultado fue un desastre comercial y una mala caricatura. La película contradice a su propio título, pues carece de aventura y le falta ilusión, fantasía y nervio. Más que nada hay aburrimiento y por funcionar ni funciona el montaje en paralelo del asalto al castillo del Khan (George Barbier) y el enlace no consumado de Ahmed (Basil Rathbone) y la princesa (Sigrid Gurie). No existe pulsión, ni comunica emoción. Mayo, cineasta que, como la mayoría de la época de esplendor de los estudios, conocía su oficio y sabía lo que se esperaba de él dentro de la jerarquía establecida (por detrás del productor y de la estrella), no logro la efectividad y los buenos resultados que sí obtuvo en otros de sus films, por ejemplo El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936).

martes, 27 de octubre de 2020

Argel (1938)






El sueño imposible del delincuente interpretado por Jean Gabin llamó la atención de Walter Wanger, que se hizo con los derechos de Pèpè le Moko (1936) y produjo su versión estadounidense, sin Julien Duvivier ni Gabin, con Charles Boyer de protagonista y John Cromwell a cargo de la realización. Hasta aquí nada que objetar, pero, una vez vistas ambas películas, se tiene la sensación o la certeza de que en ningún momento Argel (Algiers, 1938) supera a la original francesa y, salvo en su final, calca las escenas filmadas por Duvivier, pero sin la magia de este. ¿Qué sucede? John Cromwell lo hizo igual, pero diferente. Algo parece quedar claro: que ni Boyer es Gabin, ni Cromwell se cree la poética pesimista que nunca abandona el film de Duvivier, la cual alcanza su clímax en las escena final, cuando Pèpè logra su ansiada liberación. Son dos versiones de la misma obra, con dos presencias protagonistas tan distintas que marcan distancias insalvables, pues no es lo mismo acompañar por la Casbah al Pèpè le Moko de Gabin, peligroso, amenazante, humano, condenado, triste, esperanzado, que al Pèpè de Boyer, todo fachada y sin el halo pesimista de aquel que se libera de su carga y de su encierro en un final antológico, mientras que en Argel se desvirtúa en un final que rompe cualquier posibilidad catártica. Duvivier dijo que se había inspirado en Scarface (Howard Hawks, 1932) para su adaptación de la novela de Henri La Barthe, e hizo algo diferente a Hawks. Por su parte, John Cromwell —y el guionista John Howard Lawson— se basó directamente en el film de Duvivier e hizo algo igual pero muy distinto al cineasta francés. Son dos versiones de la misma historia, como hemos dicho, y con dos actores que solo tienen en común el personaje y su nacionalidad. Argel se abre del mismo modo que Pèpè Le Moko, incluso toma las mismas imágenes para presentar la Casbah donde se desarrolla la historia, el mismo laberinto que atrapa al protagonista, pero, la magia, el encanto y la imposibilidad generados por Duvivier brillan por su ausencia en esta primera versión estadounidense (mucho mejor película que la siguiente adaptación). El problema del film de Cromwell reside precisamente en pretender ser igual que el original francés, del que copia planos y situaciones (incluso diálogos), lo que repercute en la personalidad de una película que, posiblemente, habría ganado de tomar la versión gala como una referencia, y no como imagen a imitar.

viernes, 20 de octubre de 2017

Cautivo del deseo (1934)


Según cuenta Ed Sikov en su biografía sobre Bette Davis (1), durante el rodaje de Veinte mil años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing; Michael Curtiz, 1932) la novela de William Somerset Maugham Servidumbre humana (Of Human Bondage, 1915) cayó en manos de la actriz. En ese mismo momento, Bette Davis empezó a pensar en interpretar a Mildred Rogers. Dos años después, cuando John Cromwell estaba preparando su adaptación para la RKO, ella continuaba contratada por Warner Brothers y solo un préstamo de un estudio a otro le posibilitaría el papel. Por aquel entonces, la actriz sentía la decepción de interpretar personajes que no colmaban sus expectativas, más bien, la irritaban, pues ambicionaba demostrar su talento dramático y Mildred Rogers era su oportunidad. Para conseguir su objetivo, no dudó en abordar a Jack L. Warner. <<Me pasé seis meses suplicando hasta volverle loco, por lo menos lo bastante para que dijera que sí, con tal de librarse de mí>>. (2) Su táctica funcionó y, contra todo pronóstico, el magnate la cedió a la RKO, convencido de que un papel así sería el fin de la carrera de su díscola actriz, pero la actuación de Davis no destruyó su carrera, sacó a relucir lo mejor de ella. Su personaje, oportunista, barriobajero y manipulador, anuncia a la mujer fatal que se adueñaría del cine negro de la década de 1940, pero Mildred Rogers no posee ni la sofisticación ni la ambición desmedida de personajes como los de Barbara Stanwyck en Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) o de Jane Greer en Retorno al pasado (Out of the Past; Jacques Toruneur, 1947). En realidad, su ordinaria camarera es una víctima de sus instintos y deseos carnales y esto la lleva a utilizar, humillar y minusvalorar a Philip Carey (Leslie Howard), el joven estudiante de medicina que se enamora de ella hasta sumirse en la espiral de autodestrucción que no nace de la muchacha, aunque en apariencia sea ella quien lo conduzca hacia el abismo de su desesperación. La frustración de Philip nace de su desorientación, de compadecerse a sí mismo por su cojera (física y espiritual), de su falta de talento como pintor y del rechazo que inicialmente Mildred le escupe a la cara sin el menor disimulo, como tampoco disimula que le atrae otro tipo de hombre. Aun así, Philip no puede apartar la imagen que se ha adueñado de su mente. Ya no sabe vivir sin la presencia de la chica, aun siendo consciente de que <<siempre hay uno que ama y otro que es amado>>. Su necesidad, también la de Mildred cuando busca que la socorran, genera el vínculo destructivo que se refuerza cada vez que aquella regresa a su lado, después de ser maltratada por hombres como Miller (Alan Hale) o Griffiths (Reginald Denny), individuos que la utilizan para satisfacer su carnalidad y luego la abandonan a su suerte, que no es otra que Philip. Como ser incompleto, sin saber a dónde ir, ella siempre acude a ese acomplejado y sumiso estudiante de medicina a quien no ama, pero a quien regresa para sentir la protección que para ella significa saber que alguien le pertenece. A día de hoy, una historia como esta no levantaría mayor revuelo, no obstante, <<Hollywood, en los años treinta, no filmaba ese tipo de historias sin modificarlas sustancialmente. Sin duda, cuando Berman le encargó el proyecto al agudo John Cromwell, quería magia salvaje>>. (3) Y eso fue lo que obtuvo el productor Pandro S. Berman con Cautivo del deseo, un filme osado cuyo contenido no encajaba con el puritanismo que el propio Hollywood se había impuesto con el Código de Producción. Menos aún encajaba el personaje de la camarera cockney interpretado por Bette Davis, un riesgo para cualquier actriz, menos para la futura Baby Jane, quizá porque en el riesgo encontrase un atractivo que añadir a su ambición y a su determinación de sacar a relucir la gran actriz que llevaba dentro.


(1) Ed Sikov: Bette Davis. Amarga Victoria (Dark Victory. The Life of Bette Davis, 2007),

(2) Bette Davis: La vida solitaria, 1962

(3)  Ethan Moddern: Los estudios de Hollywood

jueves, 2 de marzo de 2017

Sin remisión (1950)


La mayoría de los títulos que se inscriben dentro del drama carcelario conceden su protagonismo a personajes masculinos encerrados en correccionales donde la ausencia de libertad es un hecho aceptado —no de buen grado— por reclusos y celadores, como también los son los abusos entre los presos y los que estos sufren a manos de funcionarios corruptos que trabajan para un sistema penal mejorable. Pero este subgénero dramático, con elementos de cine negro, también sumerge en prisiones a personajes femeninos tan destacados como los interpretados por Anna Magnani y Giulietta Masina en Infierno en la ciudad (Nella città l'inferno; Renato Castellani, 1959), Susan Hayward en ¡Quiero vivir! (I Want to Live; Robert Wise, 1958) o Eleanor Parker en este film dirigido por John Cromwell en 1950. Desde perspectivas distintas, estas mujeres se adentran en espacios acotados por los muros y la desesperanza que marca su trágica experiencia y, en los casos de Lina en Infierno en la ciudad y de la víctima de Sin remisión (Caged, 1950), su transformación. Similar a la prisionera de la película de Castellani, la protagonista del film de Cromwell es una joven cuya inocencia está condenada a desaparecer entre las paredes y los barrotes del presidio donde es encerrada. Marie Allen ha sido sentenciada a cumplir entre uno y quince años por complicidad en el atraco a mano armada perpetrado por su marido, quien en su desesperación intentó afanar cuarenta dólares que no llegó a robar, al ser reducido por el empleado del local asaltado. Resulta evidente que la muchacha tiene tanto de criminal como lo tiene el gato que asume bajo su cuidado —y en el que representa su última ilusión—, sin embargo, poco importa que su implicación en el delito haya sido circunstancial o que su comportamiento durante los primeros nueve meses en prisión sea ejemplar. Tampoco se tiene en cuenta su estado de buena esperanza ni la posterior pérdida de su hijo tras la negativa de su madre a hacerse cargo del bebé.


La joven protagonista de Sin remisión no solo está condenada a perder su libertad, también lo está a perder su carácter confiado y amable, su esencia inocente o al hijo del que la separan porque no puede crecer en el interior del correccional donde la celadora Harper (Hope Emerson), imagen femenina de la asumida por Hume Cronyn en Fuerza Bruta (Brute ForceJules Dassin, 1947), se erige en ama y señora de cuanto sucede. Su fuerza bruta, sus contactos externos y su comportamiento abusivo, permiten que la carcelera someta a las reclusas al tiempo que controla el mercado negro en el recinto o la asignación de los puestos laborales de las reas. Aunque consciente de esta realidad, la directora Benton (Agnes Moorehead) es incapaz de poner fin a la sombría situación que se vive en sus supuestos dominios, donde se la observa superada por la apremiante necesidad de recibir los recursos humanos (maestras o un psiquiatra permanente) y materiales (mejoras en las instalaciones) que la administración le niega, lo cual imposibilita la reinserción de presas como Marie. A pesar de sus repetidas solicitudes, las ayudas brillan por su ausencia en un espacio descarnado y sombrío, ajeno a cualquier esperanza, donde las convictas son apartadas de la sociedad que se desentiende de ellas, porque resulta más cómodo tirar la llave que asumir la responsabilidad que le corresponde. Esta circunstancia precipita el despertar de la protagonista a la oscura cotidianidad que implica la certeza de que a nadie importa que se trate de seres humanos, algunas, como sería su caso, inocentes y otras, como June (Olive Deering), podrían ser recuperadas para esa sociedad que ya no las quiere. En su crítica y en su contundencia, Sin remisión se posiciona al lado de títulos fundamentales del carcelario como Fuerza Bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947) o Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11; Donald Siegel, 1954). Y cómo estas expone una situación insostenible, haciendo hincapié en la necesidad de una reforma penitenciaria, incluso del propio sistema penal, que no distingue entre los distintos grados de criminalidad de las reclusas, entre ellas Marie Allen, víctima fuera y dentro del presidio. Esto implica que, tarde o temprano, pierda su inocencia, su confianza en la justicia y en las personas, y se convierta en alguien ajena a los valores que poseía antes de ser condenada y maltratada. Su pérdida de valores no es inmediata, sucede a lo largo del film, a medida que es testigo (y sujeto) de la crueldad de Harper o del suicidio de June, con quien comparte el desencanto que implica que a ambas les nieguen la libertad condicional porque ni tienen empleo ni algún familiar que las avale y acoja en su hogar. Todo ello, unido a la separación de su hijo y a la violencia que respira a diario, forjan su nuevo carácter —<<por los 40 dólares que robamos Tom y yo me he costeado una buena formación>>, dice ha transformada en otra Marie Allen— y con él, el destino que la Benton da por hecho hacia el final de Sin remisión, que, aparte de drama carcelario, resulta una cruda y espléndida metamorfosis, algo así como de mariposa a gusano, pues a de la heroína del film, que Cromwell rodó a partir del guion de Virginia Kellogg, no tiene la menor posibilidad de echar a volar, solo le queda arrastrarse por el fango.

martes, 20 de diciembre de 2011

El prisionero de Zenda (1937)

¿Qué sucede si uno se excede con el consumo de vino? Lo normal sería tener una buena resaca que convencería al más pintado para prometerse vanamente que sería la última, no obstante, existen casos más complejos que derivan del abuso de las sustancias etílicas, algunos poco frecuentes como el del príncipe Rudolf de Ruritania (Ronald Colman), quien además de caer bajo los efectos del alcohol el víspera de su coronación, ha sido drogado con una sustancia que algún despistado o traidor había mezclado con el zumo de la uva. Esta intoxicación crea un nuevo concepto de resaca, una consecuencia que le impide presentarse en la catedral donde tendría que ser coronado y donde le aguarda la flor y nata de la nación. Menuda faena, menos mal que por casualidades de la literatura de aventuras de siglo XIX, en concreto gracias a la imaginación de Anthony Hope, este futuro monarca se encontró por el bosque a un pariente lejano (que pasaba por allí en busca de pesca), a quien invitó a cenar; una sabia decisión y una suerte para el futuro rey, porque este primo lejano resultó ser su viva imagen, parecido que a la postre sería aprovechado por el coronel Zapt (C.Aubrey Smith) y el capitán Tarlenheim (David Niven) para utilizarle como doble del príncipe narcotizado. El Rudolf inglés (Ronald Colman) resulta ser un tipo comprensible, valiente y leal, que acepta sustituir a su pariente durante un día, dando al traste con los planes de Michael el negro (Raymond Massey), el hermanastro del verdadero príncipe y el artífice de un complot con el que pretendía conseguir la corona. La aparición en la celebración del falso príncipe retrasa sus aspiraciones, sin embargo, algo le huele a podrido en Ruritania, por eso Michael, sorprendido y desilusionado, envía a Rupert Hentzau (Douglas Fairbanks, Jr.), un tipo más amoral que él, a investigar lo ocurrido. El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) transita entre la aventura, la intriga palaciega y el romance, que en esta producción cobra mayor relevancia que en otras inscritas dentro del género (incluyendo el posterior remake que realizaría Richard Thorpe). En realidad podría decirse que John Cromwell desvió parte de la aventura hacia esa historia de amor imposible que surge entre el falso rey y la princesa Flavia (Madeline Carroll); por dicho amor, Rudolf desea abandonar inmediatamente el país, porque es consciente de la imposibilidad de sus sentimientos. Sin embargo, Hentzau ha secuestrado al verdadero rey, circunstancia que obliga al coronel a solicitar a Rudolf que continúe interpretando un papel que no desea, y que se niega a seguir asumiendo hasta que cae en la cuenta de que si abandona, Flavia tendrá que casarse con Michael (¡y por ahí no pasa!, porque puede asumir que se case con el otro Rudolf, pero no con el hermanastro de éste). A partir de ese instante, El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) propone una intriga en la que ambos bandos conocen la verdad, pero sin que ninguno de ellos pueda descubrir el juego del enemigo en público, así pues las piezas empiezan a moverse sin que nada ocurra, salvo la confirmación del sentimiento que une a Rudolf y a la princesa Flavia, el mismo que crea la lucha interna en la mente del falso monarca, quien en todo momento se muestra como un hombre de honor, cuya conciencia no le permitiría hacer lo que otros harían en su lugar: apoderarse de todo y quedarse con la chica. Pero Rudolf no podría vivir con una traición semejante, por eso arriesga su vida para encontrar al verdadero rey, eso sí con la inestimable ayuda de Antoinette de Mauban (Mary Astor), una mujer enamorada que sí traiciona, porque antepone el amor a cualquier otro sentimiento.