martes, 27 de febrero de 2018

Salvatore Giuliano (1961)


La ausencia del supuesto protagonista de Salvatore Giuliano (1961), solo se muestra su cadáver y el retrato que han colocado en su lápida, puede llamar la atención a quienes desconozcan la intención de Francesco Rosi de reflexionar sobre la posguerra y sobre un espacio (Sicilia) anclado en el pasado, donde las fuerzas políticas, las del orden y las organizaciones delictivas intentan imponer sus intereses. Los verdaderos protagonistas del film, que iba a titularse Sicilia 1936-1960son la época, el espacio, las fuerzas vivas que lo ocupan y la novedosa crónica expositiva de Rosi, que indaga en las sombras de la historia desde los continuos saltos temporales que rompen la linealidad de este título clave en la evolución-modernización de la cinematografía italiana (y mundial) que se produjo en la década de 1960. Como consecuencia, se comprende que el director italiano ni pretendió realizar una película biográfica ni una aproximación romántica al héroe popular, como la filmada veinticinco años después por Michael Cimino en El Siciliano (The Sicilian, 1986). Al responsable de Los mercaderes (I magliare, 1959) no le interesaba este aspecto de la no historia, le interesaba la historia o, mejor dicho, investigar y plantear hipótesis sobre los distintos aspectos que se ocultan tras la misma, de ahí que su tercer largometraje reconstruya el rompecabezas que encuentra su pieza inicial en la muerte de Giuliano.


El (primer) encuentro de la cámara con el fuera de la ley se produce al inicio, cuando el encuadre lo muestra tendido sobre el suelo, rodeado de policías, de periodistas que toman fotos del cadáver y de un juez de instrucción que levanta el acta de defunción. Todo parece indicar que el bandido ha sido abatido por la policía en una refriega, sin embargo, existen puntos oscuros que apuntan hacia otra dirección y esa otra dirección (una de las posibles)
 se adentra en la época, en el espacio y en los hechos puntuales que se desarrollan en Salvatore Giuliano cual reportaje periodístico que deambula entre la ficción recreada, la documentación hallada, la información expuesta y las preguntas que quedan en el aire, preguntas que ni el realizador y ni sus co-guionistas Suso Cecchi D’Amico, presencia constante en los primeros títulos del realizador, Franco Solinas, guionista de otro film-reportaje imprescindible —La batalla de Argel (La battaglia di AlgeriGillo Pontecorvo, 1965)—, y Enzo Provenzale, también habitual en el cine de Rosi, logran contestar. Pero lo importante es plantearlas y, para ello, el personaje de Giuliano es la excusa ideal que permite acercarse al momento histórico que el film analiza en busca de la reflexión sobre la historia oficial y aquella que silenciada. La minuciosidad de la secuencia de apertura anuncia el tono que predominará durante el film, meticuloso, realista, sin adornos, rodado en escenarios naturales y ajeno al sentimentalismo que generaría partir de la leyenda popular de la que Rosi se distancia en todo momento. El rechazo del mito queda más que confirmado en la escena en la que un periodista pregunta a un vecino del pueblo de Giuliano cómo era el fallecido, y aquel le responde que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Este es el mito y no tiene cabida en las piezas que van dando forma a la película de Rosi, cuya voz nos sirve de guía por los distintos pasados a los que el film retrocede o avanza, pasados que nos muestran parte del panorama siciliano durante los primeros años de posguerra, desde la liberación de la isla por los aliados hasta el juicio por la masacre de Portella della Ginestra, donde se produjo la muerte de campesinos y comunistas, cuya autoría se atribuye al bandido, y se juzga en Viterbo tiempo después de la muerte del no protagonista
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domingo, 25 de febrero de 2018

La forma del agua (2017)



En un artículo sobre Martin McDonagh publicado en El País el 12 de enero de 2018 se recoge una declaración en la que el realizador de Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017) comentaba que <<es difícil encontrar más de cuatro filmes geniales al año>> (supongo que se refería a los realizados en Hollywood) y, en alusión a 2017, se citaba como ejemplo La forma del agua (The Shape of Water, 2017). Puede que por prudencia o por modestia ante los medios, el responsable de Tres anuncios en las afueras omitira su esplendida película y aludiese a la de Guillermo del Toro como una de esas genialidades. Aunque genial es un adjetivo exagerado para definir La forma del agua, tampoco puedo decir que McDonagh errase al estimar el film del realizador mexicano, pues se trata de una película que, sin más pretensiones de lo que es y muestra, fluye durante casi todo su metraje constante y armoniosa en su forma, pues su estética es como las gotas de agua que se deslizan por la ventanilla del autobús en el que viaja Elisa (Sally Hawkins). Ella es la princesa sin voz de este cuento de hadas musical que aboga por las diferencias, pero profundizar más allá de sus imágenes, sin hadas y sin más números musicales que aquellos que asoman en la televisión del apartamento de su amigo Giles (Richard Jenkins) o el que ella misma protagoniza en un momento determinado de este ejercicio visual y narrativo que prioriza la interpretación del elenco, la ambientación, el suave baile de la cámara o la tonalidad verdosa que domina las imágenes fotografiadas por Dan Laustsen, en su segunda colaboración con el cineasta mexicano tras La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015). En definitiva, Guillermo del Toro supo equilibrar los distintos aspectos técnicos y artísticos para dar forma a una de sus fantasías cinematográficas más aplaudidas y personales, en la que cinco seres marginales y marginados se encuentran amenazados por la sombría, rígida y aterradora figura de Strickland (Michael Shannon), el guardián del orden establecido y el monstruo de esta fábula atemporal en su contenido (expuesto en pantalla en numerosas ocasiones) que se desarrolla hacia la mitad de la década de 1960, cuando la guerra fría enfrenta al bloque soviético y al estadounidense creando la paranoica competencia entre ambas potencias. Dicho enfrentamiento funciona en La forma del agua como el telón de fondo escogido por el responsable de Cronos (1992) para crear a su gusto, introducir su discurso y posibilitar el romance entre Elisa y la criatura anfibia que remite a la que habita en la Laguna Negra de La mujer y el monstruo (Creature of Black LagoonJack Arnold, 1954). De este modo, representados en el espécimen que Strickland lleva al laboratorio donde Elisa trabaja limpiando baños, pasillos y salas, los King Kong, los anfibios amazónicos u otros seres sensibles, diferentes y enamorados, ven correspondido el amor (y la aceptación) negado en tantas producciones cinematográficas, aunque, esto no evita que el Romeo de La forma del agua sufra el cautiverio y las torturas de su captor. La aparición de la criatura trastoca la rutina de Elisa, a quien descubrimos por primera vez realizando el ritual nocturno previo a su entrada en el laboratorio militar donde trabaja de empleada de la limpieza. Su mudez la convierte en marginal, de igual manera que el color de la piel lo hace con su amiga Zelda (Octavia Spencer), la homosexualidad con Giles, el vecino que fantasea con el cine y con el empleado del local de tartas del cual es asiduo, y la prioridad humana que Robert Hoffsteiter (Michael Stuhlbarg) antepone a su doble condición de espía soviético y hombre de ciencia. Estos personajes se encuentra en las antípodas de Strickland, cuya imagen de blanco, anglosajón y protestante remarca su firme creencia en la ideología que representa y protege, aunque, al igual que sus víctimas, se presenta ante nosotros desde la forzada naturalidad con la que Guillermo del Toro da a conocer a sus protagonistas y a los hechos narrados en esta fantasía que se posiciona a favor de la tolerancia y en defensa de las diferencias como parte indispensable de los rasgos humanos.

sábado, 24 de febrero de 2018

Desert Fury (La hija del pecado) (1947)


Es más que probable que la presencia en el guión de Robert Rossen provoque que Desert Fury (1947) sea un film cuya negrura resida en los personajes, en sus relaciones (entre ellos y con ellos mismos), sobre todo en la desorientación de Paula Haller (Lizabeth Scott) durante la búsqueda de la personalidad que la aleje de la autoridad materna. Pero aunque esta doble relación, interna-externa, se encuentra presente en la filmografía de Rossen director-guionista no implica que Desert Fury sea una película en la que el responsable de El buscavidas (The Hustler, 1961) contribuyese más allá de la escritura del guión encargado por el productor Hal B. Wallis, quien escogió a Lewis Allen para filmarlo. Como ya había hecho y volvería a hacer en otras producciones, Allen realizó su trabajo con acierto, otro cantar sería ver su resultado en manos de alguien más osado como Rossen, pero esto no viene a cuento porque solo nos lleva a especular sobre el "cómo" sin conducirnos a parte alguna. La película rodada por Allen, y supervisada por Wallis, funciona y lo hace desde el protagonismo de Paula. Ella es nuestro punto de vista y desde ella accedemos a un entorno desértico, ideal para perderse y estar perdido, donde descubrimos a Tom Hanson (Burt Lancaster), el enamorado ayudante del sheriff, a Fritzi Haller (Mary Astor), la madre y la autoridad del pueblo, o a Eddie Bendix (John Hodiak), que disimula la ausencia de personalidad con el comportamiento y las palabras que, a ojos de la chica, le confieren un carácter fuerte y atractivo. La atracción que Paula siente hacia este jugador profesional, recién llegado a la localidad, compite con la atracción que evidencia Johnny Ryan (Wendell Corey), siempre sumiso y presto a cumplir los mandatos de Bendix, como si deseara ocupar el rol que la esposa de su compañero dejó vacante tras su misteriosa muerte en el accidente automovilístico que Tom investigó años atrás. Presentados los personajes se comprende la existencia de dos triángulos, digamos amorosos, los cuales se van desarrollando a lo largo de los minutos. Uno de ellos se evidencia (Tom-Paula-Eddie) y el otro se insinúa (Paula-Eddie-Johnny), aunque ambos quedan definidos durante el transcurso de este melodrama noir con aspecto de western. Definidos los principales personajes, se plantean las atracciones y los rechazos que dan forma al film, en el cual la sombra del pasado alcanza el presente de sus protagonistas, que no son como aparentan ser, quizá porque ninguno de ellos sea quien desea ser. Esto lo comprendemos abiertamente en el ayudante del sheriff, el más íntegro de quienes asoman por la pantalla, un hombre obligado a asumir el rol de policía que (mal) sustituye al vaquero que, antes de su lesión, gozaba compitiendo en los rodeos donde era un campeón. Este enfrentamiento entre el querer y el poder, también lo encontramos en Fritzi, cuyo dominio sobre el pueblo, el sheriff o el juez, y dinero no le proporcionan la aceptación ni de los lugareños ni de su hija, que se resiste a escuchar sus órdenes-consejos. De igual modo que Tom no puede romper con su imagen de buen chico (que no genera en Paula el magnetismo que sí le provoca el sombrío jugador), Fritzi es incapaz de hacer comprender a su hija que, más allá de su afán de imponerse, se encuentra la preocupación de una madre, sobre todo cuando descubre la atracción que Eddie Bendix ejerce sobre esa joven que cree descubrir en el chico malo la oportunidad de hacer valer sus elecciones, su necesidad de encontrarse y de poner distancia entre ella y aquello que esperan de ella.

jueves, 22 de febrero de 2018

El cerebro de Donovan (1953)



Los científicos locos forman una grupo destacado dentro de la ciencia-ficción y del terror cinematográfico. Los hay de diferentes tamaños y para casi todos los gustos, aunque la mayoría tiene en común la obsesión con la que encaran sus experimentos científicos. Su ambición, su curiosidad, su necesidad de romper con lo establecido se confunden con la locura que, en ocasiones, acaba por convertirse en la realidad que los domina. Pero tras los rasgos comunes se encuentran las múltiples diferencias que les confirieren las particularidades que forman sus distintas individualidades. Esto lo observamos en las producciones de la década de 1930, cuando la figura del mad doctor empezó a dejarse ver con cierta asiduidad por el terror cinematográfico. Frankenstein, Jekyll, Griffin o Moreau son algunos de los más famosos ejemplos, aunque no todos han perdido el juicio y son conscientes de cuanto hacen. Partiendo de esta consciencia, El doctor Frankenstein (FrankensteinJames Whale, 1931) no es un desequilibrado, solo un científico obsesionado con vencer a la muerte y, a partir de la misma, crear vida, una vida que poco después de materializar quiere destruir. En El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde; Rouben Mamoulian, 1931) Jekyll no aspira a tanto. Aunque no lo diga, solo busca liberarse de la represión que inhibe aquella parte de sí mismo que nos conduce directamente hasta Hyde. El doctor Jack Griffin, más conocido como El hombre invisible (The Invisible Man; James Whale, 1933), pierde su cuerpo y su equilibrio consumido por la droga que, en su caso particular, lo oculta de la sociedad y le permite dar rienda suelta a su caótica invisibilidad. En La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls; Erle C. Kenton, 1932) habita otro famoso doctor que, como Griffin, nació de la mente creativa y fértil de H.G.Wells. Moreau no juega a ser Dios, quiere serlo y, a diferencia de Frankenstein (el moderno Prometeo que quiere conceder a la humanidad el don divino de la inmortalidad), Jekyll (atrapado en la represión que genera sus dos caras) o Griffin (condicionado por su adicción a las drogas, alucina con dominar el mundo), ni oculta su intención de crear su propia sociedad ni presenta dudas al respecto. Consciente y convencido de su meta, transmuta la naturaleza de los animales de la isla que habita. Ellos son su creación, los esclavos de su ley y de su presencia totalitaria, que él pretende divina. Moreau no está loco, es un dictador que ansía y goza con el poder y, como dictador, impide el libre albedrío a quienes ha dotado de raciocinio, negándoles tanto la humanidad recién adquirida como su naturaleza pasada. De los cuatro, solo el hombre invisible pierde el juicio, debido a la sustancia química que consume (y le consume el cerebro), y solo Moreau podría ser calificado de villano megalómano que pretende crear su propia sociedad lejos de la sociedad que rechaza. Frankenstein se arrepiente de su osada intención de iluminar a los mortales y Jekyll paga su precio por desencadenar las pasiones reprimidas. Hay muchas diferencias entre ellos, pero los cuatro comparten el desequilibrio entre sus deseos y las normas que los reprimen, normas que quebrantan para internarse por senderos de sombras que los conducen a la luz o al fracaso (según interpretación de quien los observa) y, en su mayoría, a la muerte. Por ello, más que científicos locos son víctimas de la ambición que los empuja a traspasar la fronteras sociales entre la ética y la ciencia. Este factor común, el de alejarse de lo establecido, alcanza también al vengador inocente de Muñecos infernales (The Devil Doll, Tod Browning, 1936), al Dr. Ciclops (Edward B. Shocedsack, 1940) y a científicos posteriores y tan destacados como Patrick Corey (Lew Ayres), el protagonista de El cerebro de Donovan (Donovan's Brain, 1953), otro doctor en quien la razón, el deseo, la ambición y la ciencia se desequilibran para ofrecernos su traumática experiencia. La historia de Pat Corey tiene su origen en la novela homónima de Curt Siodmak, la cual fue adaptada por el propio Siodmak en el guión que, con escasos medios y gran acierto, Felix Feist convirtió en las imágenes que nos muestran a Corey transgrediendo los límites conocidos que le llevarán al triunfo o al fracaso. Cuanto hace parte de su afán de evolucionar y arrojar luz sobre los misterios que esconde el cerebro humano. Desea ofrecer respuestas que permitan comprender cómo piensa, qué provoca la felicidad o la infelicidad y otras reacciones que, aunque cotidianas y naturales, no puede explicar. Esa es su obsesión y ya la observamos en un estado primigenio durante los minutos iniciales del film, cuando estudia y experimenta con primates en la clandestinidad de su hogar, con la bendición y colaboración de Janice (Nancy Reagan), su mujer, y de su amigo el doctor Frank Schratt (Gene Evans). Pero todo cambia a raíz del accidente que pone en su camino el cuerpo de Donovan, el multimillonario moribundo a quien sin éxito intenta salvar, aunque sí logra salvar el cerebro. Con el encéfalo a buen recaudo, la posibilidad de avanzar en sus estudios cobra una nueva dimensión. Los días pasan, todo marcha según lo previsto, la alegría es la nota dominante en el hogar y en el laboratorio, pero el órgano se fortalece e igual hace la obsesión de Pat, todavía dueño de sus actos. Sin embargo, como si del doctor Mabuse de Fritz Lang se tratara, la fuerza hipnótica del cerebro de Donovan acaba por dominar la mente del científico, quien, esclavizado, es utilizado por aquel para sus fines delictivos. Entonces ¿se puede calificar a Corey de mad doctor? Este es el caso en el que menos se ajustaría la definición de científico loco, pues estamos ante un caso de posesión que somete al protagonista, que solo es el recipiente de ese órgano externo que, en su intento por continuar con sus dudosos negocios, se protege eliminando a todo aquel que se muestra hostil.

miércoles, 21 de febrero de 2018

La mujer y el monstruo (1954)



Hubo cineastas que hicieron su carrera dentro de la serie A, trabajando con grandes presupuestos y grandes estrellas, y prácticamente ya nadie recuerda sus nombres o sus películas y los hubo que trabajaron con escasos recursos, poco tiempo para los rodajes y actores de segunda fila, y han pasado a la historia del cine. Sin duda, gracias a sus aportes a la ciencia-ficción, este último sería el caso de Jack Arnold, cuya maestría para ajustar su creatividad a presupuestos irrisorios dio como fruto la obra maestra El increíble hombre menguante (The Incredible Shriking Man, 1957) o la espléndida La mujer y el monstruo (Crature From the Black Lagoon, 1954), quizá las más conocidas y reconocidas de su filmografía, sin olvidar que en su obra cinematográfica también se encuentran títulos tan destacados como Vinieron del espacio (It Came from Outer Space, 1953), Tarántula (Tarantula!, 1955) o The Space Children (1958). Estos cinco films convirtieron a Arnold en uno de los más grandes realizadores de ciencia-ficción de serie B de la década de 1950, además, nos descubren a un cineasta capaz de combinar en sus producciones reflexión existencial, poética y entretenimiento, una mezcla nada fácil de conseguir a la que habría que añadir su simpatía por seres diferentes como el hombre diminuto, los extraterrestres pacíficos o la criatura de la Laguna Negra que, emulando a King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), no puede evitar fantasear con la belleza que condiciona su comportamiento. El hombre anfibio de La mujer y el monstruo se enamora de Kay Lawrence (Julie Adams), tanto, que es incapaz de dejar de observarla o de intentar raptarla, porque, consciente o inconscientemente, sus diferencias anatómicas provocan que no tenga más opción, ya que, según el personaje que lo descubre, provoca gritos, miedo, ambición o interés científicos. Esta joya de la época dorada de la fantaciencia se abre con el Big Bang, un momento en el que la nada deja de serlo para iniciar el proceso de enfriamiento que dará pie al cosmos y a la vida. En la tierra surge del fondo marino aludido por el narrador hacia el final de la introducción, que podría formar parte de un documental sobre la creación de la tierra. A partir de ahí, las dotes de narrador cinematográfico de Arnold se despliegan ante nosotros para adentrarnos en un espacio exótico (el Amazonas) donde los protagonistas nos descubren sus personalidades y las intenciones que les han llevado a formar parte de la expedición científica que investiga el extraño fósil encontrado por el profesor Maia (Antonio Moreno) en una zona de la Amazonia apenas explorada. Su hallazgo sirve de detonante para que el grupo navegue rumbo al hábitat natural de la criatura, a la que trastocan su cotidianidad, sobre todo cuando contempla a su "bella" nadando. Este instante de amor a primera vista enciende su deseo, aunque el hombre anfibio no es el único que da rienda suelta a impulsos, ambiciones o anhelos, pues, tras su imagen de científico de éxito, Mark Williams (Richard Denning) dejar entrever el rostro de la ambición desmedida, aquel que le lleva a querer acabar con lo desconocido o a competir con el bueno de David Reed (Richard Carlson) por la sensual bióloga marina que, inconsciente, también atrae a la extraña criatura.

martes, 20 de febrero de 2018

Mindhunter (2017)

Plataformas de streaming como Netflix se han ido asentando en la cotidianidad de los hogares para ofrecer a sus abonados películas y series de producción propia, algunas de relleno y otras tan atractivas como Mindhunter (2017). La propuesta de Joe Penhall es un interesante acercamiento a las mentes criminales desde una perspectiva realista y sobria que, por momentos, recuerda a lo expuesto por David Fincher en Zodiac (2007). Las similitudes con el film de Fincher no son coincidencia, sino conscientes, debido a la presencia del cineasta en cuatro de los diez capítulos que adaptan el libro de John E. Douglas, exagente del FBI, y Mark Olshaker. En Zodiac, Fincher detalló con acertada precisión la crónica de un fracaso sin final posible, sin más acción que las conversaciones que asoman por las imágenes que nos descubren la imposibilidad y la desorientación de los policías y de los periodistas que investigan el caso del asesino del zodiaco. En Mindhunter (2017) una desorientación similar preocupa a Holden Ford (Jonathan Groff) y le obliga a dar el paso adelante en su intención de comprender la mente de los criminales que inicialmente califica de secuenciales. Para conseguirlo se decanta por conversar, quizá porque escuchando aquí y allá, a profesores como él, a Debbie (Hannah Gross), que le ayuda a liberarse de prejuicios y a abrir la mente, a Bill Tench (Holt McCallany), su veterano compañero y su antítesis, a la doctora Wendy Carr (Anna Torv), una experta en psicología que irá adquiriendo mayor presencia a partir del tercer capítulo, o a criminales como Ed Kemper (Cameron Britton), el primer asesino secuencial que entrevista, pueda arrojar luz sobre la oscuridad en la que se adentra en compañía de Bill. Ambientada en la segunda mitad de la década de 1970, Mindhunter se desarrolla sin prisa para mostrarnos los orígenes de la psicología criminal moderna, una psicología puesta en práctica por los agentes de producciones como El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs; Jonathan Demme, 1990) o, de regreso a Fincher, de sus thrillers que presentan psicópatas que podrían formar parte de la lista de entrevistados de Ford y Tench. Al igual que el personaje interpretado por Morgan Freeman en Seven (1995), los agentes de la serie son más teóricos que hombres de acción, aún así, la presentación del primero se produce durante la negociación de rehenes que asume sin éxito, al menos así lo cree, ya que en ese instante descubre su total incomprensión del comportamiento del secuestrador y el por qué de su inesperado suicidio. A partir de su encuentro con Bill, Holden abandona las aulas y accede al terreno, recorriendo el país ayudando a agentes locales y, sobre todo, iniciando sus entrevistas con psicópatas como Kemper, su primer paso hacia la comprensión y la primera piedra de la metodología que pretende desarrollar en la recién creada Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI. El trabajo afecta de forma directa a las vidas personales del trío de investigadores (Bill, Holden y Wendy), generando en ellos diferentes reacciones, aunque principalmente los capítulos se centran en la transformación del joven agente, en cómo su curiosidad inicial da paso a alguien que cree conocer y controlar aspectos que escapan a su comprensión y que inevitablemente le cobrarán factura a lo largo de la crónica detallada en Mindhunter, durante la cual, además de por su curiosidad innata, Holden se distingue por su ruptura dentro del ambiente policial al que pertenece, un ámbito que, censurando palabras y acciones, no comprende la importancia de los por qués que la Unidad busca responder.

domingo, 18 de febrero de 2018

La vida de Calabacín (2016)


Es inusual encontrarse con una producción animada que se centre en vidas infantiles rotas como la de Calabacín o Camille, vidas que existen en nuestra realidad social y que suelen pasar desapercibidas a quienes no nos afectan de forma directa. Tampoco es habitual evitar la sensiblería con la que algunas películas que abordan el tema manipulan las emociones del público, ni lo es lograr que estas fluyan de forma natural. Esto último lo consigue, con creces, La vida de Calabacín (Ma vie de Courgette, 2016), un film que no pretende condicionar, solo exponer las circunstancias que afectan a los pequeños protagonistas en su cruda realidad, que, como cualquier otra, presenta momentos tristes y alegres. La sutileza y el equilibrio expositivo de Claude Barras, que traslada a imágenes el guion de Céline Sciamma, evitan que la tristeza se adueñe de la pantalla, pues, lo que pretende y consigue es un relato al tiempo íntimo y emotivo, nada sensiblero, que no se olvida del humor a la hora de ahondar con elegancia, honestidad e inteligencia en cuestiones que traspasan su espléndido retrato de esa infancia maltratada a la que pertenecen Camille, Calabacín o Simón. Consciente de la falsedad que acarrea el forzar las sensaciones que habitan en sus protagonistas, Ozu decía que <<es fácil explicar una historia mostrando las emociones. Con el llanto y la risa se pueden transmitir un sentimiento de tristeza o de alegría, pero de esta manera uno se detiene en la mera apariencia y, por mucho que apele al sentimiento, el carácter y la calidad de los personajes no se expresan bien>> (Kinema Junpo. Junio de 1952). Los gestos, los silencios o los diferentes comportamientos, nos permiten acceder a los sentimientos y a las emociones de los personajes del film de Barras, también a su carácter y a su calidad humana, de ahí que generen en el espectador la complicidad que se prolonga a lo largo de su
 hora de metraje, una hora de superación de miedos y de culpas, de esperanza, de cariño, de luces y de sombras, del primer amor y de belleza oculta, como la que descubrimos en Simón, el niño bravucón por fuera y tierno y desorientado por dentro, que se preocupada por sus amigos del orfanato. En La vida de Calabacín no se trata de mostrar las emociones al estilo de, por ejemplo, la entretenida Del revés (Inside Out; Pete Docter y Ronnie Del Carmen, 2016), sino desde una perspectiva que, sin olvidar al público más joven, apuesta por la sinceridad, la amargura, la ternura y las dosis de humor que habitan en la amistad y en la vida de los protagonistas, sin ocultar el dolor que estos sufren en silencio, un dolor que han heredado de los actos de sus mayores, cuyos comportamientos condenan a los pequeños a la soledad y a la incomprensión que se mitigan en la casa de acogida donde forman una familia. Allí, las niñas y los niños son felices, al menos, todo lo felices que pueden ser sin padres ni madres que les ofrezcan el cariño y la protección que, sin exteriorizar, desean, guardando para sí las dudas, la inexistente culpabilidad, que se atribuyen, o la esperanza de ser queridos y dejar de sentir miedos que no sabrían definir. En sus relaciones con madres y padres, las niñas y los niños de La vida de Calabacín sufrieron abusos, la presencia de drogas, violencia y muerte en sus hogares, o el desarraigo de verse privados de ellos por tratarse de inmigrantes ilegales. Las distintas particularidades de cada cual marcan el pensamiento y el comportamiento individual, su manera de actuar dentro del grupo, pero también los iguala y, aunque no olvidan los hechos pasados, juntos encuentran la confianza, la diversión y la aceptación que hasta entonces se les ha negado. Pero no todos los mayores son egoístas y desequilibrados como la tía de Camille, los hay amables, comprensivos y protectores como los educadores del centro de acogida o Raymond, el policía que atiende al niño protagonista tras la muerte de su madre. Calabacín y Camille entienden esta diferencia entre adultos, más si cabe porque ellos encuentran en el agente el vínculo afectivo que mejora su cotidianidad, un vínculo que también ilumina a Raymond, pues lo aparta de la soledad en la que vive desde tiempo atrás, porque, como les dice, <<a veces son los hijos los que abandonan a sus padres>>.

jueves, 15 de febrero de 2018

Fata Morgana (1968-1970)



El premio en el Festival de Cortometrajes de Oberhausen por Letzle Wörte (1967), en el Festival de Berlín y el Premio Federal de Cine por Signos de Vida (Lebenszeichen, 1968), posicionaron a Werner Herzog entre los más destacados realizadores del nuevo cine alemán de la década de 1960 y 1970. Además de debutar en la realización de largometrajes, de recibir galardones y reconocimientos, en 1968 el cineasta se embarcaba en un proyecto que, inicialmente planteado como una ficción, se convirtió en una experiencia viva, única, cuya filmación se prolongaría durante dos años, tiempo suficiente para confirmar el interés de Herzog por explorar y traspasar los límites del cine documental. La idea era rodar una película de ciencia-ficción, pero las ideas también existen para desecharlas y eso fue lo que Werner Herzog hizo cuando tiró el guion y rodó este documental de un sueño o filmó este sueño de un documental. El docusueño resultante no precisó un guion que cortase las alas a su imaginación, tampoco necesitó la preparación que reduce la improvisación, el desorden, quizá la magia, solo precisó nuevas ideas, que le llegaban cada noche, con cada amanecer o al vivir el momento de la filmación. La voz de Lotte Eisner recorre las imágenes del sueño o espejismo de Herzog, pues sueño y espejismo son uno en su existencia imaginada en la fantasía subconsciente, fruto de la subjetividad que diferencia y la alucinación que desborda, la que no se puede atrapar ni llevar al mundo físico de la vigilia, donde solo existe su recuerdo, la evocación que inevitablemente se desvanece en la distancia.


Desde su inicio hasta su conclusión,
Fata Morgana (1968-1970) se decanta por la poesía visual que nos muestra la naturaleza en descomposición que domina la mayor parte de su metraje, sobre todo en sus dos primeras partes. La introducción escogida por el realizador para dar inicio a su película ya se antoja atípica, pues muestra planos fijos similares de varios aterrizajes, similitud inmóvil que desvela el efecto óptico que en parte vendría a explicar el por qué del título escogido por el cineasta. Rodada en el Sahara y en Lanzarote, Fata Morgana podría aludir a Morgana, el hada cambiante artúrica, pero aquí se refiere al espejismo que se produce en el horizonte como consecuencia de las inversiones de la temperatura. Esta ilusión óptica es la pretendida por Herzog a lo largo de su espejismo experimental, una alucinación cinematográfica que muestra un espacio en descomposición, cuando no muerto, con restos de animales, de aparatos tecnológicos y sin apenas presencia humana, pues la cámara recorre un paisaje árido, aislado, ajeno al mundo occidental, que es filmado en largos travellings que se combinan con planos fijos y con escasas intervenciones humanas. Durante la primera, la de mayor duración, la voz de la crítica e historiadora cinematográfica Lotte Eisner narra el mito maya de la creación mientras se observa el viaje físico, pero también antropológico, a un lugar fuera de tiempo, cuestión que se agudiza sobre todo en esta parte (la creación) y en la naturaleza muerta que salpica el paisaje por donde transita este documento atípico y poético dividido en "la creación", "el paraíso" y "la edad de oro", siendo la más amplia la narrada por Eisner, que nos cuenta los orígenes de la tierra tomando como guía el libro maya Popul Vuh. Pero las voces de los tres narradores solo sirven de acompañamiento sonoro, pues nada hay en cuanto dicen que nos aproxime a la realidad visual mostrada por un cineasta que fue un paso más allá de los límites del cine documental para adentrarse en la irrealidad de un espacio desolado, pero en ocasiones fascinante.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin (1994)



Una de las características a destacar del cine de
Jiri Menzel es su defensa de las libertades individuales frente a sistemas que las oprimen. Esto lo observamos en las sátiras tragicómicas Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky,1966), Alondras en el alambre (Skrivanci na niti, 1969) o Mi dulce pueblecito (Vesnicko má strediscová, 1985), cuyas críticas, satíricas e irónicas, lo emparentan con los escritores que adaptó a la pantalla, siendo el más cercano su compatriota Bohumil Hrabal, de ahí que sus adaptaciones sean más redondas que la realizada en Vida e insólitas aventuras del soldado Chonkin (Zivot a neobycejna dobrodruzstvi vojana Ivana Chonkina, 1994) a partir de la novela homónima de Vladimir Voinóvich, aunque esta encaja a la perfección dentro del pensamiento de uno de los nombres propios de aquella nueva ola que cambió el cine checoslovaco en la década de 1960.


<<Tú, Vania, eres una persona inteligente por demás -dijo con torpe lengua Gólubiev según trataba de localizar la cerradura al tacto-. A primera vista pareces tonto de remate, pero bien analizado, la tuya es una inteligencia de ministro. No tendrías que ser soldado raso; tú vales para mandar una compañía. Y, si me apuras, hasta un batallón>>.

Voinóvich, Vladimir. Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin.

No solo Iván Chonkin parece <<tonto de remate>>, todos los personajes lo parecen y todos lo son, pues esa simpleza que los iguala es la base de la caricatura pretendida por Voinóvich en su excelente sátira. Quizá si el escritor hubiese sido tan simple como sus personajes, o al menos tan miedoso como algunos de ellos, no habría caído en desgracia. Pero el autor tenía su pensamiento y este se manifestaba en sus obras, en sus cartas de protesta o en su amistad con otros escritores e intelectuales igual de descontentos con el régimen que se plantearía mandarlo al "lugar adecuado", aunque, para evitar posibles protestas de la comunidad internacional, finalmente optó por quitarle la nacionalidad y empujarlo al exilio. Manteniéndose fiel a lo expuesto por Voinóvich, Jiri Menzel realizó su adaptación cinematográfica desde el respeto al original literario, un respeto que se toma su libertad al final de un film cuyo ritmo decae por momentos. Aún así, es divertida y, en ocasiones, grotesca, porque, emulando Voinóvich, Menzel emplea la sátira y el humor para denunciar el miedo, la ignorancia, la estupidez, el estado policial y la burocracia sobre las que se sostiene el totalitarismo caricaturizado. Sin embargo, la sátira se desequilibra conforme avanzan las imágenes que nos muestran al soldado Chonkin (Gennadiy Nazarov) en el koljós, a donde sus superiores lo han enviado para vigilar un viejo e inservible avión del ejército rojo. La estancia del protagonista en la aldea permite el recorrido por un espacio donde la incompetencia y la desorientación forman parte del paisaje que habitan los Góluviev (Vladimir Ilin), el presidente de la aldea y aficionado a la bebida, el delegado político (Valeriy Zolotukhin), incapaz de tomar decisiones porque teme ser censurado (condenado) por sus superiores, el agricultor (Aleksey Zharkov) con aspiraciones filosóficas y científicas que, al ver su obra devorada por la vaca de Niura, no duda en delatar a su nuevo vecino o Niura (Zoya Buryak), quien, esperanzada y entregada, ha aceptado al soldado en su casa y en su cama. La llegada de Vania no transforma el espacio, de hecho, hasta que se encuentra envuelto en una situación que no comprende, él no hace nada, salvo vigilar el aparato inservible o gozar de las comodidades que, sin ser muchas, le proporciona el hogar de la joven con quien mantiene una fogosa relación carnal. El pensamiento del soldado resulta simple en grado sumo, lo cual lo incapacita para entender su situación e interpretar los hechos que se desarrollan avanzados los minutos. No obstante, su torpeza no desentona con la del resto de personajes que asoman por la pantalla, pues ninguno muestra más luces que Chonkin: comenten errores inexplicables, como la confusión del capitán Miliaga (Sergei Garmash) cuando es atrapado por los soldados de su propio ejército, o necesitan que otros les indiquen el camino a seguir, acostumbrados a no pensar, a no reflexionar y a negarse a tomar decisiones por temor a acabar en el "lugar adecuado".




martes, 13 de febrero de 2018

X-Men: Primera Generación (2011)

Ante la ausencia de ideas, que suele conducir a callejones sin salida, dar un paso atrás no siempre implica un retroceso. A veces es conveniente tomarse un respiro y descaminar lo andado para descubrir nuevas vías que permitan a las franquicias cinematográficas continuar ofreciendo más de lo mismo y, en ocasiones, algo diferente. Más de lo mismo y algo diferente podría aplicarse a la saga iniciada por Bryan Singer en X-Men (2000), la cual, tras X-Men: la decisión final (X-Men 3: The Last Stand, Brett Ratner, 2006), necesitaba encontrar nuevos horizontes por donde expandir el universo mutante. El primer intento, X-Men Orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine; Gavin Hood, 2009), no funcionó en la taquilla como habrían previsto sus responsables y deparó un reinicio o un nuevo enfoque, más adolescente y colorista. Esa fue la propuesta de Mathew Vaughn al rejuvenecer a los personajes principales, incluyendo nuevos mutantes, y al mostrar los orígenes de la Patrulla X en X-Men: Primera Generación (X-Men: First Class, 2011). Pero, salvo este viaje al pasado y el tono pop acorde con la época en la que se desarrolla, la quinta entrega no presenta grandes novedades respecto a lo planteado con anterioridad por Singer y Ratner en la trilogía original. El rechazo que sufren los mutantes por sus diferencias, el paternalismo de Charles Xavier (James McAvoy), algunos personajes que solo funcionan como parte del espectáculo o el enfrentamiento ideológico entre el profesor X y Erik Lensherr (Michael Fassbender), dos amigos que defienden a los suyos desde perspectivas que irremediablemente los separa, continúan vigentes en esta primera generación. El inicio de X-Men (Bryan Singer, 2000) sirve de arranque para X-Men: Primera generación, algo lógico si se tiene en cuenta que el film de Vaughn propone un retroceso temporal que expone los orígenes de esa minoría evolucionada que, como en anteriores entregas, ya se encuentra dividida en las dos posturas antagónicas representadas por Charles y Erik, que hereda el pensamiento de Sebastian Shaw (Kevin Bacon). La presentación de ambos amigos los muestra en su niñez, habitando ambientes opuestos que marcarán sus interpretaciones de la realidad que descubrimos en 1962, cuando se produce su primer encuentro como consecuencia de su intención de atrapar a Shaw, quien pretende la hecatombe nuclear que posibilite la supremacía mutante. Sus infancias y sus experiencias diferencian a Erik y a Charles. El primero pertenece a dos minorías, la mutante y la hebrea que sufre el holocausto, mientras que el segundo vive protegido en una soledad dorada que se mitiga tras la irrupción de Raven (Jennifer Lawrence), la niña que se convierte en la adolescente desorientada que, al igual que Hank (Nicholas Hough), oculta sus diferencias ante el posible rechazo que estas generan en quienes no las poseen. Su evolución genética provoca el enfrentamiento entre dos mitades que no se aceptan, dos mitades que obligarán a los jóvenes mutantes a tomar decisiones que inevitablemente llevarían al presente expuesto en la trilogía original, pero también permite introducir un tema recurrente en Vaughn: el aprendizaje, presente en Stardust (2007), Kick-Ass: Listo para machacar (Kick-Ass, 2010) y en Kingsman: Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), cuyos jóvenes protagonistas encuentran su lugar a partir de su contacto con un guía adulto, enseñanza-aprendizaje que se invierte en Kingsman: El Círculo de Oro (Kingsman: The Golden Circle, 2017). Desde esta perspectiva educativa, Erik y Charles, opuestos aunque complementarios, se convierten en mentores de adolescentes, pero esta función queda relegada a un plano secundario cuando cobran fuerza las realidades que ambos amigos persiguen desde su encuentro: el uno vengarse de Shaw, porque <<digamos que soy el monstruo de Frankenstein y estoy buscando a mi creador>>, y el otro equilibrar la convivencia entre sus congéneres y los no mutantes.

jueves, 8 de febrero de 2018

Serpico (1973)


La sirena del coche patrulla insiste con su sonido al inicio de Serpico (1973), e insiste porque en el asiento trasero el protagonista se desangra herido de bala mientras es trasladado al hospital. La vida de Frank Serpico (Al Pacino) se escapa de su cuerpo, mientras, se insertan imágenes y conversaciones entre distintos agentes que nos hacen sospechar que fueron sus propios compañeros quienes le dispararon. Sobre la mesa de operaciones, los ojos del detective continúan abiertos, la cámara encuadra su rostro y Sidney Lumet aprovecha para introducir los recuerdos que descubren al policía durante la ceremonia de la graduación de su promoción. Este instante de promesa, el de iniciar con ilusión una profesión que para él implica el orgullo de servir y proteger, se convierte en la decepción que enraíza cuando, poco después, descubre los métodos y la corrupción policial que el film muestra durante ese tiempo pasado en el que se desarrolla su mayor parte. Desde sus primeros días como novato, Frank observa costumbres, malos tratos y otros comportamientos que chocan con su pensamiento de buen policía, pues eso es Serpico, un policía íntegro que se ve superado por la realidad en la que se adentra con la inocencia que inevitablemente irá perdiendo. Como el resto de los grandes policíacos de la década de 1970, Serpico denota el pesimismo de una sociedad a la deriva, marcada por la desconfianza y por la desilusión que implican la guerra de Vietnam, la corrupción, los escándalos políticos, el aumento de la violencia urbana o la crisis socioeconómica que afecta a la población y se deja ver por las calles de grandes ciudades como esa Nueva York donde Frank, solitario e inadaptado, luce pelo largo y bigote, posteriormente barba. Su imagen de hippie no es aleatoria, tampoco es un capricho estético, forma parte de su protesta, de su rebeldía y de su intención de no acomodarse a la podredumbre que descubre dentro de la institución que siempre ha admirado. Debido a dicha intención, las relaciones con su entorno profesional nunca llegan a funcionar, siempre tensas y amenazantes, rechazado por muchos e ignorado por otros, lo cual acaba por afectar a su vida personal. El tiempo, los continuos cambios de distrito, su imposibilidad casi quijotesca, convierten a Frank en un hombre al límite y, para el resto, en alguien incómodo que rechaza la normalidad en la que sus compañeros aceptan sobres llenos de billetes como sobresueldo. Incapaz de mirar hacia otro lado, siente la obligación de denunciar esta corrupción a sus superiores, aunque aquellos nada hacen para poner fin a una ilegalidad que parece institucionalizada. Consciente de ello, para Frank, el sueño de ser policía se convierte en su pesadilla diaria, de miedo, impotencia y frustración, pero por su cabeza nunca pasa la opción de rendirse, ni ante las amenazas que silencian a los buenos agentes ni ante el sistema que, en su inmovilidad, perpetúa la <<porquería>> que el protagonista pretende limpiar.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Ultraje (1950)

El afán de independencia de Ida Lupino la llevó a dirigir, escribir y producir sus películas, la mayoría de las cuales nos descubren a una realizadora transgresora que aborda temáticas infrecuentes en su época y, lejos de acomodarse, expone de forma directa, cuando no crítica. Esto sucede en su tercer largometraje, Ultraje (Outrage, 1950), en el que nos ofrece el oscuro drama psicológico que afecta a la protagonista tras ser violada. Inicialmente feliz e inocente, Ann Walton (Mala Powers) sufre el ultraje que borra la luz de su rostro y de su cotidianidad. Las primeras imágenes nos descubren a una joven confiada, sonriente, feliz de su relación con Jim (Robert Clarke) y protegida por sus padres, pero todo ello desaparece como consecuencia de ese instante de miedo, violencia y agresión que sucede en la nocturnidad que la cámara de Lupino muestra desde diferentes encuadres, combinando picados, primeros planos y planos medios. El conjunto genera inquietud, la misma inquietud que se observa en la protagonista, quien intenta huir del acosador que la persigue y posteriormente viola (fuera de campo). Con la visión de la cicatriz del agresor y una ventana que se cierra, la secuencia concluye para abrirse a una nueva escena: la joven llegando a su hogar. En ese instante, camina con dificultad, su ropa está destrozada y su alma rota. La felicidad que la caracterizaba ha desaparecido y ni el apoyo de sus padres ni el de Jim, su prometido, le ayudan a olvidar la agresión sufrida. De poco vale que Jim insista en casarse lo antes posible, pues la joven lo rechaza, no porque no quiera, sino porque no puede. Su desequilibrio psíquico se agudiza con las miradas y los murmullos de las vecinas y vecinos, que parecen señalarla como si fuera culpable de algo o como si de un bicho raro se tratara. Al tiempo, la policía le insiste en recordar al violador, de quien nada recuerda, salvo la cicatriz, la cazadora de cuero que vestía y la agresión. Pero aquello que podría ser un policíaco, no faltan ingredientes para ello, da paso a un drama intimista y opresivo en el que la joven no puede soportar saberse el centro de atención o que el criminal todavía ande suelto. Su cotidianidad nunca volverá a ser armoniosa, pues, en su mente todo se ha convertido en insoportable, alcanzando el límite de su aguante durante la identificación de los sospechosos, tras la cual se produce su ruptura con Jim y su decisión de huir, como si escapando pudiese olvidar y, quizá, volver a sentir una vida normal. Tras sufrir el abuso, su mundo ha cambiado y su huida física conlleva una interior, encerrando los hechos que la atormentan. Ann no desea volver la vista atrás, aunque aquel momento y sus consecuencias viajan consigo, de ahí que se oculte de la policía, emplee otro apellido o continúe su avance a pie por la carretera donde, cojeando, sigue el camino hasta que desfallece. En ese instante se produce su encuentro con el reverendo Bruce Ferguson (Tod Andrews) y, a partir del mismo, el tono empleado por Lupino se suaviza, como si dicho encuentro ofreciese a Ann la oportunidad para reencontrarse, aunque, no será sencillo, como muestra su desconfianza inicial y su desorientación. La protagonista de Ultraje ignora a dónde va o si va a alguna parte, solo quiere olvidar, de modo que permanece en el hogar de los Walton e inicia su relación con Bruce, una especie de bálsamo para sus heridas no cicatrizadas y un guía en quien apoyarse. Esta parte del film cambia la negrura inicial por el melodrama que se impone mientras surge el amor entre ambos personajes, aunque, consciente de la imposibilidad de que se materialice, con acierto y sutileza, Lupino lo sugiere en las imágenes, en los rostros y en la cercanía, a la espera de que la tensión rebrote (durante un momento de acoso sufrido por Ann) y se exorcicen los demonios que atormentan a la protagonista.

martes, 6 de febrero de 2018

Detroit (2017)

Aparte de ser la primera mujer premiada con el Oscar a la mejor dirección, Kathryn Bigelow es una de las cineastas (sin distinción de sexo) más destacadas del cine comercial estadounidense contemporáneo. Su pulso narrativo no tiembla al enfrentarse a producciones complejas y asfixiantes como En tierra hostil (The Hurt Locker; 2008) o La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), en las que expuso el presente de su país desde una mirada no exenta de crítica. La violencia forma parte del paisaje humano por donde transitan los personajes de ambas películas, como también se encuentra presente en Días extraños (Strange Days, 1995) y Detroit (2017), dos producciones que, más allá de sus múltiples diferencias, guardan cierta relación. Si en la primera la realizadora se decantaba por ubicar la historia en un futuro cercano (de violencia, desorientación, salpicado de problemas raciales y de la pérdida de la identidad individual) para hablar de la sociedad de finales del siglo XX, en la segunda viaja al pasado, a 1967, para exponer unos hechos que van más allá del terrible suceso del motel Algiers, donde se desata el terror y lo peor del ser humano, y alcanzan el hoy, que se empeña en repetir errores. <<Fue algo que ocurrió hace muchos años, pero lamentablemente parece que fue ayer y también podría ocurrir mañana>> (entrevista a Kathryn Bigelow, publica en Imágenes de actualidad, septiembre 2017). La coincidencia entre los filmes la encontramos en las calles, pero también en la sociedad que habita las ciudades de ambas producciones, dos sociedades que, a pesar de ser la una ficticia y la otra real, son la misma, y se encuentran al borde del caos. Por ello, tanto Los Ángeles de 1999 como el Detroit de 1967 se ven desbordadas y plagadas de ciudadanos descontentos y de unidades de las fuerzas del orden que tienen la misión de acabar con los disturbios y los saqueos que se están produciendo. Pero en Días extraños la cineasta apunta ideas como la desorientación o el racismo sin profundizar con mayor insistencia en lo expuesto, algo que sí hace en Detroit, donde el racismo institucionalizado se detalla cual crónica visual de ese hecho puntual extraído del pasado, un hecho que, desde el (hiper)realismo de su cámara, le sirve para retratar aspectos de nuestros días, también extraños. Detroit se inicia cuando varios agentes irrumpen en un local donde se vende alcohol sin licencia y detienen a un grupo de afroestadounidenses que celebra la vuelta a casa de varios soldados veteranos de Vietnam. Esta redada solo es la gota que colma la paciencia de una comunidad que sistemáticamente ha sufrido constantes abusos de poder por parte de la mayoría caucásica. De ahí que sus protestas sean fruto de los continuos abusos y de la desigualdad racial aceptada por unos y sufrida por otros. Como consecuencia, las calles de los suburbios se transforman en el campo de batalla donde unos gritan, lanzan piedras, asaltan locales o, los menos, emplean armas de fuego. En ese entorno descontrolado, donde las diferencias en el color de la piel marcan el ser oprimido u opresor, los supuestos pacificadores asumen la violencia y la represión para restablecer el orden, aunque sus métodos de control no establecen más que nuevos enfrentamientos y las muertes de inocentes. La primera se produce a la luz del día, cuando un hombre negro sale de una tienda con dos bolsas de alimentos y el agente Phil Krauss (Will Poulder) le da el alto, aunque, ante la carrera de aquel, el policía no duda en descarga su arma sobre quien considera sospechoso. Hasta ese instante las calles han sido las protagonistas de Detroit, pero, fruto de este hecho puntual, la acción las abandona por un instante y se traslada al interior de la comisaría donde observamos como el superior de Phil le indica que será investigado por homicidio, sin embargo le permite regresar a las calles, solo con la advertencia-consejo de que se calme. Pero ¿cómo se calma a un desequilibrado armado y con placa? Planteado el problema racial de manera general, Bigelow lo individualiza en este policía racista de gatillo fácil, en sus dos compañeros (similares al primero), en el guardia de seguridad afroamericano (John Boyega) que pretende imponer cordura y en los jóvenes que, disfrutando de la noche, acaban siendo las víctimas inocentes del motel Algiers, donde se desarrolla la parte más terrorífica de esta estupenda y cruda película, que toma un hecho casi olvidado para sacar a relucir una de las incómodas realidades que alcanzan nuestros días, en ocasiones extraños, intolerantes y violentos.

domingo, 4 de febrero de 2018

Blade Runner 2049 (2017)


Innecesarias, interesadas, oportunistas son algunos adjetivos que me vienen a la mente cuando pienso en posibles secuelas de filmes redondos, al menos desde la perspectiva de las historias ya narradas. Pero de hacerlas, mejor que tengan personalidad propia, que gustará a unos y disgustará a otros, y mantengan con la original una distancia temporal prudencial que posibilite el desarrollo y la maduración de ideas. Este periodo, anterior al rodaje de esta o aquella secuela, puede generar expectativa o indiferencia, también permite conjeturar sobre quiénes formarán parte de una u otra, de qué tratarán (si aparentemente todo quedó dicho) o si los resultados artísticos serán o no satisfactorios. La posterior exhibición comercial transforma las expectativas en admiración o rechazo, más si cabe, si se trata de la secuela de un film mítico, aunque encumbrado entre los más grandes de la ciencia-ficción tiempo después de su tibia acogida por parte de crítica y público. Cualquier reacción es lícita tras su visionado, aunque quienes hemos visto y disfrutado Blade Runner (1982) no podemos negar que, consciente o inconscientemente, visionar Blade Runner 2049 (2017) conlleva la inevitable comparación con la legendaria película de Ridley Scott, cuya mitificación actual podría suponer un obstáculo (casi) insalvable a la hora de valorar con ecuanimidad los logros del film de Denis Villeneuve, que los tiene, y no pocos. Son de agradecer la puesta en escena y la atmósfera creada por el cineasta canadiense, vistas Enemy (2013), Prisioneros (Prisoners, 2013), Sicario (2015) y La llegada (Arrival, 2016) quizá la mejor elección para llevar a buen puerto el proyecto, así como su estética visual y la intención de querer narrar una historia madura que, si bien presenta rellenos innecesarios, respeta lo expuesto treinta y cinco años atrás para distanciarse de lo narrado entonces. También resulta gratificante observar que el resultado final posee personalidad, principio y fin en sí mismo (aunque se entreve la temida posibilidad de que sea el inicio de una franquicia), como ya la tuvo el film de Scott respecto a la novela de Philip K. Dick que la inspiró. Una de las diferencias más evidentes que separan al original de su (supuesta) continuación, la encontramos en los replicantes, incluyendo entre ellos a Deckard (Harrison Ford). En Los Ángeles de 2019, este muestra su cansancio vital, su pesimismo y su falta de apego mientras da caza a los Nexus 8 que, guiados por Roy Batty, buscan respuestas al misterio de la vida (creación, existencia y muerte) siempre conscientes de su humanidad, de su efímero transitar y de su inevitable fin. En esa ciudad lluviosa, oscura y pesimista, Roy y sus compañeros buscan, temen, odian, aman, dudan, se liberan,... como parte de la reivindicación de su naturaleza, tan o más humana que la de quienes los esclavizan, persiguen y retiran. En Blade Runner 2049 existe una nueva generación, pero esta ha perdido su identidad, asumiendo que su único cometido es someterse al orden establecido, para el cual solo son números de serie creados para ejecutar órdenes, sin cuestionarlas, sin opción a elegir cumplirlas o no. Al menos eso es lo que se entiende al observar por primera vez al agente de policía interpretado por Ryan Gosling, un replicante sin nombre, a pesar de que responda a la letra que inicia su número de serie, que se niega los sentimientos que le confieren el alma humana que fluirá a medida que su búsqueda avance. No por capricho, la primera escena enfrenta a esos dos modelos de replicantes, un nexus ocho, cuyas palabras desvelan aceptación del alma que lo define y del misterio que encierra, y K, quien rehuye de sí mismo, quizá porque vislumbra en su interior esa pequeña chispa de vida que trastoca su no identidad, por él asumida e impuesta por otros. Pero K es algo más que una letra o una forma humana fabricada, es alguien que se avergüenza de su supuesta inferioridad, alguien que siente, pero calla, alguien que se refugia en la soledad donde, de puertas adentro, comparte con su compañera virtual la realidad e irrealidad de su vulnerabilidad y de sus sentimientos. Son muchas las circunstancias que la espléndida propuesta de Villeneuve nos va planteando a medida que avanzan los minutos, aunque todas ellas conducen hacia la búsqueda de la identidad que confirme al protagonista que es alguien especial dentro y fuera del orden que su jefa (Robin Wright) le ordena proteger, cuando este se ve amenazado por "el milagro" de un bebé nacido de replicante.


El alumbramiento sirve de escusa narrativa para trastocar el mundo conocido por K, también su condicionamiento, empujándolo hacia un espacio intangible que inicialmente no desea recorrer, aunque inevitablemente tendrá que transitar, pues se trata de su camino vital, el de la toma de decisiones, el del descubrimiento y aceptación del yo, el del sacrificio. Dicho camino, de atmósfera menos opresiva que la de 
Blade Runner, se encuentra salpicado por el silencio, por la ilusión que comparte con Joy, por el rechazo y el sometimiento, por intereses enfrentados o por la decepción que supone comprender que no es quien empezaba a creer ser. Sin embargo, en ese instante de decepción surge la auténtica comprensión de yo real, ese alguien especial que clama por salir al exterior, no por las palabras de su compañera virtual, que expresa en voz alta aquello que él desea oír, ni por la resistencia (que parece insertada con calzador) ni por un "milagro" que apunta hacia él, sino por tomar decisiones, acertadas o erróneas, al margen de lo que se espera de un replicante-esclavo a quien se le niega el alma humana, la cual brilla en su máximo esplendor en la azotea donde el personaje interpretado por Hauer en Blade Runner recuerda sus vivencias, consciente de que <<todos esos momentos se perderán, como lágrimas en la lluvia>>. Pero, a diferencia de aquel ser consciente de su individualidad y de la proximidad de la muerte, K teme vivir los momentos, negándose a sí mismo y prefiriendo que sus sentimientos se encaucen hacia Joy, aunque esta, expresando lo que él quiere escuchar, lo empuja hacia la búsqueda que parte de los recuerdos que él cree falsos e insertados para adaptarse (someterse) al sistema que evalúa sus emociones, le niega tanto el nombre como el libre albedrío e impide <<todos esos momentos>> de vida que, aunque se pierdan en el olvido, dan forma a la humanidad de Roy en el film original.

jueves, 1 de febrero de 2018

Alondras en el alambre (1969)


Ocho meses de primavera y de esplendor fueron apagados en un suspiro de agosto de 1968, cuando los tanques soviéticos tomaron Praga y pusieron fin al sueño de individuos como Jiri Menzel, un sueño que había implicado mayor libertad de expresión y de vida. Aquella libertad de expresión había sido aprovechada por los miembros de la nueva ola checoslovaca para enriquecer una cinematográfica que, entre 1962 y 1968, gozó de envidiable salud. Entre aquellos directores se encontraba Menzel, cuya ironía subversiva y humana provocó que la censura le condenase al ostracismo y, durante años, prohibiese su Alondras en el alambre (Skrivanci na niti, 1969). El humor irónico y humanista expuesto por el cineasta en esta película aboga por la libertad individual dentro de un entorno dogmático que pretende erradicarla para imponer su orden social. Pero ni los trabajadores (señalados de burgueses por parte de las autoridades) ni las prisioneras que protagonizan el film pierden la esperanza ni las ganas de vivir, de expresar sentimientos, de buscar el calor humano en pequeños gestos: caricias, miradas clandestinas o la reunión alrededor de la hoguera a la que se acerca Alden (Jaroslav Satoranský), el guardián que acaba de resolver sus problemas matrimoniales. Los marginados de Alondras en el alambre prefieren el contacto con lo cotidiano a la política estatal de "trabaja y serás feliz, pero siempre que ni dudas ni preguntes". En su cotidianidad laboral, los reubicados charlan, cruzan miradas o rozan sus manos con las de las prisioneras, en leves caricias que expresan emociones tan humanas como la ternura, mientras se muestran indiferentes a la política estatal que fuerza su reeducación en un adiestramiento condicionado por la amenaza de la cárcel o de los campos de trabajos.


Ambientada durante la década de 1950, 
Alondras en el alambre se inspira en los relatos recogidos en Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (Inzerát na dum, ve keterém uz nechci bydlet, 1965) de Bohumil Hrabal, a quien Menzel había adaptado con anterioridad en la episódica Perlitas en el fondo (Perlicky na dne, 1965) y en la oscarizada Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966) —el cineasta volvería a las historias del escritor en tres ocasiones más. Además de ser censurados por las autoridades, escritor y cineasta comparten una visión humana que concede suma importancia a lo corriente, a lo cotidiano, a lo absurdo, a la esperanza y al amor, priorizando la silenciosa interioridad de los personajes sobre los intereses del sistema opresivo que intenta cambiarles su naturaleza individual. Los hombres y las mujeres del campo de chatarra donde se desarrolla la mayor parte de la película viven atrapados dentro de un estado que no acepta ideas contrarias a las suyas, pues, leídos los letreros que salpican el lugar, lo único aceptable es asumir que <<el trabajo honra>>, aunque desagrade a quien lo practique. Entre la herrumbre que recogen y amontonan, para su posterior reciclaje (en objetos útiles al sistema), se comprende que ellos mismos son material de reciclaje, pues, pertenecientes a la eliminada clase burguesa, se les impone la nueva realidad, la de vivir en un país donde el presente y el futuro se encuentran en manos del régimen que Trustee (Rudolf Hrusínský) representa con orgullo. Este buen hombre presume de su condición obrera, sin embargo viste traje y corbata, no pega palo al agua (salvo en un leve gesto mediado el film) o habla de las virtudes del socialismo implantado tras la guerra, lo cual no hace más que satirizar la imagen de la burocracia de un sistema que en teoría la rechaza. El resto de personajes son personas de distintos extractos socio-culturales, pero todos víctimas de las purgas que sufren por su condición burguesa, por ser intelectuales o por ejercer profesiones liberales (tocar el saxofón o cocinar en un restaurante). La mezcolanza humana que se deja ver por Alondras en el alambre va desde el profesor de filosofía (Vlastimil Brodský), que pone en duda cuanto se predica, hasta el fiscal (Leos Sucharipa), que le sirve de oyente, pasando por el lechero (Vladimir Ptácek), el primer desaparecido, o Pavel (Václav Neckár), el joven cocinero en quien destaca la inocencia, la esperanza y el amor que florece entre los restos metálicos donde observa a Jitka (Jitka Zelenohorská), una de las condenadas por reaccionarias, que, con su silencio, su mirada y su sonrisa, conquista al muchacho. La perspectiva escogida por Menzel para abordar la historia elige la cotidianidad, las relaciones y las pequeñas circunstancias de la mayoría silenciada que se individualiza en los personajes anónimos, con o sin familia, con deseos, frustraciones, ideas o dudas como las que conllevan la detención de Pavel y su posterior condena en la mina donde se reencuentra con el lechero y el profesor, una mina que no borra ni su sonrisa ni su esperanza, no porque el trabajo le honre, tampoco porque haya aceptado su rol, sino porque eleva su mirada hacia el exterior y ve la luz donde se encuentra Jitka.