La sirena del coche patrulla insiste con su sonido al inicio de Serpico (1973), e insiste porque en el asiento trasero el protagonista se desangra herido de bala mientras es trasladado al hospital. La vida de Frank Serpico (Al Pacino) se escapa de su cuerpo, mientras, se insertan imágenes y conversaciones entre distintos agentes que nos hacen sospechar que fueron sus propios compañeros quienes le dispararon. Sobre la mesa de operaciones, los ojos del detective continúan abiertos, la cámara encuadra su rostro y Sidney Lumet aprovecha para introducir los recuerdos que descubren al policía durante la ceremonia de la graduación de su promoción. Este instante de promesa, el de iniciar con ilusión una profesión que para él implica el orgullo de servir y proteger, se convierte en la decepción que enraíza cuando, poco después, descubre los métodos y la corrupción policial que el film muestra durante ese tiempo pasado en el que se desarrolla su mayor parte. Desde sus primeros días como novato, Frank observa costumbres, malos tratos y otros comportamientos que chocan con su pensamiento de buen policía, pues eso es Serpico, un policía íntegro que se ve superado por la realidad en la que se adentra con la inocencia que inevitablemente irá perdiendo. Como el resto de los grandes policíacos de la década de 1970, Serpico denota el pesimismo de una sociedad a la deriva, marcada por la desconfianza y por la desilusión que implican la guerra de Vietnam, la corrupción, los escándalos políticos, el aumento de la violencia urbana o la crisis socioeconómica que afecta a la población y se deja ver por las calles de grandes ciudades como esa Nueva York donde Frank, solitario e inadaptado, luce pelo largo y bigote, posteriormente barba. Su imagen de hippie no es aleatoria, tampoco es un capricho estético, forma parte de su protesta, de su rebeldía y de su intención de no acomodarse a la podredumbre que descubre dentro de la institución que siempre ha admirado. Debido a dicha intención, las relaciones con su entorno profesional nunca llegan a funcionar, siempre tensas y amenazantes, rechazado por muchos e ignorado por otros, lo cual acaba por afectar a su vida personal. El tiempo, los continuos cambios de distrito, su imposibilidad casi quijotesca, convierten a Frank en un hombre al límite y, para el resto, en alguien incómodo que rechaza la normalidad en la que sus compañeros aceptan sobres llenos de billetes como sobresueldo. Incapaz de mirar hacia otro lado, siente la obligación de denunciar esta corrupción a sus superiores, aunque aquellos nada hacen para poner fin a una ilegalidad que parece institucionalizada. Consciente de ello, para Frank, el sueño de ser policía se convierte en su pesadilla diaria, de miedo, impotencia y frustración, pero por su cabeza nunca pasa la opción de rendirse, ni ante las amenazas que silencian a los buenos agentes ni ante el sistema que, en su inmovilidad, perpetúa la <<porquería>> que el protagonista pretende limpiar.
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