Mostrando entradas con la etiqueta michael anderson. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta michael anderson. Mostrar todas las entradas

sábado, 7 de octubre de 2023

La vuelta al mundo en 80 días (1956)

El cine siempre necesitaba espectáculo, más si cabe cuando entra en crisis. Entonces necesita atraer al público para sobrevivir y continuar su desarrollo. ¿Cómo? Como habían hecho Guy y Méliès al principio del invento. Se intenta crear fantasía y diversión. En la década de 1950, Hollywood sufrió una de sus crisis más pronunciadas, al tener que competir con la televisión y situarse en un nuevo contexto que le exigía adaptarse al nuevo modo de distribución cinematográfica. Pero lo primordial seguía siendo lo de siempre: atraer al público, que empezaba a vaciarse de las salas. Así que tenía que ofrecer más entretenimiento, más espectáculo, más aventura, más estrellas, más madera. Y para aventura y entretenimiento, aunque su narrativa tendiese a didáctica, hubo quienes como Méliès, medio siglo antes, encontraron en Julio Verne una fuente de inspiración. A partir de sus historias, crearon espectáculo cinematográfico. Walt Disney lo produjo con éxito en 20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues under the Sea, 1954), gracias a que encontró en Richard Fleischer un director más que competente y en James Mason y Kirk Douglas a dos antagonistas de lujo. Aunque hubo más, quizá la de Fleischer fuese la mejor adaptación que se hizo de Verne en la década de 1950. Su película resultó más lograda y equilibrada —situaciones, personajes e imágenes van de la mano— que este éxito producido por Michael Todd, el mayor valedor del proyecto, y dirigido por Michael Anderson, que fue premiado con el Oscar a la mejor película del año. ¿Por qué? La respuesta parece obvia: por el negocio o, dicho de otro modo, por su intento de atraer al público a las salas, pues sin este se acabó el negocio. Como apunta su título, esta superproducción que contó con un reparto de más de mil personas, entre profesionales y extras, propone dar la vuelta al mundo en ochenta días. Por el entonces en el que Verne escribe la novela, 1872, algo nunca visto. Y así, como quien no quiere la cosa, contrataron a Cantinflas —de las mayores estrellas internacionales de la época, y que por momentos me suena en gestos a Chaplin— y lo unieron a David Niven, cuyo caballero inglés le sienta como un guante; pero este, en la piel de Phileas Fogg, siente, y no le culpo por ello, mayor atracción por Shirley MacLaine, que da vida a la princesa Aouda, a quien los dos héroes de la película rescatan de las garras de la muerte.

Estos tres personajes forman el trío protagonista de La vuelta al mundo en 80 días (Around the World in 80 Days, 1956), pero ni de lejos son los únicos rostros famosos que asoman por esta odisea alrededor del planeta. Construida a base de tópicos de los países por donde transcurre la acción, La vuelta al mundo en 80 días de Todd y Anderson viaja de Londres a Londres, pasando por Francia, España —las escenas españolas fueron dirigidas por John Farrow—, Suez, India, Hong Kong, Japón, Estados Unidos. Lo hace en barco, en tren, en globo, en elefante y en cualquier otro vehículo que sirva para que el caballero británico y su fiel ayuda de cámara alcancen su objetivo; logro que pasa por salvar los obstáculos del camino, la cuenta atrás (o adelante, si empiezan por el 1) y las tretas de su perseguidor: el agente Fix (Robert Newton), quien sospecha que Fogg ha robado el Banco de Inglaterra. El detective piensa que intenta huir de la justicia, pero el gentleman no ha apostado a favor de la vuelta al mundo en ochenta días para fugarse de la justicia británica, cuyo brazo imperial se alarga de Harrods a Asia, sino para demostrar que el viaje puede hacerse en el periodo establecido. Fogg, esnob, jugador y calculador, obsesionado con el tiempo, caballero sin tacha en su integridad, solo siente interés por la apuesta que ha realizado con los miembros del Club Reformista. Quiere demostrarles que los cambios están ahí, a la vuelta de la esquina, y que se puede hacer el viaje en menos tiempo del que creen los socios de un club que contradice su nombre en la quietud de los cuerpos y la inmovilidad de las ideas. Vivir anclados en la tradición es su principal seña de identidad. De pertenecer a otra clase, quizá fuesen más veloces y seguro que en lugar de socios, serían colegas de pub. Pero dejando el Club Reformista aparte, todo medio de transporte es válido para que Fogg gane su apuesta, la cual pasa por lograr el imposible que se ha propuesto. La historia humana está plagada de imposibles superados y en eso confía el caballero. Pero La vuelta al mundo en 80 días poco tiene que ver con Verne, tampoco sus personajes, que encajan mejor con la intención lúdica y con el desfile estelar propuesto por los autores del film; que divierte en intermitencia. Es decir, la aventura propuesta, el humor y el espectáculo funciona a ratos; y lo que queda es disfrutar esos instantes y el resto, pues eso, sirven de pasatiempo…



jueves, 17 de diciembre de 2020

La fuga de Logan (1976)



La ausencia de cualquier rasgo que le confiera personalidad propia provoca que no me tome en serio La fuga de Logan (Logan's Run, 1976), tampoco en broma; en realidad, ni ella misma hace lo uno o lo otro. La tomo como viene y la veo como una caricatura que no pretende serlo, una que asume un buen número de tópicos genéricos y los exagera hasta transformarlos en una parodia o chiste. La película no se propone esto, propone una distopía que bebe de la expuesta por Aldoux Huxley en Un mundo feliz, pero ignora a qué juega: si es la caricatura que acaba siendo o si pretendía una seriedad crítica que no asoma ni en los créditos. En realidad, busca algún tipo de e
spectáculo, pero no encuentra el modo de conseguirlo, salvo por repetición. Por momentos, quiera ser una mezcla de Barbarella (Roger Vadim, 1966), Soylent Green (Richard Fleischer, 1974), El planeta de los simios (The Planet of the ApesFrankllin J. Schaffner, 1968) con su pequeña dosis platónica o quizá simplemente su razón de ser sea exclusivamente comercial, y no le preocupe que de promesa de diversión pase a ser ridícula.


Desconozco la novela en la que se basa el guion del film de Michael Anderson, pero conozco suficiente cine de este realizador para saber que, aunque la fuente fuese excepcional como la “orwelliana” 1984, el resultado sería irregular, cuando no aburrido o de escaso interés. Esto sucede con el futuro de La fuga de Logan, que carece de atractivo, es repetitivo y tampoco parece importar a los responsables hacer algo diferente y entretenido. Es comprensible que Anderson no pretenda un discurso sesudo, ni crítico ni social, y que prime la acción, pero resulta que algo falla y la película se convierte en una anodina sucesión de situaciones ya vistas en la ciencia-ficción cinematográfica. No es que haya un solo algo que no funcione, por funcionar no funciona ni la presencia de Peter Ustinov en un papel de relleno. La única que salva el tipo es Jenny Agutter, que da vida a Jessica 6, la joven que ayuda a Logan (Michael York) sin saber que este la utiliza para llegar al Santuario. Esa es la misión que le han encomendado al vigilante: descubrirlo y destruirlo. El punto de partida de La fuga de Logan no carece de atractivo, ya que trata un tema que empezó preocupar en el siglo XX: la superpoblación mundial. En el siglo XXIII, durante el cual se desarrolla la acción, el exceso poblacional no es problema, ya que la política de la ciudad se encarga de que nadie pase de los treinta años de edad y, a medida que van despareciendo ciudadanos, otros más jóvenes los sustituyan. El orden del futuro controla el número de ciudadanos, del mismo modo que les ofrece el placer como droga que les mantiene sin plantearse preguntas, sin dudar, y sin intentar ir más allá de lo que se les dice, salvo aquellos quienes intentan fugarse y alcanzar el misterioso santuario. Logan es un vigilante, un encargado de mantener el orden que, por ese mismo motivo, lo convierte en privilegiado dentro del sistema, aunque este privilegio no le libra de su ciclo vital, aquel que solo puede continuar si alcanza la “renovación”, que solo es una mentira más para controlar, una que provoca que los ciudadanos acudan a su muerte (control de población por asesinato) pensando en la buena vida que les espera más allá de los treinta.

lunes, 10 de febrero de 2020

1984 (1956)

<<Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA>>1

Cuando George Orwell publicó 1984, el siglo XX acariciaba la mitad de su recorrido temporal. La humanidad había sido testigo de dos guerras mundiales, de la revolución soviética, del auge, asentamiento y derrota de otros totalitarismos, de los campos de exterminio nazis y el Gulag estalinista, de las bombas atómicas estadounidenses y, en su presente de 1949, lo estaba siendo de la división geopolítica en dos grandes bloques y un tercero, a la espera de su desarrollo. Las dos potencias dominantes se presentaban opuestas, en modos e ideologías, pero similares en su afán de control y poder. Esta ambición la asumen los tres Superestados que se reparten el futuro distópico orwelliano, aunque la narración se desarrolla en el Londres de la ficticia Oceanía. En su crítica a los totalitarismos, la más visible al estalinismo, Orwell da por hecho que los tres bloques son iguales. Da a entender que han aceptado el equilibrio y el reparto de poder, de manera oficiosa pero efectivo, a pesar de que perpetúen la guerra entre ellos. Junto a cuestiones como la supresión de significantes y significados (y el desarrollo de la neolengua, fundamental en la eliminación del pensamiento complejo), la alteración del pasado histórico, sustituido a conveniencia por otros que nadie puede poner en duda (porque no existen pruebas que demuestren la existencia anterior) o la propaganda mediática, el conflicto armado permite al Ingsoc imponer su estado policial, jerarquizado y represivo a una población que vive en la uniformidad, alienante, deshumanizada y sin fin. El país es una prisión y no hay posibilidad de escape, aunque el protagonista, Winston Smith, crea lo contrario. Pero no es una cárcel física, es intelectual, de ausencia de memoria y de imposibilidad de ideas que disientan de la ortodoxia del partido o, si se prefiere encontrar una referencia visible, del Gran Hermano. De ahí la importancia de la policía del pensamiento, el órgano encargado de velar por el sistema. La visión orwelliana es estremecedora porque ve cómo se erradica la libertad intelectual, por tanto, comprende la supresión de la capacidad de un pensamiento que genere abstractos, ideas y razonamientos complejos que permitan reflexionar y hablar con libertad (al menos, con lo que se entiende por libertad) desde una actitud activa y crítica que distinga al individuo dentro (y frente) del colectivo que, tanto en la novela como en sus versiones cinematográficas, solo importa como herramienta de producción. Sin embargo, ninguna de las adaptaciones cinematográficas ha logrado captar tal complejidad, ni establecer puntos comunes entre la realidad del momento y la ficción que trasladan a la pantalla. Poco importa que, como los personajes literarios, los de 1984 (1956), la primera adaptación cinematográfica de la obra, vivan atrapados sin ser plenamente conscientes de su inexistencia. No importa porque los personajes, y las situaciones expuestas por Michael Anderson y sus guionistas, no creen en su padecimiento ni en lo que cuentan. Liberarse de la sombra del autor de Rebelión en la granja resulta complicado, quizá por ello, en su libre adaptación, 1984 opta por la opción fácil, la de ser fiel a la apariencia de la novela, a su superficie. Pero el problema que lastra el film no reside en si debe o no ser fiel al relato, sino en que no transmite sensaciones y emociones, solo muestra una imagen carente de identidad y de fondo; de modo que los protagonistas y el ambiente son incapaces de comunicar opresión, represión, alienación o la destrucción llevada a cabo por totalitarismo en el poder. Miembro del partido exterior, por lo tanto un funcionario de bajo rango y títere del sistema, el Winston novelístico -y el de la versión realizada en 1984 por Michael Radford- escribe su diario <<desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, de la Edad del Gran Hermano, la época del doble pensar>>.2 El uso del cuaderno donde anota impresiones y pensamientos prohibidos lo convierten en un enfermo para el sistema, en alguien a quien destruir, a quien vaciar de ideas propias, y reconstruir llenando su mente con las directrices establecidas. Winston (Edmond O'Brien) es consciente de que su acto de rebelión silenciosa conlleva su muerte, pues da por hecho que solo es cuestión de tiempo que descubran su traición, su crimen mental que le posibilita la ilusión a la que se aferra. La lucha de Winston no se produce contra o en el exterior, se produce contra la manipulación de su interior, en pequeños gestos que le permiten el espejismo de libertad al que se aferra -al comprar objetos antiguos, al alquilar una vieja habitación donde cree encontrar una intimidad imposible o al jurar fidelidad a Julia (Jan Sterling), su amor por ella-. Solo son muestras del individualismo y de la privacidad que desea y sabe perdidos, puesto que ninguna puede existir en el entorno-colmena dirigido por el partido que asume el rostro del Gran Hermano, que no deja de ser la imagen física de la ideología que vigila, reprime, castiga y destruye a cuantos la ponen en duda, a todos aquellos que dejan de amarla o duden de ella. Es precisamente esta rebeldía interna, la de querer ser un individuo libre pensante, la que no tolera el Ingsoc, ya que la interpreta como la única amenaza que haría peligrar su poder. Como consecuencia resulta vital mantener el control mental de la masa que, como tal, no se plantea ningún acto de rebeldía, que acepta sin más las alteraciones temporales, el uso de un lenguaje reducido a expresiones simples, el adoctrinamiento o la presencia de la policía del pensamiento, guardiana de la ortodoxia y la uniformidad que seguirá el curso histórico trazado por los O'Brien, O'Connor (Michael Redgrave) en el film de Anderson, que ha de deparar que no exista más realidad que la establecida por el partido, la de dos y dos son cinco, tres o cuatro, según convenga en cada caso, pues <<quien controla el pasado, controla el futuro. Y quien controla el presente, controla el pasado>>.3

1,2,3.Orwell, George. 1984 (traducción Rafael Vázquez Zamora). Editorial Planeta DeAgostini, Barcelona, 2006