Publicado en Vanity Fair en mayo de 1996, el artículo de Marie Brenner The Man Who Knew Too Much se centraba en Jeffrey Wingand, el hombre que sabía demasiado sobre las tabacaleras. Aquellas páginas y el químico, ex-directivo de una empresa tabacalera, inspiraron El dilema (The Insider, 1999), uno de los mejores films de Michael Mann. Pero mucho antes de que la periodista escribiese su artículo, ya no era noticia que el tabaco fuese perjudicial para la salud humana. Los fumadores lo sabían, los gobiernos, el sistema sanitario y las tabacaleras, también. Ese no era el tema y “fumar puede perjudicar seriamente la salud” no era noticia, ni vendía titulares, ni atemorizaba a los asiduos de los estancos para que dejasen de consumir, ni apenas amenazaba al imperio de las grandes tabacaleras, cuyos magnates reinaban desde su Olimpo el consumo de nicotina, tabaco y demás sustancias que adquirían la forma cilíndrica de un negocio redondo y multimillonario. El tema apuntado en el reportaje era otro; trataba de perjurio y engaño, trataba de un hombre corriente y de gigantes empresariales que quizá no hubiesen visto Todos los hombres del presidente (All the President Man, Alan J. Pakula, 1973) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979). La primera de las citadas se basaba en la investigación real llevada a cabo por dos periodistas del Washington Post y, a lo largo de la película, Pakula dejaba claro que, aunque resultaba complicado e incluso peligroso, no siempre el grande se come al chico. A veces salta la sorpresa y el débil desenmascara al poderoso que ha mantenido ocultas ilegalidades de su Imperio.
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martes, 31 de agosto de 2021
El dilema (1999)
lunes, 5 de marzo de 2012
Heat (1995)
En el cine encontramos imágenes que pueden ser iguales o intercambiables. Uno se mira al espejo y cree verse a sí mismo, pero lo que ve es su reflejo, un igual pero también distinto, alguien que puedes admirar u odiar, incluso perseguir consciente de que no podrás atraparlo. Las similitudes igualan las imágenes y pequeñas diferencias marcan distancias insalvables. Esto se descubre en Heat (1995), un espléndido espejo cinematográfico que muestra dos imágenes en distintos lados de la ley, pero intercambiables, si las circunstancias hubiesen sido otras.
martes, 10 de enero de 2012
El último mohicano (1992)
Hay películas que son versiones de otras y también hay aquellas que son nuevas adaptaciones de novelas ya trasladadas a la gran pantalla. Conviene distinguir entre ambos casos, aunque, en el film que aquí ocupa, sería indiferente, pues vendría a ser los dos. Sin riesgo a errar, se puede afirmar que El último mohicano (The Last of Mohicans, 1991), el de Michael Mann, es ambas: una nueva versión de la novela que adapta y una revisión de una película anterior. Mann se basa en el libro homónimo de James Fenimore Cooper y en el guion que Philip Dunne escribió para la adaptación realizada por George B. Seitz en 1936. En realidad, salvo en su parte final, guarda mayor relación con el film de Seitz —algunos de sus diálogos se escuchan sin apenas variaciones en la película de Michael Mann— que con el libro, pero esto apenas tiene importancia cuando los bosques, las montañas, las corrientes fluviales y el movimiento de los personajes inundan la pantalla de emoción, lucha, romance. Michael Mann maneja la aventura aprovechando el espacio natural por donde Ojo de halcón (Daniel Day-Lewis), Uncas (Eric Schweig) y Chingachgook (Russell Means) salvan a las hermanas Munro de morir bajo el cuchillo de Magua (Wes Studi). Es un espacio en guerra, donde la sangre corre y el amor surge y conecta a un hombre y a una mujer que sabemos indiferentes a los convencionalismos europeos. Varios de los personajes lo son: tres hombres libres, dos de ellos los últimos del antaño orgulloso y poderoso pueblo mohicano y una mujer británica que encuentra fascinante esa frontera norteamericana que le acerca a un mundo nuevo para ella, un mundo bello y natural, hogar de los mohicanos y de otros pueblos antes de la llegada de los holandeses, ingleses y franceses, estos dos últimos en lucha por la hegemonía en los territorios de Norteamérica.
La década de 1990 quizá no fuese un periodo floreciente para las producciones de aventuras, pero vivió el enésimo renacer del western; y aventura y western confluyen en esta versión de Michael Mann de la novela de Cooper, que presta mayor atención al film de Seitz que al libro porque, al parecer, fue la primera película que el director, productor y guionista recuerda haber visto. De cualquier forma, El último mohicano tiene su propia manera penar la historia de amor, de supervivencia y de lucha en un entorno entre los ríos Hudson y Potomac sumido en un conflicto bélico que enfrenta a los imperios de Francia e Inglaterra en sus colonias norteamericanas, años antes de que se produjesen la Guerra de la Independencia y la Revolución Francesa. El conflicto colonial afecta a los hombres y mujeres que han creado su hogar y echado raíces en unas tierras en las que desean vivir en paz, ajenos a los caprichos de los reyes europeos que nunca las han pisado, y que nunca se han preocupado por ellos, pues sólo buscan beneficios económicos y la supremacía político-militar.
El hecho de ser súbditos de la corona británica obliga a los civiles a formar parte de la milicia, cuestión que aceptan bajo la promesa de que podrán regresar a sus hogares si existe algún indicio de que sus familias se encuentran en peligro. Poco importaría a los oficiales ingleses como el mayor Heyward (Steve Waddington) la palabra dada a hombres que deben acatar y luchar por un rey que no significa nada para ellos, ya que es esa tierra y sus familias, nacidas en ellas, su verdadera patria (años después este hecho, sumado a otro tipo de cuestiones político-económicas, provocaría la Guerra de la Independencia). Pero Michael Mann no se centró en cuestiones históricas ni políticas, se decantó por la aventura bélico-romántica cuyo marco histórico es el enfrentamiento colonial entre dos imperios que no se interesan ni por los colonos ni por los nativos, salvo para sus fines soberanos y comerciales. Esa realidad no escapa al entendimiento de Ojo de Halcón, ni a su padre adoptivo Chingachgook ni a su hijo Uncas, los dos últimos mohicanos. Para estos tres personajes, la naturaleza forma parte de su hogar y ellos forman parte de ella. El espacio que tramitan les proporciona cuanto necesitan, por eso es el único reino que consideran defender, no son súbditos de los reyes de más allá del mar, son hombres libres. No obstante, no todos comparten su postura, pues muchos son los colonos que todavía asumen la idea de lealtad a una corona que les exige su participación en la guerra, pero que no cumple la palabra dada. Michael Mann dibujó un escenario natural de gran belleza que se convierte en el testigo de las luchas y del amor que surge entre Ojo de halcón y Cora (Madeline Stowe), la hija del coronel Munro (Maurice Roëves); asimismo, también mostró la tragedia que se gesta en el corazón de Magua, miembro de la tribu Hurón, quien solo se rige por el odio y el deseo de venganza que únicamente se saciaría con la muerte de toda la descendencia de Munro, el culpable de la muerte de sus hijos y de la separación de su esposa. Con la lucha entre las monarquías europeas de fondo, la acción se desarrolla a la perfección, siempre acompañada por un fondo musical de gran calado y por una fotografía que muestra la belleza de los espacios abiertos por donde corren los protagonistas, ofreciendo una imagen romántica y a la vez brutal de una época en la que sobrevivir sería el reto y la obligación para seres como Ojo de Halcón y Cora.
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