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martes, 31 de agosto de 2021

El dilema (1999)


Publicado en Vanity Fair en mayo de 1996, el artículo de Marie Brenner The Man Who Knew Too Much se centraba en Jeffrey Wingand, el hombre que sabía demasiado sobre las tabacaleras. Aquellas páginas y el químico, ex-directivo de una empresa tabacalera, inspiraron El dilema (The Insider, 1999), uno de los mejores films de Michael Mann. Pero mucho antes de que la periodista escribiese su artículo, ya no era noticia que el tabaco fuese perjudicial para la salud humana. Los fumadores lo sabían, los gobiernos, el sistema sanitario y las tabacaleras, también. Ese no era el tema y “fumar puede perjudicar seriamente la salud” no era noticia, ni vendía titulares, ni atemorizaba a los asiduos de los estancos para que dejasen de consumir, ni apenas amenazaba al imperio de las grandes tabacaleras, cuyos magnates reinaban desde su Olimpo el consumo de nicotina, tabaco y demás sustancias que adquirían la forma cilíndrica de un negocio redondo y multimillonario. El tema apuntado en el reportaje era otro; trataba de perjurio y engaño, trataba de un hombre corriente y de gigantes empresariales que quizá no hubiesen visto Todos los hombres del presidente (All the President Man, Alan J. Pakula, 1973) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979). La primera de las citadas se basaba en la investigación real llevada a cabo por dos periodistas del Washington Post y, a lo largo de la película, Pakula dejaba claro que, aunque resultaba complicado e incluso peligroso, no siempre el grande se come al chico. A veces salta la sorpresa y el débil desenmascara al poderoso que ha mantenido ocultas ilegalidades de su Imperio.



Algunas noticias impactan más que otras, aunque la mayoría caen en el olvido poco tiempo después de cumplir su misión de desvelar situaciones como la expuesta en
El dilema, una noticia que destapa el fraude empresarial de las grandes empresas tabacaleras. Lowell Bergman (Al Pacino) es el productor del programa televisivo 60 minutos y un periodista todoterreno, comprometido con sus fuentes y con su labor informativa. Huele la noticia, sabe que Wingand (Russell Crowe) desea hablar y desvelar verdades ocultas, pero, para romper su silencio, el informador debe superar el miedo a las amenazas y el ahogo legal e ilegal al que se ve sometido. De ese modo, mediante la presión, las pruebas y los testimonios se acallan, nadie se responsabiliza sobre el peligro del tabaco y los productos químicos con los que se mezcla y, como cantaba alguien, la vida sigue igual: sale al mercado, se consume y la minoría más poderosa continúa llenado sus arcas. Con este film, el director de Hunter (Manhunter, 1986) confirmaba que era uno de los cineastas de Hollywood que mejor sabía combinar el espectáculo con la intimidad de sus personajes, atrapados entre el drama familiar —la pérdida de empleo y de bienestar de la familia Wingand— judicial, periodístico —la investigación llevada a cabo por Bergman y su conflicto con los directivos de la CBS— y el thriller que no rehuye la polémica y la mala praxis de los gigantes empresariales. Más que la lucha de dos hombres, Mann narra la experiencia sufrida por ellos cuando chocan contra los intereses en la sombras. El cineasta se vale del montaje y del elenco para crear y transmitir sensaciones e ideas, lo hace cinematográficamente, sin abusar de diálogos superficiales y eliminando cualquier rastro de “teatralidad” en los personajes. En manos de otro director, la historia de El dilema podría haber derivado en un drama insulso, quizá destinado al consumo televisivo, pero, afortunadamente, la exposición de Mann atrapa desde el prólogo, cuando Lowell, encapuchado, es conducido ante la presencia de un líder integrista a quien propone una entrevista, pero su mayor reto lo encontrará a su regreso a Estados Unidos, donde se produce su encuentro con Wingand.



Las gigantes ejercen presión y violencia psicológica. Atan a Wingand con una cláusula de confidencialidad y, aún así, le atacan con amenazas de muerte, de cárcel, económicas…
Mann muestra la insignificancia del individuo frente un sistema dominado por el poderoso, expone la pequeñez del hombre corriente frente a la amenazante maquinaria industrial y económica que le recuerda su tamaño y su lugar. Como sucede en El dilema o en Dark Waters (Todd Haynes, 2019), por citar un film más cercano en el tiempo, quizá el anónimo venza alguna vez, ¿pero quien podría decir el número de veces que ha perdido? Jeffrey siente como destrozan su vida: le desacreditan, hurgan en su privacidad, exageran, alteran o inventan instantes de su pasado, su familia se desmorona, se queda solo, incluso siente que Bergman le deja en la estacada, aunque el periodista lo haga porque también se ha quedado solo en su cruzada por desvelar la verdad. No obstante, Lowell Bergman se niega a claudicar ante las exigencias de la cadena televisiva que le paga, se niega porque no puede ser cómplice de la falta de ética profesional de la emisora cuando los directivos deciden realizar una versión alternativa del programa. Su enfado no es solo una cuestión de ego, tampoco se trata exclusivamente de que ha dado su palabra al químico, sino que descubre un aspecto de su entorno que hasta entonces ignoraba: el mercantil, el de los intereses que ponen en peligro su compromiso con la verdad y con sus fuentes. <<La prensa es libre solo para sus dueños>>, dice en respuesta a unas palabras de Wallace (Christopher Plummer), la estrella mediática con quien ha trabajado los últimos catorce años y quien en un primer instante, más adelante cambiará de parecer, escoge la vía fácil, la que le permite no arriesgar su lugar en la cima. Este nuevo conflicto surge paralelo al primero y reafirma la crítica que señala esos intereses económicos que parecen erigirse en principio y fin de un país de contradicciones, capaz de lo mejor y de lo peor, un lugar de héroes de papel y celuloide y de individuos que, como Jeff y Lowell, deciden dar el salto al vacío.



lunes, 5 de marzo de 2012

Heat (1995)



En el cine encontramos imágenes que pueden ser iguales o intercambiables. Uno se mira al espejo y cree verse a sí mismo, pero lo que ve es su reflejo, un igual pero también distinto, alguien que puedes admirar u odiar, incluso perseguir consciente de que no podrás atraparlo. Las similitudes igualan las imágenes y pequeñas diferencias marcan distancias insalvables. Esto se descubre en Heat (1995), un espléndido espejo cinematográfico que muestra dos imágenes en distintos lados de la ley, pero intercambiables, si las circunstancias hubiesen sido otras.
 

Dentro de la planificación con la que Neil McCauley (Robert De Niro) prepara sus golpes no se encuentra que el desconocido que le han enviado para el trabajo sea un psicópata, pues Neil siempre trabaja con su equipo habitual, formado por sus amigos, en quienes confía porque nunca le han fallado. Todos ellos se ciñen al plan marcado con una precisión extrema. Sin embargo, el tal Waingro (Kevin Gage) pierde el control, e innecesariamente se carga a uno de los guardas que protegen el furgón blindado que asaltan. Ese fallo inesperado marca el devenir de los hechos, pues el teniente Vincent Hanna (Al Pacino) se presenta en el lugar de los hechos para encargarse de una investigación que no piensa dejar hasta encontrar a los autores del crimen. Así se presenta Heat, uno de los mejores thrillers de acción de finales del siglo XX, una película madura, impactante y perfectamente planificada, probablemente porque Michael Mann tuvo la inusual oportunidad de realizar un esbozo en L. A. Takedown (1989).


Heat
se descubre tan precisa como sus dos antagonistas, dos hombres iguales, salvo por la pequeña diferencia que significa encontrarse en lados opuestos de la ley. Desde el primer momento se marca esa similitud en su manera de actuar, tanto en el trabajo como con sus respectivos equipos, con quienes semejan formar una especie de clan, dentro de los cuales ellos serían los líderes. De ese modo, se descubre que los hombres de Neil tienen familia (igual que los policías), y si no fuera por su condición de ladrones profesionales, serían individuos normales, con los problemas y con los hábitos de éstos; como demuestra la crisis matrimonial de Chris (Val Kilmer) y Charlene (Ashley Judd), cuya relación se encuentra al borde de la ruptura, porque ella ya no puede soportar la tensión que significa vivir con un hombre que siempre se encuentra al límite. Esa sensación también se descubre en el tercer matrimonio de Vincent Hanna, quien antepone su trabajo a una esposa (Diane Venora) que pretende parte de su tiempo, porque necesita algo más que las migajas que le ofrece un hombre dominado por su trabajo. Hanna es lo que persigue y guarda para sí la violencia, el crimen y la desesperación que descubre en su día a día; y lo hace porque pretende proteger a Justine y Lauren (Natalie Portman), la hija, de la miseria que descubre en las calles por las que deambula. El alejamiento familiar de Vincent le lleva a experimentar una soledad cercana a la que domina a Neil, siempre constante en cuanto a su máxima: <<no admitas nada en tu vida que no puedas dejar en treinta segundos, si la pasma te pisa los talones>>. Esa idea rige su pensamiento, domina sus actos y le permite realizar sus trabajos con un estudio preciso, sin que nada quede al azar, no como le ocurrió durante el asalto al furgón blindado, cuando pasó por alto el pequeño detalle de trabajar con un asesino sádico que, posteriormente, se le escurriría de las manos. Pero su trabajo implica ese tipo de riesgos, y él lo sabe, por eso debe decidir si acepta una propuesta más que interesante para dar un golpe a un banco que podría proporcionar más de doce millones de dólares; sin embargo, la policía les ha descubierto y les siguen en todos sus movimientos. ¿De dónde han salido tantos agentes del la ley? ¿Deben seguir con el trabajo del banco o separarse para que cada uno siga su camino? Descubrir que la brigada de Vincent Hanna sabe quienes son no altera la decisión del equipo de Neil, porque saber que les vigilan es un punto a su favor, y así se lo harán saber a sus perseguidores, poco antes de desaparecer sin dejar rastro.


Michael Mann
ofreció su mejor versión como director en este thriller que impacta desde su inicio, cuando se produce el asalto al furgón, la primera escena de acción que sirve para presentar a los dos bandos opuestos (aunque similares), y en particular a sus líderes, quienes no tardan en admirarse y en reconocerse como iguales. Heat es una historia de personas al límite, que no encuentran otro camino que llene sus vidas, sino es haciendo lo que saben hacer: atracar e impedir atracos. No obstante, para Neil existe un atisbo de esperanza que acabe con su soledad cuando conoce a Eady (Amy Brennneman) e inicia una relación que podría significar la ruptura de la norma que le ha marcado, como también podría romperla su imposibilidad de olvidar unos asuntos pendientes que podrían robarle un tiempo vital del que no dispone. Heat desarrolla su ritmo al compás de la velocidad que exige la ejecución de los trabajos y de las pausas que hablan de relaciones humanas, las cuales aparcan la espectacularidad de las escenas de acción. Pero sea uno u otro caso, el metraje funciona como un reloj de precisión que no marca las horas, sino la tensión dramática que condena a esos dos individuos semejantes a enfrentarse, aunque no lo deseen: sea en la intimidad (durante su charla en la cafetería) o durante su trabajo (el espectacular atraco al banco), porque son lo que son y ninguno de los dos puede huir del lado del espejo en el que son.



martes, 10 de enero de 2012

El último mohicano (1992)


Hay películas que son versiones de otras y también hay aquellas que son nuevas adaptaciones de novelas ya trasladadas a la gran pantalla. Conviene distinguir entre ambos casos, aunque, en el film que aquí ocupa, sería indiferente, pues vendría a ser los dos. Sin riesgo a errar, se puede afirmar que El último mohicano (The Last of Mohicans, 1991), el de Michael Mann, es ambas: una nueva versión de la novela que adapta y una revisión de una película anterior. Mann se basa en el libro homónimo de James Fenimore Cooper y en el guion que Philip Dunne escribió para la adaptación realizada por George B. Seitz en 1936. En realidad, salvo en su parte final, guarda mayor relación con el film de Seitz —algunos de sus diálogos se escuchan sin apenas variaciones en la película de Michael Mann— que con el libro, pero esto apenas tiene importancia cuando los bosques, las montañas, las corrientes fluviales y el movimiento de los personajes inundan la pantalla de emoción, lucha, romance. Michael Mann maneja la aventura aprovechando el espacio natural por donde Ojo de halcón (Daniel Day-Lewis), Uncas (Eric Schweig) y Chingachgook (Russell Means) salvan a las hermanas Munro de morir bajo el cuchillo de Magua (Wes Studi). Es un espacio en guerra, donde la sangre corre y el amor surge y conecta a un hombre y a una mujer que sabemos indiferentes a los convencionalismos europeos. Varios de los personajes lo son: tres hombres libres, dos de ellos los últimos del antaño orgulloso y poderoso pueblo mohicano y una mujer británica que encuentra fascinante esa frontera norteamericana que le acerca a un mundo nuevo para ella, un mundo bello y natural, hogar de los mohicanos y de otros pueblos antes de la llegada de los holandeses, ingleses y franceses, estos dos últimos en lucha por la hegemonía en los territorios de Norteamérica.


La década de 1990 quizá no fuese un periodo floreciente para las producciones de aventuras, pero vivió el enésimo renacer del western; y aventura y western confluyen en esta versión de Michael Mann de la novela de Cooper, que presta mayor atención al film de Seitz que al libro porque, al parecer, fue la primera película que el director, productor y guionista recuerda haber visto. De cualquier forma, El último mohicano tiene su propia manera penar la historia de amor, de supervivencia y de lucha en un entorno entre los ríos Hudson y Potomac sumido en un conflicto bélico que enfrenta a los imperios de Francia e Inglaterra en sus colonias norteamericanas, años antes de que se produjesen la Guerra de la Independencia y la Revolución Francesa. El conflicto colonial afecta a los hombres y mujeres que han creado su hogar y echado raíces en unas tierras en las que desean vivir en paz, ajenos a los caprichos de los reyes europeos que nunca las han pisado, y que nunca se han preocupado por ellos, pues sólo buscan beneficios económicos y la supremacía político-militar.


El hecho de ser súbditos de la corona británica obliga a los civiles a formar parte de la milicia, cuestión que aceptan bajo la promesa de que podrán regresar a sus hogares si existe algún indicio de que sus familias se encuentran en peligro. Poco importaría a los oficiales ingleses como el mayor Heyward (Steve Waddington) la palabra dada a hombres que deben acatar y luchar por un rey que no significa nada para ellos, ya que es esa tierra y sus familias, nacidas en ellas, su verdadera patria (años después este hecho, sumado a otro tipo de cuestiones político-económicas, provocaría la Guerra de la Independencia). Pero Michael Mann no se centró en cuestiones históricas ni políticas, se decantó por la aventura bélico-romántica cuyo marco histórico es el enfrentamiento colonial entre dos imperios que no se interesan ni por los colonos ni por los nativos, salvo para sus fines soberanos y comerciales. Esa realidad no escapa al entendimiento de Ojo de Halcón, ni a su padre adoptivo Chingachgook ni a su hijo Uncas, los dos últimos mohicanos. Para estos tres personajes, la naturaleza forma parte de su hogar y ellos forman parte de ella. El espacio que tramitan les proporciona cuanto necesitan, por eso es el único reino que consideran defender, no son súbditos de los reyes de más allá del mar, son hombres libres. No obstante, no todos comparten su postura, pues muchos son los colonos que todavía asumen la idea de lealtad a una corona que les exige su participación en la guerra, pero que no cumple la palabra dada. Michael Mann dibujó un escenario natural de gran belleza que se convierte en el testigo de las luchas y del amor que surge entre Ojo de halcón y Cora (Madeline Stowe), la hija del coronel Munro (Maurice Roëves); asimismo, también mostró la tragedia que se gesta en el corazón de Magua, miembro de la tribu Hurón, quien solo se rige por el odio y el deseo de venganza que únicamente se saciaría con la muerte de toda la descendencia de Munro, el culpable de la muerte de sus hijos y de la separación de su esposa. Con la lucha entre las monarquías europeas de fondo, la acción se desarrolla a la perfección, siempre acompañada por un fondo musical de gran calado y por una fotografía que muestra la belleza de los espacios abiertos por donde corren los protagonistas, ofreciendo una imagen romántica y a la vez brutal de una época en la que sobrevivir sería el reto y la obligación para seres como Ojo de Halcón y Cora.