sábado, 31 de agosto de 2013

Novecento (1976)


Convertido en uno de los cineastas más prestigiosos de su generación gracias a títulos como La estrategia de la araña (1970), El conformista (1970) o El último tango en París (1972), Bernardo Bertolucci pudo llevar a cabo un proyecto que inicialmente estaba destinado a ser una serie de televisión. Novecento (1976) se realizó en régimen de coproducción, lo que permitió conseguir la financiación necesaria para llevar adelante esta superproducción que narra las luchas sociales e ideológicas que se producen en Italia a lo largo de la primera mitad de una centuria que trae consigo la muerte de Giuseppe Verdi (27 de enero de 1901) y la prolongación en el tiempo del régimen social dominante en el siglo anterior. Pero también se produce un doble alumbramiento en la hacienda de los Berlinghieri, donde el mismo día nacen dos bebes, Olmo y Alfredo, aunque en ambientes distanciados por las diferencias heredadas que se perpetúan en ellos, a pesar de la amistad que les une desde críos. La familia Berlinghieri pertenece a la clase privilegiada; patrones, hijos de patrones y cuna de futuros patrones como Alfredo (Robert De Niro). Mientras, el destino de Olmo (Gérard Depardieu) se encuentra marcado por los abusos de aquéllos, pues él es uno más dentro del campesinado que trabaja los campos de terratenientes que piensan en ellos como parte de sus posesiones. Los Dalcó fueron y son jornaleros condenados a acatar imposiciones que les denigra a vivir una existencia de miseria, donde el hambre y la injusticia van de la mano, sin embargo, las nuevas corrientes ideológicas les permite una mejora que los amos no están dispuestos a tolerar. Novecento arranca en un presente durante el cual un grupo de campesinas persiguen a un hombre y a una mujer que huyen desesperados, mientras, en la casa del patrón, un niño encañona con una escopeta a un individuo que se encuentra a punto de entrar en la vejez. Para comprender estos dos hechos iniciales, Bernardo Bertolucci empleó un flashback que abarca la práctica totalidad de una película que supera las cinco horas de metraje, y que regresa al instante puntual que ubica la historia en el día de la muerte del gran compositor italiano, cuyo fallecimiento precede al nacimiento de Olmo y Alfredo. A partir de ahí, el film avanza en el tiempo, mostrando el acercamiento y el alejamiento de los dos muchachos que representan las dos posturas que en ningún momento, salvo en breves instantes, logran acercarse, imposibilidad que ya se observa en la relación existente entre los abuelos de ambos (Burt Lancaster y Sterling Hayden) o en los abusos que se observan antes y durante la ascensión del fascismo en el país transalpino. Novecento se ubica en una hacienda que vendría a individualizar los sucesos generales que se producían en el país, siguiendo la concienciación del proletariado ante los abusos de los terratenientes, quienes para prevalecer ante las nuevas corrientes político-sociales apoyan el fascismo como medio de frenar el comunismo o el socialismo que amenazan su acomodado modo de vida. Y como consecuencia de su apoyo financiero, social e ideológico, los camisas negras se propagan empleando la violencia y la sin razón que se encuentran representas en Attila (Donald Sutherland). La perspectiva asumida por Bernardo Bertolucci muestra su simpatía hacia los desheredados como Olmo, a quienes convierte en víctimas de los excesos de patronos y de la intolerante ideología que han encumbrado. Así pues, el joven Dalcó asume una postura que se opone al régimen que representa su amigo Alfredo, que, a pesar de ser consciente de la barbarie que le rodea, se muestra pasivo, sin decidirse a cambiar aquello que sabe injusto, dominado por el conservadurismo del pasado y por la apatía de un presente donde estalla el conflicto de clases que, como simboliza el final del film, se perpetuará más allá de la ancianidad de sus protagonistas.

viernes, 30 de agosto de 2013

Vidas rebeldes (1961)


Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) pasó a la historia como el último largometraje que protagonizaron Clark Gable y Marilyn Monroe, pero en ella se descubre una vez más el interés de John Huston por profundizar en el comportamiento de individuos fuera de contexto. En este caso concreto cowboys que han deambulando de aquí para allá asumiendo una existencia nómada en busca de la libertad que ya no encuentran en un presente donde el progreso ha cambiado su entorno, y dentro del cual cada vez les resulta más complicado mantener su forma de vida. Esta característica de presentar inadaptados sociales, o si se prefiere perdedores, resulta una constante en la filmografía del cineasta, hecho que explica que los vaqueros sean personajes más complejos y posean mayor interés que el de Roslyn (Marilyn Monroe), la protagonista femenina que se encuentra en Reno para tramitar su divorcio. La joven, que a primera vista destaca por su belleza corpórea, llama la atención de Guido (Eli Wallach) y de Gay Langland (Clark Gable), quienes no dejan escapar la oportunidad de acercarse a ella sin apenas detenerse en mirar a Isabelle (Thelma Ritter), la amiga que la acompaña y que no goza de su presencia física. Resulta innegable que Roslyn guarda puntos comunes con la propia Marilyn Monroe; en su origen y en sus carencias afectivas se descubren ciertas similitudes con la actriz que le dio vida. Puede que la coincidencia entre el personaje de ficción y el ser real que lo interpretó no fuese tal, ya que el guión fue un regalo que Arthur Miller, por aquel entonces cónyuge de la estrella, escribió para su esposa; de hecho, en ocasiones parece como si el famoso dramaturgo tomase como fuente de referencia la vida de la actriz, quizá en un empeño por recuperar su deteriorada relación matrimonial. John Huston fue la primera opción del escritor, a él envió el texto para convencerlo de que se hiciese cargo de su adaptación a la gran pantalla, encargo que Huston aceptó tras leer el guión, aunque por lo visto no quedó satisfecho con el resultado, sobre todo por la interpretación de la estrella femenina y por un final que no pudo cambiar ante la insistencia del dramaturgo. Retomando la historia de los inadaptados (misfits), Roslyn se sumerge en un mundo que no comprende, donde el modo de vida de los cowboys le resulta violento. Herida en su sensibilidad observa como los rudos vaqueros se dejan la piel en peligrosos rodeos donde se hieren o hieren a sus monturas, y que nada les reporta, salvo la tristeza de saberse condenados a desaparecer. El sufrimiento que descubre, y que también le afecta, se agudiza cuando, sin otro medio de subsistencia, acompaña a sus nuevos amigos en una cacería de caballos salvajes a la que se une Perce Howland (Montgomery Clift), el otro personaje masculino de entidad, que decide participar para conseguir unos cuantos dólares. Y al igual que sucede con el veterano, en Perce habita la decepción de un tiempo moderno donde no encuentra su lugar, pues el mundo que conocían inevitablemente ha quedado atrás, abriendo paso a otro tipo de existencia a la que Gay se resiste, temeroso de perder su identidad, por eso se niega a dejar de hacer lo que siempre ha hecho, porque para él es la única manera de acariciar aquella sensación de libertad que ha desaparecido en el presente en el que se descubre enamorado de la muchacha.

jueves, 29 de agosto de 2013

El puente (1959)

La perspectiva asumida por Bernhard Wicki para dar forma a su acercamiento a la pérdida de la inocencia de los adolescentes protagonistas de El puente (Die brücke) alcanza una de las cotas más sinceras y descarnadas del cine anti-belicista alemán. Para estos muchachos jugar a ser soldados significa su entrada en el mundo adulto, al tiempo que les permite continuar viviendo en la falsedad pregonada por el régimen desde antes del inicio del conflicto armado. Aunque en ese momento presente, de derrotismo y derrota inminente, sus mayores han dejado de creer en las palabras que han llevado al país a la destrucción. Los primeros minutos de la película muestran a los jóvenes en la escuela, a donde acuden vestidos con sus pantalones cortos, símbolo de que aún no han alcanzado la madurez que pretenden poseer cuando asumen su condición de soldados. Dentro del ambiente escolar, más acorde con su edad, se observa su desconocimiento del significado real de la contienda que amenaza su adolescencia para convertirlos en víctimas directas del sinsentido responsable de la destrucción, de la muerte y de la decepción que cobra forma en las palabras del profesor de Historia o en los soldados que, hacia el final de la película, huyen de la muerte atravesando el puente que da título al film. Pero antes de llegar a eso, en su entorno familiar se descubre la preocupación de las madres ante la certeza de que sus hijos serán reclutados y enviados a una muerte segura, se observan las discrepancias entre padres e hijos o las relaciones entre los adolescentes, ya sea la amistad de Hans (Falker Bohnet) y Albert (Fritz Wepper) o los primeros amoríos de Klaus (Volker Lechtenbrink). Sin embargo todo esto queda atrás cuando reciben la orden de incorporarse al servicio activo, para ellos es la confirmación de que van a formar parte de esa grandeza que les han inculcado desde la cuna, por ello reaccionan con alegría, salvo Hans, que ha sufrido las incidencias de la guerra en un bombardeo del que no duda en decir que le provocó miedo. A lo largo de sus minutos El puente dibuja una imagen sincera de esos chicos que han crecido y vivido dentro del engaño que han idealizado en sus mentes, condicionadas por aquellas mentiras en las que ya nadie cree, salvo ellos, manipulados por las enseñanzas que han formado parte de su cotidianidad. No dudan, ya que son incapaces de comprender que lo repetido hasta la saciedad no es más que la mentira de un falso patriotismo y de la falsa idea de superioridad. Hacia la mitad de la película esta circunstancia se pone de manifiesto en el discurso de un comandante que, consciente de la inutilidad de sus palabras, proclama a las tropas el deber y el honor de morir defendiendo un trecho de suelo, pues eso significa defender Alemania. La arenga queda grabada en las mentes de los muchachos, al igual que la exclamación <<¡vencer o morir!>>, que se convierte en el credo de los siete cuando son enviados a defender el puente de su localidad natal. Durante el transcurso de los hechos narrados por Wicki se descubre decepción y desencanto en los adultos, como consecuencia de haber creído en aquellos que solo han traído pérdidas, dolor y sangre. Sin embargo, la realidad idealizada por los adolescentes escapa al pesimismo dominante, porque, desde su nacimiento, han sido víctimas de la manipulación del sistema y de sus mayores, que lo apoyaron o aceptaron. Esta circunstancia se expone con mayor detenimiento en Jürgen (Frank Glaubrecht), convencido de que la gloria de morir en el frente le permitiría emular a la figura paterna que intenta sustituir cuando se viste el uniforme que lo acerca a la heroicidad que se convierte en el centro de su pensamiento, compartido con el resto de sus compañeros, porque para ellos vestir el uniforme significa participar de la gloria que les han hecho creer, sin comprender que solo es la falsedad que les conduce a un sacrificio inútil.

Jason y los argonautas (1963)

Con el paso del tiempo los efectos especiales han ido superando limitaciones impensables años atrás, olvidándose de miniaturas y maquetas, para centrarse en las múltiples opciones que ofrecen las nuevas tecnologías. Sin embargo, el encanto de los efectos especiales de Jasón y los Argonautas (Jason and the Argonauts) continúa vigente, ya que éste reside en la ilusión y el ingenio empleado por su creador. Por tal motivo no resulta extraño que se haga referencia a esta película por el trabajo realizado por Ray Harryhausen, maestro del stop-motion y responsable de los excelentes logros visuales que transportaron a los espectadores de la época al mundo mitológico por donde los héroes de la Argos surcan los mares en busca del vellocino de oro. De modo que a estas alturas no cabe la menor duda de que Jasón y los argonautas sea un clásico del cine fantástico, pero lo es más por la excelente labor de Harryhausen que por la dirección de Don Chaffey, resuelta de modo irregular, aunque sin llegar a mermar la simpatía que despierta una aventura plagada de numerosos peligros, que los héroes deben salvar durante la búsqueda que les enfrenta a terribles criaturas como Talos, la gigantesca estatua de bronce, o el ejército de esqueletos que surge de las entrañas de la tierra (la escena más recordada del film, en la que Harryhausen estuvo trabajando durante cinco meses). La idea de alcanzar fama y gloria convence a los argonautas para acompañar al joven Jasón (Todd Armstrong) en su viaje hacia el destino escogido por los caprichos de las deidades del Olimpo. Entre los héroes que lo acompañan se encuentran Peleo, Castor y Heracles (Hércules en la película), para sus compañeros el más fuerte y valiente, aunque en un momento puntual se muestra como el más torpe y el de menos luces, pues desoye las advertencias de su capitán cuando llegan a la isla de Talos para aprovisionarse. Además de héroes, semidioses, criaturas gigantescas y mitológicas, en Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts) se dan cita los dioses, caprichosos en sus manejos y en sus diversiones, capaces de jugar con la vida de los mortales para apartarse brevemente de su apatía, como hace Zeus (Niall MacGinnis) cuando pone en el trono de Tesalia a Pelias (Douglas Wilmer), un rey a quien ciega su ambición y a quien Jasón tendrá de derrocar como parte de su venganza, que no es sino el designio de la máxima deidad del Olimpo. Pero el mortal no ha caído en desgracia, ya que Hera (Honor Blackman) le ayuda en su fantástico viaje a través de mares en los que se encontrará con tierras extrañas, plagadas de seres amenazantes como las arpías, la Hidra o el monstruoso gigante de bronce que se despierta como consecuencia de la inconsciencia de Heracles.

martes, 27 de agosto de 2013

La saga de Gösta Berling (1924)


Su calidad cinematográfica es incuestionable, pero este clásico del cine mudo a menudo se recuerda por la participación de una joven actriz que no tardaría en convertirse en un mito del celuloide. Greta Gustafsson más conocida por su nombre artístico Greta Garbo destacó en este drama romántico en el que interpretó a una de las enamoradas del personaje principal. El papel de Elizabeth no fue el primero que interpretó la actriz, aunque sí sería el más importante hasta esa fecha, en la que se puso en manos de uno de los cineastas más reputados del periodo silente sueco. El realizador Mauritz Stiller la tomó bajo su protección, cambiando su nombre real por aquél por el que sería conocida y recordada por todos los amantes del cine. Además, cuando el productor Louis B. Mayer le propuso dirigir en Hollywood, Stiller se llevó con él a la joven, a quien intentó introducir en la meca del cine-industria para convertirla en su estrella. Pero el director de Erotikon (1920) fue mucho más que el impulsor de la carrera artística de "la divina" Garbo. Junto a Victor Sjöström, otro grande del cine, Stiller fue el cineasta escandinavo más sobresaliente de la etapa muda, con una carrera que se inició en 1912 y que abarca unos cuarenta y ocho títulos entre cortometrajes y largos. Retrocediendo a 1891, dos décadas antes de que se produjese el debut de Stiller, otro personaje destacado de la cultura sueca, Selma Lagerlöf publicó su primera novela, La saga de Gösta Berling; desde ese momento se convirtió en la novelista más reputada y leída en su país natal, donde en 1909 sería galardonada con el premio Nobel de Literatura, siendo la primera escritora en conseguir dicho reconocimiento. La popularidad de las obras de Lagerlöf era tal que resultaba inevitable que Stiller, como también lo fue para Sjöström, realizase adaptaciones cinematográficas de las mismas; así pues, tres de sus películas se inspiraron en escritos de la novelista: la excepcional El tesoro de Arne (1919), La saga de Gunner Hede (1923) y este magnífico melodrama que a la postre sería su último largometraje en Suecia y una de sus obras capitales (como también lo es la primera de las nombradas).


Como solía ser costumbre por aquellos años en producciones de esta envergadura, el film fue dividido en actos (dos) que alcanzan una duración total que supera las tres horas de metraje, tiempo más que suficiente para realizar un detallado recorrido por la sociedad sueca de finales del siglo XIX. Los intertítulos iniciales ubican la trama en Ekeby, en una hacienda donde se descubre a doce desheredados entre quienes destaca la figura de Gösta Berling (
Lars Hanson), de quien pronto se conoce su pasado mediante la analepsis que retrae la historia a cuando, dominado por su afición al alcohol, aquél ejercía de clérigo. En ese primer instante se comprueba que Gösta es un inadaptado, atormentado por su pertenencia a una comunidad hipócrita que le censura, y que él censura desde el púlpito poco antes de abandonarla e instalarse como preceptor de una joven de quien se enamora. Sin embargo, el destino de Berling se antoja trágico, obligado a abandonar a Ebba (Mona Masterson) como consecuencia del plan urdido por la madre de aquélla. La primera parte de La saga de Gösta Berling (Gösta Berlings saga) muestra la imposibilidad que domina la existencia del protagonista, al tiempo que presenta a los personajes que marcan el desafortunado camino por el que transita el rebelde. Así se descubre a Margaretha (Gerda Lundequist), la mujer del jefe de Ekeby, de quien se rumorean infidelidades que salen a la luz en una de las fiestas que allí se celebran. Este hecho provoca su destierro, que sirve para poner fin a la primera parte, en la que también aparece otro personaje clave en la vida del clérigo, Marianne Sincleir (Jenny Hasselqvist), la joven cuyo padre (Sixten Malmerfeldt) la repudia cuando se entera de su escarceo amoroso con Gösta. La segunda mitad se inicia recordando los hechos que cerraron la anterior, para posteriormente mostrar como Berling toma a Marianna bajo su protección, en ese instante parece que por fin el amor corresponde al antiguo religioso, sin embargo, solo es un espejismo que se rompe a raíz de la desventura de la mujer del jefe. El personaje de Margaretha cobra mayor importancia al convencerse de que para redimirse debe expulsar a los doce caballeros de Ekeby, adonde regresa y donde provoca el incendio que destruye la mansión. La saga de Gösta Berling se centra en la imposibilidad del joven a la hora de alcanzar ese amor que parece rehuirle constantemente, no obstante, en la figura de Elizabeth se descubre a una joven que sí le ama, no por su aspecto ni por su comportamiento, sino porque comprende que más allá de la imagen de Gösta se esconde un gran hombre, capaz de devolver a Ekeby el esplendor de tiempos pasados.

lunes, 26 de agosto de 2013

Con destino a la Luna (1950)

A mediados del siglo XX existía la creencia de que aquella nación que controlase el espacio controlaría la Tierra, amén de los posibles ataques nucleares que se desatarían en una hipotética Tercera Guerra Mundial. Dicho temor convence a los empresarios estadounidenses de Con destino a la Luna (Destination Moon) para embarcarse en un proyecto espacial con el que pretenden alcanzar el satélite terrestre, algo que hasta ese instante se da por imposible, aunque, como explica el pájaro loco durante la proyección que protagoniza, menos de lo que creen los magnates que se reúnen en la sala donde Jim Barnes (John Archer) les muestra el cortometraje animado donde se expone, desde la sencillez del famoso cartoon, la teoría que piensa llevar a la práctica. En ese momento se alude a la carrera espacial, la cual también se desarrollaría en la realidad, de igual modo se nombra la existencia de un país rival que también se encuentra estudiando la posibilidad de enviar cohetes fuera de la órbita terrestre. Sin embargo en el film de Irving Pichel no se dan nombres propios, en realidad no haría falta, pues los presentes saben perfectamente cual sería su rival; y ante la posibilidad de verse a merced de él aparcan sus dudas y colaboran en el proyecto. Esta producción de George Pal, uno de los productores y cineastas más destacados dentro del género, fue pionera de la denominada edad de oro de la ciencia-ficción, aunque al contrario que la mayoría de sus hermanas genéricas su presupuesto no fue de serie B. Tras la alusión a la seguridad y a la carrera espacial, el equipo se pone manos a la obra para construir la aeronave diseñada por el doctor Cargraves (Warner Anderson), quien en compañía de Jim, del general Thayer (Tom Powers) y de Joe Sweeney (Dick Wesson) (en quien recae un ligero toque cómico) se lanzan al espacio antes de lo previsto como consecuencia de que su viaje se encuentra a punto de ser cancelado por cuestiones políticas. A partir de la cuenta atrás, y durante el tiempo que la tripulación permanece en el interior de la nave, se descubren aspectos que recuerdan a La mujer en la Luna (Fritz Lang, 1927), quizá debido al asesoramiento entre otros de los prestigiosos científicos Willy Ley y Hermann Oberth, que colaboraron con Lang en su odisea espacial. No obstante, en el film de Pichel siempre prevalece el tono didáctico, de tal modo que se expone desde la rigurosidad de un documental en el que se muestra la aceleración de salida, la ingravidez que se crea en la nave al abandonar la atmósfera terrestre, la fuerza de atracción lunar que el cohete aprovecha para alcanzar su destino o los riesgos que implica salir al exterior para reparar el radar, hecho este último que casi provoca que "Doc" se pierda en el espacio. Pero al contrario que sucede en la película de Lang, los astronautas de Con destino a la Luna no pueden caminar alegremente por la superficie lunar sin sus trajes espaciales, ya que las condiciones del satélite nada tienen que ver con las terrestres, realidad física que los personajes aclaran cuando descienden sobre el suelo lunar, donde se preparan para realizar el estudio que les ha llevado hasta allí. Pero las circunstancia y los imprevistos les obliga a cambiar de planes, pues resulta apremiante superar la complicación derivada del alunizaje forzoso en el que se produjo la pérdida de energía en los motores de la nave. Durante la breve estancia en la Luna se observa a los cuatro astronautas tomando posesión del satélite en nombre de su país y por el bien de la humanidad, sin embargo, todo cuanto pretenden realizar, tomar fotografías, estudiar el terreno o recoger muestras minerales, se viene abajo cuando desde la base terrestre les confirman la importancia de los daños materiales sufridos durante el descenso, catástrofe que implica la imposibilidad de despegue si no lo hacen en la menor brevedad y con el menor peso posible. Estos instantes se desarrollan como los más tensos de la expedición, ya que resulta inútil cualquier esfuerzo por aligerar el peso del cohete, por mucho lastre que posan en la superficie parece no ser suficiente para poder realizar el despegue con éxito. Con destino La Luna se expone desde una perspectiva que pretende ceñirse a los conocimientos teóricos de la época, detallando mediante comentarios (o actos) del cuarteto cuestiones como la ingravidez, las fuerzas de atracción y la gravitatoria, la aceleración de salida, la disminución del peso en la superficie lunar u otros aspectos técnicas como las apuntadas por el pájaro loco en el cortometraje animado al inicio del film. Esa misma intención didáctica fue el principal problema con el que se encontraron los responsables de la película a la hora de captar el interés del respetable, que al parecer se aburriría durante la proyección al carecer ésta de momentos de acción o de aventura; sin embargo, Con destino a la Luna resulta un alarde de precisión científica en la que se descubren aspectos que serían empleados en posteriores producciones de este tipo, como la salida al espacio de los astronautas o las dificultades para regresar a la Tierra, aunque ésto último ya había expuesto en La mujer en la Luna (Fraud im mond), y como en aquella también se muestra el sacrificio de los viajeros espaciales en el instante de necesidad extrema.

domingo, 25 de agosto de 2013

Duelo de titanes (1956)

Han sido los muchos los cineastas que ofrecieron su visión del famoso sheriff de Dodge City, pero, por encima de todas ellas, destacan las realizadas por John Ford en Pasión de los fuertes y esta de John Sturges, realizador que reincidiría en el personaje en La hora de las pistolas (Ford también lo haría, aunque desde la caricatura que asume en El gran combate). En cada una de las producciones que se centran en la figura del mitificado representante de la ley se descubren lecturas más allá del hecho de batirse con los hermanos Clayton en el famoso corral O.K. En el caso de Duelo de titanes (Gunfight at the O.K.Corral) domina una perspectiva desmitificadora en la que Wyatt Earp (Burt Lancaster) y John Holliday (Kirk Douglas) se igualan en soledad y en la imposibilidad de mantener más relación que la temporal que surge entre ellos. Así se descubre una visión trágica, violenta, fría y pesimista, en la que no hay cabida para héroes y villanos, ya que todos los personajes muestran comportamientos similares, sin plantearse más cuestiones que aquello que persiguen o que les persigue. De igual modo se comprende que ese espacio dominado por la violencia condena a los más jóvenes, tanto Billy Clayton (Dennis Hopper) como Jim Earp (Martin Milner) sucumben en ese entorno donde aquéllos que emplean las armas como medio de sustento no ven cumplida la treintena. Conscientes de esto se comprende que el Wyatt Earp de John Sturges sea un individuo que actúa condicionado por su manera de entender el medio donde se desenvuelve, circunstancia que le obliga a formar parte de la violencia que impera a su alrededor. Algo similar puede decirse de Holliday, un ser atormentado en un presente en el que se encuentra desahuciado y vacío. Así pues, sin nada por lo que merezca la pena luchar, se le observa al lado de Kate (Jo Van Fleet), a quien no ama y con quien mantiene una relación destructiva en su vagar por pueblos del oeste donde se ha labrado la reputación de matón que aumenta el rechazo de los demás. Desde la primera imagen se comprueba que la autodestrucción de Holliday no solo nace de la tuberculosis que padece, sino también de su convencimiento de que la vida no ha cumplido las expectativas creadas en un pasado lejano que ya solo forma parte de recuerdos que le atormentan en el presente. Sin embargo, su relación con Earp le permite un sentimiento al que aferrarse, porque éste sería lo único positivo en su maltrecha existencia, por eso no duda en seguirlo y ayudarle, aunque con ello deba soportar las vejaciones de Johnny Ringo (John Ireland). En ese breve periodo de relación con Wyatt, Holliday se muestra diferente, recupera parte de aquéllo que algún día fue: incluso demuestra ser un hombre de honor al cumplir la palabra dada a ese amigo que no es muy distinto de él, salvo por la placa de latón que le convierte en representante de la ley. La amistad entre iguales se inicia desde la lejanía para poco a poco transformarse en admiración silenciosa y en la necesidad de saber que existe alguien capaz de comprender el por qué de sus actos, que surgen de la desesperación y de la obligación que las propias mentes de los antihérores provocan. Cuanto sucede dentro y fuera de los personajes confirma la negación de que puedan alcanzar la plenitud que ellos mismos parecen negarse, porque posiblemente ambos están convencidos de que nunca podrá ser; de ese modo se sabe que tanto la enfermedad y la desilusión que aquejan al jugador como el oficio de Earp y su pensamiento les imposibilita el acceso a otro tipo de existencia más plena, como sería la de mantener su amistad más allá de Tombstone o la que acaricia Wyatt cuando conoce a Laura (Rhonda Fleming), a quien abandona porque antepone su visión del mundo en el que habita por encima de cualquier otro sentimiento o sensación. 

Trece días (2000)


El 8 de enero de 1959 los rebeldes castristas entraron victoriosos en La Habana, poniendo punto y final al gobierno de Fulgencio Batista. Durante el tiempo que siguió a aquel momento de cambio, el destino político del país caribeño se convirtió en un enigma para soviéticos y estadounidenses. Ninguna de las dos potencias tenía claro hacia qué bando se decantaría el régimen liderado por Fidel Castro. Inicialmente, la postura castrista se mantuvo al margen del enfrentamiento entre capitalistas y comunistas; sin embargo, en 1960, el dictador rompió el tratado cubano-estadounidense, y en enero de 1961 su relación con la administración Kennedy. Dos días después, el 6 de enero, el primer ministro soviético, Kruschev, anunciaba la adhesión de Cuba al bloque socialista. La consecuencia inmediata de aquel anuncio no se hizo esperar y las relaciones cubanas con sus vecinos del norte se tensaron hasta el punto de que, en abril de ese mismo año, un contingente de exiliados cubanos, entrenados en los Estados Unidos, intentó la invasión de la isla caribeña. El ataque se produjo en Bahía Cochinos, al sur de la isla, pero con un resultado nada satisfactorio para los intereses de los exiliados y de sus aliados estadounidenses, pero el momento de mayor tensión estaba por venir. Llegaría al año siguiente, a partir del 14 de octubre de 1962, cuando un avión de reconocimiento estadounidense capturó imágenes que desvelaban la existencia de misiles soviéticos de medio alcance, con capacidad nuclear, en suelo cubano, lo cual significaba una clara amenaza para la seguridad de Estados Unidos —similar a la que sentían los rusos con los misiles americanos que les apuntaban desde Turquía. En este punto se inicia el film de Roger Donaldson, que expone el momento de crisis desde la perspectiva de la administración Kennedy. Como señala el título, fueron trece días de miedos, tensiones y presiones, trece jornadas angustiosas que siguieron a aquel instante en el que fueron reveladas las fotografías tomadas por el U2.


Aquel octubre de 1962 fue uno de los periodos más delicados de la Guerra Fría, pues dicho descubrimiento llevó al mundo al borde de una guerra nuclear que, de producirse, sería catastrófica para el planeta, sin distinción de ideologías ni economías. Esta hipotética destrucción total no escapa al razonamiento del presidente estadounidense John F. Kennedy (Bruce Greenwood), aunque sí al de los militares que le rodean y le presionan para que asuma una postura beligerante que justifican como medio de protección de la nación ante lo que ellos consideran un ataque inminente. A medida que avanza el film, se comprueban las diferencias entre ambas líneas; y se comprende que entre los soviéticos sucede lo mismo. Mientras, en Cuba continúan con la instalación de las armas que podrían destruir la costa este de los Estados Unidos. Conscientes de la delicada situación por la que atraviesan, el presidente y sus allegados buscan soluciones que no impliquen ni el desmantelamiento de los misiles americanos instalados en Turquía ni llevar a cabo la propuesta de los jefes del Estado Mayor, que no sería otra que la de destruir las armas nucleares que les apuntan e invadir la isla para que no vuelva a producirse un hecho similar. J.F.K y los suyos saben que dicha acción implicaría una represalia inmediata por parte de los soviéticos (posiblemente en Berlín), y ellos, a su vez, se verían obligados a responder, dando pie al indeseado enfrentamiento que en todo momento el presidente pretende evitar.


Finalmente, la cordura prevaleció y las armas nucleares fueron desmanteladas y sacadas de suelo cubano, aunque la existencia de los arsenales nucleares continuó siendo una realidad y una amenaza que implicaba la posibilidad de que en cualquier momento otro incidente provocase su empleo. Aparte de no verle finalidad narrativa al intercambio de la fotografía en blanco y negro y en color, Trece días (Thirteen Days, 2000) resulta ágil en su narración de la situación límite, que pudo acabar con el mundo tal y como se conoce en la actualidad, e intenta reflejar los distintos momentos de un incidente que fue una advertencia que el cine no pasó por alto, de ahí la aparición de films que se posicionaron a favor del desarme, como sería el caso de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú (Doctor Strangelove, Stanley Kubrick, 1964), Punto límite (Fail Safe, Sidney Lumet, 1964) o la intriga política Siete días de mayo (Seven Days on May, John Frankenheimer, 1964), donde se baraja la posibilidad de un golpe de estado, como el que se insinúa en determinado momento de Trece días. A diferencia de estos clásicos, Trece días se expone como un documento fílmico que busca la exactitud de los hechos acaecidos durante aquellas dos angustiosas semanas, aunque, claro está, al uso de Hollywood y para lucimiento de su estrella, Kevin Costner, también productor del film. Para Costner fue un doble reencuentro, por un lado volvía a ponerse a las órdenes de Donaldson, con quien había trabajado en No hay salida (No Way Out, 1987), y por otro regresaba a un film de intriga política basado en hechos reales, en un intento por emular el éxito y la calidad de la excelente J.F.K. Caso abierto (Oliver Stone, 1991).



sábado, 24 de agosto de 2013

King Kong (1933)


 

Esta producción, uno de los grandes hitos del cine fantástico de aventuras, inicialmente iba a ser un documental sobre gorilas, o al menos tal era la idea que rondaba por la mente de Merian C. Cooper antes de comprender que no conseguirían la financiación necesaria para llevar a cabo el proyecto. Al parecer, ante la falta de medios, a Cooper se le ocurrió un modo distinto para acercarse al mundo de los simios y en compañía de Ernest B. Schoedsack, con quien formó durante años una reconocida pareja de documentalistas, optó por filmar esta variante del mito de la bella y la bestia que destaca por su carácter onírico-fantasioso y por los espectaculares y sorprendentes efectos especiales desarrollados por Willis O'Brien, los cuales juegan un papel fundamental en el desarrollo de un amor imposible, ya que el verdadero protagonista es ese simio gigantesco que se deja deslumbrar por la belleza que descubre en la joven actriz de quien se enamora, sin comprender que nunca será correspondido. Pero anterior al paseo del gorila por las avenidas de Nueva York se puede descubrir en El mundo perdido (The Lost WorldHarry Hoyt, 1925), basada en la novela homónima de Arthur Conan Doyle, un antecedente en un dinosaurio que destroza las calles de Londres después de ser apartado de su lugar de origen, que, al igual que el espacio ocupado por el rey Kong, se encuentra anclado en el tiempo.


Aparte del hecho de que Kong no fuese el primer coloso en caminar por una gran urbe, King Kong (1933) es una producción pionera en el uso de miniaturas, maquetas y trucajes que posibilitaron que sus contemporáneos pudiesen observar la lucha de este enamorado por alcanzar lo imposible o, dicho de otro modo, por conseguir la belleza cegadora y que le lleva hasta lo más alto del Empire State Building, donde se produce una de las muertes más líricas del cine fantástico. Con tales sentimientos guiando sus pasos no se puede decir que el simio, hipnotizado por la hermosura de su musa rubia, sea el
 monstruo de la función, ni siquiera lo son los fieros dinosaurios que habitan en el mundo prehistórico en el que irrumpe el verdadero villano, que no sería otro más que la ambición que habita en Carl Denham (Robert Armstrong), el cineasta cuyo único pensamiento gira en torno a los beneficios que le podría reportar su nueva película, y posteriormente los que conseguiría al exhibir a la excepcional criatura. De ese modo, guiado por su ambición, Denham se desentiende de la seguridad de quienes le acompañan en la expedición a la misteriosa isla al oeste de Sumatra, cuestión que ya se percibe desde el momento de su presentación al inicio del film, cuando el barco todavía se encuentra anclado en el puerto de Nueva York a la espera de conseguir una actriz para su próximo film. Sin embargo, su mala reputación provoca el rechazo de las actrices, contratiempo que le convence para salir a la calle y descubrir a una chica que le sirva como la víctima de su historia. En todo momento Denham es consciente del destino al que se dirigen, aunque por algún motivo mantiene sus conocimientos en secreto, sin compartirlos con quienes se implican en la aventura; ni siquiera hace partícipes al capitán Englehorn (Frank Reicher) o a la famélica joven que rescata del puesto de frutas, y a quien convence para que se una a la expedición en calidad de actriz. Esta primera parte de King Kong presenta a los personajes humanos, de igual modo, muestra las relaciones entre los protagonistas y el amor que surge entre Ann Darrow (Fay Wray) y John (Bruce Cabot), el insípido primer oficial del barco en el que navegan rumbo a lo desconocido. No obstante, este comienzo pudo haber sido otro muy distinto si Cooper y Schoedsack no se hubiesen enfrentado a los productores, que pretendían que la acción se desarrollase desde su inicio en la isla de la calavera, cuya ubicación solo es conocida por Denham. En esa tierra perdida en medio del océano se alza la montaña de la calavera y un gigantesco muro de piedra que protege a los nativos que descubren en Ann a la ofrenda perfecta para calmar a la bestia que temen, y que no sería otra más de Kong, el amante condenado a perecer por ese mismo amor que siente. King Kong se convirtió en uno de los grandes iconos de la historia del cine, y en un referente que daría pie a secuelas, remakes y otras producciones donde se descubre la influencia de sus efectos especiales, los mismos que llamaron la atención de espectadores poco o nada acostumbrados a observar a dinosaurios y a un gorila gigantesco enfrentados en una lucha mortal, del mismo modo que les sorprendería descubrir al descomunal simio sembrando el pánico por las calles de Nueva York tras ser apartado contra su voluntad de su hábitat, víctima de la ambición, el mercantilismo y la egolatría que dominan en la personalidad del cineasta, capaz de sacrificar cualquier cosa o persona con tal de alcanzar la gloria que significa mostrar a Kong como un espectáculo de feria sin sentimientos, que sí posee y que le convierte en el héroe romántico de esta mítica producción.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mars Attacks! (1996)


Al inicio de Frankenweenie se descubre a un niño que muestra a sus padres una película que él mismo ha realizado, en ella se pueden observar características que retraen a un tipo de cine de cuando otro niño, Tim Burton, disfrutaba con la ciencia-ficción cinematográfica de serie B. Aquellas imágenes quedarían grabadas en los recuerdos del Burton adulto, como también permanecerían las producciones de terror de la década de 1930 o las realizadas posteriormente en la mítica Hammer. El cineasta nació hacia finales de los años cincuenta, cuando la Guerra Fría y el macarthismo formaban parte del día a día de la sociedad estadounidense, y los espectadores acudían a las salas donde se encontraban con excelentes muestras del género, como lo son La guerra de los mundos, El enigma de otro mundo, La humanidad en peligro o La tierra contra lo platillos volantes, además de Godzilla o Planeta prohibido. Las unas se decantaron por mostrar bestias amenazantes, otras decidieron surcar el espacio exterior y un buen puñado se dedicaron a resistir la amenaza extraterrestre, a menudo marciana, de tal modo que ver a hombrecillos verdes invadiendo el planeta se convirtió en una costumbre y en una metáfora del supuesto peligro comunista. En los años sesenta se produjo un cambio en el género, que empezó a asumir otras posibilidades, sin embargo a Tim Burton no le interesó homenajear a este último tipo de producciones, más serias y reflexivas, como sería el caso de 2001, Una odisea del espacio, sino a las de serie B que completaban las dobles sesiones proyectadas en las salas comerciales. La idea de llevar a cabo su defensa del planeta Tierra se confirmó cuando recordó la existencia de una serie de cromos, Mars Attacks, que circuló por los Estados Unidos durante unos pocos meses, allá por el año 1962. De aquéllas estampas el director de Ed Wood sacó el aspecto que tendrían sus extraterrestres, y así, después de llegar a un acuerdo con la Warner para que la productora adquiriese los derechos de la colección, se puso manos a la obra para dar forma a su película de marcianos de los años cincuenta, rodada con holgado presupuesto a mediados de los noventa con un elenco actoral plagado de rostros populares. Mars Attacks! se desarrolla en distintas ubicaciones geográficas: Washington, Las Vegas o la zona desértica donde aterrizan los extraterrestres que se presentan ante los humanos. Pero al contrario que en las películas que le sirvieron de referencia, Mars Attacks! no se toma en serio, ni a sí misma ni a la invasión de esos pequeños hombrecillos de Marte que llegan a la Tierra en naves similares a las vistas en La Tierra contra los platillos volantes; y al igual que sucede en dicho largometraje los invasores dicen venir en paz; aunque una cosa sería interpretar sus inteligibles palabras y otra muy distinta el observar su violento comportamiento, ya que utilizan su avanzado armamento a diestro y siniestro, destruyendo a todos y a todo aquello que se encuentra en su radio de acción. Por lo visto, estos visitantes no lo hacen para conquistar el planeta, más bien lo hacen para disfrutar y divertirse con el caos que provocan, como si se tratara de una broma con la que pasar el rato, aunque en realidad se trata de una invasión en toda regla. Por mucho que diga el general Becker (Rod Steiger) nada puede el ejército estadounidense contra la tecnología marciana, igual de inútil resulta el discurso del presidente Dale (Jack Nicholson) a pesar de que sus palabras llegan al corazón de los pequeños hombrecillos verdes, pues no logran cambiar la postura belicista de los marcianos. Solo las notas musicales que salen del viejo gramófono de la abuela Norris (Sylvia Sydney) resultan efectivas para frenar el ataque de estos alienígenas que beben directamente de aquel cine donde deambulaban científicos como el profesor Kessler (Pierce Brosnan), militares del estilo de general Becker o políticos como el presidente Dale, además del héroe que ignora serlo, y que en el caso de Mars Attacks! se descubre en la figura de Richie (Lukas Haas), un adolescente incomprendido por su familia, defensora a ultranza de un patriotismo satírico.

martes, 20 de agosto de 2013

La lotería del amor (1954)

Dentro de las comedias producidas en la Ealing, La lotería del amor (The Love Lottery) se distancia del realismo satírico que se observan en sus títulos más emblemáticos. En esta producción dirigida por Charles Crichton la acción se aleja de las islas británicas para desarrollarse en su mayor parte en un idílico paraje inventado, que resalta el carácter fantasioso de esta comedia onírica con ligeros toques de musical, en la que se muestra el irracional comportamiento de las masas ante aquellos que han convertido en ídolos, como sería el caso de Fang, el perro estrella de la productora en la que también trabaja Rex Allerton (David Niven), la segunda figura de la casa. Para este actor, condenado a repetir una y otra vez el mismo papel de héroe de aventuras, el acoso de sus admiradoras ha alcanzado el grado de pesadilla, alterando su equilibrio mental y provocando su temor a perder la cordura. Otro de los problemas a los que se enfrenta Allerton sería la creciente sensación de ser utilizado como un pelele que, al igual que la estrella canina, acata las órdenes de los directivos del estudio sin poder hacer nada más que lo que se espera de él. La realidad en la que se mueve aumenta su necesidad de recuperar la intimidad perdida como consecuencia de su popularidad, forjada en las películas y en las mentes de sus fans. Para poder desarrollar su yo auténtico, esta víctima de la fama y de los intereses de terceros, comprende que debe abandonar el entorno que le ha despersonalizado y regresar a Inglaterra, donde espera volver a ejercer como actor teatral, un oficio más cercano y menos fantasioso que el de galán de celuloide. Sin embargo en su tierra natal tampoco pasa desapercibido, pues su aura de aventurero romántico le persigue y le obliga a continuar deambulando de aquí para allá hasta encontrar ese lugar donde pueda pasar inadvertido. Para Rex la idílica población construida a la orilla de un hermoso y apacible lago significa la esperanza de volver a ser un individuo de carne y hueso, ajeno a la idealización forjada por los intereses del estudio y asumida por sus admiradoras. No obstante, cuando arriba a Tremaggio lo hace temeroso y desconfiado, aunque, para su sorpresa, allí nadie parece reconocerle. Cuanto sucede en La lotería del amor combina la realidad con las pesadillas que turban los sueños del galán, ofreciendo la sensación de que todo el conjunto forma parte de la inventiva de ese personaje desesperado ante quien se presenta un tal André Amico (Herbert Lom). El extraño hace su primera aparición desde las sombras de la habitación del hotel inglés donde Rex reposa poco antes de su llegada a la villa; Amico surge como si se tratase de un Mafistófeles que anhela poseer al actor, y para ello se encarga de preparar la estancia del divo en la pacífica población donde posteriormente se vuelven a encontrar. Pero a diferencia aquél personaje utilizado por Goethe, el empresario no busca el alma de su víctima, sino su imagen, la cual pretende utilizar para aumentar los beneficios de su compañía de apuestas. Para alcanzar dicha meta pone en marcha la lotería en la que Rex se ve obligado a participar a pesar de no querer hacerlo, aunque ésto sería algo habitual en la cotidianidad que le persigue a todas partes. Así pues, atrapado en la red tejida por Amico, se deja engatusar por Jane (Anne Vernon), la matemática que el empresario emplea para captar su atención, pasando por alto la posibilidad de que la chica sucumba ante los encantos de un actor convertido en el premio que aumenta tanto los beneficios de la organización como las fantasías de sus seguidoras. Por un breve instante, La Lotería del amor abandona Tremaggio para mostrar varias imágenes que muestran como la noticia del sorteo desata la locura entre las miles de admiradoras del actor, de entre quienes solo una podrá poseer a la desesperada estrella. En ese instante la figura de Sally (Peggy Cummings), la joven que desde el inicio del film asoma en las pesadillas de Rex, cobra protagonismo gracias a su boleto premiado, el mismo que le permite continuar rechazando su vida real y vivir en la ilusión que ha creado al enamorarse de un héroe que solo existe en el celuloide y en su imaginación.

viernes, 16 de agosto de 2013

Las manos de Orlac (1935)


A principios de la década de 1910 Karl Freund inició su andadura en el cine, medio en el que destacó como uno de los grandes directores de fotografía, trabajando en obras maestras del calibre de El último (Friedrich W.Murnau, 1924), Tartufo, (Fredrich W,Murnau, 1926), Metrópolis (Fritz Lang, 1926), Drácula (Tod Browning, 1931) o Cayo Largo (John Huston, 1948). Pero, además de la labor que le dio prestigio, este cineasta también se dedicó a la realización, debutando en 1921 con Der tote Gast y concluyendo su periplo en 1935 con Las manos de Orlac (Mad Love), aunque continuaría ejerciendo la función que le dio fama  Al igual que muchos de sus compatriotas, Freund emigró a Hollywood donde, entre otras, dirigiría dos clásicos del género de terror: La momia y esta historia que once años antes había sido trasladada a la pantalla por Robert Wiene, para quien fotografió El Golem (1920). La versión de Las manos de Orlac (Mad Love) realizada por Karl Freund denota ciertas influencias del expresionismo alemán en los decorados (las escaleras o la consulta del doctor Gogol (Peter Lorre) se antojan desproporcionadas), en la abundancia de sombras o en la presencia detrás de las cámaras del propio cineasta, que sin duda fue una de las figuras claves del movimiento germano. Sin embargo, esta primera versión sonora se aleja de la silente, sobre todo por la importancia que adquiere el personaje del cirujano, que al contrario que en su precedente expresionista se erige en protagonista de la función, debido al amor obsesivo que en él despierta la actriz Yvonne Orlac (Frances Drake). Como consecuencia, la imagen del galeno evoluciona hasta encajar en el perfil del científico enloquecido por su obsesión, como sucede con el de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), film que influyó en las producciones de terror de los años treinta. La participación de Peter Lorre, encarnando al prestigioso cirujano, ensalza la ambigüedad de su personaje; por una parte resulta inquietante, aunque por otra no puede evitar la lástima que provoca su transformación, la cual se produce como consecuencia de la imposibilidad de acceder a Yvonne, a quien, en su soledad, sustituye por una figura de cera idéntica al ser real. Inicialmente Gogol, que nada tiene que ver con el autor de Almas muertas, acude al teatro donde cada día observa a la hermosa actriz que se ha convertido en el objeto de su deseo y, sin que él lo asuma, en la fuente de la locura que la musa entreve durante su fiesta de despedida. En ese instante, la perturbación del profesor aumenta al descubrir que la diva abandona la profesión para iniciar una nueva etapa en su vida, al lado del famoso pianista y compositor Stephen Orlac (Clive Colin). Pero lo que se prometía como un matrimonio feliz no tarda en convertirse en una trágica relación, consecuencia del accidente ferroviario que priva a Stephen de sus manos. El siniestro se produce poco después de que Orlac observe a Rollo, el asesino a quien trasladan para su ejecución, sin saber que esas manos expertas en el lanzamiento de cuchillos serán las suyas cuando Yvonne, desesperada y consciente de la importancia que su marido concede a sus extremidades, solicite la intervención del galeno que le provocó miedo y repulsión. Y ante las suplicas de la mujer que le ha robado la razón, Gogol acepta complacerla, aunque para ello deba realizar un trasplante que se antoja imposible. De esa manera Orlac puede disfrutar de un par de manos que, en su ignorancia, cree suyas, hasta que se convierte en un ser desquiciado ante la imposibilidad de volver a tocar, lo cual conlleva la alteración en su comportamiento, airado e incluso violento. Al tiempo que se agudiza el tormento que domina al pianista se contempla la soledad en la que habita el doctor, que parece emular a su paciente, pues toca el piano para la muñeca de cera que representa su deseo (a la que llama Galatea), pero al contrario que ocurre con Frankenstein o Pigmalión, él sabe que no puede darle vida. Las manos de Orlac es un film cargado de frustraciones, marcado por los sentimientos que guían a los tres personajes principales, cada uno de ellos condenado a no alcanzar aquéllo que desean, imposibilidad que crea la sensación de locura que domina a los dos personajes masculinos, cargados de la decepción y de la impotencia que altera tanto la personalidad del médico como la del músico.

lunes, 12 de agosto de 2013

El último hombre sobre la Tierra (1964)


La primera adaptación de Soy leyenda (I Am Legend) fue una coproducción italoamericana de la que el propio Richard Matheson se encargó de escribir el guion, que había sido desarrollado para una película cuya producción fue cancelada. El proyecto hubo de esperar varios años hasta que Ubaldo Ragona y Sidney Salkow lo llevaron a cabo, pero con cambios en el primitivo tratamiento cinematográfico que no convencieron al autor de la novela. Lo mismo ocurrió con la dirección del film, por lo que Matheson declinó aparecer en los títulos de crédito con su nombre real, firmando bajo el seudónimo de Logan Swanson. Otra cuestión que tampoco satisfizo al escritor fue la elección de Vincent Price, con quien había trabajado en cuatro títulos de Roger Corman, para el papel protagonista, quizá porque el actor tenía en realidad unos veinte años más que el personaje literario. A pesar del evidente rechazo del creador de Soy leyenda hacia El último hombre sobre la Tierra (The Last Man on Earth/L’ultimo uomo della Terra, 1964), esta se muestra superior a otras versiones posteriores, además no defrauda en su puesta en escena, sobre todo gracias a la presencia de Price, en cuya interpretación se percibe la imposibilidad que tortura al personaje, aquélla en la que se le descubre como un Robinson que habita un mundo muerto, donde se impone una cotidianidad que a duras penas le permite no enloquecer y sobrevivir a la presencia de los mutantes que a la puesta de sol se reúnen delante de su casa, con la única intención de acabar con él, quizá porque ya es el último humano con conciencia de serlo, testigo del fin de la humanidad conocida.


Con cada amanecer despierta un nuevo día, durante el cual Robert Morgan (Vincent Price) —Neville en el original impreso— sustituye los espejos rotos de la puerta principal de su vivienda, lo mismo hace con las ristras de ajos que impiden el paso de las criaturas que poseen la sed de los vampiros legendarios. Poco después se dedica a afilar las estacas de madera que emplea como armas, incluso envía mensajes mediante un transmisor de radio a pesar de que saber que nadie le escucha. La monotonía de Morgan le lleva a transitar por la ciudad, fiel reflejo de su soledad, dedicándose a cazar a esa nueva especie surgida como consecuencia de la pandemia que eliminó a la raza humana de la faz de la Tierra. Y en los momentos de mayor desesperación visita la tumba de su esposa, aunque tampoco allí logra calmar su tormento. Por mucho que le cueste aceptar, las jornadas transcurren marcadas por su desesperanza, rodeado del vacío o de vampiros a los que se ha acostumbrado, porque es consciente de que en el presente solo quedan él y esos seres de movimientos lentos y de mínima capacidad intelectual, que antaño serían hombres y mujeres a su semejanza. Aquella época pasada solo pervive en dolorosos recuerdos que intenta suavizar en alcohol, aunque lo único que consigue son arrebatos de ira y llantos. Mediante la analepsis central, Morgan regresa a los momentos anteriores a la desgracia que lo cambió todo; así se le observa al lado de su esposa (Emma Danieli) y de su hija Kathy (Christi Courtland), del mismo modo que se aprecia la presencia de Ben Cortman (Giacomo Rosi-Stuart), su colega de profesión, con quien trabajaba en el desarrollo de una vacuna contra el virus que nadie pudo frenar, y que finalmente exterminó o mutó a la raza humana. La explicación de su inmunidad llega poco después de que su pensamiento regrese del pasado, en ese espacio donde lo único vivo serían él y el perro que por casualidad se presenta delante de su vivienda; sin embargo, su cruel destino se encarga de privarle de la única compañía que ha tenido durante los últimos tres años, condenándole una vez más a la soledad que semeja eterna. Pero este hombre, que conduce un coche fúnebre como símbolo de su existencia, se aferra a su vida solitaria, violenta y amenazada porque se trata de un superviviente, el último hombre vivo sobre el planeta, convertido en una leyenda entre aquellos mutantes que le temen por ser quien es, alguien ajeno al nuevo orden establecido tras la hecatombe que le ha condenado a vivir una existencia que le desespera. Y sin embargo Bob no siente miedo, como confiesa a Ruth (France Bettoia), la joven que inesperadamente aparece en su vida, y en quien proyecta su última esperanza, que nunca podrá materializarse porque ahora es un inadaptado condenado a la extinción.



miércoles, 7 de agosto de 2013

El vigilante de la diligencia (1954)


Si John Wayne se convirtió en el rostro por antonomasia del western fue debido a sus colaboraciones con John Ford, Henry Hathaway o Howard Hawks, del mismo modo que Randolph Scott lo es del western de serie B gracias a sus trabajos para directores de la talla de Budd Boetticher, Joseph H.Lewis o André de Toth. Este último, cineasta de origen húngaro, fue otro de los "tuertos" geniales de Hollywood, además de ser uno de los realizadores destacados del far west, aunque también se prodigó en el cine negro, en las excelentes Aguas turbias (Dark Waters)Pitfall Ola de crímenes (Crime Waves), y se atrevió con el género de terror en Los crímenes del museo de cera (House of Wax) (revisión en 3-D de la película dirigida en 1933 por Michael Curtiz). Entre sus westerns más destacados se encuentran La mujer de fuego (Ramrod), El honor del capitán Lex (Sprinfield Rifle), Pacto de honor (The Indian Figther) o las seis producciones en las que contó con la participación de Scott, algunas de las cuales presentan ciertas similitudes con los films que posteriormente el actor rodaría a las órdenes de Boetticher. Sin ir más lejos, El vigilante de la diligencia (Riding Shotgun) se inicia con un anhelo similar al que impulsa a los antihéroes del ciclo Rawnon. La voz de Larry Delong (Randolph Scott) informa que sigue la pista del hombre de quien pretende vengarse. Su presentación permite comprender el por qué de su trabajo como vigilante de la diligencia, y por ese mismo motivo no resulta extraño que abandone su puesto cuando se deja engañar por uno de los secuaces de Dan Marady (James Millican), a quien no conoce, pero a quien busca para saldar una cuenta pendiente. De ese modo, cegado por su deseo de ver cumplida su venganza, cae en la trampa tendida por los forajidos, que han planeado asaltar la diligencia para alejar al sheriff y a sus ayudantes de la ciudad a la que Larry llega después de escapar de sus manos. Allí advierte de los hechos y de las verdaderas intenciones de Marady, pues el asalto no fue más que un señuelo para alejar de la ciudad a los representantes del orden; sin embargo, nadie le cree. Su figura provoca recelos entre los habitantes, convencidos de su participación en el ataque a la diligencia; como consecuencia, el espacio por donde Larry transita se vuelve hostil y opresivo, hasta cierto punto similar al que se observa en Cita en Sundown (
Budd Boetticher, 1957); no obstante, la situación y el personaje de aquélla difieren de Delong y de los hechos que le rodean. A pesar del rechazo con el que se encuentra, Larry asume como prioritario ayudar a esos hombres que no piensan permitir que salga en busca del sheriff, ya que consideran sus palabras como una excusa para poder escapar. El cerco se cierra sobre la figura del falso culpable, víctima del engaño del hombre a quien pretende matar y de las sospechas de quienes le juzgan y retienen en el interior de una cantina que se convierte en su refugio. Solo Orissa Flynn (Joan Weldon), la enamorada, Tab Murphy (Wayne Morris), representante de la ley y amigo del sospechoso, y el doctor (James Bell), muestran un comportamiento racional mientras la tensión, la estupidez, los prejuicios y la violencia aumentan a pasos agigantados entre el resto del gentío, que llega al extremo de pensar en el linchamiento, olvidándose de que quizá ese hombre acorralado, a quien conocen y con quien han convivido, esté diciendo la verdad. La puesta en escena de André de Toth fluye rápida y tensa a la hora de enfrentar al antihéroe a la doble situación que escapa a su control, y que le obliga a asumir un comportamiento que no desea, ya que se ve obligado a luchar contra individuos con quienes poco antes había coexistido en paz, y sin embargo, en ese instante de irracionalidad, se convierten en una masa que solo piensa en su propia venganza.