Las primeras imágenes de un Vaquero sin rumbo (Quigley Down Under, 1990) contradicen su título de estreno en España; lo contradicen porque los primeros compases de este western australiano de Simon Wincer muestran un mapa donde se señala el rumbo a tomar por el protagonista, de California a Australia occidental. Pero la cosa no solo se queda ahí, pues el oficio de Matthew Quigley (Tom Selleck) nada tiene que ver con conducir reses, ni con cuidarlas. Pronto deja claro que es un francotirador de primera, quizá el mejor. Siempre con su rifle a mano, demostrando a su contratista que puede alcanzar blancos a más de un kilómetro de distancia. Por eso, Marston (Alan Rickman), tal vez el revolver más rápido de Australia, lo ha contratado: para que dispare. Solo que a Matthew no le gusta descubrir que el cacique que le contrata quiere que dispare sobre aborígenes. Matthew, héroe con las ideas claras, rompe las formas y golpea a su patrón porque considera que el encargo es criminal, aunque en aquella Australia la ley permitía “cazar” al aborigen. Pero en eso consiste ser un héroe, en distinguir entre correcto e incorrecto y posicionarse. Su decisión implica que su contratista le condene a morir en el desierto, en compañía de Cora (Laura San Giacomo), la loca, aunque no tanto como pueda insinuar el que no cese de llamar Roy a ese francotirador que tiene su rumbo marcado: matar a Marston. Por su parte, Cora recuperará su cordura cuando sufra y supere una experiencia traumática similar a la que la llevó a ese estado en el que confunde al héroe con el hombre a quien quiere ver. La trama, los personajes, las situaciones, todo es previsible en una película que no se detiene en nada de lo que propone, que solo transita espacios comunes (como la relación de pareja, el duelo héroe-villano, la postura proaborigen que tanto éxito dio Kevin Costner en Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990), el camino del héroe…) que ubica en la tierra de los canguros y de un pueblo aborigen al borde del exterminio, llevado a cabo por el colonialismo británico y sus descendientes, tipos como Marston, a quien le hubiera gustado nacer en Dodge City y enfrentarse a “Wild” Bill Hickok. La presencia de este villano sin medias tintas, es malo porque quiere y porque puede, apunta lo ya sabido, que el salvajismo que la civilización atribuye a los pueblos nativos lo llevaron consigo los colonos, un salvajismo que se grabó en los genes de los descendientes de aquellos convictos que fueron condenados a las antípodas donde se creyeron superiores y legitimados para hacer y deshacer a su antojo…
jueves, 18 de diciembre de 2025
miércoles, 17 de diciembre de 2025
El hombre de La Mancha (1972)
La simplificación que suele practicarse cuando se traslada un texto a guion cinematográfico o a libreto teatral puede borrar cuanto haya de complejo y honesto en la obra literaria, más si cabe si el libro que inspira es uno tan desbordante como El Quijote, una novela difícil de abarcar, puesto que no solo es eso; es un mirar, un sentir, un caminar, con lo que esto supone. Entonces, ¿qué nos encontramos más allá de la apariencia lograda por Arthur Hiller y su guionista Dale Wasserman? ¿Una caricatura musicalizada de una caricatura universal? ¿La doble capa que asoma en la pantalla, las que Cervantes no precisa señalar porque ambas van con él y con sus personajes? ¿Y tras estas? ¿Nada? Salvo los nombres y algunas situaciones tan populares que todo el público reconoce, aunque gran parte no haya leído ni el primer volumen de las andanzas quijotescas, nada hay de Cervantes ni de Quijote en El hombre de La Mancha (Man of La Mancha, 1972), un musical realizado y producido por Arthur Hiller —el mismo año en el que el mexicano Roberto Gavaldón hacia su adaptación del guion de Carlos Blanco en Don Quijote cabalga de nuevo (1972)—, a partir de la obra televisiva Yo, Don Quijote y del libreto de Dale Wasserman, que también se encargó de la escritura del guion. Para dar forma a ambas, Wasserman se había inspirado en la novela cervantina y quiso crear su propia obra, lo cual siempre es aconsejable, puesto que la que inspira ya existe y qué sentido tendría hacer una copia, más si cabe de una obra inimitable. Y digo que nada hay de Cervantes ni de Quijote, porque El hombre de La Mancha carece de la psicología y la mirada social de la obra, no capta sus matices y se queda en la corteza, en su parte más externa. Ya no diré que la película carece de la personalidad quijotesca, puesto que cada quien ha de encontrar la propia —sobre todo, cuando se trata de crear una obra artística o expresiva—, pero sí señalar la ausencia de la ironía y del afán por mostrar el mundo, riéndose de él, pero también reflexionándolo y fantaseándolo a través de los oídos y ojos de un loco, un iluso, un caballero andante, un humanista, un lúcido, un Quijote…
Los atributos anteriores y más dan una idea de quién es don Alonso, y supongo que algo de todo lo dicho también lo hubo en Cervantes. En cierto modo, atreverse con esta obra maestra de la literatura mundial suena quijotesco, más si cabe si una piensa que adaptar al musical una obra como la de Cervantes (u otra cualquiera) frivoliza, le resta contenido para priorizar la estética kitsch que cae en clichés en los que el autor complutense no tropieza, ni su (anti)heroico hidalgo, caballero andante por antonomasia de las Letras y del imaginario popular —hasta hace apenas unas décadas, cuando el triste hidalgo fue sustituido por personajes que no son quijotescos ni observan el mundo más allá del cuento, puesto que quien lo observa y desvela para nosotros es el autor—, más que le pese a sus allegados (incluso a su autor), que de chocar prefiere hacerlo con molinos de viento que en su mente representan gigantes. Acaso, ¿no lo son? ¿Las alargadas sombras de sus altas figuras cómicas y el sonido de sus astas no amenazan? Pero más allá de la inventiva y de la caballería, en la obra literaria hay realismo y una mirada crítica que desvela la realidad humana de la época. Y esa mezcolanza es la que hace de El Quijote una pieza única y una novedad literaria de la que sí puede decirse “necesaria” y de “rigurosa actualidad”, mucho más actual que tantas obras creadas para sonar a esa “rabiosa” inmediatez que luego pasa y cae en el olvido. La película de Hiller cae en eso, bebe de un éxito de Broadway y se limita a poner en la pantalla imágenes cinematográficas entre canciones, aprovechando la presencia de Peter O’Toole, como Cervantes/Quijote, y Sophia Loren, en el papel de Aldonza, como gancho comercial; escoltados por James Coco en el rol de Sancho Panza. Pero dichas imágenes pronto se olvidan. He tenido que volver a verla porque no recordaba absolutamente nada de El hombre de la Mancha, cierto que la había visto ya hará más de dos décadas, y ahora comprendo porque no guardaba nada de ella en mi memoria…
martes, 16 de diciembre de 2025
Rincones sin esquinas: poesía
Releyendo estas páginas de Rincones sin esquinas, uniéndolas en el tiempo, me vino una idea de poesía, pues tres grandes poetas gallegos asoman por ellas. Entonces, pensando en algunos de sus poemas, reflexiono que el uso de recursos literarios no hace al poeta ni hace que sus versos sean poesía. Son los inasibles; ahí, donde no se puede teorizar, se encuentra el origen de la lírica, del arte, de la búsqueda y del pensamiento humano que va más allá del pensamiento racional, el que no puede racionalizar ni explicar el amor y el odio, el dolor del alma y el gozo, el perdón, la frustración, la envidia, la generosidad, el miedo, la ilusión… todo cuanto hace que la vida lo sea y que merezca la pena, a pesar de los momentos que nos llenan de tristeza. Esta solo es ocasional, a no ser que seas Fernando Pessoa y te digas soy triste. Entonces, si lo sientes así, que eres, no que estás, puedes llegar a ser consciente de ti mismo, como el lisboeta lo era de sí, de sus mil nombres, de sus mil rostros. Llevamos las caras del mundo dentro. Blanco Amor escribió en La catedral y el niño que somos seres poliédricos; nada más veraz para definirnos, aunque no hable de cuáles son nuestras caras. Ahí tendría que sumergirse Rafael Argullol y señalarlos en su descenso a las profundidades del alma, en Visión desde el fondo del mar, cuáles son. Pero vuelvo a la superficie, para decir que la tristeza suele ser un estado intermitente, como pueda serlo la felicidad. Aparecen y desaparecen en nuestro caminar para volver en su ciclo terminable. A veces, las que nos saben mejor tardan en regresar, o quisiéramos que no se acabasen, en ocasiones sentimos que no volverán, pero solo es cuestión de espera, de esperanza y de desesperación. Todo regresa hasta que deja de hacerlo; así de simple y de complejo. Mas lo único que parece que siempre queda ahí, que nos acompaña día tras día, llueva o haga sol, es nuestra capacidad para dialogar con uno mismo y con cuanto nos rodea desde que asomamos por aquí. E inmediatamente después de establecerse el diálogo en nuestras vidas, llega la posibilidad de caer en el dogma e instalarse en él, en la férrea creencia de la que costará liberarse. Sé que existen no dialogantes, pero estos no tienen cabida en páginas como las que comparto en las dos fotografías. Por otra parte, que haya consenso en teorizar la literatura, la poesía, el arte, esto o aquello, e indicar qué y cómo valorar lo que corresponde a la intimidad, no me dice nada; incluso siento que, al establecer e imponer un canon que no me pertenece, se reduce lo poco de libre que hay en mí: mi capacidad de sentir, de emocionarme, de disentir y de entrar en conflicto, a partir del cual puedo construirme, destruirme y reconstruirme desde el primer amanecer hasta la última noche...
Hubo “artistas” cuya obra fue ensalzada y ya olvidada; mientras que otros que en su día fueron olvidados o denostados, hoy son ensalzados. ¿Qué significa ese vaivén o ese capricho? ¿Hay poesía en la distancia? En mi limitación, no me es dado a conocer más que mi emoción ante la creación de otros: no voy a negar que también la propia me emociona. Así, la poesía reside allí donde una forma conecte y emocione a uno de los rostros humanos que me habitan, tantos que dan forman a mi unidad, un todo y quizás una nada que a veces se resquebraja y que siempre se recompone por obra de un milagro que nadie logra explicar. La poesía no solo son versos; igual es una forma de ver la vida y como cualquier forma creativa y expresiva (la propia vida lo es, a la par que destructiva) tiene que emocionar para ser arte, pues el arte, más aún el que siento vivo y que acelera mis moléculas, se sitúa entre la obra y quien la interpreta. No hay arte sin espectador, me digo en alguna página de Rincones sin esquinas; tampoco existe la poesía sin ojos ni oídos que la sientan, me escucho decir mientras corrijo esta última línea. Una canción que no se escucha no llega a ser música; una escultura que permanece invisible no es más que una forma inexistente, ni siquiera un fantasma; un libro sin abrir, es un cuerpo muerto en el espacio. Nadie sabrá de ellas, nadie podrá sentirlas.
¿Donde está el arte, si falta la parte que conecta con el artista? El arte se gesta en la distancia entre el objeto creado por el artista y el sujeto que debe reaccionar ante él, que a su manera también es artista y creador de la idea final de lo que contempla. ¿Puede esa creación invitar a preguntarnos? Por supuesto, pero no en plan filosofía, que me parece un tema más complejo y al tiempo menos natural que un instante que une lo emocional y lo intelectual. Las canciones pueden parecer filosofía, la poesía, también, pero en ambos casos son vivencias personales de quien compone versos, son modos de ver y entender el mundo, el suyo; no sistemas filosóficos complejos. ¿El arte está vedado para el filósofo y la filosofía para el artista? No hay una respuesta clara, ni aún para un Platón que en ocasiones hacía poesía más que filosofía. Pero un poema escapa a la lógica, a lo racional, no busca una respuesta ni una teoría que la acompañe. Se expresa y en esas ideas que nos llegan ya sea en verso, en prosa o en un silencio se pueden encontrar verdades, en el sentimiento, en la emoción, en la comunión entre los versos y la interpretación que les damos, la que a algunos puede erizarnos el bello, generarnos la sensación de que un rayo cósmico recorre nuestro cuerpo en un segundo de vértigo o, si la comunión entre ambos extremos falla, dejarnos tal como estábamos, sin pena ni gloria…
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lunes, 15 de diciembre de 2025
Fragmentos de nada: nacimiento de un mundo
El hijo de Saúl (2015)
Se puede representar el infierno creado durante el periodo nacionalsocialista en campos de concentración, que primero fueron de internamiento de “enemigos de Alemania” y posteriormente de muerte a gran escala, campos creados y manejados con suma eficiencia por la maquinaria de un Estado en manos asesinas. Pero dudo que cualquiera de las representaciones cinematográficas realizadas hasta la fecha (y por realizar) puedan captar, recrear y transmitir mínimamente el padecimiento, la pérdida de identidad, el derrumbe emocional y moral más allá de la apariencia que los distintos autores quieran o puedan darle en una pantalla donde la realidad queda fuera; a decir verdad, no hay libro ni película que pueda revivir el pasado, traerlo al presente, puesto que todo pasado ya es inexistente, incluso el que sintamos que puede alcanzarnos. De él, solo nos llegan ecos, sombras y espectros, ideas sin cuerpo. Así, la historia intenta crear un esqueleto para el ayer, y nos trae imágenes momificadas. Por otra parte, en su intención de darle forma, de dotarlo de imagen y sonido, de desvelar sus llamas y la muerte dominante en su reino, el cine y la televisión han aumentado las distancias entre lo expuesto a través de ambos medios y la construcción mental que exige una aproximación intelectual y emocional más compleja. Hoy, como la comida prefabricada, los medios que nos bombardean a cada instante ya nos dan hecha esas construcciones. Lo cual no es beneficioso para el pensamiento ni el sentimiento, aunque la comodidad sea seductora y parezca protectora.
<<El 2 de octubre de 1944 se produjo la rebelión. Se fraguó un complot entre los 243 griegos y el resto de nacionalidades de la Sonderkommando. […] El 24 de octubre tuvieron lugar las últimas Kommissionen o gasificaciones y el 12 de diciembre de 1944 empezó la demolición de los crematorios.>>
Eddy De Wind: Auschwitz última parada. Cómo sobreviví al horror (1943-1945) (traducción de Julio Grande). Espasa Libros, Barcelona, 2019.
Steven Spielberg y La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) pasan por ser ejemplos de la reconstrucción de aquel horror, pero, por mucho, que logre impactar con sus imágenes, el impacto se queda en la superficie donde muchos espectadores sienten el horror y se lamentan. Pero, una mirada profunda, comprende que está ante una representación preparada para causar ese efecto. Mientras un documental como Shoah (1985) funciona de otro modo: busca formar parte del pensamiento de quien observa, que es donde quiere que el espectador realice su propia representación del horror a partir de las palabras de los entrevistados y de la evocación a la que remiten sus imágenes en tiempo presente. Claude Lezman no filma una reconstrucción física del pasado infernal de los campos. Otros muchos cineastas han intentado transmitir aquel momento, pero ninguno ha estado allí para desvelar lo más profundo del horror y del sufrimiento que se grabó no solo en un número en la epidermis de quienes lo sobrevivieron y quienes en él perecieron, sino bajo su piel. No se puede, ni siquiera quienes, tras sobrevirlo y regresar a la vida, lo describieron en libros. Y no se puede porque existe una parte que no se logra explicar, nuestra mente no es capaz o no puede serlo, porque darle explicación sería caer en él (creo recordar que fue Primo Levi quien lo dijo). Quizá sea mejor así, que no podamos, pero esto no implica olvidar ni dejar de advertir hasta qué extremos puede llegar esa parte diabólica que oculta el ser humano casi al lado de la celestial.
<<El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: de habla del Sonderkommando del Kommando Espacial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado, y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo. Lo que es cierto es que en Bikernau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.>>
Primo Levi: Si esto es un hombre (traducción de Pilar Gómez Bedate). Austral, Barcelona, 2018.
Una enésima representación de aquellos campos la realizó el húngaro László Nemes en El hijo de Saúl (Saul fia, 2015), que se decantó por hacerla desde su continuo uso del primer plano, centrado en el rostro de su protagonista, como queriendo acercar el horror desde la interioridad del personaje, de como él lo capta, pero el cineasta no hace más que superficializarlo. Queda clara su intención, pero resulta excesivamente redundante y, a la larga, logra que toda emoción resulte vacía. Recuerdo un buen uso continuado del primer plano en el Dreyer de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928), en la que, acercando la cámara a su protagonista, el danés accedía a su idea del alma humana y, desde ella, a como se descubre el mundo interior y exterior de su sufrida protagonista. En el protagonista de Nemes no se da tal sensación, sino que, en su insistir en la concienciación del héroe, ante lo que tiene que hacer, rebelarse para ser un hombre, el cineasta no logra ir más allá de la representación forzada; quedando su intento por detrás de lo que otros cineastas evocaron antes en el cine documental —Alain Resnais en Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) y Claude Lezman en Shoah— o representaron en la ficción —Steven Spielberg en La lista de Schindler, Costa-Gavras en Amén (2002) o Tim Blake Nelson en La zona gris (The Grey Zone, 2001)— y otros han realizado después, tal que Jonathan Glazer en La zona de interés (The Zone of Interest, 2023). Glazer logra un acercamiento diferente, una mirada en la que las elipsis del horror son fundamentales para hacerse una idea del infierno de Auschwitz desde la omisión, centrándose en la cotidianidad familiar del jefe del campo de concentración y exterminio; mientras que Nemes insiste en su intento de entrar en el alma de su personaje, en su estado de ánimo, en su pensamiento y, desde ese acercamiento íntimo y preparado para posicionar al espectador a la altura del protagonista —como si quisiera hacer que público sintiera y experimentase lo que aquel—, desvelar el horror a través de la experiencia de Saúl en un infierno de víctimas y verdugos…
sábado, 13 de diciembre de 2025
Una batalla tras otra (2025)
Once años atrás, Paul Thomas Anderson se inspiró en Thomas Pynchon para rodar Puro vicio (Inherent Vice, 2014), un film de detectives que iba más allá de investigaciones y cuestiones policiales; iba pasado de rosca en su atractivo y divertido retrato de la época y de su personaje principal, de quien asumía el colocón sin insistir ni presumir de ir puestísimo, cuya perpetua alucinación funcionaba (para mí) a las mil maravillas. Paul Thomas Anderson supo dar un toque humorístico y gamberro, sin perder clase ni estilo, a su paseo cinematográfico por una soleada california setentera en la que el ritmo de la película caminaba a la par que su protagonista. No diré que dando eses y bandazos entre paredes, porque el detective no estaba borracho, sino perpetuamente fumado, como si quisiera no sentir o no vivir en el mundo que le rodeaba, uno a todas luces cruel e injusto, tal como vendría a ser y hacemos ser el mundo que llamamos real. Mas al tratarse de una película, solo es el reflejo de la realidad, uno de ellos. Otro puede ser el expuesto en este nuevo transitar californiano, por la zona norte de California que Pynchon llama en su libro Vineland —y así lo titula—. El reflejo de la realidad regresa alucinado a la gran pantalla, lo hace combativo, pero también algo ido porque Bob (Leonardo DiCaprio) es un digno heredero de aquellos años sesenta y setenta filtrados por la cámara de Anderson, quien en Una batalla tras otra (One Battle After Another, 2025) vuelve a inspirarse en Pynchon para crear una nueva alucinación cinematográfica…
Su personaje principal está cargado hasta las cejas durante buena parte de la película, sobre todo en la que se centra en su odisea personal en busca de su hija Willa (Chase Infiniti), una adolescente de dieciséis años a quien los revolucionarios han logrado salvar a tiempo de las garras del coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), su otro posible padre, quien en el pasado se obsesionó sexualmente con Perfidia (Teyana Taylor), la antiheroína que, para salvar su vida, acabó delatando a sus compañeros de batalla. La historia se inicia dieciséis años antes, cuando Bob es uno de los miembros más destacados del grupo revolucionario Setenta y cinco francés, un puñado de jóvenes belicosos que se dedican a atacar al sistema que considera fascista debido, sobre todo, al trato infrahumano al que someten a los inmigrantes ilegales (porque una ley así lo determina), a quienes encierran como si fuesen criminales o bestias y a quienes personas como el peculiar sensei Sergio San Carlos (Benicio del Toro) ayuda dando asilo. Pero todo se tuerce en ese tiempo pasado y en el presente que en la novela se ubica en la década de 1980, mientras que en la película sería ya en el siglo XXI; aunque tampoco importa, puesto que la ambientación, móviles aparte, podría situarse en el siglo pasado. Anderson suele ubicar sus marcos temporales en los años 70, y en este caso, aunque no lo haga, no desentona con las imágenes, aunque no alcance el tono de Boogie Nights (1997), Puro vicio, o Licorice Pizza (2021), películas que también asumen panoramas que forman parte de los personajes. Tanto la historia como la ambientación, de estas encajan con los “tipos raros” que se mueven por espacios distantes a lo que suele considerarse “normales”. Lo hacen con un tono irónico, casi ido. Aquí, tal vez funcione peor, pero igualmente nos adentra en espacios que desvelan ya no la hipocresía del sistema, sino parte de su podredumbre, la cual, en Una batalla tras otra se descubre en ese maltrato legal (porque una ley así lo permite) y en el club elitista y racista al que el coronel está deseando pertenecer, un club que exige pureza racial —es decir, ser blanco, anglosajón y protestante—, dentro de la cual se incluye el no tener ascendencia judía y el no haber mantenido relaciones sexuales interraciales…
viernes, 12 de diciembre de 2025
Suso de Toro: Dentro da literatura
jueves, 11 de diciembre de 2025
Fragmentos de nada: Libertad y permisividad
Eso, por una parte; por otra, la permisividad se puede practicar a diario; de hecho, se practica con generosidad en los estados democráticos, donde no pocas veces se hace pasar por libertad, pero ¿lo es? Cuando dicen que te la dan, ¿eso es libertad o la libertad es un compromiso personal con uno y con los otros? Y si te la dan ¿no suena a que antes te la habrían quitado o que es restringida y solo aplicable hasta que el dador decida cambiar los términos? En ese caso, ¿de qué hablamos, si solo te permiten partes que simulan ser la totalidad referida? Vivimos una época de confusión, en la que la libertad mengua a pasos silenciosos, mientras en la superficie se enzarzan en discusiones en las que ya no se exponen ni se escuchan argumentos, solo gruñidos y voces que se insultan en su intento de imponer su “libertad” de expresión impidiendo la que no les cuadre dentro de sus ideologías —no existe ideología tolerante; o todavía no se ha dado en la historia una que no busque imponerse y destruir las que no encajen en su ideario—. En espacios así, la libertad, salvo en apariencia, brilla por su ausencia. Por contra, la permisividad aumenta para crear el espejismo que impida ver que vivimos en la época donde se ejerce mayor control sobre la población porque existe la tecnología para hacerlo, y si a esta se le une la Inteligencia Artificial, la idea de que nunca más estaremos en soledad ni en comunión del otro se hace más evidente, lo cual ya de por sí elimina cualquier posibilidad de soñar libertad y de practicar alguna de sus distintas posibilidades reales. En nuestro mundo, se controla cada movimiento que se da, ya sea en la red o sobre el terreno, uno mismo se ha acostumbrado a anunciar qué piensa o dónde se encuentra, incluso el de tu dinero, si tienes la fortuna de tenerlo. Ya no puedes hacer libre uso de él sin miedo o sin dar explicaciones al Estado, que teme que le engañes. Pero, y a ti, aparte de uno mismo, ¿quién te engaña? ¿Quién te atribuye Derechos y Obligaciones? ¿No es un tanto contradictorio, al menos con la utópica libertad libertaria? Utópica porque es imposible a gran escala, pero, entonces, porqué no llamar a cada cosa por su nombre.
En nuestros días, que en ciertos aspectos simulan mayor libertad que nunca, la intimidad se encuentra comprometida, el nombre ya no es importante para reconocer a la persona, lo es el número y el pin que los diferentes sistemas te asignan para que los programas informáticos se encarguen del trabajo; ya no de vigilarte, que a un sistema de control un individuo poco importa, sino de que todo se cumpla según su programa. Son ejemplos que transformarían hasta al propio Quijote, quizá uno de los más osados a la hora de aventurarse en busca de practicar su libertad, a sabiendas de que esta le acarreará algún que otro tropiezo. Y aquí, pensando en el de la triste figura, también me viene a la mente el triste Fernando Pessoa, el escritor de los mil escritores, el hombre de los mil nombres, quien escribía en sus diarios <<He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?>> Pues eso es lo que también decidió hacer Cervantes en su encierro, siglos antes de el gran poeta lisboeta. Y enfermó a su caballero de ansias de libertad. Quijote se sentía libre en su intención de deshacer entuertos, porque estaba obligado por contrato de caballería a luchar por la justicia. Parece una contradicción, pero hay quien alcanza la libertad en un compromiso y hay don Alonso es un ejemplo genuino. Por ello, y a pesar de estar condicionado por su honor de caballería, nadie tenía poder sobre él para permitirle o prohibirle ser libre. Lo era porque había aceptado como quería que fuese, anteponiendo su ideal de justicia sobre cualquier beneficio propio, pues la idea de Quijote no era para sí, era para darse al resto —esa generosidad que define todo amor que no lo sea de boquilla—, darse al mundo que él observaba con ojos más lúcidos de los que su locura pueda hacer pensar. Cervantes bien pudo sentirse libre, incluso durante sus encierro, ¿por qué no?, logró encontrar libertad en su imaginación, en su pensamiento. Tal vez ahí se encontró a sí mismo y también ahí, en ese rincón de soledad, créase un reflejo del mundo y le gustase creer que también Quijote alcanzaba la libertad que tantos le negaban. Con cierta amargura, pero sin perder el humor, Cervantes comprendía que la libertad terminaba donde quería el sistema —suma de estado y comunidad de los que formaban parte tanto él como don Alonso, que cabalga marginal, vaya solo o en compañía de Sancho—; y ningún sistema ha querido jamás y jamás querrá gente realmente libre, es decir, que pueda disponer de su libertad sin que sea controlada y guiada, cuando no condicionada o coartada, puede que borrada de la realidad, mas ¿y de su ensoñación?...
lunes, 8 de diciembre de 2025
Sueños de engaño. 26 farsas (e) ilusiones de Billy Wilder
domingo, 7 de diciembre de 2025
F1 (2025)
Hay dos aspectos de F1 (Joseph Kosinski, 2025) que llamaron mi atención, y ninguno tiene que ver con su no historia, la de un tipo que regresa al circo de la Fórmula 1 treinta años después de abandonar dicho espectáculo; abandono debido a un accidente que casi le cuesta la vida. Ese tipo va de antihéroe, aunque dista de serlo. Tampoco es un rebelde con o sin causa, ni un carácter crepuscular. Sonny no deja de ser la enésima invariante del héroe que tanto admira el cine hollywoodiense y el público que lo consume. Tanto a la industria como al respetable les resulta indiferente que le repitan la misma película una y otra vez, con tal de que le den su dosis de beneficio (en el caso de la industria) y de montaje, que aspira a trepidante, de música cañera que lo acompañe, y de poses chulescas de la estrella o estrellas de turno; y si se trata de una que va para mítica, ya es el no va más. En este caso, la imagen del héroe llega por partida doble, aunque esas dos imágenes corresponden a un mismo reflejo heroico, situado en distintas edades; lo cual puede conducir a la idea de una historia de aprendizaje y atracción-rechazo entre el veterano, que asume estar de vuelta de todo, conoce trucos y el mundo por el que se mueve en busca de “volar”, y el joven aspirante a héroe, un piloto que debe aprender del maduro caballero andante que decide regresar a la Fórmula 1 por Raúl, su viejo amigo que le pide ayuda, y porque no puede más que desear correr. No niego que al público que se decanta por este tipo de producciones le encante una película así, ni que entretenga a la mayoría. Su meta está clara, los responsables pretenden crear dos horas de movimiento que destierren el tener que pensar, salvo el cuándo se liarán el viejo vaquero y la ingeniera jefe o cuál será el momento en el que JP reconocerá la sabiduría del héroe a imitar. Y para colmo, también hay un villano que quiere hacerle la cama a Raúl y que es incapaz de valorar la ética del héroe. ¿Qué más se puede pedir a una película? ¿Qué busque momentos en los que colocar corrección política? Pues también los tiene. Por momentos, la película me entretuvo; de otros, los más, mejor no hablo porque me llevaría tiempo explicarme y en una película así, la reflexión es pecado. Así que vuelvo a las cuestiones que me llamaron la atención…
Fueron una pregunta —¿existe un estilo Jerry Bruckheimer?, cuya respuesta rápida es sí— y uno de sus carteles promocionales, en el que se aprecia a Brad Pitt posando con su bólido tras él, en una pose que podría ser una imagen contemporánea de su Aquiles en la insulsa Troya (Troy, Wolfgang Petersen, 2004). Solo tengo que observar ese cartel y unirlo a la respuesta afirmativa para sospechar que lo que prima en F1 es la apariencia y la presencia de Brad Pitt. Pero igual pudo ser Tom Cruise. De haber sido este uno de los productores, ¿el resultado habría sido un híbrido entre Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022) y Días de trueno (Days of Thunder, Tony Scott, 1991)? F1 es una película de la que se puede decir que es una pose, y me parece bien que lo sea, porque siempre hay más público que prefiere un posado que un ejercicio más complicado. El cine no es un medio íntimo, sino que se proyecta en una superficie física, con cientos de personas frente a la pantalla. El cartel muestra esa superficie física con Brad Pitt, vestido en un mono de competición, sin casco, para que se le vea bien, con la parte de arriba del mono atada a la cintura, para que se marque el tronco que la camiseta ajustada destaca más que sin ella. O al menos disimula, puesto que el cuerpo de un hombre de más de sesenta años, por muy bien conservado y trabajado que se quiera, no puede evitar el paso del tiempo. Pero hay que vender la imagen heroica de Pitt, también la de su físico, quien ha de ser héroe como Cruise, incluso hasta la centena, superando de este modo al Harrison Ford octogenario que campa por la más triste de las entregas de Indiana Jones. Y no escribo “triste” por nostálgica ni por aflicción, sino porque me lo resulta descubrir que no era necesario matar la ilusión de los niños que crecieron con Indy, pero esa es otra historia: la de un entierro. El cine es lo que es, un negocio que en ocasiones, las menos, depara una sorpresa que, con los años y la mítica popular, se convierte en titulo de referencia, incluso en una obra maestra, pero este no es el caso de F1, aunque Pitt funciona en un rol que se conoce al dedillo y que podría servir de modelo a un Miguel Ángel o a un Donatello contemporáneo. A un Rodin, lo dudo, si este buscase dar forma una estatua que aspirase a transmitir la idea de la quietud exigida para que se desarrollen los pensamientos complejos. La figura del piloto de F1 necesita estar en movimiento y, para resultar atractiva, le basta con su planta, con aparentar ser crepuscular y ligarse a la chica, que por muy ingeniera que sea la finalidad de su rol es caer rendida entre los brazos del héroe, del conquistador que revoluciona la insípida competición en la que a Sonny le basta con sentir la velocidad dentro del automóvil. Para él, lo vital es mantener la competición en sus venas, no por la victoria o la derrota, solo por conducir y decir un aquí estoy, dispuesto a sembrar el caos, a combatir, a pilotar lo que haya que pilotar, incluso un triciclo o un carricoche, cualquier vehículo que le permita lucir su pose…
sábado, 6 de diciembre de 2025
Rincones sin esquinas: presente abstracto
Llegados a una edad, somos conscientes de que los momentos pasados, solo podemos evocarlos, recrearlos, fantasearlos. Son demasiados tiempos y nunca suficientes, para una sola vida o para mil, para épocas pasadas y otras por pasar, para la historia y la cultura. Todos ellos se cubren de bruma y se descubren en la niebla, caminando hacia atrás, hacia los lados y hacia su final. También la quietud es un tiempo efímero, un modo de disfrutar la existencia. Solo en el aburrimiento, la mente sale a pasear y, sin apenas darse cuenta, alcanza la velocidad de la luz, la que le permite transformar y transportarse sin moverse. Algo similar realiza el caminante de Rincones sin esquinas, que logra pasear el tiempo y la memoria, la historia y el folclore, los días de lluvia y de sol…. Por eso decidí que el tiempo narrativo que uso para dar forma al libro se convirtiese de algún modo en un único tiempo, entre pasado, presente, futuro, memoria, leyenda, cultura e historia. A un tiempo narrativo así lo llamo presente abstracto, puesto que lo sitúo en el no tiempo, que es el tiempo de la memoria, de la reconstrucción de lo que no fue, sino de lo que consideramos y damos por hecho que fue, aunque diste de la realidad que nunca podremos recuperar tal cual se produjo… Ese modo de narrar fue una elección consciente, no sé si sencilla, quizás antes de tener la idea del libro ya se encontrase ahí, en mi mente, en alguno de mis rincones. Igual que el título, que remite a la memoria, esos rincones sin esquinas son el lugar del pensamiento, de los recuerdos, tanto de la persona como de la ciudad, de su colectivo del que formamos parte. En ellos, ya no existe la realidad, sino imágenes, ideas que nos hacemos, su reconstrucción, lo que creemos que fue y damos por hecho que fue. Allí, en esos rincones donde las ideas cobran las más espectrales y sorprendentes formas, el tiempo ya no es el que nos atrapa en el mundo físico, sino que se convierte en otro que siempre transitamos en tiempo presente. Las doce ya no tienen porque serlo, ni tres siglos atrás ha de ser pretérito, puede enlazarse con el siglo IX o con el XXI, tal es la posibilidad que ofrece la literatura y la imaginación. Esa era una de las ideas que quería plasmar en el libro y siento que lo he logrado…
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jueves, 4 de diciembre de 2025
Ludwig. Luis II de Baviera (1972)
Lejos de sus películas “neorrealistas” y de otras ambientadas en épocas contemporáneas, el estilo de Luchino Visconti me suena fantasmal y majestuoso, como la ensoñación de un reino imposible, más allá de la muerte, más que barroco, operístico, wagneriano en su desmesura y creo que un buen ejemplo de esa estética suya decimonónica, la de sus producciones ambientadas en el XIX, es Ludwig. Luis II de Baviera (Ludwig, 1972), en la que pretendía crear y representar su idea de belleza, ni masculina ni femenina, no me refiero a la andrógina de Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) representada por el adolescente, ni natural ni mental, más que nada artística, irreal en la sensación que genera y ornamental, una belleza creada por él mismo para embellecer la ocasión y deleitarse; pues no se debe olvidar la aspiración artística del cineasta, convencido de que él hacía arte. No se lo discuto; ni aunque quisiera podría hacerlo. La belleza, el conflicto interior y el arte hechos cine en Visconti o el intento de crearlos fantaseando el pasado también asoma en Senso (1954), El gatopardo (Il gattopardo, 1963), La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), Muerte en Venecia y Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974). En todas ellas es elegante, aristocrático, artista de lo majestuoso y de lo espectral, pero, aunque no le resto valor a esta parte de su obra, no puedo negar que me resulta el Visconti que menos me gusta porque soy mundano y solo proyecto mis fantasmas en el porvenir. Me decanto por el primer Visconti, el de Obsesión (Obssessione, 1942), La terra trema (1948) y Bellísima (Bellissima, 1952) o por el de Rocco sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), en la que llega a ser operístico y trágico, pero más mundano y terrenal que en las que sitúa en el siglo XIX en entornos aristocráticos o mismamente en la Alemania nazi en La caída de los dioses; películas en todo caso rodadas en color, del cual Visconti hace uso para crear la sensación espectral y de irrealidad que se percibe en sus films de época, una ya muerta, fantasmal, inexistente salvo en la mente y la memoria, donde se gesta la invención…
En todo caso, Visconti no cae en la estupidez de pretender ser otro, aunque sea un hombre lleno de contradicciones y en conflicto, lo cual no deja de ser natural al ser humano. Él se sabe artista, sensible como el que más y con un imaginario propio que expresar a través de sus montajes operísticos, del teatro y el cine. Así plasma en escena su mundo interior y su canon de belleza. En estas producciones es más que nunca el artista que persigue ser a través del cine, el que quiere crear (y crea) una estética propia. En ellas se le nota a leguas su gusto por los detalles, por ser detallista hasta extremos insospechados, los adornos, el montaje de un decorado a su gusto o acorde con su gusto, que él tenía en muy alta estima; probablemente por encima de la del resto de personas que le rodeaban, aunque en este y en tantos films contó con una coguionista tan elegante y exquisita como Suso Cecchi D’Amico (y también con la colaboración de Enrico Medioli). En este aspecto, Visconti fue un arquitecto y un escultor, pues también esculpe los personajes acordes al espacio que crea. Ludwig (Helmut Berger), su prima Isabel de Austria “Sissi” (Romy Schneider), el compositor Richard Wagner (Trevor Howard) son plenamente figuras viscontianas, ninguna remite, salvo por el nombre y alguna característica histórica puntual, a los personajes reales. A Visconti el perseguir la realidad histórica no le interesaba, y su paso por el neorrealismo ya quedaba lejos, aparte de ser efímero, pues en su cine priorizaba sin disimulo su realidad interior la del artista, incluso la del que tiene complejo de Pigmalión y quiere cincelar su ideal de actor en Helmut Berger en tres de sus películas, como la imagen de un (im)posible Alain Delon, a quien había dirigido en dos anteriores…
miércoles, 3 de diciembre de 2025
El vuelo del Águila (1982)
A priori toda expedición tiende a parecer sencilla o a semejar un asunto de locos, pero solo a posteriori puede dictaminarse si resultó un éxito o un fracaso, medidos ambos desde una perspectiva humana que no contemple más que esos dos casos extremos. Pero ¿ponerse en marcha no es ya un triunfo? ¿Y un más que posible paso por el infierno? Una expedición lleva consigo ambas posibilidades, más bien, se establece en ellas y las transita, aunque el público no lo reconozca o permanezca al margen del trayecto que separa la salida de la llegada, que en 1897 eran los dos momentos recogidos por los medios de comunicación —por entonces, los medios eran los periódicos—, salvo que la expedición llevase un cronista oficial o alguien que recogiese sus impresiones de los pasos dados, ya fuese para sí o para la engañosa posteridad. En ese camino que separa la idea originaria de la meta se encuentra la verdadera razón de ser del expedicionario —del escritor, del cineasta, del pintor…, pues, en cierto modo, crear una obra no deja de ser una expedición por lugares íntimos que cobrarán formas visibles o audibles—. Su espíritu aventurero, su obsesión por conquistar lo imposible, el deseo de ampliar los límites conocidos, el alcanzar la inmortalidad a través de las páginas de la Historia, una inmortalidad en todo caso fantaseada, nunca real ni más allá del nombre y del hecho que se recuerda en los libros. Triste eternidad, que el supuesto vencedor o derrotado no conocerá jamás, pues estará muerto y, en el más comercial y parasitario de los casos, convertido en un mito popular y en objeto de venta. ¿Qué más les mueve? ¿Qué les lleva a salir de sus hogares y de sus vidas académicas, familiares y acomodadas? ¿Insatisfacción? ¿Ambición? ¿Un ego que desborda y cae fuera de lo considerado racional? ¿La locura? ¿La persecución de un sueño? <<Qué sería de la vida sin sueños>>, dice Salomon August Andrée (Max von Sydow), sin esperar respuesta, pues no se trata de una pregunta, a Anna Charlier (Lotta Larsson), la prometida de Nils Strindberg (Göran Stangertz), cuando esta se queja de que su enamorado parta en la expedición que ha de alcanzar el Polo Norte en globo.
Corre el año 1896, año en el Jan Troell inicia la acción de El vuelo del Águila (Ingenjör Andrées Luftfärd, 1982), un año y una época en la que todavía son posibles las conquistas terrestres de lo (considerado) imposible. Los polos terrestres no se han pisado ni sobrevolado, las montañas más altas no se han escalado ni los fondos marinos son más que la idea que se pueda tener de estudios superficiales o de libros como el de Julio Verne, que más que una aventura, por momentos, parece una clase de biología marina. Jan Troll, quien, aparte de director y coguionista, también asumió la fotografía y el montaje de la película, no es como el popular escritor de Nantes, aunque detalla cada paso dado por sus personajes, antes y durante la expedición liderada por el físico y aeronauta sueco S. A. Andrée. El cineasta recrea el antes y el durante, puesto que, para los expedicionarios, no habrá después —posibilidad que no se les pasa por alto, pero que no les impide partir—. Así, expone las ideas, los preparativos y el viaje que lleva a los tres osados, Andrée, Nils y Knut Fraenkel (Sverre Anker Ousdal), hasta las cercanías del Artico donde subirán al Örnen (Águila), el globo del que comentan tiene catorce kilómetros de costuras y siete millones de puntadas, e intentarán su gesta. Mas a poco de empezar el viaje en globo, algo falla y deben abandonar el Águila en la inmensidad de la nada. Sus opciones se reducen a caminar hacia tierra conocida o hacia terra ignota, pero deciden continuar hacia lo desconocido. Sin perros que arrastren por ellos los trineos, sobre los que cargan las provisiones y la barca, han de ser ellos mismos animales de tiro y guías por un paraje blanco que se hace cada vez más inhóspito e imposible. La Historia recoge hazañas otras ni las cuenta, pero su memoria y la nuestras es de alcance limitado, caprichosa y no poco dada al adorno, pues se trata de ofrecer una explicación de los hechos. Hablaba arriba del éxito y del fracaso, de lo que determina su paso a la historia y de esta al cine y al público, al que suele gustarle contar y que les cuenten lo primero. Pero son los fracasos los que más abundan en nuestra realidad humana, desde el origen de la especie hasta la actualidad, y suelen ser estos los que más interesan o los que mejor se desarrollan en la pantalla, porque el interés reside en el intento, en el camino, en la humanidad de los personajes; entre otras, ahora me vienen a la memoria Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, Werner Herzog, 1972) y Scott de la Antártida (Scott of the Antarctic, Charles Frend, 1948)…















