El policíaco francés encontró en Jean-Pierre Melville a su principal referente. Su narrativa y sus personajes, silenciosos en su estéril enfrentamiento con la fatalidad que rige sus destinos, influenciaron a cineastas como Alain Corneau, quien, en la notable Policía python 357, tomó prestadas características del cine de su compatriota para crear un falso culpable que no desentonaría en las intrigas de Alfred Hitchcock. La sombra de ambos realizadores, diferentes en su concepción cinematográfica, confluyen en el personaje interpretado por Yves Montand, un policía meticuloso y solitario a quien, durante los títulos de crédito, se observa preparando su desayuno al tiempo que fabrica las balas para su 357, como si ello formase parte de su quehacer diario. Su profesionalidad y la ausencia de cualquier interés más allá de su trabajo quedan definidas poco después, cuando en la nocturnidad se enfrenta, sin más apoyo que el de su revólver, a dos ladrones a quienes ha seguido la pista durante más de un año. Por si fuera insuficiente para resaltar su plena dedicación y su falta de vida personal, Marc Ferrot afina su puntería en el campo de tiro, práctica que reafirman su solitaria cotidianidad, su entrega absoluta a la labor policial y la falta de tiempo para interesarse por sus deseos, sus limitaciones o sus necesidades, aunque, como consecuencia de su primer encuentro con Sylvia Leopardi (Stefania Sandrelli) la noche del arresto, en su mente se genera la idea de cambiar su rumbo existencial. Tras la presentación del protagonista se accede a la primera parte del film, en la que se expone su romance con la fotógrafa y cómo esta mantiene otra relación con un hombre de quien el policía solo conoce su existencia. Los lugares visitados por la pareja o las experiencias compartidas, en apariencia triviales, resultan indispensables para dar forma a la intriga que se desarrolla a partir del asesinato de la joven a manos del comisario Ganay (François Périer). Como consecuencia del homicidio, Marc se convierte en sospechoso del crimen, todas las pruebas lo señalan como autor, circunstancia que lo emparenta con los inocentes perseguidos en las películas de Hitchcock, pero de quienes se diferencia en dos aspectos: él mismo se investiga y nadie conoce su identidad como sospechoso. Y, como aquellos, Ferrot asume riesgos para salir indemne del fatalismo existencial que persigue a los protagonistas del polar francés, una imposibilidad que se confirma con la muerte de Sylvia, de quien se había enamorado y con quien había iniciado la relación clandestina que deseaba llevar más allá de sus citas a escondidas. No obstante, el fallecimiento de su amante pone fin a cualquier ilusión e inicia el duelo a contrarreloj que le enfrenta a sí mismo y a Ganay, quien, al igual que su subordinado, manipula la investigación para incriminar al otro amante de la fallecida. El inquietante planteamiento de Alain Corneau aumenta la desorientación de Ferrot como también lo hace con la sensación de acorralamiento e impotencia que lo domina mientras se investiga a sí mismo, metáfora de la búsqueda de su identidad pérdida, que parece alcanzar su máxima expresión cuando se ve obligado a desfigurar su rostro para evitar ser reconocido por un testigo. El desdoblamiento del protagonista se manifiesta en su intención de encontrar al asesino al tiempo que se oculta para no ser descubierto, de tal manera que da largas a sus compañeros, se aferra a su tesis de un segundo amante o investiga en la sombra a la espera de hallar esa pista que le permita descubrir al verdadero culpable, hechos que crean la ambigua y desconcertante atmósfera que comparte con su superior y con Thérèse (Simone Signoret), la mujer, la cómplice y la consejera del comisario.
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