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jueves, 1 de mayo de 2025

Shirley MacLaine, moderna y atractiva

Escribe Martin Gottfried en su biografía sobre Bob Fosse que Hal B. Wallis había acudido a una función de The Pajama Game para ver actuar a Carol Haney, pero que esta se había torcido un tobillo y fue sustituida por Shirley MacLaine, quien acabó siendo el objeto de deseo del famoso productor. Apenas tenía veinte años cuando Wallis se fijó en ella y quiso hacerle una prueba, que resultó exitosa. Las puertas de Hollywood se abrían para Shirley MacLaine, que firmó el contrato que le uniría a Paramount sin saber dónde se metía, aunque no tardaría en aprender a sobrevivir e incluso a triunfar en una selva donde lo bueno y lo malo solo estaban claramente definidos en la pantalla. La realidad era más compleja y también menos clara que cualquier película; pues allí, en la supuesta tierra de los sueños, el triunfo y el fracaso eran y son dos estados tan cercanos que a veces no se tiene tiempo, ni ocasión ni vestuario, para dar la bienvenida al uno y despedirse del otro. Hollywood es así, tan voluble, egoísta y caprichoso como pueda serlo su público, y no menos egocéntrico y vanidoso que sus mandamases y sus estrellas. En comunión, profesionales invisibles aparte, estas y aquellos son los cómplices que lo mantienen a flote, aunque no siempre para beneficio del destinatario final, sino para quienes manejan el negocio. Si alguien lee algunas memorias de quienes se dejaron caer por allí, comprende que si se elimina la capa de maquillaje, que deslumbra de puertas afuera, el lugar de los sueños no difiere de tantos otros medios fabriles y febriles: con sus trabajadores, sus rutinas, sus demandas, sus objetivos económicos, sus pros y contras diarios o extraordinarios, sus abusos de poder y otros trapos sucios… De eso saben la mayoría, aunque la mayoría calle y acepte el juego de Hollywood, el que les permite ganar, y también perder, aunque más adelante desvelen en qué consiste o lleguen tipos tan simpáticos como Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o Robert Altman en El juego de Hollywood (The Player, 1992) y pongan las cartas boca arriba, desvelando sombras tras la estampa dorada que todavía deslumbra a muchos admiradores de Oscar y alfombras rojas.

Respecto al juego de poder, Shirley MacLaine cuenta en sus memorias varias situaciones; en una de ellas narra que no tardó en romper con el famoso productor, cuando este quiso indicarle con un beso quién tenía el poder. Fue en los tiempos en los que en la “major” trabajaban, brillaban y amasaban fortuna Jerry Lewis y Dean Martin. Por entonces, todavía formaban pareja cómica, tal vez la más exitosa del momento y Shirley MacLaine tuvo la oportunidad de trabajar con ellos en su segunda película, Artistas y modelos/Cómicos en París (Artists and Models, Frank Tashlin, 1955). Durante el rodaje descubrió las personalidades de ambos y fue testigo de su distanciamiento, de su ruptura. Con los años, también sería una especie de cronista de aquel instante, completando así, e incluso contradiciendo, la versión que el propio Jerry Lewis ofrecería de su relación con Dino en sus memorias, en las que nunca se culpa de nada y en las que asoma intachable o con tachas que no manchan la imagen que desea proyectar. Poco después, el dúo se separó, debido a las diferencias entre Lewis, que quería toda la atención para sí, tal vez necesitase sentirse y ser considerado un nuevo Chaplin —quien también en su “Autobiografía” se deja por las nubes, numerando sus logros y sus conocidos, por momento generándome una impresión contradictoria respecto a la imagen de su antihéroe a contracorriente— o, por su costumbre de referirse a sí mismo en tercera persona, una especie de Julio César en Hollywood, y Martin, que sabía que no quería ser el pelele del futuro “profesor chiflado”, como nunca lo había querido ser de nadie. La actriz continuaría manteniendo una estrecha relación de amistad con este último, con quien trabajaría en otras seis ocasiones, la última Los locos de Cannonball II (Cannonball II, Hal Needham, 1984). En la siguiente, Como un torrente (Some Come Running, Vincente Minnelli, 1958), coincidieron con Frank Sinatra y entre los tres nació la amistad que perduró hasta las muertes de Dino y Sinatra. Pero su primera película no fue para Wallis, aunque ya tenía contrato con él, sino para Alfred Hitchcock, que, según cuenta MacLaine, también la había visto en la obra The Pajama Game y la quiso para su siguiente película: Pero ¿quien mató a Harry? (A Trouble with Harry, 1955). <<Era el primer film de Shirley MacLaine; estaba muy bien y creo que no se ha portado mal después>>, le comentaba Hitchcock a Truffaut. Esta atractiva y cómica rareza del popular cineasta británico posibilitó el debut de MacLaine en el cine, que procedía de las tablas de Broadway y de la disciplina del ballet. Como apunta el realizador de Vértigo (1958):  <<no se ha portado mal después>>. Cierto, solo hay que echar un breve vistazo a su filmografía y descubrir que en ella se encuentran La vuelta al mundo en ochenta días (Around the World in Eighty Days, Michael Anderson, 1956), Como un torrente, El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960), La calumnia (The Children’s Hour, Willian Wyler, 1961), Irma la Dulce (Irma la Douce, Billy Wilder, 1963), Noches en la ciudad (Sweet Charity, Bob Fosse, 1969), Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sara, Don Siegel, 1970), Bienvenido Mister Chance (Being There, Hal Ashby, 1979), La fuerza del cariño (Terms of Endearment, 1983) o Postales desde el filo (Postcards from the Edge, Mike Nichols, 1990). Claro que también hay películas olvidables y algunas que ya se han olvidado.

Ella misma cuenta que <<fue una experiencia muy difícil pasar del mundo del ballet y Broadway, de ritmo frenético y trabajo duro, al marco temporalmente dilatado de un plató de Hollywood, con sus esperas interminables, donde tus necesidades (emocionales, cosméticas, físicas, incluso sexuales) era atendidas con todo detalle.>>, pero logró mantenerse a flote entre tanta atención y se convirtió en una de las grandes estrellas de la década de 1960, tal vez el mejor decenio de su carrera, a juzgar porque en ella se encuentran sus personajes más recordados; para mí, su Martha en el film de Wyler y las ingenuas, supervivientes y muy suyas que interpretó para Wilder, quien comentaba que <<es una buena actriz, una profesional. Es capaz de interpretar comedia y es capaz de interpretar una obra seria.>> Pero ni a Wilder, que decía que la actriz <<era  muy parecida al tipo de mujer que interpretaba, moderna y atractiva>>, ni a MacLaine les gustó el resultado de Irma la Douce, claro que su disgusto respecto a la película no impidió que esta fuese uno de los grandes éxitos de público, uno que aupaba todavía más arriba a quien años atrás había dado vida a la inolvidable Fran Kubelik…

Cameron Crowe: Conversaciones con Billy Wilder (traducción de María Luisa Rodríguez Tapia). Alianza Editorial, Madrid, 2009.

François Truffaut: El cine según Hitchcock (traducción de Ramón G. Redondo). Alianza Editorial, Madrid, 1999.

Martin Gottfried: Bob Fosse. Vida y muerte (traducción de Marc Rosich). Alba Editorial, Barcelona, 2006.

Shirley MacLaine: Mis estrellas de la suerte. Memorias (traducción de Jorge Bertevoro). Torres de Papel, Madrid, 2016.


lunes, 13 de mayo de 2024

Margarita Xirgu, valentía en la escena

¿Quién se acuerda de los actores isabelinos que representaron las obras de William Shakespeare o de Ben Johnson? ¿Y de las actuaciones de Sarah Bernhardt? ¿Es posible evocar una imagen de las mismas? La catalana Margarita Xirgu es un ejemplo de gran actriz recuperada para la historia en nombres de institutos, calles y teatros, en libros como la biografía de Antonina Rodríguez o Epistolario, que recopila cartas escritas de su puño y letra, en una película televisiva que lleva su apellido, pero que dudo le haga justicia —ni a ella ni al resto de personajes históricos que asoman en la pantalla—, y en documentales que intentan explicar su popularidad e importancia en la escena de ayer al público actual. En su época, era la más popular y querida actriz española; con su propia compañía y con el poder suficiente para llevar a escena la obra de cualquier autor, incluso de un joven e innovador poeta como Federico García Lorca, quien, en 1927, intentaba abrirse paso en el teatro y ser reconocido como el dramaturgo que demostraría ser en los años de la II República. Ella era el rostro visible, el cuerpo del drama y la comedia, el reclamo que llenaba las salas de teatros a ambos lados del Atlántico. Era la principal atracción, la cabeza de cartel. Daba igual la obra en escena, el público acudía a verla interpretar. Decía que iba a ver “una” de la Xirgu; no de Calderón, Jacinto Benavente, Valle-Inclán, Ángel Guimerá o George Bernard Shaw. María, Pepe, Juan, Ana y mil más dejaban el día de estreno su dinero en la taquilla por ella, no por los hermanos Alvárez Quintero, Rafael Alberti u Oscar Wilde. La celebraban con aplausos y vítores; sin embargo, ese público que la disfrutaba ya no está y el arte escénico de la Xirgu se perdió con él. Solo cabe reconstruirlo a partir de las críticas y de los artículos de prensa, de los recuerdos escritos de quienes fueron testigos de sus éxitos, como la Medea de Séneca (adaptada al castellano por Unamuno) que representó en el teatro romano de Mérida en 1933, y de quienes la conocieron fuera del escenario.

<<¡Qué valiente fue siempre Margarita y qué segura de su personalidad! Fuera de la escena, ella es Margarita, dentro de ella, es la actriz que acepta todo lo que le parece teatralmente bueno aunque —como en el caso de Fermín Galán— esté rozando sus convicciones religiosas. No retrocede nunca…>> (1) La dramaturgia no era suya, ni la puesta en escena, salvo que ella dirigiese la obra, pero, tras cada actuación, era ovacionada, por valiente, por artista, por ser ella y sus personajes. Triunfaba allí donde actuaba entre la subida y bajada de telón, mas sus interpretaciones estaban limitadas a su escenificación, condenadas a desaparecer en el olvido. Su arte era en el momento de producirse y solo cabía la posibilidad de que perviviese en el recuerdo de quien la había visto sobre las tablas. La memoria del público teatral es a corto plazo. No es hereditaria como sí puede serlo la del cine gracias a que la película permanece más tiempo y llega a generaciones posteriores. En teatro, la obra representada se limita a su tiempo y solo el texto logra superar los límites temporales. Esto explica, en parte, que las actuaciones de la Xirgu hayan caído en el olvido, algo que no ha sucedido con el teatro de Lorca, pues la obra del granadino continúa representándose y siendo objeto de estudio y admiración sin que se resienta por la ausencia del propio Lorca ni de la actriz que, en lo más alto de su carrera artística, decidió protagonizar Mariana Pineda. La obra se estrenó en Barcelona, con decorados pintados por Salvador Dalí, amigo del poeta. Era la noche del 24 de junio de 1927, la obra, la primera colaboración entre Lorca y Xirgu, <<fue un éxito considerable y el público exigió la presencia del autor, junto a Margarita Xirgu, al final de cada acto, brindando a ambos entusiastas aplausos>>. (2) Posteriormente, en 1930, llegaría la puesta en escena de La zapatera prodigiosa; en 1934, YermaBodas de sangre, en 1935; el mismo año que Doña Rosita la soltera; y ya en 1945, nueve años después del asesinato del poeta y con la actriz en el exilio, La casa de Bernarda Alba… La Xirgu abandonó España rumbo a Argentina, mas adelante se afincaría en Montevideo (Uruguay), donde dirigió la Compañía de Teatro Nacional y creó la Escuela de Arte Dramático…


(1) María Teresa León: Memoria de la melancolía. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2022.

(2) Ian Gibson: Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. DeBolsillo, Barcelona, 2016.


lunes, 29 de abril de 2024

Melina Mercouri, mito griego

La presencia de Melina Mercouri en cualquiera de las dieciocho películas en las que participó no pasa desapercibida. Sus rasgos marcados, su carisma, su atractivo y su fuerza desafiante, llaman la atención sobre sus personajes. Pero, aparte, también sabía actuar. Sus primeros pasos en la actuación fueron en el teatro, ya era una actriz de prestigio años antes de protagonizar Stella (Michael Cocoyannis, 1955), pero no alcanzaría fama mundial hasta dar el salto al cine, sobre todo a partir de su Ilya, la feliz y libre prostituta del Pireo en Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, 1960), una mujer vitalista que mira el mundo desde su optimismo y no se deja conquistar por el puritanismo del estadounidense interpretado por Jules Dassin. Era su tercera colaboración. Por entonces, ya eran pareja y seis años después se casarían. Su matrimonio duró desde 1966 hasta 1994, año de defunción de esta actriz y política griega icono del compromiso y de la lucha contra la dictadura militar que se hizo con el poder en 1967. Podría decirse que la actriz tuvo tres amores y que fue fiel a los tres: Grecia, la Cultura y Dassin. Su primer papel en el cine, Stella, la llevó a Cannes y allí conocido al cineasta estadounidense, que le ofreció un personaje en su siguiente película. El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1957) fue el inicio de una relación profesional y personal marcada por el cine y por la lucha contra el totalitarismo.

Melina y Dassin tenían cosas en común y más compartirían cuando ella vivió el exilio. Él ya era un exiliado, había huido de la caza de brujas llevada a cabo por la Comisión de Actividades Antiestadounidenses, y ella lo sería desde que la Junta de los Coroneles tomó el poder en Grecia. Entre 1967 y 1974, vivió exiliada en Francia, pero no se cruzó de brazos. Durante aquella época, aprovechaba cualquier ocasión para dar conferencias y entrevistas. Aparecía en público para defender la democracia griega y posicionarse contra el régimen militar que cayó en 1974. <<Tu vida y tu razón es tu país, donde el mar se hizo gris, donde el llanto, ahora es canto. Has vuelto Melina…>> cantaba Camilo Sesto en la canción que le inspiró la actriz. Y sí, Melina regresó; y en 1977, con el régimen democrático ya restablecido, fue elegida para el Parlamento, institución en la que su padre había sido parlamentario durante más de dos décadas. Cuatro años después, sería nombrada ministra de Cultura, cargo que desempeñó hasta 1990. También se postuló para la alcaldía de Atenas, ciudad de la que su abuelo había sido alcalde, pero fue derrotada en las elecciones. Teatro, ficción cinematográfica, política tienen en común la actuación, y Melina rezumaba honestidad en sus interpretaciones y en la vida real. Era aguerrida, comprometida y griega, así lo expresó públicamente cuando los militares le retiraron su nacionalidad y le confiscaron sus bienes. <<Yo nací griega, y moriré griega. Stylanios Pattakos nació fascista y morirá fascista>>, afirmó cuando le informaron de la retirada de su pasaporte y de que la Junta la había declarado antigriega. Su comportamiento y su corazón decían todo lo contrario. Grecia era su cuna y una de sus razones de ser. Abandonó el cine por la política, siendo su último largometraje Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, 1978), dirigida por Dassin. Era su octava película juntos, sin contar que Melina había sido una de las impulsoras de The Rehearsal (1974), el film con el que Dassin regresaba a Estados Unidos. Otro de sus frentes fue cultural. Su defensa del patrimonio artístico griego y de una cultura europea ocuparon buena parte de su tiempo político. En el primer caso, su lucha se centró en la devolución a Grecia de piezas artísticas que los británicos habían sacado del país; y en el segundo, promovió la institución de “Capital Cultural Europea”. Su muerte, debido a un cáncer de pulmón, fue un duro golpe para Dassin, para el ámbito cultural y para Grecia. Desaparecía una gran mujer y nacía el mito…

Filmografía


1. Stella (Michael Cocoyannis, 1955)


2. El que debe morir (Celui qui doit mourir, Jules Dassin, 1957)


3. The Gipsy and the Gentleman (Joseph Losey, 1958)


4. La ley (La legge, Jules Dassin, 1959)


5. Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, Jules Dassin, 1960)


6. Vive Henri IV… vive l’amour (Claude Autant-Lara, 1961)


7. El juicio universal (Il giudizio universale, Vittorio De Sica, 1961)


8. Fedra (Phaedra, Jules Dassin, 1962)


9. Los vencedores (The Victors, Carl Foreman, 1963)


10. Topkapi (Jules Dassin, 1964)


11. Los pianos mecánicos (Juan Antonio Bardem, 1966)


12. Espías en acción (A Man Could Get Killed, Ronald Neame, 1966)


13. Las 10:30 de una noche de verano (10:30 P. M. Summer, Jules Dassin, 1966)


14. Los locos años de Chicago (Gaily, Gaily, Norman Jewison, 1969)


15. Promesa al amanecer (Promise at Dawn, Jules Dassin, 1970)


16. Una vez no basta (Once Is Not Enaugh, Guy Green, 1975)


17. Malas costumbres (Nasty Habits, Michael Lindsay-Hogg, 1977)


18. Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, Jules Dassin, 1978)



domingo, 17 de marzo de 2024

Manuela Rey Is in da House

<<Queda moito por descubrir da mindoniense Manuela Rey (Mondoñedo, 1 de outubro de 1842 ? Lisboa, 26 de febreiro de 1866). Como actriz, como creadora, como muller ?, tanto queda por saber e por contar que, estou seguro, chegará o día no que teremos que escribir con letras de ouro o seu nome no lintel da porta de honra da historia do teatro galego. Mentres agardamos a que ese día glorioso alborexe, imos relembrar o tráxico final da súa curta existencia…>>


Do artigo de Antonio Reigosa, publicado en La Voz de Galicia, o 30 de marzo de 2016. (1)


Que é a morte se non o desterro do tempo, o esquecemento, que é como o non vivir? Algún día alguén xa no saberá que estivemos, que emocionámonos e que sentimos. Aínda que tampouco importa, é natural o curso da historia humana. Polo xeral, tres xeracións e adeus á memoria de que algún día foramos, pero hai quen perdura, aínda que o seu eu real, o que respirou, xa non exista. Son os seus resultados e as súas creacións (ou as devastacións levadas a cabo) as que evócanse ao lembrar a súa figura mentras outras agardan no limbo, entre a lembranza e o esquecemento, á espera de que alguén observe os seus espectros, os rescate e lles dé formas que diferirán das poliédricas que existiron. O tempo fai de nos nuboeiros e finalmente bórranos, incluso á Historia e a quen transcendeu o seu momento e atopou un oco nela. Pero mentras tanto, houbo (e haberá) quen non foi recoñecido en vida e a casualidade o puso no camiño de alguén que o reivindicou despois de morto. Vaía ironía do destino, pois de pouco vale a súa fama ao falecido. Calquera fama posmorten é para os vivos e ilumina o acceso a quen, sen xa latexar, continua viva a través dos seus logros. Tamén existe o caso contrario; o de quen triunfou na súa época pero cuxos feitos perdéronse para as seguintes. Ante isto, tamén caben varias posibilidades, unha delas é a recuperación que a investigación que segue ao primeiro (re)encontro intenta devolvelos á memoria histórica. Con todo, a fama e a memoria están condeadas a desaparecer. É a súa natureza, é a nosa, mais non axudemos ao esquecemento a esquecer antes que despois.

É máis estimulante recuperar esas voces do pasado que dalgunha maneira forman parte da nosa identidade e da nosa cultura. Sen elas, quen nos falaría do onte para facer o noso hoxe e abrir as múltiples posibilidades de mañás inexistentes? Tal recuperación inténtana persoas que traballan na sombra e outras sobre os escenarios, como é o caso do equipo artístico e técnico de “Manuela Rey Is in da House”, (2) a obra teatral escrita e posta en escena por Fran Núñez a partir de distintos textos. Pero quen é Manuela Rey?, preguntarase a maioría de mentes curiosas. Esa misma pregunta puido ser o punto de partida para a investigación levada a cabo por Paula Ballesteros, a arqueóloga do CSIC (Centro Superior de Investigacións Científicas) responsable da investigación histórica que inspira a dramaturxia de Fran Núñez, cuxa dirección resulta viva e etérea, como tamén o parece o personaxe da súa búsqueda. As palabras de Manuela Rey, na voz de Rafaela Sá e acompañadas pla música de Xosé Lois Romero, abren o espectáculo que atopa na súa narradora, a propia Paula Ballesteros, a guía que introdúcenos e conduce polas tebras da Historia nas que o elenco galaicoportugués reconstrúe realidades e posibilidades. A partir de vivencias propias dos actores e actrices da obra, e de retazos da vida e de textos conservados de Manuela Rey, o reparto mergúllese no tiempo e na creación do personaxe, especula, lembra, di,… mentras a guía aporta os datos históricos recuperados. O que poido ser e o que foi son pezas do crebacabezas que permite recuperar a memoria desta actriz e dramaturga nacida en Mondoñedo en 1842 e falecida en Lisboa en 1866, onde se convertiu nunha das máis grandes estrelas do Teatro Nacional Dona María II, no que, segundo fontes, debutara en 1857. A obra comprende os 23 anos de vida Manuela e deixa voar a imaxinación alí onde só a invención pode chegar. Así, vida e morte se distancian e únense en lagoas biográficas, saltos temporais, feitos e posibles, éxitos, escritos, música, loita e reivindicación que van enchendo os buracos dunha vida ata non fai moito borrada da memoria…

<<Queda mucho por descubrir de la mindoniense Manuela Rey (Mondoñedo, 1 de octubre de 1842 ? Lisboa, 26 de febrero de 1866). Como actriz, como creadora, como mujer ?, tanto queda por saber y por contar que, estoy seguro, llegará el día en que tendremos que escribir con letras de oro su nombre en dintel de la puerta de honor de la historia del teatro gallego. Mientras aguardamos a que ese día glorioso amanezca, vamos a recordar el trágico final da su corta existencia…>>


Del artículo de Antonio Reigosa, publicado en La Voz de Galicia, el 30 de marzo de 2016. (1)


¿Qué es la muerte si no el destierro del tiempo, el olvido, que es como el no haber vivido? Algún día alguien ya no sabrá que estuvimos, que nos emocionamos y que sentimos. Aunque tampoco importa, es natural al curso de la historia humana. Por lo general, tres generaciones y adiós a la memoria de quienes algún día fuimos, pero hay quien perdura, aunque su yo real, el que respiró, ya no exista. Son sus logros y creaciones (o las devastaciones llevadas a cabo) las que se evocan al recordar su figura mientras otras aguardan en el limbo, entre el recuerdo y el olvido, a la espera de que alguien observe sus espectros, los rescate y les dé formas que diferirán de las poliédricas que existieron. El tiempo nos difumina y finalmente nos borra, incluso a la Historia y a quienes transcendieron su momento y encontraron un hueco en ella. Pero mientras tanto, hubo (y habrá) quien no fue reconocido en vida y la casualidad lo puso en el camino de alguien que le reivindicó después de muerto. Vaya ironía del destino, pues de poco vale su fama al fallecido. Cualquier fama posmorten es para los vivos, nos ilumina el acceso a quien, sin ya latir, continua viva a través de sus logros. También existe el caso contrario; el de quien triunfó en su época pero cuyos hechos se perdieron para las siguientes. Ante esto, también caben varias posibilidades, una de ellas es la recuperación que la investigación que sigue al primer (re)encuentro intenta devolverle a la memoria histórica. En todo caso, la fama y la memoria están condenadas a desaparecer. Es su naturaleza, es la nuestra, mas no ayudemos al olvido a olvidar antes que después.

Es más estimulante recuperar esas voces del pasado que de algún modo forman parte de nuestra identidad y de nuestra cultura. Sin ellas, ¿quién nos hablaría del ayer para hacer nuestro hoy y abrir las múltiples posibilidades de mañanas inexistentes? Tal recuperación la intentan personas que trabajan en la sombra y otras sobre los escenarios, como es el caso del equipo artístico y técnico de “Manuela Rey Is in da House”, (2) la obra teatral escrita y puesta en escena por Fran Núñez a partir de distintos textos. Pero ¿quién es Manuela Rey?, se preguntará la mayoría de mentes curiosas. Esa misma pregunta pudo ser el punto de partida para la investigación llevada a cabo por Paula Ballesteros, la arqueóloga del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) responsable de la investigación histórica que inspira la dramaturgia de Fran Núñez, cuya dirección resulta viva y etérea, como también lo parece el personaje de su búsqueda. Las palabras de Manuela Rey, en voz de Rafaela Sá y acompañadas por la música de Xosé Lois Romero, abren el espectáculo que encuentra en su narradora, la propia Paula Ballesteros, la guía que nos introduce y conduce por las tinieblas de la Historia en las que el elenco galaicoportugués reconstruye realidades y posibilidades. A partir de vivencias propias de los actores y actrices de la obra, y de retazos de la vida y de textos conservados de Manuela Rey, el reparto se sumerge en el tiempo y en la creación del personaje, especula, recuerda, dice,… mientras la guía aporta datos históricos que se han podido recuperar. Lo que pudo ser y lo que fue son piezas del rompecabezas que permite recuperar la memoria de esta actriz y dramaturga nacida en Mondoñedo en 1842 y fallecida en Lisboa en 1866, donde se había convertido en una de las más grandes estrellas del Teatro Nacional Dona María II, en el que, según fuentes, había debutado en 1857. La obra abarca los 23 años de vida de Manuela y deja volar su imaginación allí donde solo la invención puede llegar. Así, vida y muerte se distancian y se unen en lagunas biográficas, saltos temporales, hechos y posibles, éxitos, escritos, música, lucha y reivindicación que van rellenando los huecos de una vida hasta no hace mucho borrada de la memoria…


(1) https://www.lavozdegalicia.es/noticia/amarina/mondonedo/2016/03/30/os-ultimos-dias-manuela-rey/00031459358115453322531.htm

(2)

Dirección de escena e dramaturxia: Fran Nuñez

Elenco: Mariana Carballal, Neto Portela, Nuno J. Loureiro, Rafaela Sá, Raquel Crespo, Teresa Vieira, Xosé Lois Romero

Escenografía e vestuario: Pedro Azevedo

Diseño de luz: Nuno Meira

Apoio ao movemento: Guilherme Sousa

Apoio á creación: Neto Portela

Textos: Paula Ballesteros, Xaquín Núñez Sabarís, Ernesto Marecos, Sousa Bastos, Manuela Rey, Almeida Garret, Eduardo Augusto Vidal, Mariana Carballal, Neto Portela, Nuno J. Loureiro, Rafaela Sá, Raquel Crespo, Teresa Vieira, Xosé Lois Romero

Música: Xosé Lois Romero

Arqueóloga investigadora do INCIPIT/ CSIC: Paula Ballesteros

Transferencia de documentación: Andrés García, Antonio Reigosa, Consello da Cultura Galega, Teatro Nacional Dona Maria II, Museo Nacional do Teatro


Outros enlaces


http://cadernodeantonioreigosa.eu/2016/01/manuela-rey-a-muller-lirio/


https://consellodacultura.gal/album-de-galicia/detalle.php?persoa=22286

lunes, 26 de febrero de 2024

Pickford, la pequeña gran Mary

Al principio no había nombres en la pantalla, solo aquellos cuerpos y rostros proyectados en sabanas y paredes. Las voces, gritos, pellizcos, guantazos, alguna ventosidad en fuga y el humo tabaco procedían de los espectadores; la mímica y las caídas solían proceder del otro lado. Así fue durante años, hasta que aquellas anatomías planas se hicieron familiares para el público que acudía a las barracas y, posteriormente, a locales adaptados para una mejor proyección. En los primeros tiempos no existía el star-system, ni el sistema de estudios, ni el sensacionalismo ni la pomposidad de alfombras rojas, ni historias con argumentos ni publicistas que creasen ídolos. Había buscavidas, granujas de medio pelo, calvos y de melena, soñadores de entretenimiento y empresarios en busca de negocio; y este se encontraba en las imágenes y las situaciones, en payasadas, fantasías, westerns... También en las estrellas. Qué decir tiene que, por entonces, el cine andaba en pañales y aprendía a caminar al tiempo que se daba algún batacazo. Se estaba inventando a sí mismo, pero su mejor invención económica y mediática no fue técnica, sino estelar. En un primer momento fue exigencia de los espectadores, que empezaban a querer saber quienes eran aquellos fulanos y menganas que les hacían reír, llorar o maldecir a la pantalla. Visionarios y hombres de negocios como Adolph Zukor, Carl Laemmle o William Fox no pasaron esto por alto. Lo vieron claro: si el teatro tenía sus estrellas, sus compañías cinematográficas tendría sus propios astros. Atraerían a las masas a sus cines con aquellos rostros anónimos, aunque conocidos, que pasaron a tener un nombre. Daba igual que fuese distinto al real; pues ¿qué más daba que aquel se llamase así y aquella, asá; si se estaban creando nuevos personajes? De entre estos, la más grande de la primera edad del cine, quien mejor representa la inocencia del medio, su infancia y su ingenuidad, fue la canadiense Gladys Smith, a quien se conocía por “la chica de pelo rizo de la Biograph”, compañía en la que fue dirigida por David Wark Griffith en un centenar de películas, hasta que este se cansó de las constantes exigencias económicas de la joven cuyo personaje “Little Mary” era uno de los más queridos. Así, la chica de los bucles dorados —en la pantalla lucían en blanco y negro—, asumió el Mary para sí y le añadió el Pickford, que pasó a ser su apellido. Era la primera gran estrella del celuloide, era Mary Pickford y fue una de las grandes protagonistas de su época. Para sus contemporáneos estadounidenses representaba los valores tradicionales y morales de la joven nación, y esta idea que se tenia de ella la popularizó: la convirtió en la mujer más célebre del país, la más querida y la más admirada.

Su padre murió siendo ella niña y su madre, Charlotte, asumió el peso de la familia. Así, para poder pagar la hipoteca y dar de comer a sus hijos, hizo del hogar una casa de huéspedes y se cuenta que allí mismo, uno de sus clientes, que era actor, vio en la pequeña Mary posibilidades de ser actriz. Pero la madre, siempre defensora de los intereses de su hija, no lo veía claro, pues lo de ser actriz no era un futuro que considerase estable. Tampoco lo parecía cuando ya en la profesión, Adolph Zukor quiso contratar a la pequeña Mary. Mas la protectora figura materna empezó a verlo cristalino cuando, en 1914, el dueño de la Paramount le ofreció un contrato por 500 dólares a la semana. No eran para ella, sino para su niña, pero, para el caso, era una cantidad importante y demasiado atrayente para rechazarla. La adolescente y su madre aceptaron la oferta e iniciaron su relación con la empresa de Zukor, pionero cinematográfico que no tardaría en fusionar su empresa con la compañía de Lasky, Goldwyn y DeMille. De aquella unión resultó el más grande de los estudios de cine, quizá tanto como la montaña que ha servido de logo para Paramount, que inicialmente era una pequeña distribuidora con la que Zukor se había asociado para expandir su dominio. Pero al magnate no le era tan fácil lidiar con la pequeña Mary, que no tardó en convertirse en la más popular de las actrices del cine estadounidense y también lo sería a nivel mundial. Ella lo sabía y exigía partiendo de tal conocimiento. Simbólicamente, se convirtió en la reina de Hollywood y llegó a tener tanto poder que podía escoger a sus directores, a sus guionistas y a sus compañeros de reparto, incluso antes de convertirse en productora de sus películas. Mary Pickford tenía un control casi absoluto sobre su trabajo.

<<En los tres años siguientes, mientras Theda Bara hacía de “vampiresa” en cuarenta películas, poniendo a la vista la inmoralidad de las mujeres, la America de la edad dorada se agolpaba en número aún mayor para ver las entregas mensuales de la siempre inocente Mary Pickford. En 1916, Zukor le firmó un contrato de un millón de dólares…>> (1) Por supuesto, la agente de Mary seguía siendo su madre, lo cual causaba ciertas risas cuando acudía con ella a los rodajes; atenta a la menor señal. Era protectora, pero la pequeña Mary no necesita que la defendiesen. Era una mujer de carácter que sabía enfrentarse a poderosos de la talla de Zukor o de Goldwyn; quizá aprendiese de su madre. <<Adolph Zukor le dijo a Mary Pickford que a él no le hacía falta ponerse a dieta: “Cada vez que hablo de un nuevo contrato con usted y si madre, pierdo cinco kilos.>> (2) No le temblaba el pulso ni la voz cuando creía que debía posicionarse y defender sus intereses. La pequeña Mary, la inocente Mary, solo era menuda de cuerpo, y su inocencia e ingenuidad acababan allí donde le tocaban la fibra. Su apariencia casi infantil, sus personajes valerosos, tiernos, inocentes, aquellos de los que medio mundo estaba enamorado eran proyecciones, no la Mary real, la que en la cotidianidad tomó el rumbo de su vida y de su carrera. Pickford era una verdadera pionera en esto del cine, una de sus primeras grandes estrellas y, cuando digo grande, quizá no se entienda el adjetivo en su total dimensión. Para hacerse un ejemplo, <<en 1918, William S. Hart hace una gira de diez días, visita diecinueve ciudades y vende bonos por el valor de dos millones de dólares. Mary Pickford recauda cinco millones en una tarde en Pittsburg y dos millones en Chicago en menos de dos horas.>> (3) Esto indica hasta qué punto era querida en el país, que se dejaba los cuartos en bonos de guerra no por la guerra en sí, sino porque su actriz favorita, la “American Little Sweetheart” les decía que su dinero era necesario para la victoria en Europa. Mary dejaría de actuar en la década de 1930. el sonoro y el sistema de estudios no eran para ella, una mujer independiente y un mito que continuaría ligada al cine como productora. Cabe recordar que, años atrás, en 1919, buscando su total independencia dentro del cine y de la industria naciente, se había asociado con Douglas Fairbanks, su segundo marido, con Charles Chaplin y David Wark Griffith, para fundar la United Artists y defender sus intereses frente a los estudios y sus distribuidoras. Por entonces, era las personalidades más sobresalientes de Hollywood y su éxito era parejo al de Chaplin o al de Fairbanks, con quien se casó en 1920 y con quien coincidiría en pantalla en una única ocasión: La fierecilla domada (The Taming of the Shrees, Sam Taylor, 1929)....

(1) A. Scott Berg: Goldwyn (traducción de María Soledad Silió). Planeta, Barcelona, 1990.


(2) Tricia Welsch: Gloria Swanson (traducción Roser Berdagué). Circe Ediciones, Barcelona, 2014.


(3) Jean-Louis Leutral: El cine bélico. Historia general del cine. Volumen IV. América (1915-1928). Cátedra, Madrid, 1997.

lunes, 1 de enero de 2024

Lillian Gish. La inocencia perdida del cine

<<La señorita Gish era una estrella que daba el máximo de sí misma. Se metía hasta el fondo y de corazón en todo lo que hacía […] El cine no ha contado con una actriz tan consagrada a él como Lillian Gish.>> (1) No veo motivo para dudar de las palabras de King Vidor a la hora de afirmar la entrega y profesionalidad de una de las más grandes estrellas del periodo silente. Y no lo veo porque los resultados están ahí, en sus más de setenta años dedicados a la interpretación (teatro, cine, televisión) y en las películas que protagonizó. Pero no fue Vidor quien la descubrió, ni quien trabajó con ella en más ocasiones, de hecho el nombre de la actriz va ligado al de otro imprescindible del cine. La actriz inició su aventura cinematográfica a las órdenes de David Wark Griffith, el cineasta que la llevó a lo más alto. Con él trabajó y aprendió desde 1912 hasta 1921, un periodo durante el cual ambos fueron creciendo artísticamente, al tiempo que hacían crecer el cine como medio de expresión visual en títulos como El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) o Intolerancia (Intolerance, 1916). El año de su debut, 1912, la actriz interpretó doce cortometrajes a las órdenes de Griffith y, según cuál, al lado de su hermana Dorothy. También coincidió en pantalla con su madre Mary Gish y con otras grandes estrellas que foguearon sus respectivas carreras en el seno de la factoría Griffith; caso de Mary Pickford, Mae Marsh, Lionel Barrymore y Christy Cabanne. Lillian Gish se superó a base de entrega a su trabajo y acabó siendo la gran dama del cine estadounidense silente, capaz de expresar fragilidad, vulnerabilidad, inocencia, resignación o entereza con sus ojos, su boca, su rostro. Los primeros planos de Gish son inolvidables capturas de emociones, son elocuentes puentes hacia la interioridad emocional de sus personajes. De aspecto delicado, la actriz dio vida a mujeres marcadas, condenadas, sensibles, sufridas, obligadas a superar dificultades o a perecer ante ellas. Algunos de sus mejores roles permanecen en la memoria del cine. Es la imagen de una época remota, la del cine silente, la de la inocencia perdida. Sus heroínas trágicas en Corazones del mundo (Hearts of the World, Griffith, 1918), Lirios rotos/La culpa ajena (Broken Blossoms, David Wark Griffith, 1919), Las dos tormentas (Way Down East, Griffith, 1920), Las dos huérfanas (Orphans of the Storm, Griffith, 1921), La hermana blanca (The White Sister, Henry King, 1923), Rómula (Romola, Henry King, 1924), Vida bohemia (La Bohème, King Vidor, 1926), La mujer marcada (The Scarlett Letter, Victor Sjöström, 1926) o El viento (The Wind, Victor Sjöström, 1928), solo son ejemplos de su arte dramático, de la evolución del cine y de la suya propia. <<Formaba parte de la historia de Hollywood, no solo era la estrella por excelencia de Griffith sino una de las fundadoras del viejo Hollywood. Era virtualmente su propia productora, una colaboradora de sus directores y guionistas, una experta en diseño y fotografía.>> (2) En la cima de su popularidad y de su carrera, llegó el sonoro, pero el adelanto no la apartó del cine, sino el cansancio que le producían los nuevos tiempos y la autoritarismo de magnates como Louis B. Mayer, que presidía la MGM a la que la actriz llegó como la gran estrella que era, con un contrato por seis películas a cambio de 800.000 dólares y el derecho a escoger sus películas, sus directores y sus compañeros de reparto. Así que, tras cumplirlo, decidió abandonar California y regresar a los escenarios neoyorquinos, aunque reapareciendo de cuando en cuando en la pantalla, en interpretaciones también inolvidables en títulos no menos memorables como Duelo al sol (Duel at the Sun, King Vidor, 1946), Jennie (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948), La noche del cazador (1955) o Los que no perdonan (The Unforgiven, John Huston, 1960). Inolvidable para quien guste del cine, Lillian Gish recorrió las distintas etapas del hollywoodiense del siglo XX, cerrando su periplo en Dulce libertad (Sweet Liberty, Alan Alda, 1986) y Las ballenas de agosto (The Whales in August, Lindsay Anderson, 1987), su última interpretación para la gran pantalla, setenta y cinco años después de sus primeros trabajos para Griffith…


(1) King Vindor: Un árbol es un árbol (traducción de Francisco López Martín). Paidós Ibérica, Barcelona, 2003.

(2) Ethan Mordden: Los estudios de Hollywood (traducción de Juan Bertevoro). Torres de papel, Madrid, 2014.

martes, 12 de diciembre de 2023

Elizabeth Taylor, un lugar en el cine

A la edad en la que muchas niñas aún van al parque a jugar, Elizabeth Taylor empezaba a trabajar y debutaba en el cine. Tenía nueve años y tres después, ya era una estrella. Pero, al contrario que tantos prodigios infantiles que alcanzaron dicho estatus, ella no hizo más que acrecentar su popularidad y su brillo con el paso de la infancia a la edad adulta. Siendo su época de mayor esplendor la comprendida entre las décadas de 1950 y 1960 —en esta última obtuvo sus dos premios Oscar—. A los treinta años ya era la actriz mejor pagada de Hollywood. Fue la primera en cobrar un millón de dólares por una película, Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963), la cual también sería el inicio de su relación personal —que una y otra vez salía a la luz publica— y profesional con Richard Burton. Trabajaron juntos en doce películas; siendo la ultima común la televisiva Se divorcia él, se divorcia ella (Divorce His, Divorce Hers, Waris Hussein, 1973). Por entonces, ya imponía sus condiciones a los productores y se resarcía de sus años de contrato en la jaula dorada de la Metro. Nunca se había visto nada similar, pero tampoco era sorprendente debido a su popularidad entre el público, que la adoraba, la perseguía y la había aupado a la posición de privilegio desde la cual podía exigir a la industria de la que formaba parte desde 1942. Una década antes, en febrero de 1932, Elizabeth nacía en Londres, donde su madre y su padre, ambos estadounidenses, se habían instalado. Económicamente, la suya, era una familia acomodada, pero no se podría decir lo mismo desde una perspectiva emocional. En todo caso, la niña vivía sometida al deseo materno, el que triunfase en el mundo del espectáculo, y a los cambios de humor paternos...

Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, los Taylor decidieron abandonar Londres y regresaron a su país natal. Allí, en Beverly Hills, el padre iba a dirigir una galería de Arte de su tío y su madre tendría más opciones que nunca para insistir en que su hija fuese actriz. Así, decidida a darle la carrera que habría deseado para sí, visitó cual Anna Magnani en Bellísima (Bellissima, Luchino Visconti, 1951) distintos estudios cinematográficos, logrando que Universal contratasen a la pequeña, que debutó en la película There’s One Born Every Minute (Harold Young, 1942). El film no llamó la atención y ella tampoco, lo que parecía presagiar que su futuro no era el cine. ¿Fin de la historia? No. Solo concluida su relación laboral con el estudio creado por Carl Laemmle. La madre no se dio por vencida y visitó otros lares, llegando a las puertas de MGM. Llamó insistente y, tras la espera, le ofrecieron un contrato para la niña. Elizabeth iba a participar en La cadena invisible (Lassie Gone Home, Fred M. Wilcox, 1943) junto a Roddy MacDowall, otro prodigio infantil, que venía de brillar en ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, John Ford, 1941), y, aunque la estrella de la función era el perro Pal —que daba vida a la perra Lassie—, su interpretación fue un paso adelante en el camino de la joven actriz hacia el estrellato infantil que conquistó en Fuego de juventud (National Velvet, Clarence Brown, 1944). La década de los cuarenta concluyó con su intervención en Mujercitas (Little Woman, Mervyn LeRoy, 1949) y el inicio del decenio de su consagración lo disfrutó junto a Spencer Tracy y Joan Bennett en El padre de la novia (Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950); pero su confirmación como actriz adulta estaba a la vuelta de la esquina. Un año después compartía cartel con su amigo Montgomery Clift en Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951), el film que definitivamente la situó entre las más grandes y queridas actrices de la época, posición que ocuparía durante años, a pesar (o debido a) de los “escándalos” aireados por la prensa rosa y gracias a sus trabajos en Gigante (Giant, George Stevens, 1956), La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, Joseph L. Mankiewicz, 1959), Una mujer marcada (Butterfield 8, Daniel Mann, 1960), película que se vio obligada a protagonizar a pesar de su negativa a hacerlo —finalmente, le reportaría su primer Oscar—, ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who Afraid Virginia Woolf?, Mike Nichols, 1966), Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967)…


Filmografía (hasta la década de 1970)


There’s One Born Every Minute (Harold Young, 1942)


La cadena invisible (Lassie Gone Home, Fred M. Wilcox, 1943)


Alma rebelde (Jane Eyre, Robert Stevenson, 1943) (sin acreditar)


Las rocas blancas de Dover (The White Cliffs of Dover, Clarence Brown, 1944)


Fuego de juventud (National Velvet, Clarence Brown, 1944)


El coraje de Lassie (Courage of Lassie, Fred M. Wilcox, 1946)


Cynthia (Robert Z. Leonard, 1947)


Recursos de mujer (Live with Father, Michael Curtiz, 1947)


Así son ellas (A Date with Judy, Richard Thorpe, 1948)


Julia se porta mal (Julia Misbehaves, Jack Conway, 1948)


Mujercitas (Little Woman, Mervyn LeRoy, 1949)


Traición (Conspirator, Víctor Saville, 1949)


El padre de la novia (The Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950)


Cicatrices del recuerdo (The Big Hangover, Norman Krasna, 1950)


El padre es abuelo (Father’s Little Dividend, Vincente Minnelli, 1951)


Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951)


Nunca el amor fue tan bello (Love is Better than Ever, Stanley Donen, 1952)


Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952)


La chica que lo tenía todo (The Girl Who Had Everything, Richard Thorpe, 1953)


Rapsodia (Rhapsody, Charles Vidor, 1954)


La senda de los elefantes (Elephant Walk, William Dieterle, 1954)


Beau Brummell (Curtis Bernhardt, 1954)


La última vez que vi París (The Last Time I Saw Paris, Richard Brooks, 1954)


Gigante (Giant, George Stevens, 1956)


El árbol de la vida (Raintree County, Edward Dmytryk, 1957)


La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958)


De repente, el último verano (Suddenly, Last Summer, Joseph L. Mankiewicz, 1959)


Una mujer marcada (Butterfield 8, Daniel Mann, 1960)


Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963)


Hotel internacional (The V. I. P. s, Anthony Asquith, 1963)


Beckett (Peter Glenville, 1964) (sin acreditar)


Castillos de arena (The Sandpiper, Vincente Minnelli, 1965)


¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who Afraids Virginia Woolf?, Mike Nichols, 1966)


La mujer indomable (The Taming of the Shrew, Franco Zeffirelli, 1967)


Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967)


Doctor Fausto (Doctor Faustus, Richard Burton y Nevill Coghill, 1967)


Los comediantes (The Comedians, Peter Glenville, 1967)


La mujer maldita (Boom, Joseph Losey, 1968)


Ceremonia secreta (Secret Ceremony, Joseph Losey, 1968)


Ana de los mil días (Anne of the Thousand Days, Charles Jarrott, 1968) (sin acreditar)


El único juego de la ciudad (The Only Game un Town, George Stevens, 1970)



viernes, 6 de octubre de 2023

Rita Hayworth, al rojo vivo


El ejemplo más sonado de transformación de mujer a estrella y objeto de deseo de una generación de espectadores, la de la década de 1940, es Rita Hayworth. Más adelante llegarían Marilyn y Rachel Welch, como indican los pósteres de Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Daranbont, 1994), y las que han seguido; como también antes hubo otras, pero ninguna supo quitarse el guante con el impacto, la seducción y el ritmo de Gilda/Hayworth; como tampoco nadie se ha bañado en la “Fontana” con la gracia de Anita Ekberg ni hay bañista en bikini que haya salido del agua salada con el paso de Ursula Andress, Halle Berry o la Sirenita. También el público femenino de ayer encumbró a los altares de sus deseos a Rodolfo Valentino, John Gilbert, Gary Cooper, al Brando del tranvía, James Dean y quién sabe si a Ronald Reagan. Pero este no es el tema. Tanto Gilda como Rita son personajes de ficción, creados por la maquinaria de Hollywood y aceptados en la fantasía de la gente, la cual nada sabía de Margarita Carmen Cansino, hija de Eduardo Cansino, un bailarín sevillano que se empeñó en que la niña bailara —la actriz recordaría tiempo después que pasó su infancia entrenando sus pasos y callando su disgusto—, y de Volga Hayworth, una muchacha de origen irlandés que esperaba triunfar en Broadway pero que acabó siendo un espectro de sí misma. Nacida en Brooklyn, Nueva York, en 1918, Margarita Carmen debutó en el cine a los dieciséis años, actuando como extra y bailarina, que era lo que siempre dijo ser. Por entonces, todavía usaba el apellido paterno y los papeles que le fueron dando eran breves y, en su mayoría, de jóvenes hispanas, lo cual no era nada de lo que avergonzarse, pero limitaba su carrera hacia el éxito.


Rita Hayworth llegó al cine siendo (Marga)Rita Cansino, pero también para no ser ella, pues siendo ella, o eso creían los fabricantes de estrellas, no lograría brillar en el firmamento de Hollywood. Así que, para alcanzar el éxito, como tantas estrellas de celuloide, renunció a su nombre original. Ya de niña se había visto obligada a renunciar a su infancia y a sufrir a su padre, de quien fue pareja de baile cuando apenas contaba con doce años. Entonces, necesitaban dinero y Margarita era incapaz de levantar la voz a un hombre con arranques violentos. Ahora le tocaba renunciar a su identidad, pero la renuncia solo era un paso en la transformación de la muchacha hispanoirlandesa en la mujer deseo y envidia de un amplio sector de la población. Aceptó retocar su rostro y teñir su cabello castaño —que había lucido azabache durante su etapa de bailarina con su padre— del rojizo crepuscular materno, un rasgo fogoso que le confería la calidez de un hermoso atardecer de verano. No quería ser estrella, pero se dejó arrastrar hacia el firmamento sin saber qué significaba alcanzarlo, ni el sacrificio que supuso para su vida personal y su mundo privado —perder ambos—. Tras sus primeros papeles, en los que aparece acreditada como Rita Cansino, la joven apuntaba maneras y Hollywood, con Harry Cohn, dueño de Columbia, a la cabeza, quiso hacer de ella una imagen anglosajona que pudiese franquear la barrera étnica que, de no superarse, la encasillarla en papeles latinos; lo cual reduciría su radio interpretativo y el beneficio económico del estudio. En 1937, nacía Rita Hayworth, pero todavía no su leyenda. Primero tuvo que gestarse en papeles de reparto, en producciones tan destacadas como Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, Howard Hawks, 1939) o La pelirroja (The Strawberry Blonde, Raoul Walsh, 1941), dos de los títulos en los que su presencia no pasaba desapercibida; sus roles ya eran importantes en la trama. No obstante, no sería hasta Gilda (Charles Vidor, 1946), cuando, al dar vida al personaje que da título al film, llegó a lo más alto. Su Gilda, sus movimientos, su sonrisa, su forma de lucir el escotado vestido de noche mientras voltea su guante por encima de su cuerpo, su cabello rojo en blanco y negro, su sensualidad, su idilio con la iluminación y la cámara, la convirtieron en un mito del celuloide y también en uno erótico. Margarita Carmen, conocida y deseada como Rita Hayworth e idealizada como Gilda, ya era una estrella y, como tal, protagonizó La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), película coprotagonizada y dirigida por Orson Welles.


Por entonces, Rita y Orson, casados en 1943, ya se habían separado, pero aún no estaban divorciados y no parecían llevarse mal, por lo que ni una ni otro vieron con malos ojos trabajar juntos. Welles sabía que ella era ideal para ser la mujer fatal que tiñó de rubio y trae de calle a su personaje. Posiblemente sea la mejor interpretación de la actriz. <<Está maravillosa>>, recordaba el cineasta, quien también dijo de ella que <<era una actriz de verdadero talento a quien jamás dieron una oportunidad.>> (1) Sus relaciones íntimas son un aparte que no me incumben, pero marcaron su existencia y su caída en su estado depresivo. Ella quería ser amada, pero, para su pesar, solo fue adorada, deseada, utilizada y rechazada. Respecto a esto, decir que uno de sus matrimonios, el que contrajo con el príncipe Alí Khan, inspiraría a Joseph L. Mankiewicz La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954). Como actriz poseía talento interpretativo, quizá no el de alguien como Katharine Hepburn o Bette Davis, pero sí el suficiente para aspirar a mejores personajes, pero no le dejaron demostrar su valía, al condenarla a papeles que no podían despegarse de su imagen sexual. Hasta en la cárcel de Shawshank soñaban con ella. Y es que Margarita/Rita tenía un magnetismo innegable, fruto de la mezcla de su yo natural, del inventado y del fantaseado, así como de su belleza y una sensualidad elegante al rojo vivo, un color ardiente que quizá nada tuviese que ver con la mujer que existía detrás de la imagen, la mujer que solo pudo ser a ratos, la que quería un hogar, pero a la que el éxito exigió un precio; siempre lo exige y, a veces, resulta un precio demasiado alto.



(1) Orson Welles, en Peter Riskind: Mis desayunos con Orson Welles.

miércoles, 25 de enero de 2023

María Félix y los papeleros


<<Creo que ella es el producto más sensacional de la publicidad que ha producido el cine mexicano. Todo lo llevaba a cabo María con una habilidad y una picardía que cualquier cosa suya era ya motivo de crónica periodística o de noticia exclusiva. Su boda con Agustín Lara fue un prodigio de habilidad y conocimiento de la forma de comportarse de la prensa. Acudían a los periódicos a desmentir o a confirmar la boda, a dar largas al asunto. Fue una verdadera campaña de publicidad. Cuando en cierta ocasión los vendedores de periódicos pidieron a María que presidiera una de sus fiestas anuales, ella aceptó la invitación, pero no acudió. Entonces los papeleritos decidieron no vocear aquel periódico o revista en los que aparecía la foto de la Doña. Ella respondió invitando a un numeroso grupo de papeleros a un desayuno. El resultado final fue más publicidad. Sabía muy bien que dejándose ver muy poco aumentaba el misterio que la rodeaba. Sabía a dónde tenía que ir y a qué lugares no debía acudir. Todo lo que iba haciendo era motivo de asombro. Cuando filmaba exteriores lejos de la capital, todos nos enterábamos de que un avión llevaba un gran refrigerador con sus frutas preferidas. “Porque ella no podía tomar frutas sino en muy buen estado”. Fernando Soler, aparte de todo esto, ayudó a la gloria de María cuando dijo que, a partir de La mujer sin alma, ella había demostrado ser una actriz talentosa. Yo creo que es en Enamorada cuando la estrella se supera. Pero en cuanto a publicidad, pienso que ya lo sabía todo, desde el primer film.>>*


Ciertamente, los papeleros son fundamentales a la hora de crear estrellas; aunque hoy, más que estrellas, iluminan en la pantalla astros fugaces que entran en combustión y se consumen apenas contactan con el éxito, quizá sea debido a que hay otros medios de propagación de “luz” y publicidad, más apurados, cambiantes y necesitados de “madera” que quemar que los de entonces —que ya apuraban y quemaban lo suyo. O quizá fuesen las propias estrellas, el glamour y la imagen inalcanzable que creaban y les ayudaban a crear. O que nuestras mentes “miren” más aceleradas y, tal vez, descentradas que las de ayer. Hoy, quizá sea impresión errónea, el cine me parece más mundano, precipitado, ruidoso e industrial, más próximo y desechable, de consumo tipo cadena de comida rápida; claro que existen sus muchas excepciones, bares, tascas, romerías y restaurantes donde darte un buen atracón. Pero salvedades, comidas y dudas aparte, estoy convencido de que María Félix fue y es un mito del cine mexicano; probablemente su estrella con mayor presencia, magnetismo y sensualidad en la pantalla, de una fuerza natural y artificial que, si tuviese que encontrar con quien compararla, tendría que acudir a una italiana tan energética e igualmente sensual y arrolladora. Me refiero a Anna Magnani. Ambas, junto a otras inolvidables actrices como Bette Davis, Joan Crowford, Melina Mercuori, Jeanne Moreau o Claudia Cardinale, se hacen con las escenas en las que asoman sin apenas aparentar esfuerzo. La presencia de la “Doña” siempre reclama las miradas, aun tenga frente a ella a intérpretes masculinos de la talla de Fernando Soler, Arturo de Córdova, Pedro Armendariz, Vittorio Gassman, Jack Palance, Fernando Rey, Jean Gabin, Yves Montand, Francisco Rabal, que recuerda en sus memorias (“Si yo te contara”) que <<no era fácil trabajar con ella>>, Gerard Phillipe o Fernando Fernán Gómez, quien escribió en “El tiempo amarillo” que, en Cannes, donde se presentaba Faustina (José Luis Sáenz de Heredia, 1957), <<bastante público, al vernos llegar a él (el Palacio del Festival), nos pidió material de información, sobre todo fotos de María Félix>>, que era la protagonista femenina y el mayor reclamo popular de la película. Más que reclamar, la actriz atraía la atención del público con un arte inexplicable, más allá de apoyarme en una explicación tan vaga como decir que era una mezcla de talento innato, belleza, corazón apasionado, carácter ardiente y trabajo. Probablemente fuese algo de eso y de otras muchas cosas que se me escapan, pero lo cierto es que el público, al menos en su mayor parte, sentía atracción hacia ella y hacia sus personajes. Incluso, como se deduce del texto inicial, la atracción era tal, que traspasaba la pantalla y se producía en la vida real de María de los Ángeles Félix, todo lo real que pueda ser la existencia de una estrella mediática de su envergadura, consciente de que incluso su cotidianidad, dentro y fuera del plató, era parte de la vida de otros; por otro lado, esto es algo que no deja de resultarme curioso, cuando no, digno de estudio.


*Enrique Rosado, citado por Pablo Ignacio Taibo I: María Félix. 47 pasos por el cine. Ediciones B, 2008.



Filmografía

El peñón de las ánimas (Miguel Zacarías, 1942)

María Eugenia (Felipe Gregorio Castillo, 1942)

Doña Bárbara (Fernando de Fuentes, 1943)

La China Poblana (Fernando A. Palacios, 1943)

La mujer sin alma (Fernando de Fuentes, 1943)

La monja alférez (Emilio Gómez Muriel, 1944)

Amok (Antonio Momplet, 1944)

El monje Blanco (Julio Bracho, 1945)

Vértigo (Antonio Momplet, 1945)

La devoradora (Fernando de Fuentes, 1946)

La mujer de todos (Julio Bracho, 1946)

Enamorada (Emilio Fernández, 1946)

La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947)

Río escondido (Emilio Fernández, 1947)

Que Dios me perdone (Tito Davison, 1947)

Maclovia (Emilio Fernández, 1948)

Doña Diabla (Tito Davison, 1948)

Mare Nostrum (Rafael Gil, 1948)

Una mujer cualquiera (Rafael Gil, 1949)

La noche del sábado (Rafael Gil, 1950)

La corona negra (Luis Saslavsky, 1951)

Mesalina (Carmine Gallone, 1951)

Incantésimo trágico (Mario Sequi, 1951)

La pasión desnuda (Luis César Amadori, 1952)

Camelia (Roberto Gavaldón, 1953)

Reportaje (Emilio Fernández, 1953)

El rapto (Emilio Fernández, 1953)

La bella Otero (Richard Pottier, 1954)


Les héros sont fatigués (Yves Ciampi, 1955)

La escondida (Roberto Gavaldón, 1955)

Canasta de cuentos mexicanos (Julio Bracho, 1955)

Tizoc (Ismael Rodríguez, 1956)

Flor de mayo (Roberto Gavaldón, 1957)


Miércoles de ceniza (Roberto Gavaldón, 1958)

Café Colón (Benito Alazraki, 1958)

La estrella vacía (Emilio Gómez Muriel, 1958)

La cucaracha (Ismael Rodríguez, 1958)


Los ambiciosos (Luis Buñuel, 1959)

Juana Gallo (Miguel Zacarías, 1960)

La bandida (Roberto Rodríguez, 1962)

Si yo fuera millonario (Julián Soler, 1962)

Amor y sexo (Luis Alcoriza, 1963)

La Valentina (Rogelio A. González, 1965)

La Generala (Juan Ibáñez, 1966)