Aunque haya películas que pequen de teatrales, existe una distancia insalvable entre cine y teatro, y entre cine y literatura. Y así debe ser entre medios expresivos distintos y con peculiaridades y exigencias propias; aun se descubran conexiones entre ellos. <<El cine y la novela son dos modos de narración diferentes. A menos que coloquemos el libro frente al objetivo de la cámara y filmemos directamente el texto pasando las páginas, una novela debe sufrir inevitablemente modificaciones radicales>>,1 no sin conocimiento, Richard Brooks afirmaba esto y más: <<En realidad, el hecho de que no se pueda extraer un buen film sin sensibles modificaciones constituye precisamente uno de los signos distintivos de una buena novela. Es también cierto que una novela filmada escena por escena nunca será un buen film. Lo mismo que un buen film no se convertirá en una buena novela si uno se contentase con transcribirlo palabra por palabra, por muy minuciosamente que se haga>>.1 Como novelista, guionista y director de cine, Brooks lo sabía —antes de ser director, había asumido como lógicos los cambios que Edward Dmytryk y el guionista John Paxton habían efectuado cuando adaptaron su novela The Brick Foxhole en Encrucijada de odios (Crossfire, 1947).
El realizador de Los profesionales (The Professionals, 1966) fue un cineasta de quien muchas de sus películas son grandes adaptaciones que no se ciñen al texto que las inspiran; nombro alguna de las que he leído sus fuentes literarias: La gata sobre el tejado de Zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), El fuego y la palabra (Elmer Gentry, 1960), Lord Jim (1965) o A sangre fría (In Cold Blood, 1967). Tampoco se ciñó en Los hermanos Karamázov (The Brothers Karamazov, 1958), una de sus películas más irregulares, de la que no diré que se trata de una “mala adaptación”. Acepto que el cine no es literatura, ni Brooks, Dostoievski, y que el film del primero presenta una narrativa con altibajos que no encuentro en otros largometrajes suyos. Pero dejando este film, al que ya dediqué un comentario, decir que hay escritores como Tennessee Williams —de quien Brooks llevó a la gran pantalla La gata sobre el tejado de zinc caliente y Dulce pájaro de juventud en dos espléndidas adaptaciones— que no son divos a quienes por capricho les sienta mal que las películas basadas en sus obras no sean la transcripción literal de la escritura a la imagen, sino que su disconformidad con los cambios que descubre parece deberse a que su autoestima vive en la constante necesidad de reafirmarse, no desde dentro, sino desde el exterior que les rodea. Son grandes artistas a quienes les cuesta aceptar o comprender que la adaptación de su obra, de la que han vendido los derechos, ya no es su obra, ni puede serlo. Es otra distinta, de otro autor diferente, que hace la suya propia; y no por ello se está poniendo en duda el texto ni al autor.
Quizá haya artistas cuya vanidad sea proporcional a su talento, aunque este no creo que sea el caso de Williams, quien parece más condicionado por su universo personal que por necesidad de inflar su ego; en constante conflicto entre el escritor, el humanista, su yo pasado y su presente en relación con la sociedad y consigo mismo. Resumiendo, se podría decir que Williams es la suma de muchos de sus personajes o, dicho de otro modo, que fue poniendo un pedazo de sí en cada uno de ellos. Y Brick, en La gata sobre el tejado de cinc caliente, es uno de los múltiples rostros del famoso dramaturgo.
En Broadway, el autor del texto manda, en el cine de Hollywood no es apenas más que el nombre que aparece en los títulos de crédito. A menudo, dentro de la industria cinematográfica, una película ni siquiera es obra de un cineasta, sino de la empresa que pone el dinero, y esta se rige por algo tan sencillo como los beneficios, aunque este dudo que fuese el caso de Brooks, guionista y director de sus películas, quien aceptó dirigir esta producción MGM siempre y cuando tuviese libertad para introducir las modificaciones que creyese oportunas respecto al original; sobre todo, en el tercer acto. Cierto que algunos de los cambios de las tablas a la pantalla, a veces no obedecen a cuestiones del lenguaje de uno u otro medio expresivo, sino a cuestiones ajenas a los ámbitos artísticos: intereses de los productores o mismamente intervenciones de la censura. Aquí, habría que matizar que, al ser mayoritario, en el cine la censura es más insistente que en el teatro, sobre todo si pensamos que en 1957, el código Hays todavía estaba vigente. Cuando se rueda La gata sobre el tejado de zinc, el cine tiene temas tabúes, como podría serlo la homosexualidad que Williams aborda en el texto teatral y que se disimula en el complejo de culpa que la sustituye en las imágenes cinematográficas; pero esta diferencia, una de las que se quejó el dramaturgo, no impide que Brooks captase la impotencia, tanto sexual como psicológica, de Brick, su miedo a dar el paso al frente y abandonar ese vaso de whisky que no le calma ni la culpa ni la “parálisis moral” que imposibilitan su relación paterno-filial y la matrimonial, haciendo de los protagonistas personajes encerrados y atrapados en una relación familiar tormentosa, tanto como la que estalla en la noche, y tan asfixiante como pueda serlo el cálido y húmedo verano del entorno sureño retratado por Martin Ritt en otra famosa adaptación cinematográfica protagonizada por Paul Newman, y que tiene como fuente literaria a otro prestigioso escritor sureño: William Faulkner.
En Brooks y en su versión se dan la necesidad de espantar los fantasmas y poner fin a la mentira y a la hipocresía que impiden solucionar esos conflictos internos y externos que generan la impotencia, el rechazo y el ahogarse en el vaso de alcohol al que Brick se aferra por su incapacidad de aceptar que vive culpando y sintiéndose culpable. Vivir sin poder vivir y morir sin querer morir; pulsión que late en La gata sobre el tejado de zinc y en sus tres protagonistas; espléndidamente interpretados por Paul Newman, Burl Ives —que asumía el papel que ya había interpretado en la versión teatral dirigida por Elia Kazan en 1955— y Elizabeth Taylor, cuya presencia regala a la película un plus emocional, garra y belleza. En cuanto a si otro reparto hubiese sido mejor, no me interesa especular y solo decir que es el que fue, y fue espléndido. Siempre hay historias de si estos u otros actores y actrices iban a interpretar, o eran los preferidos por los escritores, y fueron otros y otras quienes finalmente lo hicieron. Por eso, me importa nada los nombres que se barajaron (Grace Kelly, Ava Gardner o Anthony Franciosa) para protagonizar el film de Brooks. Lo único seguro es que el reparto elegido funcionó y que la perspectiva de Brooks difiere de la de Williams, sobre todo, en cuanto al primero le gustan los hombres y mujeres de acción, como Maggie la “Gata”, y no los individuos pasivos y melancólicos como Brick en la obra teatral, de ahí que le haga reaccionar y tomar las riendas en el último tramo del film, algo que el dramaturgo no hizo en su drama favorito. Finalmente, queda la prueba cinematográfica, las imágenes y las palabras, que confirma a esta adaptación como una de las más famosas y portentosas realizadas por el director de Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), en buena medida porque capta la tensión interior de sus protagonistas, interpretados por un reparto capaz de transmitir esos estados emocionales en constante conflicto, siempre apunto de estallar, pero con la capacidad de mantenerse en el límite del abismo que les separa, donde Brick vive en el dolor, la culpabilidad y en el distanciamiento que sufre, sea debido a la muerte de su amigo, a la sospecha de infidelidad o a que vive en y rodeado de mentiras.
Me encanta la peli, el Cine de Brooks en general -tan literario y a la vez tan propio, como bien apuntas- y alabo tu artículo.
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarComparto tu gusto por el cine de Brooks y por esta película, y tantas otras que comentas en Facebook y en tu blog cinetropolis (http:mariaverchilimarticine.com)