¿Existe mejor manera de ver una adaptación cinematográfica de una novela cualquiera que, mientras dure la proyección, olvidar la obra literaria adaptada? ¿Sería posible tal olvido? Dudo antes de responder sí, pues lograr dicho olvido es más labor del cineasta que del público a quien el primero debe atrapar en las imágenes que se proyectan en la pantalla, relegando al olvido del segundo cualquier pensamiento respecto al original literario. Para muchos espectadores, estas no suelen ser cuestiones a plantear o que les preocupe, ya que no habrán leído la novela que se adapta; de modo que carecería de sentido hacerse esas dos preguntas, pero la naturaleza humana también se compone de contrasentidos y de sinsentido, de conflictos, pasiones y contradicciones que apuntan que en todos nosotros habita cierto espíritu karamazoviano. Por mi parte y en relación a Los hermanos Karamazov (The Brothers Karamazov, 1958) o a cualquier otra adaptación cinematográfica de obras de Fiódor M. Dostoievski, me pregunto esta tercera: ¿Hay un modo mejor de llevar a la pantalla una obra de Dostoievski que prescindiendo de la metafísica de la novela a adaptar? Hablé de ello en un comentario que escribí sobre El idiota (Hakuchi, Akira Kurosawa, 1951), y ahora vuelo sobre el asunto porque enfrentarse a una novela de la complejidad y riqueza de Los hermanos Karamázov (1880) no solo presenta la misma dificultad que cualquier otra —qué quiero expresar, sean ideas o formas, y qué dejar fuera y qué dentro—, sino que habría que añadirle una segunda: ¿Qué reparto podría dar vida a almas, no a personajes? También habría una tercera y una quinta, sin olvidar la cuarta, que se esconden tras lo visible y remiten al espíritu que recorre las numerosas capas emocionales y filosóficas que existen en las páginas y que van asomando según la disposición de quienes realizan una lectura consciente e inquisitiva. Ni por un momento dudo que Richard Brooks no hiciese este tipo de lectura. Estoy convencido de que la hizo, de igual modo estoy seguro de que era consciente de la complejidad y dificultad de crear imágenes que atrapen ese espíritu que asoma en las líneas literarias, que contempla y cae en <<dos abismos>> que se abren encima y bajo hombres y mujeres <<capaces de compaginar todo género de contradicciones>>, naturalezas humanas que habitan al tiempo en el cielo y el infierno, en un punto que revoluciona entre la tradición y la modernidad, la fe y la razón, el amor y el odio, la piedad y la crueldad, el teísmo y el ateísmo, entre Asía y Europa. Habría que añadir que Brooks no era ruso, ni contemporáneo del autor de Crimen y castigo (1866), y, por tanto, desconocía el terreno pisado por Dostoievski para dar forma literaria al espíritu ruso y karamazoviano. Resulta complicado dar esencia cinematográfica a algo así, más si cabe en Hollywood, donde prima el espectáculo ornamental. Brooks lo sabía, como sabía que el alma de la novela era prácticamente imposible de aprehender y atraparla en imágenes, ya que reside en un espacio de difícil acceso, y cualquier intento de recrearlo rompería el ritmo de una narración cinematográfica que se queda con la parte externa: la trama que gira en torno a Mitia Karamázov (Yul Brynner).
Quizá fuese la única solución posible para realizar la adaptación y adecuarla al uso de Hollywood, aunque sospecho que habría dado igual que fuese en Japón o en Europa, me refiero a prescindir o dejar fuera los abstractos que existen en esta obra colosal, la última escrita por el escritor ruso. El problema, si así se le puede llamar, es que al renunciar al espíritu karamazoviano (ya no al que asoma en la novela, sino a la visceralidad irreflexiva), Brooks recrea un drama con cuerpo, pero sin alma febril, sin convulsiones, ni <<naturaleza amplías, karamazovianas […], capaces de compaginar todo género de contradicciones y, al mismo tiempo, contemplar dos abismos, el abismo que se abre sobre nosotros, el abismo de los ideales supremos, y el abismo que se abre bajo nosotros, el abismo de la caída más baja y hedionda>>.1 Los hermanos Karamázov de Brooks no desciende al inframundo ni sube a las alturas, se ancla en una superficie donde las almas no lo son, lo aparentan, pues, en el espacio cinematográfico escogió por el cineasta se estereotipan. Partiendo de lo dicho, intento abandonar a Dostoievski y adentrarme de lleno en la película y defender el distanciamiento, la entrega y la puesta en escena de un film que gira en torno a Dimitri Karamázov, en quien Brooks encuentra al noble aunque celoso falso culpable con quien el público puede simpatizar. En el personaje de Yul Brynner, principio y fin de la película, confluyen los demás personajes, sean los miembros de su familia —padre lascivo y bufón, dos hermanos, en quienes se oponen fe y razón, y un cocinero que también podría ser hermano y asesino—, o las dos mujeres, Katia (Claire Bloom) y Grúshenka (Maria Schell), en apariencia opuestas, pero igualmente marcadas por esa dualidad arriba aludida. Finalmente, el sabor es agridulce, pues veo un buen film que busca su propia personalidad, y la encuentra, pero a veces desaparece, o se muestra irregular, y reaparece con mayor resplandor en los momentos en los que luce la maestría que Brooks alcanzaría de pleno en la década siguiente en títulos como Lord Jim (1965), Los profesionales (The Profesionals, 1966) o A sangre fría (Cold Blood, 1967).
1.Fiódor M. Dostoievski: Los hermanos Karamázov (traducción José Laín Entretalgo). Penguin Random House, Barcelona, 2015.
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