La práctica final de Carlos Saura fue La tarde del domingo (1957). Al año siguiente, ya estaba dando clase en la Escuela de Cine en la que acababa de graduarse, pero esto queda en lo anecdótico y ahora intentaré centrarme en las sensaciones que me produjo la media hora de duración de este film en el que a priori se aprecia influencia neorrealista; la misma que todavía seguirá en su primer largometraje: Los golfos (1959). A priori, porque dicha influencia provine más que del cine italiano, de la novela realista que empezaba a asomar en España en la década de 1950 y de la necesidad de detallar una cotidianidad que Saura acota a unas horas del domingo: del amanecer hasta que la protagonista arranca la hoja del almanaque que anuncia un nuevo día. En La tarde del domingo no hay el sentimentalismo, ni la compasión, ni el humor de un De Sica, ni el dolor del alma humana a la que pretende acceder un Rossellini; hay un cineasta que toma una situación de la realidad y la expone en una distancia que le permite mirar con actitud crítica y forma casi documental, como si su mirada quisiera captar la esclava cotidianidad de su protagonista, que no deja de ser una entre miles de iguales. Tanto la historia que Sánchez Ferlosio relata en El jarama, una de las cumbres indiscutibles de la novela realista de la época, como la de Saura se ambientan en domingo, pero la del cineasta aragonés es plenamente urbana y vive en el encierro de su personaje principal.
La fuente literaria de Saura no es la novela de Ferlosio, corresponde a la de Fernando Guillermo de Castro, que el cineasta aragonés adaptó para adentrarse en un domingo cualquiera madrileño y en la vida de una joven que sirve y sufre en una casa de clase media. Ese domingo cualquiera resulta ser el 20 de septiembre y la muchacha se llama Clara (Isana Medel), una chica de un pueblo de Toledo que sirve a un matrimonio y a sus dos hijos, ya en edad universitaria, salvo que Merche, la hija, <<ya ha estudiado todo lo que debe saber una mujer>> o eso asegura su madre, una señora de armadura beata y de corazón de hierro. La jornada empieza al amanecer, cuando las calles aparecen vacías y el diario ABC llega a la puerta. Clara hace el café y va a por los churros que sus “amos” desayunan antes de ir a misa. En ese intervalo, Saura apunta sin disimulo que la tratan como a una sierva medieval. La esclavitud de la semana y de la mañana del domingo concluyen por la tarde, el único instante que Clara tiene para sí. No obstante, tampoco es liberador, como se observa después de que sus tres amigas y ella paseen por el Retiro y acaben en un local donde las parejas bailan y los hombres intentan aprovecharse de ellas. En ese momento, Clara no disfruta la tarde del domingo, la sufre, aunque se trata de un sufrimiento diferente al del resto de la semana. Vive en una prisión, apenas sin esperanzas.
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