viernes, 6 de octubre de 2023

Rita Hayworth, al rojo vivo


El ejemplo más sonado de transformación de mujer a estrella y objeto de deseo de una generación de espectadores, la de la década de 1940, es Rita Hayworth. Más adelante llegarían Marilyn y Rachel Welch, como indican los pósteres de Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Daranbont, 1994), y las que han seguido; como también antes hubo otras, pero ninguna supo quitarse el guante con el impacto, la seducción y el ritmo de Gilda/Hayworth; como tampoco nadie se ha bañado en la “Fontana” con la gracia de Anita Ekberg ni hay bañista en bikini que haya salido del agua salada con el paso de Ursula Andress, Halle Berry o la Sirenita. También el público femenino de ayer encumbró a los altares de sus deseos a Rodolfo Valentino, John Gilbert, Gary Cooper, al Brando del tranvía, James Dean y quién sabe si a Ronald Reagan. Pero este no es el tema. Tanto Gilda como Rita son personajes de ficción, creados por la maquinaria de Hollywood y aceptados en la fantasía de la gente, la cual nada sabía de Margarita Carmen Cansino, hija de Eduardo Cansino, un bailarín sevillano que se empeñó en que la niña bailara —la actriz recordaría tiempo después que pasó su infancia entrenando sus pasos y callando su disgusto—, y de Volga Hayworth, una muchacha de origen irlandés que esperaba triunfar en Broadway pero que acabó siendo un espectro de sí misma. Nacida en Brooklyn, Nueva York, en 1918, Margarita Carmen debutó en el cine a los dieciséis años, actuando como extra y bailarina, que era lo que siempre dijo ser. Por entonces, todavía usaba el apellido paterno y los papeles que le fueron dando eran breves y, en su mayoría, de jóvenes hispanas, lo cual no era nada de lo que avergonzarse, pero limitaba su carrera hacia el éxito.


Rita Hayworth llegó al cine siendo (Marga)Rita Cansino, pero también para no ser ella, pues siendo ella, o eso creían los fabricantes de estrellas, no lograría brillar en el firmamento de Hollywood. Así que, para alcanzar el éxito, como tantas estrellas de celuloide, renunció a su nombre original. Ya de niña se había visto obligada a renunciar a su infancia y a sufrir a su padre, de quien fue pareja de baile cuando apenas contaba con doce años. Entonces, necesitaban dinero y Margarita era incapaz de levantar la voz a un hombre con arranques violentos. Ahora le tocaba renunciar a su identidad, pero la renuncia solo era un paso en la transformación de la muchacha hispanoirlandesa en la mujer deseo y envidia de un amplio sector de la población. Aceptó retocar su rostro y teñir su cabello castaño —que había lucido azabache durante su etapa de bailarina con su padre— del rojizo crepuscular materno, un rasgo fogoso que le confería la calidez de un hermoso atardecer de verano. No quería ser estrella, pero se dejó arrastrar hacia el firmamento sin saber qué significaba alcanzarlo, ni el sacrificio que supuso para su vida personal y su mundo privado —perder ambos—. Tras sus primeros papeles, en los que aparece acreditada como Rita Cansino, la joven apuntaba maneras y Hollywood, con Harry Cohn, dueño de Columbia, a la cabeza, quiso hacer de ella una imagen anglosajona que pudiese franquear la barrera étnica que, de no superarse, la encasillarla en papeles latinos; lo cual reduciría su radio interpretativo y el beneficio económico del estudio. En 1937, nacía Rita Hayworth, pero todavía no su leyenda. Primero tuvo que gestarse en papeles de reparto, en producciones tan destacadas como Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, Howard Hawks, 1939) o La pelirroja (The Strawberry Blonde, Raoul Walsh, 1941), dos de los títulos en los que su presencia no pasaba desapercibida; sus roles ya eran importantes en la trama. No obstante, no sería hasta Gilda (Charles Vidor, 1946), cuando, al dar vida al personaje que da título al film, llegó a lo más alto. Su Gilda, sus movimientos, su sonrisa, su forma de lucir el escotado vestido de noche mientras voltea su guante por encima de su cuerpo, su cabello rojo en blanco y negro, su sensualidad, su idilio con la iluminación y la cámara, la convirtieron en un mito del celuloide y también en uno erótico. Margarita Carmen, conocida y deseada como Rita Hayworth e idealizada como Gilda, ya era una estrella y, como tal, protagonizó La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), película coprotagonizada y dirigida por Orson Welles.


Por entonces, Rita y Orson, casados en 1943, ya se habían separado, pero aún no estaban divorciados y no parecían llevarse mal, por lo que ni una ni otro vieron con malos ojos trabajar juntos. Welles sabía que ella era ideal para ser la mujer fatal que tiñó de rubio y trae de calle a su personaje. Posiblemente sea la mejor interpretación de la actriz. <<Está maravillosa>>, recordaba el cineasta, quien también dijo de ella que <<era una actriz de verdadero talento a quien jamás dieron una oportunidad.>> (1) Sus relaciones íntimas son un aparte que no me incumben, pero marcaron su existencia y su caída en su estado depresivo. Ella quería ser amada, pero, para su pesar, solo fue adorada, deseada, utilizada y rechazada. Respecto a esto, decir que uno de sus matrimonios, el que contrajo con el príncipe Alí Khan, inspiraría a Joseph L. Mankiewicz La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954). Como actriz poseía talento interpretativo, quizá no el de alguien como Katharine Hepburn o Bette Davis, pero sí el suficiente para aspirar a mejores personajes, pero no le dejaron demostrar su valía, al condenarla a papeles que no podían despegarse de su imagen sexual. Hasta en la cárcel de Shawshank soñaban con ella. Y es que Margarita/Rita tenía un magnetismo innegable, fruto de la mezcla de su yo natural, del inventado y del fantaseado, así como de su belleza y una sensualidad elegante al rojo vivo, un color ardiente que quizá nada tuviese que ver con la mujer que existía detrás de la imagen, la mujer que solo pudo ser a ratos, la que quería un hogar, pero a la que el éxito exigió un precio; siempre lo exige y, a veces, resulta un precio demasiado alto.



(1) Orson Welles, en Peter Riskind: Mis desayunos con Orson Welles.

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