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jueves, 12 de junio de 2025

Una jaula de grillos (1996)

La industria de Hollywood nunca ha sido combativa, ni progresista, ni punta de lanza en los movimientos sociales, aunque más adelante se subiese al carro y presumiese y presuma de liberal y de tolerante. Su política no pretende cambiar el mundo, sino amasar fortuna tras fortuna, lo cual es lógico porque se trata de un negocio. Su intención nunca ha sido la de liberar, ni denunciar ni luchar por la igualdad o por los derechos humanos o civiles, y menos aún señalar la sinrazón y los crímenes que se producen en el mundo. Puede hacerlo, pero a posteriori, cuando se considera relativamente a salvo de consecuencias indeseadas y que juega sobre seguro. El cine de Hollywood lo hace en algún momento, me refiero a ser combativo, pero su política inalterable, ayer, hoy y mañana, es la del dinero, pues es un negocio y, como tal, se debe a los beneficios y no a las causas justas. Todos lo saben y lo demás es secundario, más si cabe desde que los ejecutivos y las grandes corporaciones sustituyeron a los antiguos magnates que, si bien eran reaccionarios por convicción y bolsillo —perseguían aumentar sus fortunas—, contaban con un equipo de profesionales que sabían de cine, aquellos que prácticamente habían inventado su lenguaje moderno; hoy, llamado clásico...

Desde su origen, Hollywood juega sobre seguro, aunque luego pierda inexplicablemente una fortuna en tal o cual producción que iba para súper éxito y deparó un batacazo comercial. Claro que suelen reducir riesgos a la hora de sacar adelante sus productos. Resulta habitual que buenos guiones se queden en el cajón, para siempre o hasta que alguien los recupere, aquellos cuya viabilidad comercial se ponga en entredicho, y que otros menos favorecidos se rueden. Depende de la decisión de los encargados de dar luz verde al dinero o que los cineastas hayan pasado meses buscándolo por ahí y, tras ejercer de vendedores y recaudadores, puedan rodar su película. Un trabajo arduo y que en el pasado de los estudios no existía, puesto que las majors tenían a su equipo de directores y ya les entregaban la pasta que consideraban oportuna y el material con el que trabajar, incluso el humano; solo los directores estrella, tipo Lubitsch o DeMille, tenían el privilegio de contar con sus propios guionistas y con el reparto que pidiesen (y no siempre).

Por lo general, el capital se entrega cuando la inversión se considere segura. Nadie pone su dinero para perderlo, ¿o sí?  Pues en Hollywood pasa igual, aunque a gran escala. Y, para no perderlo, intentan asegurar que juegan a caballo ganador. Sus apuestas no pueden fallar, aunque luego sean fracasos, así que realizar adaptaciones de superventas literarios o nuevas versiones de éxitos de otros lares o del pasado, lo que viene a llamarse remake, es práctica común desde siempre. Menuda cosa, eso de volver a hacer lo que ya está hecho, ¿no? Pero a veces funciona y muchas otras pasa desapercibido, incluso en nuestras rutinas. Por otra parte, no es infrecuente que el público desconozca que una película popular sea una nueva versión de un guion ya llevado con anterioridad a la pantalla, piensen, por ejemplo, en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959), o que haya que distinguirla de las versiones de novelas, que ya no serían remakes, sino diferentes adaptaciones del mismo original literario, tal como pueda suceder con la obra teatral shakespeariana Hamlet.

Hollywood está repleto de ideas económicas infalibles, al menos eso deben pensar en las oficinas de las empresas de cine, también en las editoriales o en los despachos de las cadenas televisivas, así que otra de sus brillantes ideas sería imitar, sin apenas variaciones, pero con un reparto estelar, el éxito más reciente, tal como sucedió cuando Beeba Kidron realizó A Wong Foo, ¡Gracias por todo Julie Newmar! (To Wong Foo, Thanks for Everything Julie Newmar, 1995), inmediatamente después del éxito cosechado por la australiana Las aventuras de Priscila, reina del desierto (The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert, Stephan Elliott, 1994)… Existen miles de ejemplos de esto, como también los hay de revisiones de películas.

Siguiendo la estela del travestismo que apunto con los dos títulos señalados arriba, pues en parte se desarrolla en un club nocturno cuya máxima atracción es la diva transformista Albert (Nathan Lane), una muestra de remake podría ser Una jaula de grillos (The Birdcage, 1996), en la que Mike Nichols y su guionista Elaine May se apropian del guion de Edouard Molinaro y Marcello Danon —que en el film de Nichols asume labores de productor ejecutivo—, más que de la pieza teatral de Jean Poiret que había inspirado la popular comedia franco-italiana La jaula de las locas (Le cage aux folles, Edouard Molinaro, 1978), para obtener un éxito comercial indiscutible (sus beneficios fueron seis veces más que su presupuesto) y ofrecer una versión totalmente hollywoodiense, desde su reparto, encabezado por Robin Williams y Gene Hackman, que heredan los papeles del gran Ugo Tognazzi y de Michel Galabru, hasta su humor más comercial y buenrollista en el que la tolerancia practicada por Albert y Armand (Williams) vence a la hipocresía y al conservadurismo republicano representado por el senador Keeley (Hackman) y Louise (Dianne Wiest), su mujer y madre de Barbara (Calista Flockhart), la joven con quien Val (Dan Futterman), el hijo de Armand, va a casarse. En este aspecto, el de enfrentar dos extremos ideológicos en los progenitores, también podría ser un “remake” de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, Stanley Kramer, 1967), aunque en la comedia de Kramer el asunto ideológico a tratar es racial. En ambas, como obras hechas en Hollywood, prevalece lo superficial y lo anecdótico, que suele ser lo que se considera entretenimiento, que es lo que presume vender la industria del cine; y lo que sus clientes le demandan, aunque personalmente, tales productos me aburran, en su mayoría, como es el caso...



jueves, 12 de diciembre de 2024

Armas de mujer (1988)

Si Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) catapultó a Julia Roberts y Ghost (Jerry Zucker, 1990) a Demi Moore, su papel de Tess en Armas de mujer (Working Girl, Mike Nichols, 1988) situó a Melanie Griffith en la primera línea de estrellas de Hollywood. A sus espaldas quedaban más de diez años de carrera profesional, con títulos como La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975), Doble cuerpo (Body Double, Brian de Palma, 1984) o Algo salvaje (Something Wild, Jonathan Demme, 1986), y delante aguardaban De repente, un extraño (Pacific Height, John Schlesinger, 1990), La hoguera de las vanidades (The Bonfire of the Vanities, Brian de Palma, 1990), Resplandor en la oscuridad (Shining Through, David Seltzer, 1992), Una extraña entre nosotros (A Stranger Among Us, Sidney Lumet, 1992) o Nacida ayer (Born Yeaterday, 1993), películas que prometían, pero que no lograron el resultado esperado, ni el éxito de Armas de mujer. Pero en 1988, esta joven veterana que contaba con treinta y un años, no había alcanzado el estatus que le proporcionó esta comedia dirigida por Mike Nichols y escrita por Kevin Wade en la que la actriz, la tercera cabeza de cartel tras Harrison Ford y Sigourney Weaver, dio vida a una secretaria que comprende que debe dar el salto si desea cambiar y mejorar su vida laboral y personal en un mundo ya no solo de hombres sino de tiburones de cualquier sexo. Tess, mujer trabajadora como apunta el título original, no es la mujer genérica, es mujer individual, concreta, la que destaca entre la multitud, por eso su triunfo solo es suyo, aunque su amiga (Joan Cusack) lo celebre expresando alegría colectiva tras la llamada de la osada heroína de Armas de mujer, una heroína inteligente, activa, para nada mezquina y muy atractiva cuando cambia su corte de pelo, aligera su maquillaje y su vestuario de dudoso gusto lo sustituye por otro más elegante. Tess es una soñadora, confiada, sensible, aunque no por ello se deje avasallar por sus jefes masculinos, a los que se encara después de que le juegan una mala pasada por ser mujer y guapa; es decir, por creerla un objeto que prestar…

En una creencia similar se encuentra Mick (Alec Baldwin), su novio, quien parece no verla a ella. La sitúa en un segundo plano, como si él fuese prioritario en una relación en la que solo parece verse a sí mismo. Mick busca su satisfacción, su placer, algo que no sería reprochable si dicha búsqueda no relegase al ostracismo la plenitud de ella. Al menos, dos breves escenas corroboran lo dicho: la del conjunto de lencería que Mick le regala el día de su cumpleaños y el regreso a casa (a destiempo) de Tess para descubrir que aquel la engaña con otra mujer. Un nuevo desengaño para ella, el mismo día que descubre el verdadero rostro de su nueva jefa. La vida privada de Tess se resuelve en un par de pinceladas, como lo exige el guion; ahora, ante ella, se abre un nuevo mundo: el que ella misma construye a partir de la mentira o de la tergiversación que asume tras verse engañada por Katharine (Sigourney Weaver), su nueva jefa, a quien idolatra y a quien desea parecerse. La imita, confía en ella, comparte su idea, el proyecto que puede ser su vía de acceso al lugar que cree le corresponde, y descubre que la ha utilizado. Más que eso, descubre que el discurso de Katharine es una farsa que solo conduce en una dirección: la suya, la que le permita imponerse y triunfar. Por tanto, el enemigo a batir de Tess, no es el hombre, sino otra mujer, una ejecutiva ambiciosa, insolidaria, tiburón, dominante que, tras su rostro amable, resulta lo contrario; además de ser la novia de Jack (Harrison Ford), el príncipe azul que se disfraza de ejecutivo y se enamora de la secretaria, sin saber que lo es. Ese amor correspondido por Tess, mujer que ha sido engañada, descubre que ella también puede ser cómplice de engaño en asuntos del corazón, aunque su justificación, también la de Jack, llega por partida doble: el amor y el ser la buena de la función. En definitiva, mentir, mentimos todos y la luchadora de Armas de mujer no es la excepción que lo incumpla en un mundo laboral exigente, deshumanizado, agresivo, en el que ella no es la mujer genérica, sino la que da el paso adelante, cansada de ser ninguneada, y triunfa porque posee sobradas capacidades, esas armas de mujer sobradamente preparada, la que ha estudiado durante cinco años en la escuela nocturna, la que se valora y se siente en el momento óptimo para dar el salto porque comprende que sirve para mucho más que servir cafés o atender el teléfono de personas tal vez menos válidas en esa jungla laboral en la que se abre paso…



miércoles, 22 de noviembre de 2023

¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966)


El debut de Mike Nichols se produjo en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who Afraid to Virginia Woolf, 1966). Podría decirse que debutaba en la dirección por la puerta grande, al contar con la presencia de Elizabeth Taylor y Richard Burton en un duelo interpretativo de altura, tras el cual quizá se escondiese el personal. ¿La pareja vivía una crisis matrimonial, como también la viven Martha y George? Ni idea, pero el matrimonio que durante dos horas de metraje no para de gritarse y de culparse, sí. Tampoco paran de ocultar y exteriorizar secretos, de escupir a la cara rencores, decepciones y saliva, pero también existe una extraña y mutua necesidad de humillarse para alcanzar el paroxismo tras el que recuperar la calma, aunque dudo que sanen las heridas. La historia de Martha y George nace de la mente de Edward Albee. Suya es la obra teatral en la que se basó el guion de Ernest Lehman, que también fue el productor de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Pero ¿de quién es la película? ¿De Nichols? ¿De Lehman? ¿Del actor y la actriz? La respuesta supera mis conocimientos, pero no me cabe duda de que es de esas películas que la opinión publica afirmaría que es para lucimiento de sus estrellas: en este caso, Taylor y Burton, a quienes secundan George Segal y Sandy Dennis. Esta pareja da vida al joven matrimonio al que maduro invita a pasar una velada de insultos, gritos, borrachera, llantos, secretos, mentiras y confesiones. El film desarrolla esa velada nocturna durante la cual priman los diálogos y la sobreactuación, aunque esta parece gustar o quizá quien guste sea Richard Burton controlándose y estallando o Elizabeth Taylor dejándose la piel dando vida a una mujer madura, hija del rector de la universidad, casada con un hombre que ejerce de profesor en el departamento de Historia y a quien, aparentemente, no soporta. Años atrás, cuando la juventud todavía no era un recuerdo, ¿cómo sería la relación de Martha y George? Quizá como la de la pareja que invitan, a la que hacen sentir el malestar que llevan consigo.


Aunque en ¿Quién teme a Virginia Woolf? prima lo literario, sobre todo los diálogos, Mike Nichols hace lo que puede para conferir apariencia cinematográfica a un film de origen teatral que habla sobre el matrimonio, tema recurrente a lo largo de la historia del cine y de otros medios de expresión e incluso de la carrera de Elizabeth Taylor; sin ir más lejos en títulos tan destacados como La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958) y Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967). La acción se desarrolla en pocos espacios, salvo el jardín, todos ellos cerrados; y se acota temporalmente —varias horas de una misma noche— y anima a actuaciones exageradas, pues cada miembro del reparto pretende exteriorizar ya no las emociones que desbordan en sus personajes, sino que la película son sus palabras y sus rostros. Nichols lo hace bien, pero se debe a sus estrellas, a su guionista, que también es el productor, e incluso a guardar fidelidad a la obra de Albee, de modo que no siempre evita que el origen teatral de la película salga a relucir. El cineasta intenta minimizar la teatralidad mediante el uso de la cámara y el montaje, principales aliadas para alejar el film del escenario teatral. En el teatro, lo visual se supedita a lo verbal —aunque exista un teatro híbrido que juega con las imágenes que puedan proyectarse durante la escenificación—. Vemos una imagen general del escenario y escogemos hacia qué parte de las tablas dirigimos nuestra mirada; o si preferimos, podemos cerrar los ojos o dirigirlos hacia el techo. Estas últimas opciones también son válidas para el cine, pero, hasta ahí, las coincidencias visuales. El escenario cinematográfico cambia respecto al teatral, que siempre permanece a la misma distancia del público. En el cine, la cámara lo encuadra, lo encierra, lo libera, lo reduce, lo acerca o lo aleja; incluso puede darle la vuelta, inclinarlo o hacer un fundido en negro y dejarnos a oscuras. La cámara establece el marco escogido por el director y, en comunión, ambos guían la mirada física de quien observa. Nichols lo hace. Emplea su cámara y le confiere movimiento, no excesivo o sin notarse excesivamente, para intercambiar diferentes tipos de planos de los espacios y de los personajes atrapados, pero, aunque no use planos maestros, no hay sensación de encierro ni de claustrofobia en la película. Hay curiosidad, a veces desequilibrio, pero lo que prima y echa por tierra parte de sus logros son los diálogos rebuscados y la palabrería de los cuatro personajes, sobre todo de los dos miembros del matrimonio maduro, que son los que llevan la voz cantante. La cámara, por lo tanto también el público, es testigo del juego destructivo que se trae entre manos el matrimonio al que da vida Elizabeth Taylor y Richard Burton, que forman una pareja derrotada, afligida, enajenada, quizá por la hiriente sensación de pérdida y vacío, al límite de la cordura de la que parecen alejarse durante esa noche en la cual se odian a gusto, se repudian sin disimulo, desnudan sus miserias, se engañan y engañan hasta que la tempestad se calma.




jueves, 13 de julio de 2023

El graduado (1967)


El inicio de El graduado (The Graduate, 1967) en el avión aísla y personaliza a Ben Braddock (Dustin Hoffman). Ya en el aeropuerto, acompañado de “The Sound of Silence”, inmóvil y móvil sobre la cinta mecánica, Mike Nichols muestra la soledad, la falta de decisión, el dejarse llevar del joven que regresa a su hogar. Pero no es su mundo, pues el que le recibe es el de sus padres, el planeta clase media alta, burgués, esnob y alienante, en el que se siente ajeno, quizá rodeado de palabras y más palabras, pero que no le dicen ni le hablan. Es la diferencia generacional, la madurez y la juventud, la que nunca regresa y que en ese instante pertenece a Ben, niño de mamá y de papá que se descubre a la deriva, pues resulta que también vive la confusión de su época y la del tránsito de la infancia a la edad adulta en la que da sus primeros pasos de la mano de la señora Robinson (Anne Bancroft). ¿Cuál es el futuro que le espera? ¿Vietnam? ¿Los plásticos? ¿Continuar sus estudios y licenciarse? ¿Convertir su imagen en la de su padre (William Daniels) o en la del señor Robinson (Murray Hamilton)? ¿Dejarse llevar? Ben, graduado universitario, es un muchacho que se supone preparado, pero preparado ¿para qué? Él lo ignora, igual que el resto, pero igualmente todos le felicitan de forma mecánica, por cumplir el trámite, por el mero hecho de felicitar a un hijo de los suyos sin saber por qué. Vive la segunda mitad de los años sesenta; los cambios son un hecho, aunque nada llegue a cambiar en realidad. El sueño americano desaparece y sin él en el horizonte debe encarar su futuro. Las promesas son dudosas, la realidad tramposa, la visión de la vida de los adultos difiere de la suya, pero Ben tiene algo que no todos tienen, aunque hayan tenido: juventud.



Más o menos eso intuyo del protagonista de El graduado cuando se produce su encuentro con la inolvidable señora Robinson a quien dio vida una magnífica Anne Bancroft, una mujer atractiva, madura, juguetona, seductora, aburrida de aburrirse en una vida cómoda, pero insatisfactoria, que la consume y a la que ella se enfrenta para no consumirse y sentir la condena de verse como un trasto viejo o una estatua de frío mármol en un matrimonio sin amor. Nunca lo ha habido. Ella es la experta, el joven, el principiante. Ella posee el atractivo de la mujer madura, él la supuesta ingenuidad de quien se inicia en el sexo. Ella es la tristeza del ser atrapado y la necesidad de sentirse viva y deseada; también es la madre de Elaine (Katharine Ross), cuya aparición precipita una segunda parte —que se me antoja menos lograda que la primera, como en la segunda mitad, Nichols se dejase ir por un camino más rápido y cómodo—, siendo la muchacha el otro vértice del triángulo con el que, a partir del guion de Calder Willingham y Buck Henry —que adaptaban la novela de Charles Webb—, Nichols completa su radiografía a la la juventud y de la clase media alta estadounidense de finales de los sesenta, una radiografía que habla de la madurez, de la apatía, de la imposibilidad, del despertar, de la rebeldía final de Ben y Elaine, quizá un sueño de libertad provisional, condenado a despertar al conformismo…




viernes, 7 de febrero de 2014

Trampa 22 (1970)


No intento alejarme ni acercarme a lo que se entiende por objetividad, sino que me dejo llevar aceptando que, condicionado por influencias diarias, por la cuna y la genética, me formo de ideas ajenas y propias respecto a aquello que observo y siento. Quizá debido a ello, prefiero escribir desde la subjetividad con la que me identifico, y desde la cual, para bien o para mal, interpreto el cine, la literatura, el sonido de una corriente fluvial, la sombra de un árbol y otros aspectos del arte y de la naturaleza, así como de la vida. Pero, más allá de criterios y preferencias personales, con las que se puede estar de acuerdo o en desacuerdo, en ocasiones observo como múltiples maneras individuales de entender una parte o un todo confluyen en un punto común que podría considerarse como una especie de objetividad; y si me atengo a esto, he de suponer que quienes hayan leído Trampa 22, y visto su adaptación cinematográfica, coincidirán a la hora de señalar que la película no transmite la esencia de la obra de Joseph Heller. Como ocurre en tantas otras novelas, la dificultad radica en la complejidad y en la riqueza de lo expuesto, en este caso una trama repleta de continuos saltos temporales y de un marcado surrealismo que mana de cada uno de los numerosos e imprescindibles personajes que Heller ubicó en la Italia de la Segunda Guerra Mundial, en su mayor parte en un campo de aviación donde el desencanto, la desesperanza, la injusticia, se ponen de manifiesto a través del corrosivo sentido del humor del autor. Pero a lo largo de las páginas se puede descubrir otra visión, más allá del ámbito marcial, aquella que define las personalidades que se mueven por el aeródromo donde Milo representa la imagen del capitalista extremo. Ni mira con quién negocia ni cómo lo hace. Para él no existe más batalla que la de obtener beneficios, sin importarle que en ocasiones deba sacrificar las vidas de sus compañeros. Vive su sueño americano. Algo similar sucede con los mandos, ineptos, egocéntricos, sumidos en su rivalidad y en medrar a costa de sus subordinados, ya sean los pilotos a quienes envían constantemente a la muerte o los oficiales como el capellán, que no encuentra respuestas en su fe, y el mayor Coronel, quien sin desearlo es obligado a asumir una responsabilidad que le supera…


Al contrario que en la película, en la narración todo tiene su razón de ser, por eso nada sobra ni nada falta, porque cada personaje, circunstancia o situación son necesarias para entender su conjunto, y quizá esta amplitud de matices o contenido fue un reto imposible tanto para Buck Henry (en calidad de guionista) como para Mike Nichols (en labores de dirección) a la hora de trasladar la historia a la pantalla. Así pues, una vez vista Trampa 22 (Catch-22, 1970), se comprende que la comicidad que desprende se basa en la simplificación y omisión del humor negro y crítico que acompaña al lector durante una lectura que crea un vínculo entre aquel y Yossarian (Alan Arkin), el personaje-eje del relato, y por supuesto del film. Este capitán, ascendido y condecorado por la incompetencia de sus superiores, se confirma como el individuo más cuerdo dentro del manicomio bélico que semeja el campamento, donde, tras decenas de misiones, comprende que lo único que tiene sentido es salvar la vida, que en ese momento se encuentra en manos del coronel Cathcart (Martin Balsam), quien, amparado por la "trampa 22", aumenta constantemente el número de bombardeos a realizar, simplemente por su necedad y su necesidad de satisfacer su ego, y también su deseo de ascender a general. Esta "condición 22" es un sinsentido creado para obligar a los soldados a ser marionetas prescindibles, empleadas por generales y coroneles cuyos comportamientos evidencian las imperfecciones tanto del sistema como de la guerra en sí misma. Aunque este punto, como tantos otros, queda desfigurado en una película que ni capta ni transmite aquéllo que Heller expuso de forma brillante en las líneas de su sátira. Y desde este punto de vista, Trampa 22 es una mala adaptación, aunque, si dejo a un lado este aspecto, la película tampoco funciona, pues su ritmo narrativo se pierde en vanos y forzados esfuerzos por provocar situaciones ácidas que acaban poniendo de manifiesto la irregularidad de un film que las simplifica al máximo, lo cual provoca que lo expuesto, además de quedar sin definir, cree la sensación de estar contemplando una parodia bélica y no una comedia de elevada carga antibelicista.