viernes, 30 de mayo de 2025

Inland Empire (2006)


Salvo por etiquetas simplistas y sus adictos, dudo que David Lynch pueda considerarse un cineasta clásico. Más bien es un cineasta inclasificable, cuyo cine resulta extraño porque es diferente a lo común que llena las salas comerciales y las pantallas de los hogares. El suyo está formado por experiencias audiovisuales, más que narraciones. Son películas imposibles de etiquetar, salvo que el etiquetado sea parte del postureo de quien etiqueta (reduce y delimita) carente de más objeto que el de su improbable lucimiento. Lynch, como Ferreri, Buñuel, Parajadnov, Pasolini y tantos otros cineastas que escapan a cualquier clasificación, se debe a su idea del cine como una posibilidad para expresarse, sentirse e incluso crearse, que vendría a ser la posibilidad de ser artista; y de quien, por mucho que me guste su obra, reconozco que si esta no hubiese existido, el cine no se habría resentido. Nunca podremos saberlo, pero quizás todo lo contrario sucedería con los pioneros, desde los Lumière, Alice Guy, Georges Méliès, Ferdinand Zecca, Porter, los cineastas italianos de la década de 1910, Griffith, Sjöström o Stiller… O sin los Chaplin, Keaton, Renoir, Ford, Lubitsch, Eisenstein, Pudovkin, Feyder, Lang, Pabst, Clair, Flaherty, Vidor, Murnau, Rossellini, Ozu… Estos sí son clásicos porque desarrollaron narrativas y estilos que influyeron a muchos otros y que se influyeron entre sí. Lynch, no, aunque haya quien intente imitarle, sin éxito —basta ver los episodios de Twin Peaks (1990) en los que no estuvo involucrado para darse cuenta de que caen en lo común; quiero decir, que sin Lynch resulta una serie más de lo mismo—. Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) o Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) son tres películas suyas que me parecen magistrales y las que definen parte de su cine: la simpatía por los seres extraños y por los mundos ajenos a los convencionalismo  y al orden establecido. En eso, siempre fue fiel. Siempre construyó sus películas alrededor de hombres y mujeres fuera de lo común, incluso fuera de la realidad, para instalarse en el sueño y el misterio, en mundos oníricos y de pesadilla, como sería el caso de Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), el primer largometraje de Lynch y uno de sus films en los que eleva su gusto por lo extraño a cotas máximas. Otra de sus cimas extrañas es, sin duda, Inland Empire (2006), aunque solo lo fuese por sus tres horas de dar rienda suelta a lo “raro”, que definiré como aquello que se nos escapa y, cuando lo descubrimos, nos sorprende. Esa rareza, el salirse de la norma, se desata en esta película que confunde la realidad (ficticia) y la película que se está rodando porque, tanto para Lynch como para nosotros que vemos su acabado de cine dentro de cine, de cine dentro de sueños y viceversa, con dosis de fantasía y de suspense, son ficciones, ensoñaciones y pesadillas del propio Lynch creador de mundos ocultos en mundos visibles a la mirada común, espacios que se abren a la imaginación y que desvelan su gusto y predilección por lo onírico, aunque representar lo onírico en pantalla se me antoja una meta pocas veces alcanzada. En el caso de Inland Empire, tiende a la pesadilla, al misterio, a la violencia, al sexo, al caos que no deja de ser un orden ajeno al común, que es aquel en el que la mayoría se siente cómodo porque no le desubica ni le exige esfuerzo mental y emocional…


lunes, 26 de mayo de 2025

Anthony Burguess y La naranja mecánica


<<Publiqué la novela A Clockwork Orange en 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser borrada, y esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la principal responsable.>> Y Anthony Burguess no se equivoca al expresarlo, ni se avergüenza de decirlo. Cuando escribió esta introducción, corría el año 1986 y su novela y la adaptación cinematográfica realizada por Kubrick ya habían alcanzado el rango de mito. El escritor también comentaba que la versión realizada por Kubrick se basaba en la edición estadounidense de la obra literaria, a la que le faltaba el último capítulo, lo que supuso que la película careciese del epílogo novelístico y que muchos lectores le escribiesen para recriminarle o preguntarle por dicha ausencia. Pero ¿qué culpa tenía él, si la película no era su obra? ¿Y por qué Kubrick, aún rodando su adaptación en Inglaterra, donde se había publicado la novela sin cortes, escogió la versión mutilada? Era su derecho de autor, tras adquirir los derechos cinematográficos, pero, aparte, quizás no leyera el libro sin amputar o no le interesase la evolución del personaje: su maduración, el paso de la ultraviolencia y de la destrucción a la construcción. En todo caso, volviendo a Burguess, el escritor es consciente del límite temporal de toda obra literaria (finitud que puede extenderse y aplicarse a cualquier otro medio artístico y a la propia naturaleza humana), cierto que hay escogidas que perduran, como sería el caso de La Iliada, La Odisea, La Eneida, Genji Monogatari, El ingenioso hidalgo don Quijote de la ManchaGargantúa y Pantagruel...

El caso de La naranja mecánica es afortunado y curioso, aunque no tanto si se comprende que gracias a la novela existió la película y gracias a esta se perpetuó la novela cuyo joven narrador y amigo se presenta ante nosotros, los lectores, para explicarnos sus experiencias de victimario y víctima desde el desenfado y la jerga adolescente (nadsat) con la que marcan distancias con el mundo que queda fuera de las fronteras juveniles. Qué muchacho este que elige la violencia porque le gusta. Nadie se la impone y su mundo es tan ruin, hipócrita y criminal como cualquier otro… En él todos buscan su satisfacción y su beneficio. Así que no se puede culpar a un ente concreto ni a su época —que se ambienta en un futuro cercano al año de publicación del libro—, ni siquiera al propio individuo, puesto que, en caso de hacerlo, nadie saldría bien parado. En todo caso, a Alex no se le puede acusar de hipócrita, tampoco de emplear la jerga nadstaq que le diferencia de los comunes y que a Burguess le permite expresar situaciones e imágenes que dichas en lengua inglesa (o en sus respectivas tradiciones idiomáticas) correrían el riesgo de ser explicitas y, sobre todo, de ser censuradas tanto por un hipotético lector como por los editores, incluso por religiosos, políticos y por la buena gente en general, que verían en el texto provocación y lo tildaría de inmoral, cuando resulta todo lo contrario… Ese capítulo 21, suprimido en la edición estadounidense y en el film, lo cambia todo, pues resulta un paso hacia alguna parte, una evolución que no se da en la obra de Kubrick, que cierra su película dejando a Alex donde se encontraba en su adolescencia. Burgess lo deja claro en la introducción, cuando expresa lo que sigue:

<<El capítulo veintiuno concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian. De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos bestsellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando solo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría. La Naranja norteamericana o de Kubrick es una fábula; la británica o mundial es una novela.>>

Entrecomillado: Anthony Burguess, La naranja mecánica (traducción de Aníbal Leal y Ana Quijada). Booket (Editorial Planeta), Barcelona, 2012.

Enlace al comentario de la película:

https://vadevagos.blogspot.com/2012/10/la-naranja-mecanica-1971.html?m=1

sábado, 24 de mayo de 2025

Promesas del este (2007)


Hay mucho de Jekyll y Hyde en el cine de David Cronenberg, como si estuviese convencido de la existencia de “monstruos” ocultos o atrapados en el interior humano, a la espera de poder liberarse, y de igual modo, el aparente monstruo, guarda en su interior el opuesto que a veces sale a relucir. Lo suyo es la identidad, la aparente y la que se esconde. Nada es lo que parece a simple vista. Dicho de otro modo, los personajes de Cronenberg viven en su conflicto externo-interno y el hampón a quien da vida Viggo Mortensen en Promesas del este (Eastern Promises, 2007) no destaca por ser diferente, sino por ser uno de los grandes ejemplos del individuo poliédrico, compuesto de claroscuros, cuya primera apariencia solo es la capa externa bajo la que late la complejidad emocional y humana que sale a relucir en su encuentro con Anna (Naomi Watts), la comadrona que, proveniente del mundo de luz, contacta con la oscuridad que la amenaza después de iniciar la búsqueda de los familiares de una recién nacida cuya madre, una niña de catorce años, ha fallecido durante el parto. El conductor, solucionador de problemas, y la heroína conviven en el mismo espacio, Londres, pero sin que sus lugares se toquen o, al menos, sin que alguien como ella se dé cuenta de la cercanía de un mundo oculto que descubre cuando se producen la muerte y el nacimiento. <<Nacer y morir, a veces, van de la mano>>, dirá avanzado el metraje; aunque, en cierta manera, siempre lo van. Son la cara y la cruz que cada quien porta; el resto permanece en zonas claroscuras…


viernes, 23 de mayo de 2025

La cortina de humo (1997)


La relación entre medios, cine, política, propaganda y público, que se traga todo cuanto le echan y más, pues su imaginación hará más grotesca cualquier farsa que le cuenten, queda satirizada por Barry Levinson en La cortina de humo (Wag the Dog, 1997), en la que el artífice de Rainman (1988) se desmelena a partir del guion que Hilary Henrik y David Mamet adaptaron del libro de Larry Beinhart Parte de guerra (American Hero). En ambos casos, novela y película, la realidad inspira —era la época en la que estaba a punto de estallar el “Escándalo Lewinsky”, que acapara las portadas en enero de 1998—, aunque en la segunda la presencia de estrellas de la talla de Dustin Hoffman y Robert De Niro obliga a dejar vía libre a su lucimiento, el que dudo juegue a favor de la sátira; pero esto cae en mi terreno dubitativo. Por otra parte, la propaganda no es magia, pero casi, pues es capaz de hacer visible lo invisible y viceversa. Además, “tachán-tachán”, puede convertir lo bueno en malo, lo malo en mejor o el estiércol en oro y este en mierda. ¿Quién da más? Así que para tapar el escándalo sexual del presidente, que le puede costar la reelección presidencial, se llama a Conrad Brean (Robert De Niro), un “arréglalo todo” que toma las riendas para desviar la atención pública y reconducir la situación hacia aguas tranquilas, aunque para ello se invente un conflicto bélico. La guerra sucia de la política se recrudece ante la proximidad electoral. Las filtraciones, los trapos sucios, los ataques frontales y por la espalda, los tratos y las cortinas de humo son el pan nuestro de cada día de Conrad, a quien lo que menos le preocupa es si el escándalo parte de un hecho real o de una invención, de que sea un asunto privado o de interés público, de una hipocresía o de un asunto de Estado, ya que publicitada la noticia se convierte en la realidad mediática a combatir… Sabe que el daño está hecho, y que solo queda minimizarlo hasta que se olvide y, para ello, esta especie de “señor Lobo” de la política —que sabe que la propaganda no es un recurso de los políticos, sino los políticos, la proyección de su imagen, la exhibición de su espectáculo— acude a Stanley Moss, un prestigioso productor de Hollywood —interpretado por un Dustin Hoffman en plan Robert Evans, el productor estrella de Chinatown (Roman Polanski, 1972)—. Moss se queja de que nadie reconoce su labor, pero queda claro que los de su “clase” son los mandamases de la industria del cine, una industria que igual fabrica cortinas de humo, propaganda, escapismo, estrellas, basura, grandes películas, entretenimiento… Conrad le pide que cree una guerra, ya que <<la guerra es espectáculo>>, para desviar la atención. Así que escogen Albania, por ser un país desconocido para el electorado estadounidense —cuyo bajo conocimiento de geografía e historia estaría a la par que el de otras latitudes—, pero antes deben inventar un “casus belli”, como ya se había hecho en tantas ocasiones anteriores; por ejemplo: el asesinato real del archiduque Francisco Fernando, que disparó la Gran Guerra (1914-1918), o la presencia fantaseada de armas de destrucción masiva que dio luz verde a la segunda invasión de Irak, cuestión que Paul Greengrass expone en Green Zone (2010). Con todo, Conrad no quiere una guerra, solo la apariencia de una; o como le dice a Moss, quiere el trailer, no la película. Esto desata la maquinaria propagandística, la reacción del otro candidato, y la farsa producida por Moss, la que se observa en la pantalla…




jueves, 22 de mayo de 2025

La muerte de Stalin (2017)

La noticia alcanzó el Gulag donde Evgenia Ginzburg padecía las largas vacaciones a las que, como tantos millones de creyentes más, había sido condenada por nada o, tal vez, por no tener cabida en la realidad pretendida por el padre de la nación, el cual, desde que subió al poder, engrandeció (en cantidad) la política que Lenin ya había empezado años antes, una política (la leninista) que, en presumida búsqueda de modernizar e industrializar, había alcanzado uno de sus máximos mortales en la gran hambruna de 1921 y 1922, de la que se calculan unos cinco millones de fallecidos. Más se llevaría la criminal fantasía de Stalin (a quien se le atribuyen veinte millones de muertes), la de Hitler la igualó y la de Mao, en China, la superó, pero esas son otras historias, aunque guarden cierta relación con la soviética. En aquella prisión siberiana, la escritora <<Estaba segura de que la muerte del tirano significaba el final de la esclavitud, no solo para nosotros, sino también para los que habían sido sus más fieles colaboradores.>> (1)

La muerte del gran líder aconteció en marzo de 1953, cuando nadie esperaba que un inmortal pudiese morir, pero así es la vida incluso la de los dioses y los dictadores; también la de los colaboradores de estos últimos. Respecto a estos, expresaba Alexsandr Solzhenitsyn en su famoso Archipiélago Gulag (2) una idea que se repite a lo largo de la historia, y que él concreta para su experiencia, la suya y la de su país en purga de Stalin y de sus fieles acólitos: <<Y ya que hablamos de comunistas ortodoxos, digamos que para una purga como aquella era preciso un Stalin, pero que también se necesitaba un partido como aquel: la mayoría de los que estaban en el poder encarcelaban de manera implacable a otros hasta que ellos mismos eran arrestados, liquidaban obedientemente a sus semejantes siguiendo esas mismas normativas y llevaban al patíbulo a cualquier amigo o camarada de ayer.>> La purga aludida por el escritor ruso es anterior a la Segunda Guerra Mundial, pero no fue la única. En 1953, se sospecha que vendrá otra, pero la muerte de Stalin la deja en suspenso y genera la lucha interna desarrollada en esta sátira sobre cómo sus “allegados” actúan en pos de llenar el vacío de poder que supone que se confirme la mortalidad del gran líder…

En Testimonio de dos guerras (3), Manuel Tagüeña recordaba que <<Nadie había en la URSS con categoría suficiente para recoger la herencia de Stalin: destino final de todas las dictaduras. Malenkov, en la cúspide, como presidente del Consejo de Ministros; Molotov, ministro de Relaciones Exteriores, y Beria, ministro del Interior, formaron la “dirección colectiva”. Malenkov era un obscuro burócrata que el dictador había escogido para sucederle, pero carecía de talla y tenía perdida la partida de ante mano. Beria y Molotov volvían a ocupar los cargos perdidos en los últimos tiempos. Bulganin también recuperó su puesto de ministro de Defensa. En último lugar, casi en las sombras, pero ya con el nuevo poder en la mano, aparecía Kruschev, nuevo secretario general del Partido Comunista soviético.>> Y esa carrera por el poder se convierte en el centro sobre el que gira la sátira propuesta por Armando Iannucci en su segundo largometraje: La muerte de Stalin (The Death of Stalin, 2017).

El condicionamiento y el miedo —terror retratado por Andrei Konchalovski en El círculo del poder (The Inner Circle, 1991)—, también el absurdo, se dan en la dacha de Stalin, a las afueras de Moscú, la noche y el día de 1953 en el que Iósif Stalin sufre el ataque que acabará con su vida. El zar soviético acostumbraba a levantarse no antes del mediodía, por lo que sus escoltas, que hacían guardia a las puertas del dormitorio de su señor, no osaban molestarle antes de esa hora. Pero como aquella noche se había acostado más tarde de lo usual, no quisieron ni se atrevieron a molestarle, a pesar de que no se levantaba. Dudarían, los nervios harían acto de presencia. Intentarían disimularlos tras la marcialidad y el silencio. No osarían entrar, por miedo a la reacción del jefe. Y así, dicen que las horas fueron pasando, sin que nadie irrumpiese en la estancia y despertase al señor de todas las Repúblicas Soviéticas… En su ensayo Koba el temible (4) así relata Martin Amis aquel momento: <<El 1 de marzo, Stalin se despertó a mediodía, como de costumbre. En la cocina se encendió una luz de PREPARAR TÉ. Los criados esperaron en vano la orden de LLEVAR TÉ. Hasta las once de la noche no se atrevieron los oficiales de guardia a hacer averiguaciones. Koba, con el pijama manchado, yacía en el suelo del comedor, junto a una botella de agua mineral y un ejemplar de Pravda. Había mucho terror en sus ojos implorantes. Cuando quiso hablar, solo le salió “un zumbido”: la pulga gigante, la chinche, reducida a un zumbido de insecto. Es indudable que había tenido tiempo para meditar una incómoda circunstancia: a todos los médicos del Kremlin los estaban torturando en la cárcel, además (por insistencia del mismo Stalin), “con grilletes”.>>

Suena a broma, pero, más o menos así fue, o así ha pasado a la historia y de esta a las bromas populares, a la literatura, al tebeo o al cine, medio este para el que Iannucci adaptaba el cómic de Fabien Nury y Thierry Robin a la gran pantalla. El resultado fue esta irregular sátira en la que la muerte del líder es el detonante para la lucha por ocupar la vacante en el trono soviético. Por lo que se observa, Beria y Kruschev se posicionan, buscan alianzas e intentan adelantarse el uno al otro, lo que depara situaciones grotescas y una intención de ruptura con el periodo anterior durante el cual el primero había sido mano ejecutora. La caricatura de Stalin y de su círculo de poder funciona a ratos. Siempre intenta reírse de la realidad para evidenciarla, pero solo apunta a la risa fácil. Queda claro que realizar una sátira es complicado, pues se corre el riesgo de caer la pretensión de hacer reír a costa de la parte crítica que conlleva toda intención satírica que se precie. Claro que Iannucci, por mucho que me gustase In the Loop (2009), pues logra mayor equilibrio que en esta —es decir, no se pierde en evidenciar todo el tiempo el ser chistoso—, no es Charles Chaplin, cuya lucidez crítica y caricaturesca se funden para dar pie a El gran dictador (The Great Dictator, 1940), en la que expuso la megalomanía de Hitler y Mussolini, ni Ernst Lubitsch cuya elegancia e ironía quedan brillantemente expresadas en Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942)…

(1) Evgenia Ginzburg: El vértigo (traducción de Fernando Gutiérrez y Enrique Sordo). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012.

(2) Alexsandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag (traducción de Josep Mª Güel y Enrique Fernández Vernet). MDS BOOK/MEDIASAT, 2002. 

(3) Manuel Tagüeña: Testimonio de dos guerras. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2021.

(4) Martín Amis: Koba el temible (traducción de Antonio-Prometeo Moya). Anagrama, Barcelona, 2006.

miércoles, 21 de mayo de 2025

In the Loop (2009)


Vista desde una perspectiva propagandística, Malcolm Tucker (Peter Capaldi), el jefe de prensa del Primer Ministro del Reino Unido, es el hombre más importante del país. Así lo apunta Armando Iannucci en su coral y satírica In the Loop (2009), su primer largometraje para la gran pantalla —con anterioridad, en cine, había participado en la episódica Tube Tales (1999)—, que venía a desarrollar en cine aquello que estaba haciendo en televisión con su sátira política The Thick of It (2005-2012). La presentación del personaje, ya conocido por quienes sabían de la serie televisiva, que imagino reflejo humorístico británico de El ala oeste de La Casa Blanca (The West Wing, 1999-2006), no puede ser más contundente; o tal vez sí, aunque ya entraría en una violencia física que traspasaría la simple amenaza o los insultos de los que hace uso de forma casi indiscriminada. Malcolm avanza alzando la voz allí donde va, incluso la eleva para censurar a un ministro del gobierno, uno un tanto peculiar, a quien el juego de la política le viene grande, por metepatas, infantil, indeciso, ingenuo. Se trata de Simon Foster (Tom Hollander), en cuyo equipo acaba de entrar a trabajar un joven asesor de imagen (Chris Addison) arribista y pelota, no más que Liza (Anna Chlomsky) o Chad (Zach Woods), que trabajan para la estadounidense Karen Clark (Mimi Kennedy), la política que se reúne primero en Londres y posteriormente en Estados Unidos para abordar una crítica posibilidad bélica que parece que se les escapa de las manos. El mundo de Malcolm se construye y destruye en la imagen, es decir, en su reino se puede hacer cualquier individuo, héroes, villanos, políticos, e incluso hacer desparecer de los medios o vapulear a través de ellos. Es la jungla y en ella no hay piedad, ni verdad. Allí la ética sobra y la manipulación resulta fundamental para alcanzar el éxito político y de la política perseguida; la cual, a menudo, se va haciendo, deshaciendo y rehaciendo, sobre la marcha…




martes, 20 de mayo de 2025

Flow (2024)


Gozada visual, protagonizada por animales que no hablan con palabras, pero que se expresan en toda su animalidad, Flow (2024) es una entretenida aventura de supervivencia y amistad. Siendo la superación de obstáculos y la capacidad de adaptación a lo imprevisto dos condiciones fundamentales para sobrevivir a los sucesos que trastocan las cotidianidades de los protagonistas. Aquello que muchos llaman normalidad, y que no pocos dan por sentada e inamovible, toca a su fin en el mundo expuesto por Gints Zilbalodis en su segundo largometraje, que bebe directamente de su cortometraje Aqua (2012). Como en aquella película de apenas siete minutos de duración, el argumento de esta exitosa animación gira en torno a un gato sin nombre, aunque le hayan querido llamar como el titulo del film —supongo que debido a la “necesidad” humana de nombrar y etiquetar cuanto llame su atención—, y a otros animales que comprenderán que la vida cambia sin aviso —cualquier realidad vive en un constante cambiar, aunque no percibamos los cambios hasta que nos caen encima— y que esto puede asustar, seguro que sorprender y obligar a buscar los recursos que permitan superarse y seguir. Sea un sueño, una pesadilla o su nueva realidad, la rutina del gato sufre un vuelco cuando las aguas anegan su hogar y su mundo. Así comprendemos su miedo ante lo inesperado, esa subida que lo trastoca todo y que le obliga a adaptarse a un entorno acuático y a colaborar con otros animales que acabarán convirtiéndose en en sus amigos, en su familia. El nuevo mundo hace extraños compañeros de viaje, para esa gato cuyos ojos observan con sorpresa, temor o asombro, la naturaleza por donde ya fluye su vida, su aventura, su aprendizaje, su colaboración con un perro que se despreocupa y quiere jugar, un lémur que necesita acumular objetos inútiles como cualquier consumista que se precie, una capibara maternal que hace grupo y un ave secretaría majestuosa y orgullosa que se erige en la figura a imitar, navegando sin rumbo, en una embarcación de madera, aunque siguiendo el flujo del agua…




lunes, 19 de mayo de 2025

Rincones sin esquinas: Belvís

Fotografía desde el mirador de Belvís (Santiago de Compostela)

Acompañado por Virginia Woolf y su libro de ensayos literarios “El lector común”, me detengo en el mirador de Belvís y contemplo el panorama que se abre ante mis ojos. “Te conozco de siempre, aunque no eres la misma imagen de mi infancia ni de mi adolescencia”. La ciudad cambia constantemente, a veces sin que percibamos sus cambios. Sin embargo, el parque que veo no existía y ahora sí. Tampoco el campo de fútbol ni el aparcamiento; ni la cuesta de las Trompas estaba arreglada para el tránsito peatonal y automovilístico actual. Por ella acortaba a veces para llegar a casa, y un amigo se detenía e intentaba cazar renacuajos que nunca logró atrapar. Ahora es más cómodo para el paseo, aunque las pendientes siguen ahí para nivelarse en oposición. Algunas voces locales dicen que el nombre de Belvís proviene de su bella vista, la que se podía contemplar siglos atrás y también en la actualidad, aunque la estampa ha cambiado. Si es o no verdad, tampoco le resta a este lugar desde donde se puede contemplar una imagen de las rúas Virxen da Cerca, Ensinanza y Trompas, del parque de Belvís y del perímetro oriental de la “zona vieja” de Santiago de Compostela con el edificio de la universidad al fondo, el convento y colegio Compañía de María en la cercanía y las torres de la catedral en la distancia... Aquí, en este lugar por donde tantas veces pasé en bicicleta y a pie durante mi niñez, a mi espalda, la capilla, el convento y la iglesia de La Virgen del Portal, donde a los seis u ocho años vi la proyección del Jesús de Nazaret de Zeffirelli y donde, tal vez a los siete, viví una de las experiencias más llameantes de mi hasta entonces corta vida, la cual relato en “Rincones sin esquinas”…

Rincones sin esquinas, en Amazon:



domingo, 18 de mayo de 2025

Doña Herlinda y su hijo (1985)

Producida por Manuel Barbechano Ponce —entre otras, productor de Carlos Velo en Raices (Benito Alazraki, 1954), Torero! (1956) y Pedro Páramo (1967), y de Luis Buñuel en Nazarín (1959)—, Doña Herlinda y su hijo (1985) es una de las películas más populares de Jaime Humberto Hermosillo, que aborda la homosexualidad en la pantalla sin prejuicios ni miedos, como ya había hecho en ocasiones anteriores —El cumpleaños del perro (1974) o Matinée (1977)— para desvelar la imagen social aceptada y la clandestina que hay detrás de ella, oculta por miedo y para adaptarse a la moral de entornos burgueses que reprimen y establecen qué pensar, qué gustar, qué escoger... La expone irónico, tal vez más jocoso, pues no esconde sino que saca a relucir la relación entre dos hombres con madre de por medio, la de Rodolfo (Marco Treviño), uno de los amantes. La señora Herlinda (Guadalupe del Toro) es quien propone a Moncho (Arturo Meza) que vaya a vivir con ellos, propuesta que su hijo ve con buenos ojos y que Mocho acepta no poco sorprendido. Escenas atrás se le ha visto molesto, porque Rodolfo mantiene oculta su relación y se deja acompañar por Olga (Leticia Lupercio), pero en el instante de la propuesta su reacción es la de incredulidad e indecisión; todo lo contrario que Rodolfo, que le empuja a aceptar la posibilidad de ser compañeros de piso y cama, lo que ellos esperaban y que doña Herlinda hace posible, tal vez porque en todo momento tiene la situación controlada. Es manipuladora y logra el equilibrio de puertas afuera (el matrimonio de su hijo con Olga) con lo que se oculta en la habitación (la homosexualidad que en ella es posible); consiguen que en su hijo no haya conflicto, que sea “ambidiestro”, como ella misma afirma... Doña Herlinda y su hijo parte de la historia de Jorge Luis Páez y del guion de Hermosillo, además es una de las primeras incursiones en el cine del hoy popular Guillermo del Toro, que asumía labores de producción ejecutiva en este largometraje en el que el rol femenino protagonista recae en su propia madre, quien solo había actuado hasta entonces en el cortometraje Matilde (1984), dirigido por su hijo…



sábado, 17 de mayo de 2025

O pan e o pimpampum de Carral

Fotografía: pan dunha panadería de Carral (Fonte: El país)

Entre Santiago e A Coruña úbicase Carral, unha poboación duns seis mil cincocentos habitantes que, sen data fixa, no mes de maio, celebran a súa tradicional festa do pan —este ano caeu o 10 e 11—, producto polo que é famosa en Galicia e fora dela. Pois ese pan seu é sinónimo de artesanía e de bo facer panadeiro, mais tamén é coñecida, aínda que non por moitos, polos fusilamentos acontecidos na cuarta década do século XIX. Nos precursores (Los precursores), Manuel Murguía adica o primeiro capítulo ao periodista betanceiro Antolín Faraldo, a quen considera <<el verdadero iniciador del movimiento provincial>> que derivou no galeguismo e tamén nunha loita romántica, porque era unha loita perdida ao tempo que soñadora e, por esa ilusión, emancipadora e nunca derrotada na súa idea, aínda que na realidade estivese condeada a non ser. Como lembra Murguía nese mesmo capítulo, <<Todo se había perdido en la funesta tarde del 23 de abril de 1846, cuyo ocaso se iluminó con los más vivos resplandores. Un solo combate fue suficiente para poner entre los sueños de la víspera y la realidad del día siguiente, todo un mundo de dificultades y de olvidos.>> Mais non por saberse na derrota —confirmada ese día 23 en Cacheiras—, o feito será inútil; xa que, probablemente, sen ese intre rebelde non existiría o Rexurdimento literario tal como se coñece; é dicir, Rosalía, Curros, Pondal, o propio Murguía ou, mesmamente, Aurelio Aguirre, serían outros… Dez anos despois, Aguirre e Pondal serían protagonistas no Banquete de Conxo, onde renderon homenaxe aos “mártires de Carral”.


Fotografía: wikipedia

Respecto aos fusilamentos, na popular wikipedia, na entrada adicada a Carral, nada comentan deste feito histórico, tampouco noutras páxinas na rede ou fora delan que abordan a Galicia decimonónica, quizais porque xa a propia derrota dúns e a victoria doutros fixo algo así como maxia. E a ninguén escapa que a maxia é a ilusión capaz de facer desaparecer (e reaparecer) o existente, ou facer como se non existise. Así que todos somos un pouco magos con aquilo que non é do noso interese ou resulta molesto. E dándolle voltas o tema de “agora vesme, agora non”, díxenme que non era o primeiro nin sería o último dos feitos que parecen omitirse por sistema, sobre todo cando a historia contase dende unha perspectiva que olvida outra. Pero os feitos históricos son os que son, aínda que quen os conte os omita por esquecemento, desinterese ou interese; e dese xeito, se un busca, acaba por atópalos, incluso na mesma wikipedia, onde os fusilamentos de Carral asoman nunha entrada que leva por título Levantamiento de Solís. O apelido corresponde ao do coronel gaditano Miguel Solís y Cuetos, que foi quen iniciou a revolta militar nun movemento liberal que levántabase contra o moderado Narváez, por aquel entón ao fronte do goberno central. Pero non só tratábase dun movemento progresista español fronte ao conservadurismo no Poder, senón un que, na súa vertente civil e galega, proclamou o 15 de maio en Santiago de Compostela a Xunta Superior do Reino de Galicia e rearmou, para a loita, o mítico Batallón Literario, creado no seo da Universidade compostelana, un Batallón que xa tomara as armas décadas atrás; entón, contra as tropas napoleónicas. Para historia española, na súa interpretación castelán, é un levantamento máis, que moitos autores pasan de largo, en troques, non o é para a galega porque significa, máis cunha revolución, un grito no tempo, o facerse ouvir tras séculos de silencio e sometemento. Era un dicir “xa abonda”, como corroboran os artigos de Faraldo e a súa proposta, da que Castelao fala en Sempre en Galiza: <<Antolín Faraldo —que era provincialista— propuxo a independencia de Galiza na sonada asamblea liberal de Lugo de 1843, atrevimento que non tivo ningún rexionalista.>>

Antolín Faraldo (fonte: Galiciana)


Adrián, o persoaxe principal de Arredor de sí, e trasunto de Ramón Otero Pedrayo, fai memoria e <<lembrábase vagamente>> de que <<alí, si, unha revolución galega. Polos mediados do século. Don Bernaldo, algún outro vello, téñenme falado de fusilamentos. Heroes románticos. Agora recordo como meu pai —seino polas conversas da miña nai— se puña pálido falando da sangrenta bandeira de Carral. Se fose un feito acontecido na Europa central habería nos museos litografías dos heroes xenerosos e unha citación nos mármores da historia. Pasou en Galicia. Terei que estudiar o asunto.>> Esta intención do persoaxe é a do propio escritor ourensán, que volve sobre o tema en Ensaio da cultura galega, un tema do que falan de forma periférica, romántica ou superficial outros autores (Murguía, Castelao, Ramón Villares…), o cal non lle resta importancia a revolución galega de 1846, unha que partía dos movementos liberais que percorrían a España da época, pero que só chegou a producirse en Galicia, entre o 2 e o 26 de abril dese ano. O movemento non foi un acto esporádico, tampouco romántico sen máis, senón que viña xestánsose dende 1840, cando empézase a tomar conciencia da situación pola que atravesa Galicia, unha situación tanto política como económica e social que, a pesar das súas riquezas naturais, condeaba ao país e as súas xentes a unhas condicións miserentas e atrasadas. Antolín Faraldo, Pío Terrazo ou Neira Mosquera foron algúns dos membros dun “primitivo galeguismo” que escribían e falaban sobre a situación galega, condicionada por unha riqueza mal distribuida e peor organizada, polas pésimas comunicacións e sen apenas industria, asolagada pola miseria e o analfabetismo ao que condenaban á poboación, na súa meirande parte campesiña e mariñeira, así como polo maltrato recibido por parte do goberno centralista; de aí que Faraldo fale dun trato colonial. Toda esa situación fai mella neses xóvenes intelectuais e universitarios mentras en parte do ejército —que no século XIX exerceu de forza progresista, todo o contrario que no XX— o malestar non crece ata que estoupa no pronunciamento de Solís, a cal, tras fracasar no resto de España, deriva nunha revolución galega. Otero Pedrayo di no seu Ensaio que <<Só hai un momento de franca utilidade: a curta revolución galega de 1846. Desde o primeiro intre viuse que non era un “pronunciamiento” máis. As descargas dos fusilamentos de Carral ó tempo de mataren en flor a vida dun puñado de heroes cabaleirescos, cortan por tempo indefinido as posibilidades dunha reivindicación galega. Pero o sacrificio non foi estéril: ficou a xusticieira emoción e a voz de Antolín Faraldo, voz civil e galega, aínda soa hoxe coma un imperativo de conciencia que cumprir.>>


Fonte: Concello de Carral


<<O pronunciamiento de Solís tuvo lugar o 2 de abril de 1846 en Lugo e logo acadou repercusión en diferentes vilas galegas, sobre todo costeiras, onde axiña se formaron xuntas locais compostas por comerciantes, profesionais liberais e salazoneiros. O pronunciamento ten inicialmente un carácter progresista e inscríbese no xogo político do liberalismo español, no que os progresistas tiñan que se valer dos golpes de forza para ver de acceder ó goberno, avaramente detentado por moderados. Pero o fracaso fora de Galicia do pronunciamento, “provincializa” o movemento e da lugar á formación dunha “Xunta Superior do Goberno de Galicia”, da que forman parte Pío Terrazo e Faraldo, que difunde o 15 de abril unha proclama na que se introduce o ideario provincialista como un dos obxetivos do pronunciamento. Alí fálase dunha Galicia que, “arrastrando ata agora unha existencia oprobiosa, convertida nunha verdadeira colonia da Corte, vai erguerse desta humillación e abatimento”. Pero o desenrolo dos acontecementos, coa derrota en Cacheiras de Solís e a rápida represión dos dirixentes militares (que son fusilados en Carral o 26 de abril, converténdose así nos “mártires de Carral”) e civís, que foxen como poden para Portugal, non permite levar adiante estes proxectos provincialistas, fracasando así este levantamento iniciado como simple pronunciamento.>> (Ramón Villares Paz: A Historia)

jueves, 15 de mayo de 2025

Los timadores (1990)

Su segunda película estadounidense parecía confirmar el exitoso salto de Stephen Frears al cine hollywoodiense, que venía de triunfar con la coproducción angloestadounidense Las amistades peligrosas (Dangerous Liasons, 1988), que es tanto o más una película de su productor y guionista Christopher Hampton. Rodada en Francia, y con un reparto encabezado por actrices y actores estadounidenses —Michelle Pfeiffer, John Malkovich, Glenn Close—, no pierde su aire europeo, el cual desaparece en esta adaptación a la gran pantalla de la novela homónima de Jim Thompson, que fue una producción de Martin Scorsese, entre otros; lo que implicaba que hubiese un cineasta creativo y personal detrás, aunque muy diferente a Frears. A buen seguro, de ser dirigida por el director de Uno de los nuestros (Godfellas, 1990), la película habría sido otra, pero la labor del productor, como bien sabe Scorsese, que pone sus producciones en manos de Barbara De Fina, es facilitar y no entorpecer, aunque los haya que estorben más que resuelvan. En todo caso, Frears tuvo la película en sus manos y daba su segundo paso en una industria cinematográfica comercialmente más exigente que la británica, aunque se trate de un film de los llamados independientes. Y lo hizo sin tener que renunciar a sí mismo, como creador e individuo, ni a lo que venía haciendo en su etapa previa, la que le había posicionado como un director que miraba sin florituras estilísticas, aunque psicológica y narrativamente sin meter el dedo en la llaga —algo que sí venía realizando su compatriota Ken Loach— de la realidad británica e irlandesa contemporáneas: Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette, 1985), Ábrete de orejas (Prick Up Your Ears, 1987), Café irlandés (The Snapper, 1993) o La camioneta (The Van, 1996)…

Los timadores (The Grifters, 1990) era su primera ambientación estadounidense y, tras Detective sin licencia (Gumshoe, 1971) y La venganza (The Hit, 1984), su tercera incursión en el cine negro, pero, al contrario que estas, encaja a la perfección dentro del panorama norteamericano, tanto por la base literaria de Thompson como por la adaptación del también novelista Donald E. Westlake, autor de The Hunter, novela que dio pie a A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) y Payback (Brian Helgeland, 1999), aunque, a mi parecer, a años luz del genio de Thompson. La película bebe del cine negro pero filtrado por el estilo imperante en Hollywood en la década de los ochenta (y noventa), es decir, poca psicología (en la actualidad, apenas asoma) y mucho humo que vender. En todo caso, Los timadores es una buena adaptación, sobre todo para quien no haya leído el libro y, para quien, sí, no lo tengan en mente cuando observa al trío protagonista, un triangulo de pasión, decepción y deseo, en el que por momentos Roy (John Cusack) parece un pánfilo —sensación que no genera la lectura de la novela—; y Moira (Annette Bening) y Lilly (Angelica Huston) dos estereotipos. En todo caso y aunque apenas varíen en apariencia, estos tres personajes —Frears y Westlake eliminan uno y reducen la presencia de otro, ambos fundamentales en la evolución, contradicción y decisión de Roy—, no pueden estar más alejados de los del texto literario, al reducir su psicología a clichés. Así queda mitigado el lado edípico y el conflicto siempre presente de Roy, tanto respecto a su madre como al resto de mujeres, así como su encrucijada existencial en un mundo sin apenas opciones, pues las que hay se reducen a dos: seguir delinquiendo o hacer de su tapadera de vendedor su única profesión. Por supuesto que Frears sabe que no es Thompson, a quien admira su narrativa y su capacidad de equilibra ritmo, precisión, contundencia y estado emocional de sus personajes. Al escritor le interesa más el poso, la psicología, el desequilibrio interior-exterior de Roy, sus deseos edípicos, sus dudas, sus frustraciones, su lastre: un pasado que condiciona su presente y que también marca el de los otros dos personajes de entidad, convirtiéndoles en víctimas y victimarios en entornos egoístas en los que no desentona; mientras que Frears no logra acceder a ese estado emocional subcutáneo. Entonces, opta por lo seguro. Hace prevalecer la intriga narrativa, detallando allí donde el escritor no ve necesidad de hacerlo y creando, sin alejarse del argumento literario, su película…



miércoles, 14 de mayo de 2025

El triángulo de la tristeza (2022)


La mejor de las suyas, me lo sigue pareciendo
Fuerza mayor (Turist, 2014), que no fue premiada con la Palma de Oro, galardón que sí lograron The Square (2017) y El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, 2022). Las tres son comedidas sobre la sociedad de consumo, de las modas, de las apariencias, de la desigualdad social que unos pocos seres humanos disfrutan y otros muchos llevan a cuestas desde que la especie cobra conciencia de ser y de grupo. Pero si bien la primera me funciona en su humor negro, el satírico de las dos siguientes carece de fiesta, de invitación a vivirla, incapaz de caldear el ambiente y ponerlo patas arriba, ya no a lo hermanos Marx, cuyas comedias son un canto al sinsentido y al desorden, sino, por ejemplo, a lo Azcona; tal vez porque el humor sueco nada tenga que ver con el mediterráneo, que resulta más abierto, grotesco, cálido y festivo que el de tierras más frías, aunque, en el presente, las diferencias se antojan menores y alguien como Östlund asuma en la tercera de las nombradas humor por momentos mediterráneo, filtrado por una estética actual e insípida (según gustos), para sacar a la luz su burla y su crítica. Tampoco la caricatura actual, hecha en cualquier lugar del globo, guarda relación con el amargo, cómico y despiadado esperpento practicado décadas atrás, en Italia y España, por Mario Monicelli, Marco Ferreri o Luis García Berlanga, cineastas que no priorizaban su prestigio (ni la comercialidad de su cine, sobre su discurso) y sí su resistencia frente a la deshumanización que se impone y su insistencia a la hora de sacar a relucir la mierda que acumula en sus entrañas esa sociedad que sus películas ponen de manifiesto sin medias tintas, cuando conceden el protagonismo al hombre atrapado en un tejido social del que no puede escapar y en el que será devorado por el sistema y sus comulgantes…


Pero al contrario que Ferreri o Berlanga, dos imprescindibles que encuentran uno de sus nexos en el no menos especial Rafael Azcona, o incluso que su contemporáneo Paolo Sorrentino, fabulador que sitúa sus cuentos en espacios construidos sobre el onirismo, el surrealismo, el humorismo y la angustia del humano moderno, la intención provocadora de Ruben Östlund no provoca salvo a impresionables, que son quienes entre el público se sitúan habitualmente frente a los mismos espacios cinematográficos y aquí se encuentra con una apariencia diferente que no deja de ser, sobre todo, el esfuerzo de un cineasta que busca transcender, más que desnudar, reflexionar, enfrentarse y comunicar su época. A diferencia de estos creadores marginales, Östlund parece adaptarse y esa sensación hace que su crítica se diluya en la (auto)complacencia, lejos de la amargura de un lúcido superviviente tal que Ferreri, resistente hasta el final, tal vez el único que, junto Pasolini, nunca dejó de resistir ni cedió frente al sistema, o del puñetazo de un golpeador cinematográfico, que atiza en la boca del estómago social, que fue el mejor Berlanga, que no dudaba en cargar contra un orden que le parecía inamovible en Plácido (1961), El verdugo (1963) o ¡Vivan los novios! (1969)...


El turismo, la pareja y la familia en Fuerza mayor, el ámbito museístico y artístico en The Square y el de la moda, los “influencers”, que son aquellos de entre los impresionables que influyen en otros similares, los multimillonarios y sus siervos (sus esclavos por un sueldo) en El triángulo de la tristeza son excusas para realizar una radiografía más amplia de una sociedad elitista, entregada a perpetuar las diferencias socioeconómicas entre una humanidad que aúpa al rango de Dios al dinero y a la imagen al de Diosa. Ahora, el culto al cuerpo y al teléfono móvil también tienen su lugar —la pareja protagonista, al igual que el resto, asume natural que cuerpo y móvil son herramientas útiles para lograr el éxito—, y en el cine de Ostlünd dicho culto adquiere forma de pose grotesca, más que de desafío, como sí lo eran constantemente las propuestas de un Ferreri que en La gran comilona (La grande bouffe, 1973) dio con un máximo pantagruélico para reflejar una sociedad autodestructiva, hedonista, en constante búsqueda del placer que solo conduce al vacío existencial y a la muerte de la humanidad que, genérica, es la única capaz de perpetuar al individuo.
El triángulo de la tristeza es una pose, igual que lo es el mundo que pretende retratar y satirizar, que me entretiene a ratos, como también lo hace Zoolander (Ben Stiller, 2001) en su parodia o Parásitos (Parasite/Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019) en la suya, y que busca desvelar la desigualdad entre dos mundos ya expuestos y enfrentados con anterioridad en la pantalla, dando como resultado una comedia sobre la gran mentira de la igualdad, una falsedad que se evidencia en los pasajeros y la servil tripulación del yate de lujo en el que unos gozan y otros trabajan y se someten cual esclavos —por un sueldo que les permite pagar un alquiler y unas vacaciones condicionadas por los gastos—, un yate capitaneado por un Woody Harrelson que da vida a un hombre que prefiere encerrarse en su camarote y beber y beber que tener que lidiar con los millonarios que viajan en la embarcación que, con ese navegar, sin duda irá a pique y quizá se encuentre con el señor de las moscas o con una “señora Cayo” (1) convertida en abeja reina, porque podría alimentarse, liberarse y sobrevivir después del naufragio…


(1) <<…tú no quieres enterarte. Ese tío sabe darse de comer, es su amo, no hay dependencia, ¿comprendes? Esa es la vida, Dani, la vida de verdad y no la nuestra…[…]
Imagina, por un momento, que un día los dichosos americanos aciertan con una bomba como esa de neutrones que mata pero no destruye, ¿no? Bueno, es una hipótesis, una bomba que matara a todo dios menos al señor Cayo y a mí, ¿te das cuenta? Es una hipótesis absurda, ya lo sé, pero funciona, Dani. Pues bien, si eso ocurriera, yo tendría que ir corriendo a Cureña, arrodillarme ante el señor Cayo y suplicarle que me diera de comer, ¿comprendes? —casi sollozaba—: El señor Cayo podría vivir sin Victor, pero Victor no podría vivir sin el señor Cayo...
[…]
El también odia, ¿sabes? —dijo pausadamente—: Odia como nosotros…>>

Miguel Delibes: El disputado voto del señor Cayo. RBA Editores, Barcelona, 1993.

martes, 13 de mayo de 2025

Otero Pedrayo, Arredor de sí


Rosalía é a figura central e a que hónrase merecidamente por ser quen con Cantares galegos (e posteriormente coa máis complexa, intima e lograda Follas novas) encabeza o Rexurdimento decimonónico, mais só escribe en galego poesía. A prosa a redacta en castelán porque non considera o galego unha lingua para ensaios e novela. Pero esta maxistral poetisa trabúcase niso; de demostralo encárganse Castelao, Vicente Risco, Ramón Otero Pedrayo, o autor máis prolifico en lingua galega, e outros escritores e intelectuais do grupo Nós no século XX. Por citar unha obra dos nombrados, dicir que Os dous de sempre (1934), O porco de pé (1927) e Arredor de sí (1930) son mostras dunha literatura frorecente na narrativa —na poesía xa acadara nas cantigas medievais e en Rosalía, Curros e Pondal un nivel que nada tiña que envexar a calquera outra lingua—, rica e viva que na década de 1920 intenta abrirse camiño no que adoitaba chamarse alta cultura e establecerse na escrita como algo máis que a alternativa ao castelán, idioma que se ben falado polas clases dominantes e polos políticos galegos que facían carreira en Madrid —dende Montero Ríos a Casares Quiroga—, non é o autóctono nin era o empregado no rural nin no medio mariñeiro que conservaron a súa lingua materna durante os Séculos Escuros, aqueles que foron froito da política centralista de Castela, a mesma política que herda a España de épocas posteriores; sen ir máis lonxe a da dictadura de Primo de Rivera e a da Segunda República, como confirma a decisión de non ser federalista —e o ninguneo ás propostas de estatutos propios, salvo a Cataluña, que liderada por Macià e a Esquerra exercía unha presión tal que só puido calmarse coa concesión por parte do goberno central dun réxime autonómico de seu—.

Entre Galicia, Madrid e outras capitales europeas, Otero Pedrayo sitúa a súa novela Arredor de sí, quizais a máis coñecida das súas, na que concede protagonismo a Adrián Solovio, un xoven intelectual en crise existencial, na encrucillada, tal como o propio galeguismo durante o tramo final do periodo alfonsino. A través da confrontación entre tradición e modernidade, entre Castela e Galicia, entre Adrián e a súa familia, Tomando da súa propia experiencia, Otero escribe unha novela de desorientación, búsqueda, aprendizaxe e tamén de defensa do idioma e da cultura galegas. Intercala capítulos nos que sitúa a acción en Castela (Segovia, Madrid, Burgos, Toledo), á outro lado dos Pirineos e nunha aldea galega non lonxe do Miño. O primeiro e o segundo espazo os percorre o mozo protagonista, trasunto do propio autor, pois non é difícil ver que trátase dunha ficción con moito de autobiografía, na que o interese céntrase na búsqueda de Adrián, a de si mesmo, a do seu lugar no mundo. Dicía Risco, respecto a esta novela, que <<Arredor de sí, máis que unha novela, é a autobiografía, non sóio dun home, senón dun agrupamento, case dunha xeración. É a autobiografía do cenáculo do autor, ao que eu pertencín tamén. Polo seu mesmo individualismo, polo seu por mín confesado egocentrismo, o noso agrupamento andivo todo o tempo dando voltas arredor de sí —e cada ún arredor de sí mesmo— sen atoparse endexamáis de todo.>> (1) Por que estudar filosofía?, e a pregunta que desata outras que buscan respostas mentras a súa idea primitiva dilúese. Esa idea é a de moitos galegos de suposta cultura que fuxen para Madrid, coa intención de cobrar prestixio e deixar atrás o complexo de inferioridade que a política secular de Castela respecto a Galicia fixo medrar na clase fidalga e burguesa…



(1) Vicente Risco: Leria. Editorial Galaxia, Vigo, 1961.

domingo, 11 de mayo de 2025

Érase una vez en el oeste (2024)

Paso de detenerme en el motivo por el que alguien escoge un título (el original) que amplía a un continente de casi cuarenta y tres millones de kilómetros cuadrados de superficie, que va de polo a polo, lo que se reduce a un área que ni de lejos cubre la que ocupa el estado de Utah (unos 220.000 km²), y me quedo con el interrogante de por qué en Érase una vez en el oeste (American Primeval, 2024) siempre tiene que pasar algo y siempre a los mismos, y además “malo”, salvo el aprendizaje de siempre o el amor imposible que surge entre Isaac (Taylor Kitsch) y Sara (Betty Gilpin), y provocado por los “malos”, ya sean los cazadores de recompensas que persiguen a una mujer del siglo XXI, la familia que emplea de cebo a la pequeña de los suyos o los “malísimos” mormones liderados por un gobernador cuyos lacayos le adoran y comulgan en su integrísimo y fanatismo, que resultan inversamente proporcionales a la entrega, a la generosidad y a la destreza en la lucha del héroe: un tipo solitario que, al inicio, niega su ayuda a la heroína de la función y al “heroeito” de su hijo (Preston Mota), aunque, al momento de negarse, asume el rol de su ángel de la guarda. Con todo, me quedo con la duda de por qué existe esa apremiante e insistente necesidad de crear tensión en todo momento, la cual, por otra parte, no se logra precisamente por insistir, ya sea mediante el acompañamiento musical, los forzados y estudiados movimientos y ángulos de cámara o las propias situaciones expuestas a lo largo de los seis episodios que componen esta miniserie escrita por Mark L. Lester y dirigida por Peter Berg, que cumple su función de dirigir un producto cuya máxima reside en la comercialidad del mismo; y para ello no encuentra mejor modo que posicionar la cámara a la altura del suelo, inclinar el ángulo, dotar al espacio de un gris forzado, con la intención (supongo) de crear la sensación de amenaza, e insistir en un montaje de planos cortos que supuestamente imprimen la sensación de ritmo y movimiento, la que espante la quietud del sofá de quien la aguante o conecte con la serie. Busca conferir atractivo y ritmo a un lugar que pretende primitivo y salvaje, pero que, debido a la elección, suena a uno fabricado para que semeje brutal o lo parezca. Sin embargo, el conjunto logrado no deja de ser una repetición de aspectos y situaciones ya vistas con anterioridad —el pueblo indio, la mujer blanca que logra conocerlos, el héroe solitario que ha perdido a su familia, la locura totalitaria y fanática, el dinero como motor de muchos, etc.— , las que Berg, como director, Smith, como creador y guionista, toman de otros géneros, ya no solo del western o de la supuesta realidad de la que bebe. Su pesadez se evidencia desde el minuto uno, la repetición ya se intuye y los estereotipos, también; incluso su elección y postura cae en una corrección política ridícula, no hay riesgo ni más intención que crear un producto que pueda ser consumido y digerido en la inmediatez…