martes, 6 de mayo de 2025

La herencia del viento (1960)


Un trío de estrellas, dos de ellas consideradas grandes actores y la tercera quien quizás haya sido el mejor bailarín cinematográfico, Spencer Tracy, Fredrich March y Gene Kelly, a las órdenes de un director-productor competente, Stanley Kramer, que pone en escena un guion de Nedrick Young y Harold Jacob Smith basado en la pieza teatral de Jerome Lawrence y Robert E. Lee, en la que evidencian las contradicciones de una sociedad en la que se enfrentan opuestos desde su origen nacional: acción y reacción. Ya no se trata tanto de un enfrentamiento entre demócratas y republicanos, ni entre los liberales evolucionistas y los conservadores negacionistas que predominan en el espacio de contradicción, confrontación y opresión al que llega Tracy, para defender la libertad de ideas. Se trata precisamente de eso, de una defensa de las libertades frente a cuanto pretenda condenarlas. Estos “ingredientes” de La herencia del viento (Inherit the Wind, 1960) se conjuntan para dar un resultado atractivo que funciona a ratos en la pantalla como comedia, drama, denuncia y vehículo de lucimiento para su trío de estrellas. Pero también pone de manifiesto lo que ya tantos habían señalado; por ejemplo John Stuart Mill lo apuntaba en De la libertad, ensayo en el que señala la opresión y el castigo al que la sociedad puede llegar a condenar a aquellos de sus miembros que la retan o que se nuestras distintos. En ese aspecto, la sociedad expuesta por Kramer actúa de modo criminal, aunque no ilegal, ante los posibles cambios que la transgredan y aquellos que escapan a su reducida comprensión moral. Su reacción es intransigente y así camina hacia la escuela al comienzo de la irregular, por momentos teatral, La herencia del viento. Se trata de autodefensa, la de una sociedad conservadora en extremo, ante el miedo a desaparecer y que otra nueva la sustituya. Conscientes de que si eso sucede, lo suyo ya no tendrá cabida, las fuerzas vivas de la localidad, salvo el maestro evolucionista, se juntan en al inicio del film y avanzan unidas y decididas a detener al docente. Su delito: hablar a sus alumnos de la evolución humana a partir del darwinismo.


El delito del profesor transgrede una ley anacrónica, aunque en vigor y defendida por esas fuerzas más muertas que vivas, en un sentido evolutivo, que lo acusan y encierran por, como apunta uno de sus acusadores, expresar que el ser humano <<procede de un animal inferior>>. ¿Y si le preguntasen al mono? Quizás este pensase que el inferior es el humano, pues no pocas veces ha exhibido bestialidad e irracionalidad en su conducta. Sin ir más lejos, puede catalogarse de irracional el circo que se monta en la pequeña ciudad donde se persigue (otro sinsentido) a un miembro de la comunidad por expresarse distinto, más si cabe si ese algo ya se da por válido, salvo dentro de los límites de ese espacio sureño, conservador y de integrismo religioso. Allí, el banquero local retira su apoyo a la acusación, porque no quiere ir contra lo que ya se asume en Nueva York, Philadelphia o Washington; decisión que toma pensando en su negocio. Lo que Stanley Kramer plantea en La herencia del viento ya no es una lucha entre la sociedad blanca, fanática, protestante e ignorante y el darwinismo y el progreso, sino que desvela la contradicción que toda sociedad lleva en su seno: dos fuerzas opuestas en continua lucha. Así se desata la irracionalidad frente aquello que amenaza no solo una fe mal entendida, sino a unos intereses y a un modo de vida que peligran frente a la evolución. La reacción que señala Kramer nace como fuerza contraria a la libertad de expresión, de credo y de pensamiento, incluso a la libertad de aceptar que existe una evolución social y humana que nos ha traído hasta aquí. Esa reacción social —prácticamente, todo el pueblo se echa contra quien osa desafiar lo establecido— asfixia el pensamiento que la contraria condenando al ostracismo o empujando al abismo; en este caso, acusando de criminal al profesor que se juzga en un tribunal de justicia que más parece un circo o un templo de ignorancia y estupidez humanas donde el abogado defensor, un liberal llegado del norte, pone una nota de sentido común y de respeto por las libertades defendidas por la constitución, libertades olvidadas o nunca practicadas por un pueblo temeroso de Dios, guiado políticamente por Brady (Fredrich March) y espiritualmente por el reverendo protestante Brown (Claude Akins), las voces del fanatismo y del odio, del miedo a los cambios y del rechazo a cualquier idea que atente contra su reducida visión del cosmos. Para ambos, todo se creó en siete días, la biblia así lo dice, y tal afirmación, verdad absoluta en su intransigente interpretación del libro, choca de pleno con la de la evolución propuesta por Darwin y explicada por el maestro. ¿Por qué impedir que enseñé eso a sus alumnos? Claro está que se trata de un miedo al cambio, a perder el control que han tenido durante ya tiempo inmemorial y que en ese instante corre peligro porque alguien opta por tomar un camino diferente…



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