sábado, 10 de mayo de 2025

El disputado voto del Sr. Cayo (1986)


Cuando Miguel Delibes publicó El disputado voto del señor Cayo en 1978 apenas había transcurrido un año de las primeras elecciones democráticas celebradas en España desde febrero de 1936, las del 15 de junio de 1977. Por aquel entonces del 36, el país era todavía una república, cuyo advenimiento se produjo en 1931. Fue un periodo breve e intenso en emociones y acciones, de esperanza para muchos, de espera para no menos y de inestabilidad político-social para todos, como delata su continuo toma y daca entre opuestos e incluso dentro de lo que se suponía la misma ideología. Por poner un ejemplo, el PSOE, tal vez el grupo político que reunía mayor apoyo popular, estaba dividido en tres facciones: las lideradas por Besteiro, Prieto, quien junto a De los Ríos se había negado a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera, y Largo Caballero, cuya política, presionado por la masa obrera, cambió de forma radical a partir de 1933, tras el fin del gobierno Azaña y la entrada de la CEDA. La situación de inestabilidad dentro del partido se mantuvo hasta el final (y también en el exilio) en una lucha intestina que no ayudó a equilibrar la situación; más bien lo contrario, como señalan Salvador de Madariaga y otros. Tampoco las continuas huelgas ni las acciones anarquistas (incluidas la insurrección de enero de 1932 en el Alto Llobregat, la de enero de 1933 en Casas Viejas y la de diciembre de 1933 en La Rioja y Aragón), ni las del otro lado ideológico que se estaba conjurando para dar el golpe que pusiera fin a aquel periodo de promesas iniciales que, sin muchos saberlo, había nacido agonizante, puesto que la oposición fue real desde el primer minuto de aquel 14 abril de 1931 en el que tantas y tantos salieron a las calles a festejar la salida de Alfonso XIII. Como París para Hemingway, Madrid, Barcelona, Bilbao y otras grandes ciudades eran una fiesta para republicanos y socialistas y, como en toda fiesta, hubo desmanes y también resacas. Lo que impidió ver que ya se estaban gestando diversos movimientos contrarios al nuevo orden, un orden democrático  que tampoco pretendía cambios radicales, sino los correspondientes a cualquier república burguesa, pues burgués era Azaña y los suyos, incluso lo era un socialista como Indalencio Prieto o mismamente Negrín, quien no cobraría relevancia política hasta que fue nombrado ministro durante la guerra. Pero la situación era más compleja de lo que parecía, tanto la internacional como la nacional en la que ya trabajaba en la sombra la reacción tradicionalista, no solo la de los militares, sino también la carlista, la monárquica y, ya hacia el final, la falangista, aunque estos solo empezaron a cobrar protagonismo a medida que se acercaba la rebelión que deparó la guerra civil, la cual concluyó con la instauración de la dictadura franquista. Desde aquellas elecciones, habían pasado cuarenta y un años; y desde 1939 España había vivido y muerto bajo un régimen totalitario en el que las únicas elecciones eran las que permitía la dictadura, aquellas que nada significaban y que consistían en dar el consentimiento a las propuestas del Poder que quedaba lejos del rural castellano y también del resto del país. A esas tierras alejadas del centro de Poder y de los intereses políticos, donde apenas los núcleos superaban el centenar de vecinos. Estos vivían una situación similar a la del pasado, ya fuese el borbónico o el republicano (que nunca llegó a resolver el problema agrario), de ahí que hombres como Cayo no se viesen afectados por este o aquel orden político, ya que su dependencia era de la tierra, del clima, de los animales que criaban…, no de ideologías de las que apenas sabían. Cayo es la imagen del hombre primitivo, aquel anterior al franquismo, a la República, incluso a los Borbones. Es aquel que se sabe hijo de la tierra a la que algún día regresará, quien vive de ella consciente de que es él quien le pertenece, pues la tierra es la que le provee de cuánto precisa.



 Apoyándose en un lenguaje sencillo y preciso, de breves descripciones y de diálogos fluidos que lo expresan todo, Delibes se toma su tiempo para presentar al trío urbano que llega a la puerta del señor Cayo, un anciano de 83 años —en su adaptación  cinematográfica 74, para poder introducir el epílogo—, hijo del rural castellano, cuya vitalidad y autonomía les sorprende. El escritor sitúa la acción en ese momento de transición, en el año 1977, en vísperas de las elecciones, en plena campaña electoral y en el seno del partido obrero al que pertenecen tres de los cuarto personajes principales del relato que funciona a la perfección para desvelar el momento y también la idea que acaba por afectar a Victor, el candidato al congreso que, por su militancia socialista y por oposición al régimen franquista, ha pasado siete de los últimos quince años de su vida en la cárcel.



Dicha sencillez la hereda su adaptación cinematográfica, salvo por las cuatro escenas en el presente de 1986 que Antonio Giménez-Rico añade respecto al original literario. En El disputado voto del Sr. Cayo (1986) de Giménez-Rico se me antoja un añadido innecesario que estropea el conjunto, aunque supongo que él y su coguionista Manuel Matji lo verían de otro modo. Innecesario porque, más allá de una justificación de que se ha escrito el guion literario —el técnico, colocación de cámara, sus movimientos y encuadres, así como la iluminación compete al director, que es quien debe darle su forma audiovisual—, la novela prácticamente funciona como guion, pero, más que nada, porque esos añadidos cierran lo que Delibes deja abierto, así como adulteran el mensaje y el interrogante acerca de la realidad que Víctor (Juan Luis Galiardo) descubre en su viaje por el rural vacío, debido al éxodo, donde se produce su encuentro con Cayo (y su posterior deslumbramiento y desencanto). Es decir, con las escenas de 1986, aparte de romper el ritmo y el tono, con su uso del blanco y negro o de la lluvia que se nota fruto de mangueras, Giménez-Rico cae en lo que considero el error de cambiar la mirada del relato —algo, por otra parte, totalmente lícito, pues se trata de su obra, no de la de Delibes—, en querer explicar y cerrar la transición, restando de ese modo a las ideas que se introducen durante el viaje —el feminismo de Laly (Lydia Bosch) o el hedonismo de la juventud representada en Rafa (Iñaki Miramón)— y en el encuentro con Cayo, personaje interpretado por Francisco Rabal, a quien no me creo en su papel, pues siempre veo al actor, a pesar de la ropa y los gestos tan estudiados para su recreación —la interpretación más lograda es la de Juan Luis Galiardo—, por muy caracterizado que esté y por mucho que a Rabal le pareciese uno de sus mejores papeles, tal como recuerda en Si yo te contara: <<Trabajé a fondo el personaje y creo —así me lo han confirmado personas en cuya sensibilidad confío— que se trata de una de mis interpretaciones más sinceras, por no decir de las mejores>>…



Francisco Rabal: Si yo te contará. Memorias recogidas y ordenadas por Agustín Cerezales. El País Aguilar, Madrid, 1994.


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