martes, 30 de mayo de 2017

Los chicos (1959)



Previo a su llegada a España, Marco Ferreri había fundado junto a Ricardo Ghione la revista Documento mensile —de la que solo salieron seis números—, trabajado con Alberto Lattuada, Cesare Zavattini o Luchino Visconti, y realizado producciones publicitarias, pero estas actividades se antojaban insuficientes para que su futuro profesional fuese el cine. No obstante, como sucede en algunas películas y en realidades paralelas a la mía, un encuentro cambió el rumbo de dos vidas: la suya y la de 
Rafael Azcona. Contratado como comercial, Ferreri viajó a Madrid en 1955, con el encargo de vender lentes para pantallas panorámicas. Ignoro cómo le fue el negocio, pero, en un momento quizá de ocio, cayó en sus manos Los muertos no se tocan, nene y, con su lectura, nació el deseo de conocer al autor para proponerle producir —que era su intención inicial, y no la de dirigir— una adaptación que por distintos motivos no fructificó. A pesar de este primer revés, su encuentro con Azcona no resultó estéril, sino todo lo contrario, pues, gracias a él, se inició la relación profesional que convirtió al uno en director y al otro en guionista de El pisito (1958). Como consecuencia, la presencia del milanés en suelo español se prolongó más de lo esperado y se saldó con tres títulos fundamentales de la cinematografía hispana. Los dos más conocidos, El Pisito (1958) y El cochecito (1960), son cumbres del humor negro y esperpéntico, fruto de la combinación de las influencias neorrealistas asumidas por el cineasta en su país natal y de la ácida e irónica mirada del guionista riojano. Entre ambas, Ferreri realizó su segunda película sin quien sería su colaborador habitual (y clave en su cine). Esta ausencia provocó que Los chicos sustituyese del tono satírico de los títulos citados por un realismo hasta entonces inexistente en el cine español. Lejos de la comedia, la película se adentra en la cotidianidad de cuatro adolescentes desde una perspectiva naturalista, cercana al documento fílmico, que muestra a los personajes en su espacio natural —barrio, locales u hogares— y en la monotonía juvenil que nos acerca su aburrimiento, amistad, distanciamiento generacional, incomunicación familiar o su relación con las jóvenes con quienes mantienen sus primeras experiencias amorosas (reales, carnales o idealizadas). Así se descubren aficiones, salidas nocturnas o diurnas, los trabajos (solo uno de ellos estudia), la pasión que la vedette vecina de Carlos despierta en este o la oculta admiración que el chispas (José Luis García) siente por la hermana de aquel, también el rechazo que su madre genera en el "negro" (Joaquín Zaro) —que marcado por la intransigencia moral dominante, es incapaz de aceptar que su madre se haya separado y mantenga una relación con otro hombre— o el autoritarismo del padre de Carlos —nunca contempla las necesidades de su hijo. El kiosko del chispas se convierte en el punto de reunión de los cuatro inseparables. Allí planean ocupar su tiempo libre (películas, verbenas y chicas) o intentan convencer a Andrés (José Sierra) para que se olvide de saltar a los toros: su vía para alcanzar el ascenso económico-social que le permitiría <<ganar dinero para dárselo a mi familia>>. Los jóvenes protagonistas de Los chicos viven incomunicados del mundo adulto, incluso así parecen condenados a heredar la desesperanza, los hábitos, puede que las heridas aún no cicatrizadas —el padre del "chispas" y su amigo don Fernando son el rostro del desencanto de un país que no ha olvidado su guerra civil— y otras circunstancias que forman parte de un tiempo pesimista, anclado en la involución social, en costumbres y apariencias que predeterminan comportamientos y en la ausencia de ilusiones más allá de la cotidianidad expuesta por Ferreri, quizá no del todo como él pretendía, pues su película sufrió modificaciones por parte de los productores, polémica con determinados sectores sociales y una calificación de tercera categoría que la relegaba a una distribución minoritaria.

lunes, 29 de mayo de 2017

Intriga (1942)

La primera de las dos adaptaciones que Antonio Román realizó de obras de Wenceslao Fernández Flórez sustituía la intención propagandística de sus anteriores trabajos, Escuadrilla (1941) y Boda en el infierno (1942), por el humor absurdo que se deja entrever al inicio del film, en el cine donde una pareja habla de quién es el asesino de la película que está siendo proyectada en la pantalla. Esta primera escena de Intriga (1942) anuncia el juego de apariencias que se sucederá a lo largo de los minutos del homenaje, ¿parodia tal vez?, al cine de suspense en el que Román (y su inseparable guionista Pedro de Juan) caricaturizó tanto a sus personajes como a las situaciones desarrolladas a lo largo de los minutos. Confundiendo las apariencias -y de nuevo escribo "apariencias", porque de eso se trata-, Intriga deambula por distintos escenarios teatrales y supuestos espacios reales hasta alcanzar su resolución en un plató de rodaje donde la culpa del desaguisado que se ha contemplado hasta entonces recae en la figura de un realizador cinematográfico. El protagonista de la historia es quien señala la culpabilidad del director, pero antes de que esto suceda, Roberto Téllez (Julio Peña) representa sobre las tablas al detective que lleva dentro, uno tan infalible como los descritos por Arthur Conan DoyleAgatha Christie en sus novelas detectivescas. Este investigador de ficción y actor teatral de profesión asume el rol que por oficio corresponde al inspector Felipe Ferrer (Manolo Morán), miedoso e inepto, a la espera de que su amigo, a quien prestaba lápices de colores en la infancia, resuelva en su lugar la misteriosa aparición de un cadáver en el comedor de la familia Maldonado. Hasta ese instante se comprende que ambos ejercen profesiones insatisfactorias, deseando ejercer las del otro, de modo que en la mansión, tan irreal como los escenarios sobre los que actúa Roberto, este se convierte en el sagaz sabueso que interroga a Gabriel (Román Elias), el mayordomo -y como tal, supuesto sospechoso- que no tardará en ser asesinado, a los señores de la casa (que parecen no enterarse de nada) o a Elena (Blanca Silos), la heroína de la función, la musa de Téllez y la sospechosa número uno de Ferrer. Con estos individuos y otros que se suman a la intriga, un diplomático o una cofradía de comilones, la investigación se complica e Intriga se adentra más si cabe en el absurdo -agudizado por los diálogos adicionales de Miguel Mihura- que provoca la sensación de irrealidad y de caricatura que juega con la percepción del público, hasta que sus responsables desvelan la resolución de su ingenioso ejercicio metalingüístico, que apuesta por la comicidad de un misterio carente de importancia narrativa, salvo por la sucesión de clichés que Román nunca pretende ocultar, más bien todo lo contrario, de ahí que en la parte final el detective-actor se niegue a continuar protagonizando una <<película infantil y ridícula>>, porque está viviendo una chapuza creativa que, al igual que las representadas sobre las tablas, no colma sus expectativas.

domingo, 28 de mayo de 2017

El fugitivo de Amberes (1954)


<<¡Preguntas! ¡A la rica pregunta! ¡Preguntas! ¡A la rica pregunta!…>> <<Ya estamos con la cantinela de siempre, si lo único que quiero es babear a gusto, sin que me rompan el tarro ni me inviten a pensar cuestiones que exijan movimiento a mis siete neuronas, el mismo número que suman los capitales y aquellos magníficos que campaban junto a la Nieves por el espacio hasta que entraron en un bar donde, en lugar de garrafa, les sirvieron sake de etiqueta y se quedaron sin Blanca. Por finos o por buenos…>> <<¡Preguntas! ¡A la rica pregunta! ¿Agotamiento y repetición de ideas en el cine de una década de posguerra? ¿Fin de la autarquía? ¿Ligera apertura política y no menos liviano lavado de cara, por si visita el Marshall? ¿Coproducciones y festivales internacionales? ¿Irrupción de cineastas creativos y de ironía renovadora como Fernando Fernán GómezLuis G. BerlangaJuan Antonio Bardem, quizá un poco más serio, Joaquín Luis Romero Marchent o, más adelante, el divertido amigo italiano Marco Ferreri? ¿Confirmación de realizadores como Manuel Mur Oti, Ladislao VajdaJosé Antonio Nieves Conde o Julio Coll? ¿Renovación literaria con las publicaciones de El jarama y Los bravos? ¿De la Salamanca del 55 a ninguna parte? ¿Necesidad de dotar de mayor realismo a las películas? ¿Desarrollo de un género cinematográfico inusual en España como sería el cine negro y policíaco? ¡Preguntas! ¡A la rica pregunta!…>> Fuesen estas y otras las causas, la voz del vendedor ahí las deja, en el recuerdo de su cháchara. A buen precio, decía el altisonante, para qué comprarlas, contesté interrogante, si con tu griterío me has empujado a responder que el cine español de la década de 1950 experimentó un salto cualitativo respecto al realizado durante el decenio anterior.


Por aquellos años cincuenta llegó el reconocimiento exterior de ¡Bienvenido Mister Marshall! (Luis García Berlanga, 1952) y Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), también se produjo una intención de internacionalidad que, valga de ejemplo, en El fugitivo de Amberes (Miguel Iglesias, 1954) se observa en su título, en los diferentes espacios donde se desarrolla su trama (París, Amberes y Barcelona) y en la presencia del actor suizo Howard Vernon, protagonista de la espléndida El silencio del mar (Le silence de la mer, 1948) —primer largometraje de Jean-Pierre Melville y futuro actor fetiche del cinematográficamente compulsivo Jesús Franco. Con todo, aún quedaba (y queda) un largo camino por recorrer para alejarse de la mediocridad imperante, una mediocridad que no entiende de fronteras ni diferencia entre las distintas artes, pero que no ha impedido que, al igual que en el resto de las cinematografías, en la española haya obras maestras (muchas más que La aldea malditaEl sexto sentido, La torre de los siete jorobadosLa vida en un hilo, Cielo negroLos peces rojosViridiana, El cochecito, El verdugo, El arte de vivirEl extraño viaje, La caza, El espíritu de la colmena o El sur), buenas películas y, a pesar de la imposibilidad de profundizar en su vertiente más oscura, dignas producciones de género policíaco como esta realizada por Miguel Iglesias.


¿Por qué digna? Porque, a pesar de sus altibajos, El fugitivo de Amberes destaca por su inicio y su final, las dos partes que más se ajustan al género del cual asume los claroscuros que el futuro director de El cerco (1955) empleó para introducir y concluir la acción, que se abre con el rostro entre las sombras de Bell Fermer (Howard Vernon) y se cierra en el túnel de terror donde los delincuentes pagan más precio que la entrada. A la breve secuencia de apertura, que en apariencia carece de importancia explicativa, le suceden las imágenes matutinas de las calles parisinas por donde se reparten los diarios que informan del robo de una piedra preciosa. Introducido el hurto a través de la prensa, se comprende que aquel era el rostro de su autor, quien abandona Francia y se traslada a Amberes para negociar con Alex (Luis Induni) la venta de la mercancía sustraída. Este antiguo conocido, consciente de la dificultad de Bell para venderla por cuenta propia, le ofrece un precio que, debido a las circunstancias, el ladrón acepta. Bell abandona la sala mientras los que en ella permanecen sonríen por su triunfo, aunque sus rictus se desfiguran cuando comprenden que han sido ellos los engañados. Desde la ventana, observan como el ladrón se introduce en un vehículo y se esfuma con la piedra. La secuencia que sigue se desarrolla veloz, Bell escapa en un taxi por las calles de la ciudad belga, seguido por uno de los hombres de Alex, de quien se deshace en el puerto donde embarca rumbo a Barcelona.


Con su ubicación barcelonesa, la película presenta sus mayores altibajos narrativos, al dividir su atención en varios frentes que no llegan a equilibrarse (sobre todo desentona la relación entre el policía y la agente de seguros suiza que investigan un delito paralelo). Uno de los frentes abiertos por Iglesias conduce la acción a Montes (Alfonso Estela), delincuente que desea la joya que el ladrón niega poseer. Otro hecho se cruza en la historia de Bell Fermer, se trata del caso de un asesinato y del robo de un collar valorado en tres millones de pesetas. Este crimen introduce en la trama la inevitable presencia policial y el romance entre el inspector Jordán (José Marco), a cargo de la investigación, y Gisèle (Anouk Ferjac), la representante de la aseguradora del collar. Este robo también propicia que Bell sea detenido como sospechoso, lo cual permite una rueda de identificación muy acorde con el género negro, en la que el detenido se junta a otros sospechosos habituales sin que ninguno sea reconocido por los testigos. Puesto en libertad, Montes contacta con él y le propone que le venda el diamante, pero, ante la negativa del ladrón, le ofrece un trabajo como perito en su organización de venta de joyas robadas. Con esta trama Miguel Iglesias realizó su segunda incursión en el policíaco y la que puede considerarse su mejor película hasta entonces, probablemente porque, por primera vez, contó
 con la colaboración en el guión de Juan Bosch, otro de los nombres propios del cine negro barcelonés. La ambientación, los aspectos técnicos y la siempre inquietante presencia Howard Vernon son los puntos fuertes de un thriller que sufre la innecesaria historia de amor entre dos personajes que lastran su ritmo narrativo, aquel expuesto durante su tramo internacional y recuperado en su parte final, en el túnel del horror donde, como mandan los cánones del policíaco español de la época, los criminales de El fugitivo de Amberes no pueden disfrutar de las atracciones y sí pagar por sus fechorías.

sábado, 27 de mayo de 2017

Posada Jamaica (1939)


<<Al final rodé la película pero nunca estuve satisfecho de ella>> (El cine según Hitchcock)

Vista la película se comprende el por qué de la insatisfacción del cineasta inglés, ya que Posada en Jamaica (Jamaica Inn, 1939) ni se encuentra entre los mejores títulos de Alfred Hitchcock ni entre sus preferidos, pero tiene la importancia de ser el film que cerró su etapa británica. Asimismo implicó su reencuentro (y despedida) con el productor alemán Erich Pommer, que había coproducido su primer largometraje, El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1925), también fue la primera de sus tres adaptaciones de la escritora Daphne du Maurier y el primer papel protagonista de la dublinesa Maureen O'Hara (y el adiós a su nombre real Maureen FitzSimonds). Podría seguir numerando inicios y finales de esta película llave que cerró la etapa de productor de Laughton y abrió su coprotagonismo compartido con la actriz con quien volvería a coincidir en Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame; William Dieterle, 1939) y Esta tierra es mía (This Land Is Mine; Jean Renoir, 1943). También fue el primero de los cinco guiones que Joan Harrison escribió para Hitchcock, a quien meses después acompañaría a Hollywood. Pero, desde una perspectiva cinematográfica, se trata de un film atípico (e irregular) dentro del universo hitchcockiano. Por un lado, su ambientación en una época pasada (1819), algo poco frecuente en la filmografía del realizador, por otro, se trata de una película más próxima a los intereses de Charles Laughton -como coproductor, no dudó en contratar a O'Hara, a quien aconsejó cambiar de nombre, y al escritor J.R.Prestley para diálogos adicionales que aumentaron la importancia de su personaje- que de Hitchcock. A pesar de esto, el cineasta esbozó temáticas reconocibles de su cine: las falsas apariencias, Sir Humphrey Pengaltan (Charles Laughton) o Jem Trehearne (Robert Newton) no son quienes aparentan ser, o el voyerismo (involuntario) que se observa en Mary (Maureen O'Hara) cuando espía el linchamiento de Trehearne, que ella evita, y más adelante la conversación entre aquel y Pengaltan. Ambos personajes masculinos parten de una imagen que no corresponde a la real; el primero, magistrado representante de la ley, la infringe a su gusto y para su beneficio mientras que el segundo, miembro de la banda de contrabandistas que provoca los naufragios de los buques que navegan por las costas de Cornualles, resulta ser un oficial enviado por la Marina Real. Desvelados sus verdaderos rostros e intenciones, el uno asume el rol de villano (ambicioso, pomposo y manipulador), aunque las escenas finales intentan justificar su comportamiento en su locura, y el otro pasa a ser el ingenuo héroe que pretende descubrir la identidad del cerebro de la organización delictiva que, también en apariencia, lidera Joss Merlyn (Leslie Banks), tío de Mary y cabeza visible de esa banda de malhechores que desconoce la existencia de quien realmente maneja los hilos. Aunque entretenida en su desarrollo, Posada Jamaica sufre la sobreactuación de Laughton y la poco convincente de Newton. Más interesante resulta el personaje de Maureen O'Hara, otra protagonista femenina de Hitchcock atrapada, en su caso, dentro de un entorno ocupado por amorales capaces de asesinar y de hundir barcos por un puñado de monedas. En ese espacio oscuro, barroco y nocturno al que accede al inicio del film, Mary se desorienta, aunque nunca pierde su inocencia ni su noción de qué es correcto, por ello, aunque en ese instante lo considere un criminal, no puede permitir la muerte de Trehearne a manos de sus compañeros, tampoco la posterior captura de su tía Patience (Marie Ney) ni el naufragio que, como heroína de la función, evita a riesgo de su vida.

viernes, 26 de mayo de 2017

Camino cortado (1955)


Dentro del ciclo de "cine negro" español de las décadas de 1950 y 1960, al menos, habría que distinguir entre una tendencia más abstracta y psicológica en títulos como Los ojos dejan huella (José Luis Sáenz de Heredia, 1952), Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955) o Los cuervos (Julio Coll, 1961), y otra más "realista" y precisa en su narrativa, que centra su interés en las labores policiales de agentes modélicos o en las actividades delictivas de criminales que siempre pagan por sus crímenes. En esta última "corriente" se incluyen las contribuciones de Ignacio F. IquinoBrigada criminal (1950) y Camino cortado (1955), pero, si bien la primera responde a las coordenadas —voz en off, tono semi-documental o seguimiento y alabanza del trabajo policial— definidas por el policíaco desarrollado en Estados Unidos por cineastas como Henry Hathaway o Anthony Mann durante la segunda mitad de la década de 1940, la segunda, escrita por Alfonso Paso y José Luis Dibildos, asume características espaciales y temáticas del western para conceder su protagonismo a cuatro forajidos, tres hombres y una mujer, que huyen hacia la frontera francesa por carreteras donde se produce su inevitable enfrentamiento entre ellos, con las fuerzas del orden (representadas en un guardia civil herido e insobornable) y con el medio natural, despoblado, caluroso e incluso espectral, en el pueblo abandonado, similar al de 
Cielo amarillo (Yellow Sky; William A. Wellman, 1948), donde se desarrolla parte de la acción.


Pero antes de alcanzar la villa fantasma, 
Camino cortado se inicia en el local nocturno donde Cecilia (Laya Raki) baila ante el público entre quienes se descubre al resto de personajes principales de la trama. Allí también se desvela que Juan (Viktor Staal) y Miguel (Armando Moreno) tienen la intención de apoderarse del dinero de un familiar de Antonio (Eugenio Domingo). También se observa su antagonismo, así como el deseo que la cantante despierta en ambos. El primero se descubre posesivo y violento, en contraposición, el segundo queda definido por sus dudas y por su incapaz de abandonar a quien le salvó en el pasado. El choque antagónico se evidencia tanto en comportamiento como en pensamiento, pero sobre todo en su interpretación de Cecilia, trofeo para el uno y sueño de un nuevo comienzo para el otro. Estas diferencias se agudizan a partir del robo del automóvil con el que pretenden alcanzar la frontera francesa, durante el recorrido y las paradas, algunas planeadas (el asalto en off al tío de Antonio) y otras imprevistas, como su llegada al pueblo fantasma de San Román, el Cielo amarillo de Iquino. Similar a la ciudad minera del film de Wellman, la espectral localidad de Camino cortado encierra a los personajes, incapaces de abandonar ese entorno a punto de ser anegado por las aguas que formarán el embalse del cual inicialmente no tienen noticia (lo descubren cuando ya han traspasado el punto de no retorno). Su perspectiva delictiva provoca que interpreten la presencia policial en carreteras y caminos como la señal de que los persiguen, cuando en realidad su función es la de advertir a los automovilistas de la inundación de la zona. Como consecuencia, actúan como animales acorralados. Se lanzan por carreteras secundarias, arrollan a una pareja de guardias civiles, a quienes Juan dispara sin miramiento, y se adentran en la desolación espacial donde se produce el inevitable enfrentamiento y su fin delictivo; también el principio que Iquino recalca en un primer plano de las esposas, liberadoras —en oposición a la mano muerta que segundos antes aferraba el tobillo de la chica—, que Cecilia y Miguel comparten en lo que podría considerarse un "final feliz", que tendrá que esperar a que ambos cumplan sus condenas.

jueves, 25 de mayo de 2017

Zodiac (2007)



<<Va a ser muy difícil y va a durar mucho>>, <<esto no puede tener un final feliz, es imposible>> y 
<<hasta las mejores pistas solo conducen a otras. Hay cadáveres olvidados a los que no se hace justicia>>, expresan el pesimismo y el desencanto del personaje interpretado por Morgan Freeman ante el caso que investiga en Seven (1995). La certeza de sus afirmaciones y negaciones pueden aplicarse a la investigación que David Fincher reconstruyó en Zodiac (2007), pues la imposibilidad vertebra la crónica del fracaso de quienes siguen la pista del asesino del zodiaco, quien, hacia finales de la década de 1960 y durante los primeros años de la siguiente, ocupó páginas de los diarios de San Francisco, minutos de los noticiarios televisivos e inspiró películas como Harry el sucio (Dirty Harry; Don Siegel, 1971). Pero al contrario que Seven o el film de Siegel, el caso expuesto en Zodiac está condicionado por las experiencias reales relatadas por Robert Graysmith en su libro homónimo y por la exhaustiva investigación llevada a cabo por Fincher y el guionista James Vanderbilt antes de iniciar el rodaje, de modo que ni los policías ni los periodistas protagonistas encuentran un final para aquello que se prolonga en el tiempo y deteriora la relación matrimonial de Robert (Jake Gyllenhaal) o genera el cansancio vital del inspector William Armstrong (Anthony Edward), que solo desea olvidarse del asesino que durante varios años han perseguido sin éxito. Tanto los unos como los otros son víctimas de la macabra manipulación que, al contrario que la de John Doe en Seven, no encuentra su explicación en el castigo "divino" pretendido por el criminal, sino en el resentimiento y el afán de notoriedad de un asesino sin rostro, que también asume la autoría de homicidios que no ha cometido, cuya identidad obsesiona a Graysmith, el dibujante aficionado a resolver enigmas, o empuja a Paul Every (Robert Downey, Jr.), el periodista del San Francisco Chronicle, hacia la autodestrucción.


El homicida que provocó el pánico durante la infancia de Fincher es la escusa para que el realizador de El club de lucha (Fight Club, 1999) retrate la época desde la sobriedad de su puesta en escena y la minuciosidad con las que 
detalla los hechos cual reportaje que bifurca su interés en las dos parejas que solo descubren la impotencia que, pasado el tiempo, les genera el callejón sin salida en el que se convierte la investigación y el desconocer la identidad de quien persiguen. El tiempo es fundamental en el desarrollo de los hechos que afectan a la investigación policial y a la periodística, ambas infructuosas, en parte debido a los distintos espacios jurisdiccionales que provocan la incomunicación entre los diferentes frentes abiertos (algunas pruebas y testimonios pasan desapercibidos para unos u otros). Ante este panorama, y el posterior silencio y reaparición del asesino en los medios, el personaje de Graysmith se erige en el protagonista (casi) exclusivo de esta película de búsqueda y fracaso, en su intención de unir las piezas del rompecabezas que ha ido acumulando a lo largo de los años, un rompecabezas que implica el sacrificio de su matrimonio y pruebas circunstanciales que no servirían ante un tribunal. Esta imposibilidad confirma que Zodiac no busca un final feliz; de hecho, no puede ni quiere, ni siquiera pretende uno, solo dejar un espacio abierto a las interpretaciones, porque su interés no reside en la resolución del caso sino en aquello que Fincher va mostrando a lo largo del mismo. El miedo generalizado, la inseguridad ciudadana, la desorientación social, la destrucción de vidas como la de Avery o la obsesiva necesidad de respuestas de Graysmith y David Toschi (Mark Ruffalo) son algunos de los ejes de una película que conduce hacia la reflexión de una época y de la sociedad que la forma, de ahí la ausencia de terror, que sí puede observarse en determinadas escenas de Seven, o de giros argumentales (sorpresas forzadas o finales imposibles) que dominan en la mayoría de thrillers hollywoodienses contemporáneos y la importancia de los diálogos, dudas y conjeturas que plantean aspectos que van más allá del tiempo en el que se desarrolla esta espléndida, adulta y pesimista crónica del fracaso.

martes, 23 de mayo de 2017

El sexto sentido (1929)

¿Qué habría deparado la carrera cinematográfica de Nemesio M.Sobrevila si sus dos primeras películas -Al Hollywod madrileño y El sexto sentido- hubieran sido estrenadas en las salas comerciales? ¿O de no haber estallado la Guerra Civil que cortó de raíz su creatividad y lo condenó al exilio? Aunque no responde a estas preguntas, en El sexto sentido (1929) Sobrevila demostró una modernidad y osadía cinematográfica nunca vista con anterioridad en el cine español. Su film, vanguardista, insólito y experimental, ironiza sobre la búsqueda de la Verdad mediante las imágenes, por ello, lejos de cineastas como Dziga Vertov y su cine-ojo o de las sinfonía urbanas de moda por aquel entonces, la verdad con mayúsculas captada por la cámara acaba siendo una con minúsculas, pues, la interpretación de los fotogramas que Kamus (Ricardo Baroja) considera la vía para el Conocimiento, en León (Eusebio Fernández Ardavín), siempre pesimista y triste en su percepción de la realidad, se transforman en la interpretación subjetiva de las formas que contempla cuando acude al extravagante observador en busca de respuestas. <<A pesar de los múltiples sistemas filosóficos, desconocemos la Verdad. Para conocerla, necesitamos añadir a nuestros imperfectos sentidos, la precisión de la mecánica. El atrabiliario Kamus, mezcla de artista, borracho y filósofo, cree haber descubierto en el cinematógrafo un SEXTO SENTIDO>>. La imagen inicial muestra al personaje interpretado por el pintor y escritor Ricardo Baroja en su sala de montaje, observando los fotogramas en los que considera haber descubierto ese Conocimiento que se escapa a los cinco sentidos. En contraposición a las sombras que dominan el espacio cerrado del laboratorio, la película se ilumina al trasladarse al campo donde dos parejas opuestas (en sus ropas, de tonos claros las de unos y oscuros las de otros, en sus bebidas, alcohol y leche, o en los rostros, sonrientes y serios) representan el optimismo y el pesimismo, pero también un mundo de apariencias que ocultan realidades como la desdicha y el sacrificio de Carmen (Antoñita Rodríguez) en su relación con su padre (Faustino Bretaño). Carmen y Carlos (Enrique Durán) se aman, para ellos ese amor es cuanto necesitan para encontrar la belleza en las cosas y alcanzar la felicidad que representan en el anillo que el segundo regala a la primera. Por contra, León vive en un mundo gris, ensombrecido por su interpretación de cuanto contempla, lo cual conlleva que proyecte sus miedos en las imágenes que muestran a Carmen con un hombre mayor (su padre), a quien confunde con un amante con el cual ella engaña a su amigo. De este modo, la película que para Kamus muestra la verdad absoluta se convierte en la subjetividad de quien la observa, como deja claro la interpretación del pesimista. Este enfrentamiento contradice la reflexión del inventor: <<este ojo inhumano nos traerá la Verdad. Ve más profundamente que nosotros... más grande más pequeño, más deprisa más despacio>>, pero sus palabras no contemplan que el objetivo mirón que filma edificios, calles o el encuentro entre Carmen y su padre en el teatro donde ella trabaja, implique una interpretación del resto de los sentidos, pues para él las imágenes son el absoluto (y como tal ajenas a las diferentes interpretaciones que sí se producen). A parte de sus múltiples ideas y aciertos, El sexto sentido rinde homenaje a Murnau, en la figura del padre de Carmen, cuando este recobra su orgullo gracias al uniforme que luce y le hace sentir una importancia similar a la del personaje interpretado por Emil Jannings en El último (Der Letzte Mann, 1924), pero Sobrevila no emplea sus conocimientos cinematográficos para rendir tributo, lo hace para contraponer ideas, en este caso la subjetividad de la cámara del realizador alemán con las sinfonías urbanas (la película de Kamus muestra imágenes de Madrid y dice que ese es el auténtico) y las teorías de Dziga Vertov -el mismo año de El sexto sentido el cineasta ruso filmó El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929)-, de modo que enfrenta emociones e interpretaciones con la supuesta realidad captada por el objetivo de un objeto que, si bien filma momentos y formas, carece de la capacidad de interpretarlos y dar un sentido universal a cuanto graba.

domingo, 21 de mayo de 2017

Río Conchos (1964)


En la década de 1950, parte de la crítica francesa empezó a diferenciar entre un cine que llamó de autor (BuñuelDreyer
FordHawksHitchcock, Lang, Renoir, Rossellini, VigoWelles...) y otro artesanal (comercial), aunque, fundamentada según su criterio, tal división no dejaba de ser una perspectiva ambigua y, por tanto, abierta a discusión y a distintas interpretaciones. Lo cierto fue que, a partir de la política de autores, algunos cineastas como Alfred Hitchcock u Orson Welles se vieron reivindicados como creadores totales, mientras que otros, la gran mayoría, fueron olvidados o catalogados de artesanos sin estilo propio (entre ellos cineastas indispensables como Michael Curtiz o William Wyler). Entre estos últimos hubo cabida para realizadores como Gordon Douglas, que si bien fue un director carente de la creatividad y de las constantes personales que vertebran las obras de los grandes, entre quienes incluyo a Curtiz y a Wyler, no por ello dejó de realizar películas en las que demostró enorme valía; títulos tales Corazón de hielo (Kiss Tomorrow Goodbye, 1950), Entre la noche y el amanecer (Between Midnight and Dawn, 1950), Sólo el valiente (Only the Valiant, 1951), La humanidad en peligro (Them!, 1954), Chuka (1967), El detective (The Detective,1968) y por supuesto Río Conchos (1964), lo demuestran, pues resalta que Douglas era, como mínimo, un cineasta efectivo, de narrativa precisa y en ocasiones brillante (en otras, no tanto).


Menos conocida que los Ríos de Howard Hawks o el Río Grande (1950) de John Ford, Río Conchos es un espléndido western de obsesiones, pesimista y violento, pero más allá de sustantivo fluvial compartido, poco tiene que ver el Río de Douglas con el de 
Ford y los de Hawks. En cambio, sí presenta alguna similitud con Centauros del desierto (The Searchers, 1956), en la desorientación vital de su personaje principal, que, al igual que el Ethan interpretado por John Wayne, es un ex-oficial de la guerra civil marcado por el desarraigo (carece de hogar y de lazos afectivos), la soledad y el odio hacia los indios, en su caso debido a la muerte de su mujer y de su hija a manos de los apaches. Aunque Lassiter (Richard Boone) ha olvidado la derrota de la confederación, le resulta imposible borrar de su mente las muertes de sus seres queridos, por ello deambula por espacios áridos y rocosos exterminando apaches —la escena que abre el film lo muestra descargando su inseparable rifle sobre un grupo de indios que entierran a uno de los suyos—. Este es su presente, en él se ahoga y en él se desahoga asesinando sin miramientos. A pesar de su sadismo respecto a los indios, se descubre como un hombre que valora su palabra, la misma que es puesta en duda por el capitán Haven (Stuart Whitman) cuando inician su recorrido en común al frente de la heterogénea mezcla que forman en compañía del mexicano Ramírez (Anthony Franciosa) y del sargento Franklin (Jim Brown), el más equilibrado del conjunto. Los cuatro emprenden su misión transportando un carro cargado de barriles de pólvora, pero su búsqueda tiene nombre: Pardee (Edmond O'Brien), el antiguo oficial al mando del regimiento de Lassiter y, como este, anclado en el pasado, aunque en tiempos distintos, pues el del cazador de indios se detuvo en el momento de su desgracia familiar —ahora solo piensa en morir matando— y el del coronel en la derrota que no acepta y que le ha llevado a rearmarse (y vender armas a los apaches) al otro lado de la frontera, con la clara intención de revivir una época ya inexistente e iniciar una lucha que, nacida de su desequilibrio, devuelva el estilo de vida sureño anterior a la Guerra de la Secesión. Excepto Franklin, liberado de los prejuicios y obsesiones que se observan en el resto, los personajes principales de Río Conchos se definen por sus comportamientos obsesivos: matar indios (Lassiter), seguir las normas y recuperar el cargamento de armas que le robaron (Haven), sobrevivir y disfrutar de los placeres de la vida por encima de cualquier otro aspecto (Rodríguez) y reconstruir el pasado cuya ilusión (desvarío) se consume entre las llamas en las que finalmente se adentra Pardee cuando, a orillas de río Conchos —la imagen ilusoria de su añorado Mississippi—, su nuevo Sur se convierte en cenizas.

viernes, 19 de mayo de 2017

Sócrates (1970)


Coherente con sus ideas y consciente de la dificultad o de la imposibilidad de llevarlas a la gran pantalla, en el tramo final de su carrera Roberto Rossellini se distanció del medio cinematográfico para continuar su intención didáctica en la televisión, en producciones televisivas tan interesantes como Sócrates (Socrate, 1970), en la que expuso tanto su búsqueda de la verdad como la del ateniense que le da título, cuyo pensamiento supuso un cambio transcendental en la historia de la Filosofía, al orientarlo hacia el conocimiento de intangibles que los pensadores presocráticos habían ignorado o apenas abordado desde una simple interpretación mítica. En su búsqueda, basada en su máxima <<solo sé que no sé nada>>, la ignorancia asumida por el revolucionario pensador lo conduce a la dialéctica: razonamientos, constantes diálogos o enfrentamiento de ideas (en preguntas, respuestas y de nuevo preguntas sobre las respuestas para acercarse a una realidad universal, más compleja que aquella que se da por cierta) que generan el rechazo de quienes son evidenciados por la ironía socrática que, consciente de su ignorancia, el filósofo emplea para emprender su camino hacia el Conocimiento.


En realidad, poco se sabe de este personaje que prefería la charla a la escritura, porque esta no puede responder ni rebatir más allá de lo escrito. Solo tenemos acceso a aquello que de él dejaron constancia 
Aristóteles —que le atribuyó el razonamiento inductivo y las definiciones universales— y, sobre todo, sus discípulos JenofontePlatón —cuya fama superó a la del maestro que inmortalizó en sus Diálogos para exponer su propio pensamiento—, en quienes el realizador italiano encontró la inspiración para su retrato del filósofo y del hombre, en su relación con su mujer, con su ciudad y con la política que en esta se desarrolla durante dos etapas concretas: la oligarquía de los Treinta Tiranos en la que se abre el film, instaurada tras la derrota de Atenas frente a Esparta, y la restaurada democracia que lo sentencia a muerte por corromper con sus ideas a los jóvenes atenienses, por introducir nuevas deidades y por renegar de los dioses de la ciudad (aunque, si hablamos de buscar verdades, la verdad sería otra: sus palabras molestaban). Desde su aparición en la pantalla, a los setenta años de edad, Sócrates (Jean Silvère) muestra humildad, también su predilección por conversar y su despreocupación por el dinero y otros bienes materiales (contrario a los sofistas, su función de maestro-guía no le reporta beneficios económicos), aunque esto provoque el disgusto y el enfado de Jantipa (Anne Caprile), quien tras sus protestas no esconde el amor que profesa a su esposo.


La relación de Sócrates con sus contemporáneos se muestra desde la aceptación y admiración de sus discípulos y desde el rechazo de los enemigos que lo llevan ante el tribunal público que lo condena a muerte. Pero, durante su juicio, Sócrates no teme ni pide clemencia. Acepta que el momento de su muerte ha llegado y con ella un posible paso hacia un nuevo estado de conocimiento o simplemente hacia el sueño eterno. A lo largo de los minutos, se descubre, en sus palabras, en sus preguntas y en las ideas que exponen, a un hombre inteligente y honesto que plantea cuestiones que echan por tierra supuestas verdades presentando perspectivas que las rebaten, porque, para él, los universales son más complejos y difíciles de alcanzar que la limitada y subjetiva interpretación de cada uno de los conversadores con quienes dialoga, los mismos conversadores a quienes evidencia en su ignorancia (no aceptada), aunque no por desprestigiar, sino para intentar que, a partir del razonamiento, respondan qué es la verdad, la belleza, la justicia o la moral, intangibles similares a los que marcaron el pensamiento rosselliniano, quizá por ello el cineasta llevaba tiempo intentando realizar un film sobre el filósofo ateniense, su juicio y su condena.

jueves, 18 de mayo de 2017

El jardín del diablo (1954)


Las primeras películas realizadas por Henry Hathaway fueron ocho westerns que le sirvieron para conocer a fondo el género al que regresaría con asiduidad a lo largo de su carrera profesional, un género al que aportaría títulos tan destacados como este western de itinerario, transitado por el lacónico héroe encarnado por Gary Cooper, la ambigua Leah Fuller interpretada por Susan Hayward y el jugador a quien dio vida Richard Widmark. Ellos son los personajes principales de El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), una aventura que combina la épica con las relaciones que se producen durante su deambular por un espacio opresivo, a la espera de poder reconstruir sus vidas. Poco que sabe de ellos o de Luke Daly (Cameron Mitchell), salvo aquello que se descubre en el presente durante el cual Fiske estudia su entorno y a sus compañeros, como si intentase prever posibles movimientos y faroles, al tiempo que oculta el rostro que irá desvelando a lo largo del camino que, salvo a enfrentarse a sí mismos y a la espectral amenaza india, los conduce a ninguna parte. A medida que avanzan, la humanidad del jugador se exterioriza proporcional al enrarecimiento de un medio dominado por la presencia fantasmal de los apaches y por las luces y sombras que anidan en el interior de cada uno de los desheredados que, al inicio de su recorrido, persiguen el oro que Leah Fuller les ofrece a cambio de rescatar a su marido (Hugh Marlowe), atrapado y herido en la mina que ella abandonó para buscar ayuda. Fiske, Hooker y Luke aceptan acompañar a la desconocida porque es una manera de romper la monotonía que implica su estancia indeseada en Puerto Miguel, la población mexicana que abandonan para acceder a un panorama de contrastes, físicos y humanos, marcado por las sensaciones de los protagonistas, cuyas relaciones, reacciones y juicios inicialmente los distancia. A primera vista no presentan aspectos comunes, pero la supuesta rivalidad entre el silencioso Hooker (Gary Cooper) y Fiske, que dice cuanto piensa sin mostrar el aire de perfección y superioridad que se observa en su compañero, da paso a su acercamiento y a un aspecto común no reconocido: la atracción que en ellos despierta Leah, a quien juzgan desde que acude a la villa en busca de hombres que la acompañen hasta la mina de oro. Como consecuencia de compartir espacio y experiencias, las distancias iniciales se van reduciendo a medida que surge la necesidad de colaborar para sobrevivir en ese paraje infernal donde el personaje de Widmark gana presencia (y simpatías) respecto al de Cooper, hasta confirmar su generoso sacrificio y la admiración mutua que se afianza durante los momentos de tensión y de aquellos que les enfrenta a la muerte que acecha.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Ligeramente escarlata (1956)



Poseedor de un sentido narrativo envidiable y nada narcisista, Allan Dwan realizó más de cuatrocientas películas desde su debut en 1911 hasta su retiro en 1961, sin embargo su extensa filmografía (la mayor parte de la silente perdida) no evita que sea otro cineasta indispensable
 a la espera de ser rescatado del olvido. Durante su medio siglo tras las cámaras, este pionero cinematográfico dirigió a grandes estrellas —Douglas Fairbanks o Gloria Swanson en títulos como Robin Hood (1922) o Zaza (1923), respectivamente—, trabajó para estudios tan importantes como la Warner y la Fox, también para modestas productoras como Republic Pictures y, ya en la parte final de su carrera profesional, para el productor Benedict Bogeaus en diez films de serie B de impecable factura, algunos tan logrados como Filón de plata (Silver Lode, 1954), Ligeramente escarlata (Slightly Scarlet, 1956) o Al borde del río (The River's Edge, 1957). Al contrario que otros de sus contemporáneos, Dwan fue un director práctico que supo adaptarse a los cambios sin lamentarse, aprovechando sus conocimientos técnicos y narrativos para rodar, con rapidez inusitada y con limitados medios económicos, producciones tan atractivas como las protagonizadas por John Payne. Este actor, el más representativo de la última etapa profesional del responsable de Arenas sangrientas (Sands of Iwo Jima, 1949), dio vida en Ligeramente escarlata a Ben Grace, un periodista sin escrúpulos que ambiciona escalar social y económicamente dentro de un entorno dominado por la organización criminal de Solly Caspar (Ted de Corsia). Para lograrlo, filtra parte de las actividades del hampón, entre ellas el homicidio del magnate (Roy Gordon) que apoyaba a Frank Jansen (Ken Taylor) como el candidato ideal para poner fin a la corrupción y a la criminalidad imperantes. Pero el interés de Dwan no reside en el enfrentamiento de los dos antagonistas, sino en aquello que muestra durante el primer careo entre el ambicioso y ambiguo periodista, que precipita la caída de Caspar y el ascenso a la alcaldía de Jansen para satisfacer sus fines, y las hermanas de cabellos ligeramente escarlata a quienes espía y fotografía al inicio del film. La escena de su cara a cara con June Lyons (Rhonda Fleming) se produce en el salón de la casa de esta última e introduce la atracción que se intuye cuando ambos hablan sentados en un sofá (en primer plano) y se descubre (al fondo de la imagen) la figura tumbada de Dorothy (Arlene Dahl), cuya presencia entre ambos anuncia el triángulo que cobrará importancia a lo largo de los minutos. Por otra parte, las palabras del periodista, <<el señor Jansen es un gran tipo, pero no sabe cómo ganar elecciones. Yo no soy un gran tipo, pero sé cómo. Sacando trapos sucios>>, explican su personalidad, su ambición y el por qué de su encuentro con esas dos hermanas en apariencia opuestas. En un primer momento, June, la secretaria del futuro alcalde, representa la pureza mientras que Dorothy, ex-convicta, es la candidata a asumir el rol de mujer fatal, aunque no llega a serlo porque cuanto hace (seducir, mentir o robar) forma parte del desequilibrio que provoca que interprete la vida como un juego. Aunque se trata del personaje más positivo de la historia, en June también existen connotaciones negativas que la convierten en otro personaje de doble rostro, como delata que silencie sus celos cuando observa el descaro de Dorothy en su intención de seducir a Ben o cuando acude a la casa de la playa donde espera encontrar a su hermana en brazos de aquel, aunque es a Caspar a quien descubre y se ve obligada a disparar sobre él. En ese momento las dos hermanas intercambian sus papeles, la pequeña cobra apariencia indefensa (siempre lo ha estado) y la segunda confirma su carácter ante la agresión del criminal que ha regresado para vengarse de quien en su acto final de nuevo evidencia los opuestos que definen su personalidad.

lunes, 15 de mayo de 2017

Cien años de perdón (2016)

A diferencia del cine negro español de las décadas de 1950 y 1960, en el thriller español actual la línea de criminalidad se ha difuminado hasta desaparecer en un espacio ambiguo, de crisis y de corrupción donde la delincuencia se encuentra a ambos lados de la ley. Dicha circunstancia pretende reflejar parte de la realidad que se vive en el país, provocando que en títulos como Cien años de perdón los atracadores no sean los únicos que delinquen bajo las lluvias torrenciales que asolan la mañana valenciana en la que arranca el film. También lo son aquellos que actúan en la sombra, ocultando sus fechorías tras apariencias inmaculadas que les permite actuar con mayor impunidad y más beneficios que los delincuentes que irrumpen en la sucursal bancaria donde se desarrolla una jornada que guarda similitudes espaciales (y en menor medida argumentales) con la espléndida Tarde de perros (Day Dog Afternoon; Sidney Lumet, 1974). Las primeras imágenes de Cien años de perdón se abren a una mañana lluviosa y tan gris como la situación por la que atraviesan varios de los clientes que negocian créditos e hipotecas con los empleados de la sucursal financiera que, hasta ese momento, dirige Sandra (Patricia Vico). Su aparición en la pantalla, en el interior de un taxi, desvela su miedo a perder el empleo y, como consecuencia, a sufrir la inseguridad económica en la que malviven muchos de sus clientes. Su temor se confirma cuando le dicen que su nombre se encuentra en la lista de despedidos, lo cual provoca su posterior trato con el "Gallego" (Luis Tosar). De esa manera el atracador descubre el por qué el "Uruguayo" (Rodrigo de la Serna) ha decidido dar el golpe, que han preparado hasta el más mínimo detalle, salvo esa constante gota fría que amenaza con desbaratar su plan de fuga. Durante los primeros compases del film predomina la decepción de la directiva que ha trabajado para la empresa que la despide sin miramientos, despojándola de la comodidad a la que se niega a renunciar sin más, de ahí que, por revancha y por sacar tajada, no dude a la hora de desvelar la existencia de la caja secreta que contiene archivos que podrían comprometer a miembros de las altas esferas políticas. A partir de este instante, la trama entra en otro nivel, al convertir a los delincuentes en víctimas de un engaño que introduce aspectos reconocibles que se han convertido en parte de las preocupaciones de la ciudadanía española. Las referencias a la corrupción y a los abusos bancarios provocan que los asaltantes adquieran connotaciones positivas en detrimento de quienes décadas atrás, en aquel cine realizado durante la dictadura, tendrían una imagen inmaculada que en la película de Daniel Calparsoro brilla por su ausencia. Nadie es un héroe, no hay un límite que defina el comportamiento de unos y de otros, como se descubre en el coronel Mellizo (Jose Coronado), a quien ponen al mando de la operación para evitar un posible escándalo. Se trata de un policía que no duda en cruzar la línea de la legalidad, consciente de la delicada situación que debe resolver, pero tampoco es el único que muestra su ambigüedad moral, ya que Ferrán (Raúl Arévalo), el jefe de gabinete, hace lo propio cuando negocia con los asaltantes y les ofrece una salida a cambio del disco duro que se convierte en la escusa argumental de un film efectista, por momentos tenso, que nunca pierde de vista las influencias recibidas del neo-noir hollywoodiense, lo cual juega en perjuicio de la originalidad y de la personalidad de un thriller entretenido que no aportar nada nuevo al género.

sábado, 13 de mayo de 2017

Erich von Stroheim. Diez años de adelanto.


<<Y ya sabe la broma que se cuenta, cuando estoy en el desierto rodando exteriores, y vuelvo y me dicen que el señor Stroheim acaba de llegar, y que está en el departamento de vestuario. Subo corriendo las escaleras y exclamo: ¡Dios mío, esto es fantástico, ese..., que yo esté dirigiéndole a usted, al gran Stroheim! ¡Usted nos llevaba a todos diez años de adelanto, diez años de adelanto a toda la industria! Él me mira y dice: Veinte>>
Billy Wilder a Cameron Crowe, en Conversaciones con Billy Wilder (Conversations with Wilder). Alianza Editorial, S.A. Madrid, 2000.


<<Von Stroheim fue sin duda una de las personalidades más extravagantes de su tiempo, pero no era un mero excéntrico. Lo más peculiar de él no eran su monóculo o sus aires de nobleza, sino el hecho de comportarse como si sus películas fueran una forma de arte y no un medio de entretenimiento o motivo de inversión>>. Esta interpretación artística del cine, a la que se refiere Richard Koszarski en su estudio monográfico Erich von Stroheim y Hollywood (The man you loved to hate. Erich von Stroheim and Hollywood), señala la intención del cineasta de origen austriaco desde que se puso tras la cámara en Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919), pero también fue una intención que chocó con el modo de hacer cine en su época y con los intereses de los estudios cinematográficos. Ninguna de las películas que componen su reducida filmografía como director fue rodada (ni estrenada) tal como las concibió, aunque habría que decir que todas ellas perseguían el ideal artístico de un realizador inflexible e irascible, obsesionado con los detalles, también con su propia imagen, que no atendía a los márgenes establecidos dentro de un medio de entretenimiento que, gracias a los "excéntricos" como Chaplin, Griffith o él mismo, se estaba convirtiendo en el séptimo arte y en un quebradero de cabeza para los magnates cinematográficos —que no tardarían en intentar frenar a los cineastas que revindicaban su creatividad artística por encima de los intereses de las empresas para las cuales trabajaban.


La mayoría de los datos biográficos que se conocen de su vida en el Imperio Austro-Húngaro confunden realidad y leyenda, algo por otra parte ya potenciado por el propio Erich Oswald Stroheim a su llegada a Estados Unidos, cuando asumió un origen aristocrático que no correspondía con el real. Nacido en el seno de una familia de comerciantes judíos, el "von" que precede al Stroheim fue añadido cuando pisó suelo estadounidense en 1909, diez años antes convertirse en uno de los directores más personales de Hollywood. Esto último tuvo sus consecuencias inmediatas y su tiempo en la dirección se convirtió en un periodo de constante lucha con la industria. Su pulso con el sistema, fruto de su vanidad y de la perfección que perseguía en sus películas (la mayoría de metraje excesivo para las demandas de los distribuidores y de los dueños de las salas comerciales), le acarreó reveses como los sufridos durante los rodajes de Los amores de un príncipe (Merry-Go-Round, 1923), 
Avaricia (Greed, 1924) o La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), film inconcluso tras el cual se vio obligado a abandonar la dirección y, salvo su postrera incursión en la dirección en ¡Hola hermanita! (rehecha por varios directores), dedicarse por entero a la interpretación, dejando para el recuerdo su capitán Von Rauffenstein en La gran ilusión (La grande illusion; Jean Renoir, 1936), su Rommel en Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo; Billy Wilder, 1943), El gran Flamarion (The Great FlamarionAnthony Mann, 1945) y sobre todo el sumiso y fiel sirviente de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (Sunset BoulevardBilly Wilder, 1950).


Stroheim <<funcionaba como un poeta haciendo sonetos, como un poeta muy especial; su trabajo estaba siempre arraigado a su propia experiencia, fuese esta real o imaginaria; incluso cuando no interpretaba ningún papel en la película, y aun siendo esta una adaptación de fuentes ajenas>> (Ibíd.). Esta afirmación habla del carácter personal que el realizador concedía al cine como el medio de expresión que le permitía idealizar, imaginar y desarrollar un universo artístico propio. Nacido en Viena en 1885, el actor y director se trasladó a Estados Unidos en 1909, pero no sería hasta 1914 cuando se produjo su llegada a Hollywood y su participación como extra en El nacimiento de una nación (The Birth of the Nation; David Wark Griffith, 1914). Posteriormente trabajaría con John Emerson, de quien sería primer ayudante, y repetiría a las órdenes de Griffith en Intolerancia (Intolerance; 1916) y en Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), en la cual asumió un papel secundario y labores de asesor técnico. Pero fue su villano en Corazones de la humanidad (The Heart of Humanity; Allen Holubar, 1918) el que le hizo célebre entre el público y lo confirmó como <<el hombre al que le gustaría odiar>>. Con este film ambientado en la Gran Guerra se había ganado un puesto en Hollywood, pero a la conclusión del conflicto los militares prusianos de ficción a los que daba vida Stroheim quedaron en desuso y él sin trabajo, hasta que convenció a Carl Laemmle para que le produjese un guión propio titulado The Pinnacle, el cual daría pie a Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919). Su debut en la dirección fue un éxito de crítica y público, pero también inició su tira y afloja con el sistema. El film sufrió cortes en su metraje, también el cambio de título que no gustó al realizador que, tras realizar The Devil's Key Pass, vio como en Esposas frívolas (Foolish Wives, 1922), cuya duración superaba con creces las cuatro horas de metraje, Irving Thalberg ordenaba la reducción de su montaje a la mitad. Esta constante lucha entre el ego de Stroheim y el poder de la industria se repetiría a lo largo de la década de 1920. Así sucedió en Los amores de un príncipe, de la que fue despedido durante el rodaje (concluido por Rupert Julian), aunque este revés, el de ser el primer director despedido en Hollywood, no le impidió embarcarse en su proyecto más ambicioso y personal. Producida por la GoldwynAvaricia (Greed, 1923) superaba las ocho horas de duración, lo que provocó que la productora recortase el metraje hasta las tres horas. Poco después, apurada por su precaria situación económica, la Goldwyn se asoció con la Metro, lo que supuso su reencuentro con Thalberg, y que el film de nuevo sufriese cortes significativos. En la actualidad se ha intentado reconstruir el proyecto tal como lo había desarrollado el realizador, sin embargo, parte del material se ha perdido y solo se puede disfrutar una copia que permite hacerse una idea de una película que, más allá de su grandeza fílmica, se mitificó por la polémica que suscitó. Las pérdidas económicas generadas por Avaricia fueron compensadas con La viuda alegre (The Merry Widow, 1925), su mayor éxito popular y también nuevas diferencias con el sistema, en esta ocasión con Louis B. Mayer y sobre todo con Mae Murray, la estrella femenina del film tras el cual el cineasta llegaría a un acuerdo con el estudio para rescindir su contrato. Pero su tira y afloja con el medio no desapareció fuera de la M.G.M. y los problemas se acrecentaron en La marcha nupcial (The Wedding March, 1927), uno de sus mejores films, y en La reina Kelly, una película que pudo ser y no llegó a serlo (al quedar inconclusa), aunque sí fue el final del Stroheim cineasta y el principio de su leyenda como director maldito.



Filmografía como director

Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919)

La ganzúa del diablo (The Devil's Pass Key, 1920)

Esposas frívolas (Foolish Wives, 1922)

Los amores de un príncipe (Merry-Go-Round; Erich von Stroheim, Rupert Julian, 1923)

Avaricia (Greed, 1923)

La viuda alegre (The Merry Widow, 1925)

La marcha nupcial (The Wedding March, 1927)

La reina Kelly (Queen Kelly, 1928)

¡Hola, hermanita! (Walking Down Broadway; Alan Crosland, Erich von Stroheim, Raoul Walsh, Alfred L.Werker, 1933)