martes, 30 de mayo de 2017
Los chicos (1959)
lunes, 29 de mayo de 2017
Intriga (1942)
La primera de las dos adaptaciones que Antonio Román realizó de obras de Wenceslao Fernández Flórez sustituía la intención propagandística de sus anteriores trabajos, Escuadrilla (1941) y Boda en el infierno (1942), por el humor absurdo que se deja entrever al inicio del film, en el cine donde una pareja habla de quién es el asesino de la película que está siendo proyectada en la pantalla. Esta primera escena de Intriga (1942) anuncia el juego de apariencias que se sucederá a lo largo de los minutos del homenaje, ¿parodia tal vez?, al cine de suspense en el que Román (y su inseparable guionista Pedro de Juan) caricaturizó tanto a sus personajes como a las situaciones desarrolladas a lo largo de los minutos. Confundiendo las apariencias -y de nuevo escribo "apariencias", porque de eso se trata-, Intriga deambula por distintos escenarios teatrales y supuestos espacios reales hasta alcanzar su resolución en un plató de rodaje donde la culpa del desaguisado que se ha contemplado hasta entonces recae en la figura de un realizador cinematográfico. El protagonista de la historia es quien señala la culpabilidad del director, pero antes de que esto suceda, Roberto Téllez (Julio Peña) representa sobre las tablas al detective que lleva dentro, uno tan infalible como los descritos por Arthur Conan Doyle o Agatha Christie en sus novelas detectivescas. Este investigador de ficción y actor teatral de profesión asume el rol que por oficio corresponde al inspector Felipe Ferrer (Manolo Morán), miedoso e inepto, a la espera de que su amigo, a quien prestaba lápices de colores en la infancia, resuelva en su lugar la misteriosa aparición de un cadáver en el comedor de la familia Maldonado. Hasta ese instante se comprende que ambos ejercen profesiones insatisfactorias, deseando ejercer las del otro, de modo que en la mansión, tan irreal como los escenarios sobre los que actúa Roberto, este se convierte en el sagaz sabueso que interroga a Gabriel (Román Elias), el mayordomo -y como tal, supuesto sospechoso- que no tardará en ser asesinado, a los señores de la casa (que parecen no enterarse de nada) o a Elena (Blanca Silos), la heroína de la función, la musa de Téllez y la sospechosa número uno de Ferrer. Con estos individuos y otros que se suman a la intriga, un diplomático o una cofradía de comilones, la investigación se complica e Intriga se adentra más si cabe en el absurdo -agudizado por los diálogos adicionales de Miguel Mihura- que provoca la sensación de irrealidad y de caricatura que juega con la percepción del público, hasta que sus responsables desvelan la resolución de su ingenioso ejercicio metalingüístico, que apuesta por la comicidad de un misterio carente de importancia narrativa, salvo por la sucesión de clichés que Román nunca pretende ocultar, más bien todo lo contrario, de ahí que en la parte final el detective-actor se niegue a continuar protagonizando una <<película infantil y ridícula>>, porque está viviendo una chapuza creativa que, al igual que las representadas sobre las tablas, no colma sus expectativas.
domingo, 28 de mayo de 2017
El fugitivo de Amberes (1954)
<<¡Preguntas! ¡A la rica pregunta! ¡Preguntas! ¡A la rica pregunta!…>> <<Ya estamos con la cantinela de siempre, si lo único que quiero es babear a gusto, sin que me rompan el tarro ni me inviten a pensar cuestiones que exijan movimiento a mis siete neuronas, el mismo número que suman los capitales y aquellos magníficos que campaban junto a la Nieves por el espacio hasta que entraron en un bar donde, en lugar de garrafa, les sirvieron sake de etiqueta y se quedaron sin Blanca. Por finos o por buenos…>> <<¡Preguntas! ¡A la rica pregunta! ¿Agotamiento y repetición de ideas en el cine de una década de posguerra? ¿Fin de la autarquía? ¿Ligera apertura política y no menos liviano lavado de cara, por si visita el Marshall? ¿Coproducciones y festivales internacionales? ¿Irrupción de cineastas creativos y de ironía renovadora como Fernando Fernán Gómez, Luis G. Berlanga, Juan Antonio Bardem, quizá un poco más serio, Joaquín Luis Romero Marchent o, más adelante, el divertido amigo italiano Marco Ferreri? ¿Confirmación de realizadores como Manuel Mur Oti, Ladislao Vajda, José Antonio Nieves Conde o Julio Coll? ¿Renovación literaria con las publicaciones de El jarama y Los bravos? ¿De la Salamanca del 55 a ninguna parte? ¿Necesidad de dotar de mayor realismo a las películas? ¿Desarrollo de un género cinematográfico inusual en España como sería el cine negro y policíaco? ¡Preguntas! ¡A la rica pregunta!…>> Fuesen estas y otras las causas, la voz del vendedor ahí las deja, en el recuerdo de su cháchara. A buen precio, decía el altisonante, para qué comprarlas, contesté interrogante, si con tu griterío me has empujado a responder que el cine español de la década de 1950 experimentó un salto cualitativo respecto al realizado durante el decenio anterior.
sábado, 27 de mayo de 2017
Posada Jamaica (1939)
<<Al final rodé la película pero nunca estuve satisfecho de ella>> (El cine según Hitchcock)
Vista la película se comprende el por qué de la insatisfacción del cineasta inglés, ya que Posada en Jamaica (Jamaica Inn, 1939) ni se encuentra entre los mejores títulos de Alfred Hitchcock ni entre sus preferidos, pero tiene la importancia de ser el film que cerró su etapa británica. Asimismo implicó su reencuentro (y despedida) con el productor alemán Erich Pommer, que había coproducido su primer largometraje, El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1925), también fue la primera de sus tres adaptaciones de la escritora Daphne du Maurier y el primer papel protagonista de la dublinesa Maureen O'Hara (y el adiós a su nombre real Maureen FitzSimonds). Podría seguir numerando inicios y finales de esta película llave que cerró la etapa de productor de Laughton y abrió su coprotagonismo compartido con la actriz con quien volvería a coincidir en Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame; William Dieterle, 1939) y Esta tierra es mía (This Land Is Mine; Jean Renoir, 1943). También fue el primero de los cinco guiones que Joan Harrison escribió para Hitchcock, a quien meses después acompañaría a Hollywood. Pero, desde una perspectiva cinematográfica, se trata de un film atípico (e irregular) dentro del universo hitchcockiano. Por un lado, su ambientación en una época pasada (1819), algo poco frecuente en la filmografía del realizador, por otro, se trata de una película más próxima a los intereses de Charles Laughton -como coproductor, no dudó en contratar a O'Hara, a quien aconsejó cambiar de nombre, y al escritor J.R.Prestley para diálogos adicionales que aumentaron la importancia de su personaje- que de Hitchcock. A pesar de esto, el cineasta esbozó temáticas reconocibles de su cine: las falsas apariencias, Sir Humphrey Pengaltan (Charles Laughton) o Jem Trehearne (Robert Newton) no son quienes aparentan ser, o el voyerismo (involuntario) que se observa en Mary (Maureen O'Hara) cuando espía el linchamiento de Trehearne, que ella evita, y más adelante la conversación entre aquel y Pengaltan. Ambos personajes masculinos parten de una imagen que no corresponde a la real; el primero, magistrado representante de la ley, la infringe a su gusto y para su beneficio mientras que el segundo, miembro de la banda de contrabandistas que provoca los naufragios de los buques que navegan por las costas de Cornualles, resulta ser un oficial enviado por la Marina Real. Desvelados sus verdaderos rostros e intenciones, el uno asume el rol de villano (ambicioso, pomposo y manipulador), aunque las escenas finales intentan justificar su comportamiento en su locura, y el otro pasa a ser el ingenuo héroe que pretende descubrir la identidad del cerebro de la organización delictiva que, también en apariencia, lidera Joss Merlyn (Leslie Banks), tío de Mary y cabeza visible de esa banda de malhechores que desconoce la existencia de quien realmente maneja los hilos. Aunque entretenida en su desarrollo, Posada Jamaica sufre la sobreactuación de Laughton y la poco convincente de Newton. Más interesante resulta el personaje de Maureen O'Hara, otra protagonista femenina de Hitchcock atrapada, en su caso, dentro de un entorno ocupado por amorales capaces de asesinar y de hundir barcos por un puñado de monedas. En ese espacio oscuro, barroco y nocturno al que accede al inicio del film, Mary se desorienta, aunque nunca pierde su inocencia ni su noción de qué es correcto, por ello, aunque en ese instante lo considere un criminal, no puede permitir la muerte de Trehearne a manos de sus compañeros, tampoco la posterior captura de su tía Patience (Marie Ney) ni el naufragio que, como heroína de la función, evita a riesgo de su vida.
Vista la película se comprende el por qué de la insatisfacción del cineasta inglés, ya que Posada en Jamaica (Jamaica Inn, 1939) ni se encuentra entre los mejores títulos de Alfred Hitchcock ni entre sus preferidos, pero tiene la importancia de ser el film que cerró su etapa británica. Asimismo implicó su reencuentro (y despedida) con el productor alemán Erich Pommer, que había coproducido su primer largometraje, El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1925), también fue la primera de sus tres adaptaciones de la escritora Daphne du Maurier y el primer papel protagonista de la dublinesa Maureen O'Hara (y el adiós a su nombre real Maureen FitzSimonds). Podría seguir numerando inicios y finales de esta película llave que cerró la etapa de productor de Laughton y abrió su coprotagonismo compartido con la actriz con quien volvería a coincidir en Esmeralda, la zíngara (The Hunchback of Notre Dame; William Dieterle, 1939) y Esta tierra es mía (This Land Is Mine; Jean Renoir, 1943). También fue el primero de los cinco guiones que Joan Harrison escribió para Hitchcock, a quien meses después acompañaría a Hollywood. Pero, desde una perspectiva cinematográfica, se trata de un film atípico (e irregular) dentro del universo hitchcockiano. Por un lado, su ambientación en una época pasada (1819), algo poco frecuente en la filmografía del realizador, por otro, se trata de una película más próxima a los intereses de Charles Laughton -como coproductor, no dudó en contratar a O'Hara, a quien aconsejó cambiar de nombre, y al escritor J.R.Prestley para diálogos adicionales que aumentaron la importancia de su personaje- que de Hitchcock. A pesar de esto, el cineasta esbozó temáticas reconocibles de su cine: las falsas apariencias, Sir Humphrey Pengaltan (Charles Laughton) o Jem Trehearne (Robert Newton) no son quienes aparentan ser, o el voyerismo (involuntario) que se observa en Mary (Maureen O'Hara) cuando espía el linchamiento de Trehearne, que ella evita, y más adelante la conversación entre aquel y Pengaltan. Ambos personajes masculinos parten de una imagen que no corresponde a la real; el primero, magistrado representante de la ley, la infringe a su gusto y para su beneficio mientras que el segundo, miembro de la banda de contrabandistas que provoca los naufragios de los buques que navegan por las costas de Cornualles, resulta ser un oficial enviado por la Marina Real. Desvelados sus verdaderos rostros e intenciones, el uno asume el rol de villano (ambicioso, pomposo y manipulador), aunque las escenas finales intentan justificar su comportamiento en su locura, y el otro pasa a ser el ingenuo héroe que pretende descubrir la identidad del cerebro de la organización delictiva que, también en apariencia, lidera Joss Merlyn (Leslie Banks), tío de Mary y cabeza visible de esa banda de malhechores que desconoce la existencia de quien realmente maneja los hilos. Aunque entretenida en su desarrollo, Posada Jamaica sufre la sobreactuación de Laughton y la poco convincente de Newton. Más interesante resulta el personaje de Maureen O'Hara, otra protagonista femenina de Hitchcock atrapada, en su caso, dentro de un entorno ocupado por amorales capaces de asesinar y de hundir barcos por un puñado de monedas. En ese espacio oscuro, barroco y nocturno al que accede al inicio del film, Mary se desorienta, aunque nunca pierde su inocencia ni su noción de qué es correcto, por ello, aunque en ese instante lo considere un criminal, no puede permitir la muerte de Trehearne a manos de sus compañeros, tampoco la posterior captura de su tía Patience (Marie Ney) ni el naufragio que, como heroína de la función, evita a riesgo de su vida.
viernes, 26 de mayo de 2017
Camino cortado (1955)
jueves, 25 de mayo de 2017
Zodiac (2007)
martes, 23 de mayo de 2017
El sexto sentido (1929)
¿Qué habría deparado la carrera cinematográfica de Nemesio M.Sobrevila si sus dos primeras películas -Al Hollywod madrileño y El sexto sentido- hubieran sido estrenadas en las salas comerciales? ¿O de no haber estallado la Guerra Civil que cortó de raíz su creatividad y lo condenó al exilio? Aunque no responde a estas preguntas, en El sexto sentido (1929) Sobrevila demostró una modernidad y osadía cinematográfica nunca vista con anterioridad en el cine español. Su film, vanguardista, insólito y experimental, ironiza sobre la búsqueda de la Verdad mediante las imágenes, por ello, lejos de cineastas como Dziga Vertov y su cine-ojo o de las sinfonía urbanas de moda por aquel entonces, la verdad con mayúsculas captada por la cámara acaba siendo una con minúsculas, pues, la interpretación de los fotogramas que Kamus (Ricardo Baroja) considera la vía para el Conocimiento, en León (Eusebio Fernández Ardavín), siempre pesimista y triste en su percepción de la realidad, se transforman en la interpretación subjetiva de las formas que contempla cuando acude al extravagante observador en busca de respuestas. <<A pesar de los múltiples sistemas filosóficos, desconocemos la Verdad. Para conocerla, necesitamos añadir a nuestros imperfectos sentidos, la precisión de la mecánica. El atrabiliario Kamus, mezcla de artista, borracho y filósofo, cree haber descubierto en el cinematógrafo un SEXTO SENTIDO>>. La imagen inicial muestra al personaje interpretado por el pintor y escritor Ricardo Baroja en su sala de montaje, observando los fotogramas en los que considera haber descubierto ese Conocimiento que se escapa a los cinco sentidos. En contraposición a las sombras que dominan el espacio cerrado del laboratorio, la película se ilumina al trasladarse al campo donde dos parejas opuestas (en sus ropas, de tonos claros las de unos y oscuros las de otros, en sus bebidas, alcohol y leche, o en los rostros, sonrientes y serios) representan el optimismo y el pesimismo, pero también un mundo de apariencias que ocultan realidades como la desdicha y el sacrificio de Carmen (Antoñita Rodríguez) en su relación con su padre (Faustino Bretaño). Carmen y Carlos (Enrique Durán) se aman, para ellos ese amor es cuanto necesitan para encontrar la belleza en las cosas y alcanzar la felicidad que representan en el anillo que el segundo regala a la primera. Por contra, León vive en un mundo gris, ensombrecido por su interpretación de cuanto contempla, lo cual conlleva que proyecte sus miedos en las imágenes que muestran a Carmen con un hombre mayor (su padre), a quien confunde con un amante con el cual ella engaña a su amigo. De este modo, la película que para Kamus muestra la verdad absoluta se convierte en la subjetividad de quien la observa, como deja claro la interpretación del pesimista. Este enfrentamiento contradice la reflexión del inventor: <<este ojo inhumano nos traerá la Verdad. Ve más profundamente que nosotros... más grande más pequeño, más deprisa más despacio>>, pero sus palabras no contemplan que el objetivo mirón que filma edificios, calles o el encuentro entre Carmen y su padre en el teatro donde ella trabaja, implique una interpretación del resto de los sentidos, pues para él las imágenes son el absoluto (y como tal ajenas a las diferentes interpretaciones que sí se producen). A parte de sus múltiples ideas y aciertos, El sexto sentido rinde homenaje a Murnau, en la figura del padre de Carmen, cuando este recobra su orgullo gracias al uniforme que luce y le hace sentir una importancia similar a la del personaje interpretado por Emil Jannings en El último (Der Letzte Mann, 1924), pero Sobrevila no emplea sus conocimientos cinematográficos para rendir tributo, lo hace para contraponer ideas, en este caso la subjetividad de la cámara del realizador alemán con las sinfonías urbanas (la película de Kamus muestra imágenes de Madrid y dice que ese es el auténtico) y las teorías de Dziga Vertov -el mismo año de El sexto sentido el cineasta ruso filmó El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929)-, de modo que enfrenta emociones e interpretaciones con la supuesta realidad captada por el objetivo de un objeto que, si bien filma momentos y formas, carece de la capacidad de interpretarlos y dar un sentido universal a cuanto graba.
domingo, 21 de mayo de 2017
Río Conchos (1964)
viernes, 19 de mayo de 2017
Sócrates (1970)
Coherente con sus ideas y consciente de la dificultad o de la imposibilidad de llevarlas a la gran pantalla, en el tramo final de su carrera Roberto Rossellini se distanció del medio cinematográfico para continuar su intención didáctica en la televisión, en producciones televisivas tan interesantes como Sócrates (Socrate, 1970), en la que expuso tanto su búsqueda de la verdad como la del ateniense que le da título, cuyo pensamiento supuso un cambio transcendental en la historia de la Filosofía, al orientarlo hacia el conocimiento de intangibles que los pensadores presocráticos habían ignorado o apenas abordado desde una simple interpretación mítica. En su búsqueda, basada en su máxima <<solo sé que no sé nada>>, la ignorancia asumida por el revolucionario pensador lo conduce a la dialéctica: razonamientos, constantes diálogos o enfrentamiento de ideas (en preguntas, respuestas y de nuevo preguntas sobre las respuestas para acercarse a una realidad universal, más compleja que aquella que se da por cierta) que generan el rechazo de quienes son evidenciados por la ironía socrática que, consciente de su ignorancia, el filósofo emplea para emprender su camino hacia el Conocimiento.
jueves, 18 de mayo de 2017
El jardín del diablo (1954)
Las primeras películas realizadas por Henry Hathaway fueron ocho westerns que le sirvieron para conocer a fondo el género al que regresaría con asiduidad a lo largo de su carrera profesional, un género al que aportaría títulos tan destacados como este western de itinerario, transitado por el lacónico héroe encarnado por Gary Cooper, la ambigua Leah Fuller interpretada por Susan Hayward y el jugador a quien dio vida Richard Widmark. Ellos son los personajes principales de El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), una aventura que combina la épica con las relaciones que se producen durante su deambular por un espacio opresivo, a la espera de poder reconstruir sus vidas. Poco que sabe de ellos o de Luke Daly (Cameron Mitchell), salvo aquello que se descubre en el presente durante el cual Fiske estudia su entorno y a sus compañeros, como si intentase prever posibles movimientos y faroles, al tiempo que oculta el rostro que irá desvelando a lo largo del camino que, salvo a enfrentarse a sí mismos y a la espectral amenaza india, los conduce a ninguna parte. A medida que avanzan, la humanidad del jugador se exterioriza proporcional al enrarecimiento de un medio dominado por la presencia fantasmal de los apaches y por las luces y sombras que anidan en el interior de cada uno de los desheredados que, al inicio de su recorrido, persiguen el oro que Leah Fuller les ofrece a cambio de rescatar a su marido (Hugh Marlowe), atrapado y herido en la mina que ella abandonó para buscar ayuda. Fiske, Hooker y Luke aceptan acompañar a la desconocida porque es una manera de romper la monotonía que implica su estancia indeseada en Puerto Miguel, la población mexicana que abandonan para acceder a un panorama de contrastes, físicos y humanos, marcado por las sensaciones de los protagonistas, cuyas relaciones, reacciones y juicios inicialmente los distancia. A primera vista no presentan aspectos comunes, pero la supuesta rivalidad entre el silencioso Hooker (Gary Cooper) y Fiske, que dice cuanto piensa sin mostrar el aire de perfección y superioridad que se observa en su compañero, da paso a su acercamiento y a un aspecto común no reconocido: la atracción que en ellos despierta Leah, a quien juzgan desde que acude a la villa en busca de hombres que la acompañen hasta la mina de oro. Como consecuencia de compartir espacio y experiencias, las distancias iniciales se van reduciendo a medida que surge la necesidad de colaborar para sobrevivir en ese paraje infernal donde el personaje de Widmark gana presencia (y simpatías) respecto al de Cooper, hasta confirmar su generoso sacrificio y la admiración mutua que se afianza durante los momentos de tensión y de aquellos que les enfrenta a la muerte que acecha.
miércoles, 17 de mayo de 2017
Ligeramente escarlata (1956)
lunes, 15 de mayo de 2017
Cien años de perdón (2016)
A diferencia del cine negro español de las décadas de 1950 y 1960, en el thriller español actual la línea de criminalidad se ha difuminado hasta desaparecer en un espacio ambiguo, de crisis y de corrupción donde la delincuencia se encuentra a ambos lados de la ley. Dicha circunstancia pretende reflejar parte de la realidad que se vive en el país, provocando que en títulos como Cien años de perdón los atracadores no sean los únicos que delinquen bajo las lluvias torrenciales que asolan la mañana valenciana en la que arranca el film. También lo son aquellos que actúan en la sombra, ocultando sus fechorías tras apariencias inmaculadas que les permite actuar con mayor impunidad y más beneficios que los delincuentes que irrumpen en la sucursal bancaria donde se desarrolla una jornada que guarda similitudes espaciales (y en menor medida argumentales) con la espléndida Tarde de perros (Day Dog Afternoon; Sidney Lumet, 1974). Las primeras imágenes de Cien años de perdón se abren a una mañana lluviosa y tan gris como la situación por la que atraviesan varios de los clientes que negocian créditos e hipotecas con los empleados de la sucursal financiera que, hasta ese momento, dirige Sandra (Patricia Vico). Su aparición en la pantalla, en el interior de un taxi, desvela su miedo a perder el empleo y, como consecuencia, a sufrir la inseguridad económica en la que malviven muchos de sus clientes. Su temor se confirma cuando le dicen que su nombre se encuentra en la lista de despedidos, lo cual provoca su posterior trato con el "Gallego" (Luis Tosar). De esa manera el atracador descubre el por qué el "Uruguayo" (Rodrigo de la Serna) ha decidido dar el golpe, que han preparado hasta el más mínimo detalle, salvo esa constante gota fría que amenaza con desbaratar su plan de fuga. Durante los primeros compases del film predomina la decepción de la directiva que ha trabajado para la empresa que la despide sin miramientos, despojándola de la comodidad a la que se niega a renunciar sin más, de ahí que, por revancha y por sacar tajada, no dude a la hora de desvelar la existencia de la caja secreta que contiene archivos que podrían comprometer a miembros de las altas esferas políticas. A partir de este instante, la trama entra en otro nivel, al convertir a los delincuentes en víctimas de un engaño que introduce aspectos reconocibles que se han convertido en parte de las preocupaciones de la ciudadanía española. Las referencias a la corrupción y a los abusos bancarios provocan que los asaltantes adquieran connotaciones positivas en detrimento de quienes décadas atrás, en aquel cine realizado durante la dictadura, tendrían una imagen inmaculada que en la película de Daniel Calparsoro brilla por su ausencia. Nadie es un héroe, no hay un límite que defina el comportamiento de unos y de otros, como se descubre en el coronel Mellizo (Jose Coronado), a quien ponen al mando de la operación para evitar un posible escándalo. Se trata de un policía que no duda en cruzar la línea de la legalidad, consciente de la delicada situación que debe resolver, pero tampoco es el único que muestra su ambigüedad moral, ya que Ferrán (Raúl Arévalo), el jefe de gabinete, hace lo propio cuando negocia con los asaltantes y les ofrece una salida a cambio del disco duro que se convierte en la escusa argumental de un film efectista, por momentos tenso, que nunca pierde de vista las influencias recibidas del neo-noir hollywoodiense, lo cual juega en perjuicio de la originalidad y de la personalidad de un thriller entretenido que no aportar nada nuevo al género.
sábado, 13 de mayo de 2017
Erich von Stroheim. Diez años de adelanto.
<<Y ya sabe la broma que se cuenta, cuando estoy en el desierto rodando exteriores, y vuelvo y me dicen que el señor Stroheim acaba de llegar, y que está en el departamento de vestuario. Subo corriendo las escaleras y exclamo: ¡Dios mío, esto es fantástico, ese..., que yo esté dirigiéndole a usted, al gran Stroheim! ¡Usted nos llevaba a todos diez años de adelanto, diez años de adelanto a toda la industria! Él me mira y dice: Veinte>>
Billy Wilder a Cameron Crowe, en Conversaciones con Billy Wilder (Conversations with Wilder). Alianza Editorial, S.A. Madrid, 2000.
<<Von Stroheim fue sin duda una de las personalidades más extravagantes de su tiempo, pero no era un mero excéntrico. Lo más peculiar de él no eran su monóculo o sus aires de nobleza, sino el hecho de comportarse como si sus películas fueran una forma de arte y no un medio de entretenimiento o motivo de inversión>>. Esta interpretación artística del cine, a la que se refiere Richard Koszarski en su estudio monográfico Erich von Stroheim y Hollywood (The man you loved to hate. Erich von Stroheim and Hollywood), señala la intención del cineasta de origen austriaco desde que se puso tras la cámara en Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919), pero también fue una intención que chocó con el modo de hacer cine en su época y con los intereses de los estudios cinematográficos. Ninguna de las películas que componen su reducida filmografía como director fue rodada (ni estrenada) tal como las concibió, aunque habría que decir que todas ellas perseguían el ideal artístico de un realizador inflexible e irascible, obsesionado con los detalles, también con su propia imagen, que no atendía a los márgenes establecidos dentro de un medio de entretenimiento que, gracias a los "excéntricos" como Chaplin, Griffith o él mismo, se estaba convirtiendo en el séptimo arte y en un quebradero de cabeza para los magnates cinematográficos —que no tardarían en intentar frenar a los cineastas que revindicaban su creatividad artística por encima de los intereses de las empresas para las cuales trabajaban.
Stroheim <<funcionaba como un poeta haciendo sonetos, como un poeta muy especial; su trabajo estaba siempre arraigado a su propia experiencia, fuese esta real o imaginaria; incluso cuando no interpretaba ningún papel en la película, y aun siendo esta una adaptación de fuentes ajenas>> (Ibíd.). Esta afirmación habla del carácter personal que el realizador concedía al cine como el medio de expresión que le permitía idealizar, imaginar y desarrollar un universo artístico propio. Nacido en Viena en 1885, el actor y director se trasladó a Estados Unidos en 1909, pero no sería hasta 1914 cuando se produjo su llegada a Hollywood y su participación como extra en El nacimiento de una nación (The Birth of the Nation; David Wark Griffith, 1914). Posteriormente trabajaría con John Emerson, de quien sería primer ayudante, y repetiría a las órdenes de Griffith en Intolerancia (Intolerance; 1916) y en Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), en la cual asumió un papel secundario y labores de asesor técnico. Pero fue su villano en Corazones de la humanidad (The Heart of Humanity; Allen Holubar, 1918) el que le hizo célebre entre el público y lo confirmó como <<el hombre al que le gustaría odiar>>. Con este film ambientado en la Gran Guerra se había ganado un puesto en Hollywood, pero a la conclusión del conflicto los militares prusianos de ficción a los que daba vida Stroheim quedaron en desuso y él sin trabajo, hasta que convenció a Carl Laemmle para que le produjese un guión propio titulado The Pinnacle, el cual daría pie a Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919). Su debut en la dirección fue un éxito de crítica y público, pero también inició su tira y afloja con el sistema. El film sufrió cortes en su metraje, también el cambio de título que no gustó al realizador que, tras realizar The Devil's Key Pass, vio como en Esposas frívolas (Foolish Wives, 1922), cuya duración superaba con creces las cuatro horas de metraje, Irving Thalberg ordenaba la reducción de su montaje a la mitad. Esta constante lucha entre el ego de Stroheim y el poder de la industria se repetiría a lo largo de la década de 1920. Así sucedió en Los amores de un príncipe, de la que fue despedido durante el rodaje (concluido por Rupert Julian), aunque este revés, el de ser el primer director despedido en Hollywood, no le impidió embarcarse en su proyecto más ambicioso y personal. Producida por la Goldwyn, Avaricia (Greed, 1923) superaba las ocho horas de duración, lo que provocó que la productora recortase el metraje hasta las tres horas. Poco después, apurada por su precaria situación económica, la Goldwyn se asoció con la Metro, lo que supuso su reencuentro con Thalberg, y que el film de nuevo sufriese cortes significativos. En la actualidad se ha intentado reconstruir el proyecto tal como lo había desarrollado el realizador, sin embargo, parte del material se ha perdido y solo se puede disfrutar una copia que permite hacerse una idea de una película que, más allá de su grandeza fílmica, se mitificó por la polémica que suscitó. Las pérdidas económicas generadas por Avaricia fueron compensadas con La viuda alegre (The Merry Widow, 1925), su mayor éxito popular y también nuevas diferencias con el sistema, en esta ocasión con Louis B. Mayer y sobre todo con Mae Murray, la estrella femenina del film tras el cual el cineasta llegaría a un acuerdo con el estudio para rescindir su contrato. Pero su tira y afloja con el medio no desapareció fuera de la M.G.M. y los problemas se acrecentaron en La marcha nupcial (The Wedding March, 1927), uno de sus mejores films, y en La reina Kelly, una película que pudo ser y no llegó a serlo (al quedar inconclusa), aunque sí fue el final del Stroheim cineasta y el principio de su leyenda como director maldito.
Filmografía como director
Corazón olvidado (Blind Husbands, 1919)
La ganzúa del diablo (The Devil's Pass Key, 1920)
Esposas frívolas (Foolish Wives, 1922)
Los amores de un príncipe (Merry-Go-Round; Erich von Stroheim, Rupert Julian, 1923)
Avaricia (Greed, 1923)
La viuda alegre (The Merry Widow, 1925)
La marcha nupcial (The Wedding March, 1927)
La reina Kelly (Queen Kelly, 1928)
¡Hola, hermanita! (Walking Down Broadway; Alan Crosland, Erich von Stroheim, Raoul Walsh, Alfred L.Werker, 1933)