La reina Kelly (1928)
<<Soy grande. Son las películas las que han empequeñecido>> no lo dijo Erich von Stroheim, sino Norma Desmond; aunque tampoco resulta descabellado pensar que ideas similares rondasen por la mente del cineasta cuando se vio condenado al ostracismo. La doble afirmación de Norma en su presentación a Joe Gillis en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard; Billy Wilder, 1950) define su sentir, pero también define al tercer personaje, el mayordomo que proyecta la película que la actriz y el guionista verán en la sala de la mansión donde Wilder los encierra. El sirviente responde al nombre de Max von Mayerling, pero no hay duda de que podría llamarse Erich von Stroheim, el autor del film que la mujer disfruta, reviviendo su esplendor en la pantalla, mientras que el guionista observa una reliquia de ese pasado enmudecido que, sin ser consciente, le atrapa y lo transforma en otra figura espectral condenada a la inexistencia. La imagen corresponde a La reina Kelly (Queen Kelly, 1928), la última gran obra cinematográfica de Stroheim, un cineasta fuera de época y cuyo personaje en el film de Wilder asume sin aflicción el olvido del que es víctima. No se aflige porque no sufre por él, sufre por Norma, a quien protege con sus cuidados y con las cartas de fantasía que a la diva silente le permiten encarar su actuación definitiva, durante la cual, a través de sus ojos y de sus gestos, expresa su triunfal regreso al mundo de los sueños. Durante ese instante de puro cine, el personaje de Swanson habla con su cuerpo y comunica su estado emocional; ha perdido cualquier contacto con la realidad que desaparece definitivamente cuando el plano se difumina. No es una escena teatral, puesto que la palabra, herramienta indispensable en el arte escénico, desaparece y deja su lugar al gesto y a la mirada. No hay palabrería barata, que apenas comunicaría una mínima parte de las sensaciones que fluyen en ese instante por la mente de la actriz; o, retrocediendo en el tiempo y viajando a La reina Kelly, durante la cena que la misma Gloria Swanson disfruta en compañía del príncipe consorte (Walter Byron) que la secuestra.
En esta escena, los ojos de Swanson hablan de su ingenuidad y de su fantasía, dicen que vive un sueño, que es feliz en su despertar sensual y sexual, que está dispuesta a amar y a ser amada. Por su parte, el príncipe la mira con deseo; siente atracción por la colegiala a quien acaba de raptar del convento que poco antes ha incendiado para volver a verla. En su primer encuentro, en el campo, las miradas cruzadas habían establecido la atracción que se confirma durante la cena y que deparará el drama. Este solo es uno de los muchos ejemplos de cómo las diferentes partes de la anatomía hablan sin sonido, pero alto y claro. No hay margen de error, comprendemos lo que sucede en el interior de ambos personajes. Algo similar ocurre cuando la reina Regina (Seena Owen) los sorprende besándose sobre la cama de una habitación de palacio, la víspera de su enlace real con ese mismo príncipe. El rostro de la monarca habla, del mismo modo que su gesto y su mano al coger el látigo. Desvelan que a ella nadie puede contrariarla, puesto que es ama y señora del hombre que promete amor a la joven a quien la reina azota, porque también siente ese derecho, y arrastra fuera del castillo. Esto es Stroheim —cuyo cine iba diez años por delante del resto; según le dijo Wilder; y el respondió, veinte—, su mundo de ensueño en el que encontramos erotismo, lujo, gusto por los detalles -sin ir más lejos en la presentación de los personajes-, perversión, sadismo, realismo, pesimismo y melodrama, el de una joven que acaba viajando a África donde se convierte en la dueña del prostíbulo que pertenecía a su tía, pero donde también vive su encierro. Pero, como otras de sus películas, sin ir más lejos Avaricia (Greed, 1924), La reina Kelly sufrió el sino del genio, desmesurado e incomprendido, entre otros contratiempos que impidieron la conclusión del film, del que no se rodó la mayor parte de la estancia africana de Kelly, durante la que sufre las miradas acosadoras de Jan y un destino más oscuro que el del príncipe, a quien la reina ha encerrado en prisión. Tampoco se filmó ningún plano del epílogo, donde se produce el reencuentro de los enamorados. Solo queda hacerse una idea de lo que pudo ser y no fue, ya que el cineasta fue despedido por Swanson, la productora del film, a los tres meses de iniciarse el rodaje; poco tiempo para que alguien como Stroheim pudiese llevar a cabo su proyecto. En 1931, la actriz montó parte del material filmado y estrenó una versión de la que pudo ser la cumbre cinematográfica de uno de los directores más grandes e imaginativos del periodo silente.
Esta película maldita siempre me atrajo. No la he visto. Y merece la pena por lo que comentas
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