En las primeras comedias sonoras de Ernst Lubistch, Maurice Chevalier encarnó al pícaro seductor que encuentra en el opuesto femenino su razón de ser. Pero, en realidad, el seductor es el propio Lubitsch, quien seduce con elegancia, con su picardía y con la insinuación que combina con buen gusto, alegría y su dos más dos y que usted lo sume bien. Sus películas son como los guiños de Niki (Chevalier) en El teniente seductor (The Smiling Lieutenant,1931), cuyo gesto expresa que quiere algo más que expresar un "me gustas". Ese gesto de complicidad e intención son las comedias de Lubitsch, que también quiere algo más de nosotros, requiere que nuestra imaginación entre en su juego e interprete sus dobles sentidos, su delante y detrás de las puertas, el cambio de tono y de melodía en el piano o qué significa el tablero de damas que termina sobre la cama que por fin será compartida. Cuando William Wyler respondió al comentario de Billy Wilder con "lo peor de todo es que nos quedamos sin las películas de Lubitsch", el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lifes, 1947) hablaba de futuras películas, al tiempo que rendía un sentido homenaje al arte de un maestro en sugerir doses más doses. Una de sus sumas la entrega al inicio de El teniente seductor, cuando, sin mostrarlo, presenta a su protagonista detrás de la puerta donde, delante, un sastre timbra sin que nada suceda, salvo la insistencia que le lleva a desistir. Para el cobrador y su recibo la entrada está prohibida. Baja las escaleras sin haber cumplido su objetivo, y se cruza con una joven que no tarda en golpear con sus nudillos esa misma puerta, que sí se abre para ella, aunque todavía no para el público, que queda fuera, a la expectativa, observando el plano detalle de una lámpara que se enciende y, al cabo de un tiempo indeterminado que se reduce a varios segundos en pantalla, se apaga. En ese instante, la chica sale, ha conseguido lo que ha ido a buscar; y ahora Lubitsch permite el paso al interior donde descubrimos a Niki, en su habitación, en pijama y con una sonrisa de satisfacción. No hace falta más; hemos sumado y obtenido el resultado. Sabemos qué ha sucedido durante el encendido y el apagado; comprendemos que al teniente vienés le apasionan las mujeres bellas e ignora a los cobradores. Niki es un seductor alegre de serlo, disfruta haciendo el amor; lo corrobora con su canción y sus tarareos. Siempre tararea después de lograr su meta, aquella que va después del guiño, aunque una de estas insinuaciones le acarrea su contratiempo con la realeza de Flausenburn, reino imaginario y cuna de la ingenua princesa Anna (Miriam Hopkins), cuya irrupción en la vida del oficial trastoca la feliz cotidianidad donjuanesca. Debido a la confusión que se produce durante un desfile, Niki se encuentra en un aprieto que le exige presentarse en palacio. Allí, ante la inquisidora mirada de las damas, del rey y de la princesa, despliega su encanto. Miente sobre sus sonrisas y su guiño al paso de la carroza de la realeza que el emperador austriaco ha invitado a Viena. Para librarse, adula, aprovecha el malentendido y calla que sus gestos eran para Franzi (Claudette Colbert), la violinista con quien mantiene un apasionado idilio. En la confusión que se genera, Anna asume que fueron para ella y siente curiosidad. Le pregunta cuál es el significado del guiño; y poco después de conocer la respuesta, ella misma le ofrece uno. Lubitsch no necesita palabras ni exhibicionismo para comunicar qué quiere la chica. Lo hace con un sencillo y alegre movimiento de pestaña que sorprende a Niki, quien no pretende complacer a la princesa, aunque le obliguen a casarse con ella y, consecuentemente, a separarse de la concertista con quien ha pasado veladas que tocan a su fin. Triste ante la imposibilidad, Franzi se despide de su amante con una nota y una liga para que la recuerde; pero, tiempo después, se reencuentran y Niki vuelve a tararear. De nuevo es feliz y luce la sonrisa que le niega a su esposa, a la ingenua que intenta el acercamiento tocando el piano, pero su música y su ropa interior no suenan divertidas ni desenfadadas. La transformación de Anna se produce a partir de su encuentro con Franzi, en apariencia su opuesta y su rival, pero, el cineasta berlinés se encarga de desmentirlo cuando las encierra en una habitación donde, con cuatro detalles textiles y musicales, las iguala y las acerca, tanto que prefiere dejarnos fuera, a la espera de que pasen días, quizás semanas, y la puerta se abra para mostrar a dos amigas íntimas que se despiden para siempre; ahora la violinista ya no hace falta, puesto que ha pasado el testigo a la princesa, metamorfoseada en la simpática seductora que ya tiene acceso a su tarareo.
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