jueves, 9 de abril de 2020

Billy Wilder. Sueños de engaños


El <<nadie es perfecto>> de I. A. L. Diamond que Billy Wilder guardaba en el cajón, mientras ambos decidían la frase final de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), es una de las oraciones más sencillas y recordadas de la historia del cine. También es una de las más certeras, pues ¿quién puede discutirles esas tres palabras que vieron la luz casi sin querer, palabras que pronunciadas por Joe E. Brown definen a la perfección la visión wilderiana del ser humano? Pero hay otra frase, expresada por Barton Keyes en Perdición (Double Indemnity, 1944), que define sus películas, aquellas que descubren la imperfección humana y la proyecta en espacios sin héroes, ni vencedores. Keyes le dice a Walter Neff que las vidas de los hombres y las mujeres que investiga son dramas que <<están llenos de sueños de engaños>>. Son los individuos que reclaman su indemnización, su porción de cielo, la mayoría manipuladores y manipulados, hombres y mujeres corrientes a quienes el investigador descubre engañando o engañándose. Esos sueños de engaños son los films de Wilder, que muestra a sus protagonistas en su peor y mejor versión, pues los muestra humanos, e insiste en ello, aunque lo haga en forma de comedia, drama o cine negro. Sean unas u otras, en todas, salvo quizá en su peor película, El vals del emperador (The Emperor Waltz, 1948), desvela aspectos individuales y sociales, comportamientos y morales variables, farsas, hipocresías e ilusiones que surgen de ambiciones que, pequeñas o grandes, deparan fracasos, éxitos momentáneos, victorias pírricas o, en el caso del directivo de Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961), la botella inesperada e indeseada. Sus comedias divierten destapando el deseo y la crisis que la vecina de La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955) despierta en el "rodríguez" de abajo, la fidelidad del matrimonio de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964) o el adelante a la vida de la luminosa dependienta y del gris ejecutivo de Avanti! (1972) durante su breve encuentro italiano.


La mirada wilderiana es irónica e hiriente, aunque no insensible, desnuda la imperfección de inolvidables medianías como el generoso oficinista (y arribista) de El apartamento (The Apartment, 1960) o las ambiciones de los periodistas sin escrúpulos de El gran carnaval (The Ace in the Hole, 1951) y Primera plana (The Front Page, 1974). A ninguno le cuesta engañar, mentir o dejarse engañar, ya que saben que todo vale en sus fantasías, en sus caminos hacia el éxito o hacia el fracaso. La mentira forma parte de ellos, de mí y de ti, y se consuelan con su "nadie es perfecto". Ni siquiera el famoso detective de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970) es infalible, ni es ajeno a caprichos que escapan a su control, aunque roce la perfección que Watson ha mitificado en sus publicaciones. Ningún personaje escapa a sus intenciones, ni a sus sueños de engaños donde buscan placer, beneficio, amor, sexo, dinero, huir de su "condena"... y obtienen resultados agridulces o simplemente inútiles. No hay triunfadores, aunque el cabo de Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) venza con sus artimañas al Rommel interpretado por un imponente Erich von Stroheim o la pareja de travestidos de Con faldas y a lo loco escape de los mafiosos y abrace un final feliz, su sueño, al lado de sus respectivas medias naranjas.


Los personajes wilderianos son personas falibles, cercanas, reconocibles, y no están a salvo de la lucidez ni de la chispa del genio que mueve los hilos, aquel que disecciona al individuo y al espacio que ocupan para mostrar sus entrañas morales e inmorales. Lo hace con suma gracia y maestría, poblando sus películas de soñadores ingenuos y fantasiosos como Sabrina (1954), Ariane (Love in the Afternoon, 1957) o los vértices del "triángulo" amoroso de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), calculadores y letales como los amantes de
Perdición o autodestructivos como el escritor alcohólico de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) o Norma Desmond. Pero todos ellos mienten y se mienten, como sucede con quienes acompañan a Norma en su ocaso de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), con los prisioneros de Traidor en el infierno (Stalag 17, 1952) o con los farsantes que se citan en el tribunal de Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957). Son fruto de ambiciones, fantasías, miedos, deseos, de instintos de supervivencia en la mediocridad o en el encierro que transciende el físico, del cual pretenden escapar para abrazar sus sueños, quizás americanos o quizás universales, por pequeñas o grandes que sean las porciones que creen les corresponde y, para conseguirlo, no dudan en transgredir límites y vidas. Salvo en aquellos personajes que recaen sus simpatías, Wilder no tiene piedad de hombres y mujeres a quienes muestra brillando por un instante que les aleja de su patetismo o sin brillo, basta recordar al escritor de Días sin huella o la actriz que desciende la escalera que solo para ella conduce a la gloria, a la invención de una nueva mentira que le permita vivir en esa falsa ilusión que también abrazan otros de sus personajes. El cineasta sabe que viven en un mundo de luces y sombras, de claroscuros que no son externos, son propiamente humanos, tanto del reportero de En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966) como de aquellos que, como su cuñado, quieren trepar, aunque solo logren flotar sobre una piscina de sueños alcanzados, ya inalcanzables.



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