Las primeras películas de John Landis apuntan hacia un director "gamberro", aunque su mejor momento llegó a inicios de la década de 1980. En los setenta, entre otros títulos, había filmado Desmadre a la americana (National Lampoon's Animal House, 1978), que apostaba por el humor burdo como medio de rebelión y su propuesta se quedó en burda y en éxito de taquilla. Prefiero Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, 1980) y Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981), quizá las mejores muestras del cine "canalla" con el que pretendía transgredir en su ausencia de seriedad y en su apuesta por el desorden asumido por sus protagonistas, aunque poco le duró la gracia. En el caso de Jack Goldman (Griffin Dunne) y David Kessler (David Naughton), el caos se mitiga respecto a los miembros de los hermanos Blues, pero está latente, bajo la fantasía, el humor (más comedido y negro) y el homenaje al cine de terror de la Universal y de la Hammer. No desaparece y sale a relucir en determinados momentos en los que la película recupera ese toque subversivo y caricaturesco con el que Landis introduce a sus dos mochileros estadounidenses en tierras del norte de Inglaterra o los reúne en una sala X con las víctimas del licántropo. La primera imagen muestra a los dos viajeros en un camión de ovejas -¿son ellos dos ovejas que se apean y apartan del rebaño?- y los lleva a una taberna donde los contertulios enmudecen al descubrir su presencia. La pareja rompe la armonía del lugar, esa cotidianidad en la que los presentes juegan a los dardos, cuentan chistes y esconden sus temores, fruto del secreto que ocultan y del que no quieren hacer partícipes a los intrusos. Ese instante de ruptura del orden implica el rechazo hacia los visitantes, que abandonan el local para ser sorprendidos por un animal enorme y peludo en la nocturnidad del páramo adonde no deben acercarse; pero lo hacen. Jack muere y, tras huir y dar media vuelta, David sufre las mordeduras de la bestia humana de la que nadie ha querido hablarles, puesto que aquellas buenas personas prefirieron enterrar sus miedos en el silencio. Cuando David despierta, tres semanas después, sufre desorientación en la cama del hospital londinense donde el mito se sustituye por la ciencia y la lógica. El mundo científico y luminoso, aquel que escapa al miedo irracional con explicaciones racionales, donde nadie puede ni quiere dar crédito a un ataque de un hombre lobo. David intenta no pensar en ello, pero Jack, o lo que va quedando de su cuerpo en descomposición, se presenta una y otra vez para advertirle de las consecuencias del ataque que sufrieron aquella noche de luna llena. Otra luna se acerca y, cuando luzca en plenitud, David sufrirá su transformación. Aunque sin la desfachatez ni la hilaridad de los Blues, David también se rebela en su metamorfosis, sobre todo cuando despierta desnudo en una jaula y se las apaña para ocultar sus vergüenzas robando globos a un niño o un abrigo rojo a una anónima sentada en un banco. Es al tiempo un simpático Jekyll, enamorado de su enfermera (Jenny Agutter), y el peludo Hyde con instintivo asesino, como demuestra la cámara que persigue a una de sus víctimas por los claustrofóbicos pasillos del metro londinense. La rebeldía del animal sustituye al desenfreno descarado de los hermanos blues en un Chicago avocado al caos de los cantantes, para desordenar una Inglaterra civilizada y divida en dos espacios: el urbano y lógico y el rural y supersticioso. Pero tanto en uno como en otro, lo cierto es que la presencia de David resulta peligrosa, no por ser peligroso en sí, sino por ser distinto, aunque en su caso no haya sido por elección musical, sino por mordiscos...
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