<<Nadie piensa realmente si no abstrae de aquello que es dado, si no relaciona los hechos con los factores que los provocan, si no deshace -en su mente- los hechos. La abstracción es la vida misma del pensamiento, el signo de su autenticidad>>.1 El protagonista de Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, 1975) no es un agente de campo, sino de silla. Y en su asiento, limita su pensamiento a la cotidianidad que no le exige abstracción. Cada mañana laboral llega a la oficina neoyorquina donde lee novelas y libros de espías, publicados en otros idiomas, en los que busca conspiraciones literarias que después envía a la central, para que allí estudien posibles fallos en el sistema o conexiones con la realidad. Pero, alguna vez se habrá planteado ¿para qué y para quién lo hace? ¿O de qué realidad se trata? Quizá sea aquella a la que todavía no tiene acceso, la misma que no se plantea y, cuando lo haga, la desvelada no dejará de ocultar otras tantas que el lector de la Agencia solo podrá suponer o incluso pasar por alto; aunque ya podrá cuestionar y relacionar hechos y factores. La duda se habrá sembrado; dejará de ser el ingenuo feliz de los primeros minutos, aquel que llega tarde a su trabajo, en apariencia exento de riesgos; de hecho, su ocupación no tiene nada de excitante ni de peligrosa, incluso puede considerarse una aburrida monotonía. Sin embargo, todo cambia cuando sale a por bocadillos al bar cercano donde el camarero comenta a otro cliente que el chico rubio con cara de Robert Redford es un intelectual, porque tiene un título universitario y lee. Mientras el agente de silla aguarda a que ese buen hombre, que tampoco piensa, le sirva el pedido, Sydney Pollack muestra la masacre de la oficina. Turner vive otro instante de un mismo momento temporal. En el suyo todo sigue igual que siempre, hasta que se encuentra a sus compañeros asesinados. Su vida cambia en apenas un vistazo al espacio que, cinco minutos antes, creía controlar. Ahora, la única certeza es que no tiene explicación para los hechos. Esto le impacta y, evidentemente, lo desubica. No solo ha perdido a sus colegas, ha perdido su cotidianidad, a la que ya no podrá volver. Ante él se abren interrogantes que echan por tierra ideas previas, hasta entonces validas para definir su entorno, su trabajo, su vida, su país.
El ingenuo feliz desaparece y su lugar lo ocupa el ingenuo asustado, aquel que ya no sabe distinguir, puesto que ha perdido las referencias que le habrían indicado o inculcado. Así, se convierte en fugitivo, en secuestrador, en falso culpable y en el objetivo de Jaubert (Max von Sydow), un asesino a sueldo que crea su realidad y su ética —en la que solo importa a quién, cuándo y, sobre todo, cuánto. Tunner no comprende qué ha sucedido y, en su ingenuidad, contacta con la Agencia de Inteligencia para informarles, aunque, más que nada, telefonea porque necesita que le indiquen qué hacer, puesto que aún es un niño asustado ante el descubrimiento de algo que escapa a su comprensión. Condor, su nombre clave, tiene los días contados y los empleará para descubrir las causas, el por qué y el quién. Como héroe, superará las trabas humanas y tecnológicas —de control y vigilancia—, vivirá su fugaz romance con Kathy (Faye Dunaway) —un idilio que se antoja parte del reclamo popular del film—, y sufrirá la amenaza y la comprensión de Jaubert, quizás el personaje más interesante, pero se quedará con la duda de vivir en un presente de sombras totalitarias y de factores más complejos que los señalados por Higgins (Clif Robertson), otra marioneta de la Agencia y de los intereses ocultos que Pollack esboza en la superficie.
1.Marcuse, Herbert: El hombre unidimensional (traducción Antonio Elorza). Austral, Barcelona, 2016
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