jueves, 2 de abril de 2020

La vida y nada más (1989)



<<El 11 de noviembre a las 11 de la mañana, la undécima hora del undécimo mes, los cañones del frente occidental enmudecieron por fin, dejando que ambos bandos llorasen a sus muertos>>,1 aunque no todos pudieron ser llorados en las semanas que siguieron a esa undécima hora y a ese undécimo mes de 1918 que puso fin a cuatro años de destrucción, separación, heridas y muertes. Dos años después, en octubre de 1920, el pasado bélico y los estragos de los cañones, ya mudos, ensombrecen el presente escogido por Bertrand Tavernier para poner en escena La vida y nada más (Le vie et rien d'autre, 1989). La película se abre en una playa donde dos jinetes, un oficial y una monja, cabalgan sobre la arena al tiempo que un lujoso automóvil avanza por las cercanías. Las monturas y el auto se encuentran después de que uno de los jinetes, el oficial que ha perdido una pierna durante la guerra, vuelva a montar tras su caída. Uno de los pasajeros del coche, la mujer sentada en la parte posterior, guarda silencio mientras el chofer pregunta por un hospital militar donde podría estar el marido de la pasajera, Irène de Courtil (Sabine Azéma). En ese instante, dos tiempos se encuentran: el pasado que busca su presente y el presente que viaja al pasado para encontrar su vía hacia cualquier futuro. Ambos confluyen, pero se distancian y continúan sus caminos por separado. Oficial e Irène son dos de las realidades humanas que se citan en La vida y nada más, en la que Tavernier realiza un recorrido por el silencio de las armas, por los intereses oficiales y la propaganda, por un tiempo que se detiene para hacer audible las secuelas físicas y las heridas simbólicas que continúan sangrando por los desaparecidos.


<<Un desaparecido es un tipo que puede estar muerto o vivo, o mitad y mitad>>, dice alguien, pero también son aquellos a quienes nadie puede llorar porque son fantasmas que existen en su ausencia y en la memoria de quienes, como Iréne o Alice (Pacale Vignal) —dos mujeres que, debido a su pertenencia de clase, solo pueden intimar en ese instante que las iguala—, se ven obligados a fijar su mirada en el pasado y a vivir en una especie de limbo temporal que se fija en el presente. De esa forma, La vida y nada más se ancla en la posguerra, en un tiempo sin avance de tiempo, en la prolongación del conflicto bélico que se vive en las cercanías de los campos donde ya no estallan proyectiles, pero donde se desentierran cascos de acero, obuses, cuerpos y memoria, la de los vivos que anhelan encontrar a quienes ni están ni se han ido. Son los muertos y los heridos sin nombre, los desaparecidos de madres, padres, esposas e hijos. Son quienes lucharon y desesperaron en las trincheras donde su voz resuena para llegar a los oídos de sus seres queridos, que esperan mientras la propaganda oficial ordena buscar cadáveres anónimos y franceses que puedan enterrar en sus monumentos a los héroes caídos, monumentos que todos los pueblos quieren para no ser menos que sus vecinos. El conflicto humano expuesto por Tavernier abarca todo esto y lo centra en la figura del comandante Delaplage (Philippe Noiret), un oficial que asume el desaliento y una postura ética que resalta la amoralidad de sus superiores, y en quien se resume la imposibilidad, distinta a la bélica, pues esta no es armada, aunque sí desgarradora e hiriente. La herida permanece abierta en espacios naturales, como la playa por donde cabalgaba el oficial de una sola pierna o las proximidades del túnel, o cerrados, como la sala donde Delaplane fotografía su enésimo cadáver sin identificar, uno de tantos miles que aguardan a perder el anonimato. Es la otra historia de la posguerra, sin reencuentros alegres, sin posibilidad de festejar o de enterrar, y, precisamente, por ser la otra, evidencia a la oficial, la que prioriza los discursos a los rostros humanos de quienes todavía viven atrapados en un conflicto cuyas secuelas no pueden enterrarse bajo ningún monumento.



1.Howard, M: La Primera Guerra Mundial (traducción Silvia Furió). Editorial Planeta, Barcelona, 2002

1 comentario:

  1. Otra película que desconozco. Esta presencia de la guerra en la paz. Esta pervivencia de la huella del horror en la memoria. Y el tiempo que siempre retrocede en esa compulsión de repetición que Freud descubrió tras los horrores de la Gran Guerra. El pasado como retorno de un dolor primigenio que se busca y no produce descarga alguna de libido

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