viernes, 3 de abril de 2020

Murder by Contract (1958)

¿Por qué una película cuesta ochenta millones (de euros o de dólares) y no diez? ¿Y por qué una de diez no cuesta tres o uno? A menudo se habla de cine y del elevado desembolso económico que supone sacar adelante una película, no voy a negarlo, pero no siempre se piensa que gran parte de ese dinero se destina a sueldos estratosféricos y a las comodidades exigidas por las estrellas -si hablamos de Hollywood, su caché podría financiar el rodaje de cuatro películas con actores y actrices que harían un trabajo similar (quizás mejor o quizás peor), pero cuyos nombres no llenarían por sí solos las salas comerciales-, a publicidad, a logística y, en la actualidad, a efectos digitales que apenas aportan más que pirotecnia y dígitos a los costes de producción. Otro de los factores que dispara los presupuestos es el tiempo de rodaje, pues no es lo mismo filmar en cuatro semanas que en tres meses. La diferencia es temporal, pero, en sustancia, implica un incremento en el gasto. En definitiva, a veces cine e industria se van de las manos de cineastas e industriales y se convierten en circos de varias pistas que hay que llenar y, claro está, aunque la inversión sea elevada, se invierte por un beneficio mayor. Sin embargo, existen producciones que han sido rodadas en siete días, sin reparto de renombre y con presupuestos reducidos que no merman la calidad del film. ¿Cómo es posible? Vayan ustedes a saber, pero Murder by Contract (1958) confirma que la inversión (en tiempo y dinero) y la calidad pueden ser inversamente proporcionales. La coincidencia entre un film de categoría A y la película de Irving Lerner reside en las palabras del protagonista: <<el riesgo es elevado, el beneficio también>>. Así lo afirma Claude (Vincent Edwards) cuando habla sobre su trabajo, aunque él lo llama su negocio. El protagonista de Murder by Contract no pretende reventar taquillas, su negocio consiste en reventar personas. Es un asesino a suelto, oficio que asume sin aparente conflicto cuando alquila sus servicios a quien no puede matar con sus propias manos. Dice que las creencias y la ética de quienes le contratan no les permite asesinar, pero sí pagar para que lo hagan por ellos. Su reflexión apunta cierta hipocresía moral y, durante la película, esta asoma en no pocos momentos, aunque, quizá, el más visible asoma en la armería donde el asesino contempla todo un arsenal al servicio del consumidor. Claude rechaza las armas de fuego, prefiere otros métodos para cumplir sus contratos. Para él, nada tiene de personal poner fin a la existencia de un hombre en una barbería o en un hospital, solo son negocios, solo dinero. Asume su profesión como la única que le permite reducir la espera que le supondría reunir los veintiocho mil dólares en los que tasa la casa de sus sueños. Buena excusa para poner en marcha el retrato de un asesino profesional, frío, impasible, inteligente, demasiado inteligente, como dice Moon (Michael Granger), el contratista con quien Claude se reúne al inicio del film. En ese instante queda definida parte de la personalidad de protagonista, retrato que se completa en las siguientes escenas. En un alarde de precisión narrativa, Lerner acaba por definir a Claude: paciente y, cuando siente que va a dejar de serlo, hace ejercicio físico, pero también lo muestra parco en palabras, en exceso inteligente, meticuloso y letal, como confirma los tres asesinatos que comete una vez pone en marcha su negocio. Esta introducción da paso a su viaje a Los Ángeles, adonde acude para resolver un asunto que demora, puesto que no quiere dejar nada al azar. Estudia a sus acompañantes y a su víctima, que resulta ser una mujer y, como tal, su sexo lo contraría, porque trastoca sus planes al introducir un factor con el que no contaba: la imprevisibilidad femenina. Así lo dice, <<es difícil matar a alguien imprevisible>>, como también dice que quiere más dinero por hacerlo, lo que supone un desafío que no teme, ya que nunca desconfía de sus habilidades ni de su valía.

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