Camino cortado (1955)
Dentro del ciclo de "cine negro" español de las décadas de 1950 y 1960, al menos, habría que distinguir entre una tendencia más abstracta y psicológica en títulos como Los ojos dejan huella (José Luis Sáenz de Heredia, 1952), Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955) o Los cuervos (Julio Coll, 1961), y otra más "realista" y precisa en su narrativa, que centra su interés en las labores policiales de agentes modélicos o en las actividades delictivas de criminales que siempre pagan por sus crímenes. En esta última "corriente" se incluyen las contribuciones de Ignacio F. Iquino, Brigada criminal (1950) y Camino cortado (1955), pero, si bien la primera responde a las coordenadas —voz en off, tono semi-documental o seguimiento y alabanza del trabajo policial— definidas por el policíaco desarrollado en Estados Unidos por cineastas como Henry Hathaway o Anthony Mann durante la segunda mitad de la década de 1940, la segunda, escrita por Alfonso Paso y José Luis Dibildos, asume características espaciales y temáticas del western para conceder su protagonismo a cuatro forajidos, tres hombres y una mujer, que huyen hacia la frontera francesa por carreteras donde se produce su inevitable enfrentamiento entre ellos, con las fuerzas del orden (representadas en un guardia civil herido e insobornable) y con el medio natural, despoblado, caluroso e incluso espectral, en el pueblo abandonado, similar al de Cielo amarillo (Yellow Sky; William A. Wellman, 1948), donde se desarrolla parte de la acción.
Pero antes de alcanzar la villa fantasma, Camino cortado se inicia en el local nocturno donde Cecilia (Laya Raki) baila ante el público entre quienes se descubre al resto de personajes principales de la trama. Allí también se desvela que Juan (Viktor Staal) y Miguel (Armando Moreno) tienen la intención de apoderarse del dinero de un familiar de Antonio (Eugenio Domingo). También se observa su antagonismo, así como el deseo que la cantante despierta en ambos. El primero se descubre posesivo y violento, en contraposición, el segundo queda definido por sus dudas y por su incapaz de abandonar a quien le salvó en el pasado. El choque antagónico se evidencia tanto en comportamiento como en pensamiento, pero sobre todo en su interpretación de Cecilia, trofeo para el uno y sueño de un nuevo comienzo para el otro. Estas diferencias se agudizan a partir del robo del automóvil con el que pretenden alcanzar la frontera francesa, durante el recorrido y las paradas, algunas planeadas (el asalto en off al tío de Antonio) y otras imprevistas, como su llegada al pueblo fantasma de San Román, el Cielo amarillo de Iquino. Similar a la ciudad minera del film de Wellman, la espectral localidad de Camino cortado encierra a los personajes, incapaces de abandonar ese entorno a punto de ser anegado por las aguas que formarán el embalse del cual inicialmente no tienen noticia (lo descubren cuando ya han traspasado el punto de no retorno). Su perspectiva delictiva provoca que interpreten la presencia policial en carreteras y caminos como la señal de que los persiguen, cuando en realidad su función es la de advertir a los automovilistas de la inundación de la zona. Como consecuencia, actúan como animales acorralados. Se lanzan por carreteras secundarias, arrollan a una pareja de guardias civiles, a quienes Juan dispara sin miramiento, y se adentran en la desolación espacial donde se produce el inevitable enfrentamiento y su fin delictivo; también el principio que Iquino recalca en un primer plano de las esposas, liberadoras —en oposición a la mano muerta que segundos antes aferraba el tobillo de la chica—, que Cecilia y Miguel comparten en lo que podría considerarse un "final feliz", que tendrá que esperar a que ambos cumplan sus condenas.
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