jueves, 18 de mayo de 2017

El jardín del diablo (1954)


Las primeras películas realizadas por Henry Hathaway fueron ocho westerns que le sirvieron para conocer a fondo el género al que regresaría con asiduidad a lo largo de su carrera profesional, un género al que aportaría títulos tan destacados como este western de itinerario, transitado por el lacónico héroe encarnado por Gary Cooper, la ambigua Leah Fuller interpretada por Susan Hayward y el jugador a quien dio vida Richard Widmark. Ellos son los personajes principales de El jardín del diablo (Garden of Evil, 1954), una aventura que combina la épica con las relaciones que se producen durante su deambular por un espacio opresivo, a la espera de poder reconstruir sus vidas. Poco que sabe de ellos o de Luke Daly (Cameron Mitchell), salvo aquello que se descubre en el presente durante el cual Fiske estudia su entorno y a sus compañeros, como si intentase prever posibles movimientos y faroles, al tiempo que oculta el rostro que irá desvelando a lo largo del camino que, salvo a enfrentarse a sí mismos y a la espectral amenaza india, los conduce a ninguna parte. A medida que avanzan, la humanidad del jugador se exterioriza proporcional al enrarecimiento de un medio dominado por la presencia fantasmal de los apaches y por las luces y sombras que anidan en el interior de cada uno de los desheredados que, al inicio de su recorrido, persiguen el oro que Leah Fuller les ofrece a cambio de rescatar a su marido (Hugh Marlowe), atrapado y herido en la mina que ella abandonó para buscar ayuda. Fiske, Hooker y Luke aceptan acompañar a la desconocida porque es una manera de romper la monotonía que implica su estancia indeseada en Puerto Miguel, la población mexicana que abandonan para acceder a un panorama de contrastes, físicos y humanos, marcado por las sensaciones de los protagonistas, cuyas relaciones, reacciones y juicios inicialmente los distancia. A primera vista no presentan aspectos comunes, pero la supuesta rivalidad entre el silencioso Hooker (Gary Cooper) y Fiske, que dice cuanto piensa sin mostrar el aire de perfección y superioridad que se observa en su compañero, da paso a su acercamiento y a un aspecto común no reconocido: la atracción que en ellos despierta Leah, a quien juzgan desde que acude a la villa en busca de hombres que la acompañen hasta la mina de oro. Como consecuencia de compartir espacio y experiencias, las distancias iniciales se van reduciendo a medida que surge la necesidad de colaborar para sobrevivir en ese paraje infernal donde el personaje de Widmark gana presencia (y simpatías) respecto al de Cooper, hasta confirmar su generoso sacrificio y la admiración mutua que se afianza durante los momentos de tensión y de aquellos que les enfrenta a la muerte que acecha.

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