La primera de las dos adaptaciones que Antonio Román realizó de obras de Wenceslao Fernández Flórez sustituía la intención propagandística de sus anteriores trabajos, Escuadrilla (1941) y Boda en el infierno (1942), por el humor absurdo que se deja entrever al inicio del film, en el cine donde una pareja habla de quién es el asesino de la película que está siendo proyectada en la pantalla. Esta primera escena de Intriga (1942) anuncia el juego de apariencias que se sucederá a lo largo de los minutos del homenaje, ¿parodia tal vez?, al cine de suspense en el que Román (y su inseparable guionista Pedro de Juan) caricaturizó tanto a sus personajes como a las situaciones desarrolladas a lo largo de los minutos. Confundiendo las apariencias -y de nuevo escribo "apariencias", porque de eso se trata-, Intriga deambula por distintos escenarios teatrales y supuestos espacios reales hasta alcanzar su resolución en un plató de rodaje donde la culpa del desaguisado que se ha contemplado hasta entonces recae en la figura de un realizador cinematográfico. El protagonista de la historia es quien señala la culpabilidad del director, pero antes de que esto suceda, Roberto Téllez (Julio Peña) representa sobre las tablas al detective que lleva dentro, uno tan infalible como los descritos por Arthur Conan Doyle o Agatha Christie en sus novelas detectivescas. Este investigador de ficción y actor teatral de profesión asume el rol que por oficio corresponde al inspector Felipe Ferrer (Manolo Morán), miedoso e inepto, a la espera de que su amigo, a quien prestaba lápices de colores en la infancia, resuelva en su lugar la misteriosa aparición de un cadáver en el comedor de la familia Maldonado. Hasta ese instante se comprende que ambos ejercen profesiones insatisfactorias, deseando ejercer las del otro, de modo que en la mansión, tan irreal como los escenarios sobre los que actúa Roberto, este se convierte en el sagaz sabueso que interroga a Gabriel (Román Elias), el mayordomo -y como tal, supuesto sospechoso- que no tardará en ser asesinado, a los señores de la casa (que parecen no enterarse de nada) o a Elena (Blanca Silos), la heroína de la función, la musa de Téllez y la sospechosa número uno de Ferrer. Con estos individuos y otros que se suman a la intriga, un diplomático o una cofradía de comilones, la investigación se complica e Intriga se adentra más si cabe en el absurdo -agudizado por los diálogos adicionales de Miguel Mihura- que provoca la sensación de irrealidad y de caricatura que juega con la percepción del público, hasta que sus responsables desvelan la resolución de su ingenioso ejercicio metalingüístico, que apuesta por la comicidad de un misterio carente de importancia narrativa, salvo por la sucesión de clichés que Román nunca pretende ocultar, más bien todo lo contrario, de ahí que en la parte final el detective-actor se niegue a continuar protagonizando una <<película infantil y ridícula>>, porque está viviendo una chapuza creativa que, al igual que las representadas sobre las tablas, no colma sus expectativas.
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