lunes, 31 de octubre de 2011

Parque Jurásico (1993)


A medida que la ciencia responde cuestiones plantea otras que pueden escapar del ámbito científico para adquirir tintes éticos o morales, que a menudo enfrentan diferentes posicionamientos a la hora del desarrollo de unos avances que suelen permitir la mejora, pero que también podrían esconder una cara oculta que se descubriría en una incorrecta aplicación de los mismos; porque si bien utilizados sirven para una mejora social, un mal empleo puede crear situaciones como las que amenazan a los visitantes de un parque tan especial como peligroso. John Hammond (
Richard Attenborough) ha jugado a ser una especie de dios, sin prever las posibles consecuencias que ello implica, por ese motivo se muestra eufórico y completamente convencido de la grandiosidad de su empresa, en la que ha contribuido desde un punto únicamente empresarial. Sin embargo, la grandiosidad de su espectáculo supera lo imaginado, convirtiéndose en un atentado contra el orden-desorden establecido por la naturaleza como apunta el matemático Ian Malcolm (Jeff Goldblum), quien asegura que no se puede controlar ni la naturaleza ni los hechos que se derivan de las acciones de los hombres. Mal comienzo para superar el último obstáculo que separa el sueño del visionario para que se convierta en realidad, pues se le exige el aval de varios expertos, inconveniente que espera resolver con la llegada de los doctores Grant (Sam Neill), Ellie Sattler (Laura Dern) e Ian Malcolm, quienes se han trasladado a la misteriosa isla donde, en secreto, se han desarrollado los experimentos que han devuelto a la vida a los dinosaurios, tras más de sesenta y cinco años extintos, circunstancia que nada tiene de natural y que ha podido desarrollarse gracias al descubrimiento y estudio del ADN y de la clonación. Sin embargo, no es un proyecto altruista que proporcione soluciones o mejoras a los problemas inherentes a la especie humana, como sí lo fueron el descubrimiento de la penicilina o el desarrollo de la teoría de la gravedad; el proyecto de Hammond y asociados simplemente es un deseo de satisfacción egoísta para el primero y de enriquecimiento para los segundos, aquellos que han puesto su dinero al servicio de un hombre que no ha reparado en gastos, pero sí en su percepción de las consecuencias reales de sus actos. Así pues, Jurasic Park sufrirá dos inconvenientes con los que suelen enfrentarse hipotéticos proyectos de este calibre: la codicia humana y el dominio de la naturaleza sobre los actos de aquellos que pretenden alterarla. No obstante, en un primer momento, el descubrimiento permite a los expertos y al público subjetivo: Tim (Joseph Mazello) y Lex (Ariana Richards), compartir el mismo espacio con criaturas que no habían pisado la faz de la tierra durante millones de años, hecho que disgusta a Malcolm, quien se opone sin disimulo por las muchas dudas que le plantea la alteración del orden natural, que se confirman cuando uno de los empleados de Jurasic Park adultera el sistema informático para poder acceder a las muestras de ADN que pretende vender a una empresa rival. Este acto, basado en la codicia, es el detonante para que la tormenta se desate, sin embargo, sólo la ha acelerado, pues ese falso control del que presumían los científicos que desarrollaron el proyecto acabaría por convertirse igualmente en caos. Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) hizo posible esa peligrosa convivencia entre humanos y dinosaurios, aunque con anterioridad se habían realizado propuestas cinematográficas que ya los habían unido, pero sin la excelente tecnología informática que permitió a Steven Spielberg crear y mostrar de modo real a los seres que aparecían en las páginas del súper ventas de Michael Crichton, autor que también escribió el guión en colaboración con David Koepp. Así pues, en manos de un director como Steven Spielberg la novela del creador de La amenaza de Andrómeda o Congo no podría enfocarse desde otro punto de vista que no fuese el de un espectáculo perfectamente estructurado que se aleja de cuestiones científicas o éticas inherentes al experimento que se desarrolla en el parque, decidiéndose por un rumbo en el que la aventura y la emoción ganan la partida a la reflexión que ha desaparecido de los héroes, porque la amenaza que significa compartir territorio con unos animales que hacen lo que su naturaleza les dicta se ha convertido en realidad, así pues, ya no queda tiempo para discusiones morales o para razonar con dinosaurios, simplemente es tiempo de correr y aceptar que han perdido el control de una ilusión que nunca habían tenido controlada.

El limpiabotas (1946)


A pesar de inscribirse dentro del neorrealismo e iniciarse mostrando la miseria real que dominaba en las calles de Roma tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, El limpiabotas (Sciuscià) no tarda en apartarse de dicha realidad para seguir las penalidades que sufren Pasquale (Franco Interlenghi) y Giuseppe (Rinaldo Smordoni) en un correccional donde la ilusión y la amistad que les había unido hasta entonces se desvanecen como consecuencia de la crudeza que les rodea y que les golpea. Antes de entrar en el penal, Pasquale y Giuseppe sobreviven recorriendo la ciudad en busca de clientes a quienes limpiar el calzado, un oficio que comparten con otros niños y que apenas les reporte beneficio, por eso no dudan a la hora de aceptar la propuesta de Attilo, el hermano de Giuseppe, para realizar un trabajo que, sin saberlo, forma parte de la estafa que les conduce a presidio. Cuando son arrestados por la policía, los muchachos saben que no deben delatar a esos adultos que se han desentendido de ellos, continuando con sus vidas, sin preocuparse de que dos jóvenes inocentes vayan a parar a una cárcel habitada por cientos de muchachos que también han sido víctimas de la sociedad y del período en el que les ha tocado vivir. No obstante, la cruda y dura realidad que controla la vida de Pasquale y Giuseppe ha comenzado mucho antes de traspasar los muros de la prisión, como se había expuesto en un primer momento, y como se confirma cuando Pasquale confiesa ser huérfano, como tantos niños de la guerra, y vivir en un ascensor, dos diferencias con respecto a Giuseppe, quien se podría considerar un privilegiado al contar con una familia, que sin embargo parece preocuparse más por su silencio que por su estado, sin acudir a visitarle hasta que su madre se presenta para reprocharle el haber delatado a su hermano. En esa misma desgarradora escena, Giuseppe, sollozando, desmiente la acusación, simplemente porque él no ha sido, quedando clara la actitud de unos adultos que parecen no comprender el sufrimiento al que han sido condenados sus propios hijos. En una escena anterior, Vittorio De Sica había mostrado los trucos empleados por los carceleros para sonsacar a Pasquale la información que deseaban, un truco rastrero que les permite obtener una delación obligada por la amistad y el aprecio que han unido a dos amigos inseparables. A partir de esos dos hechos, el drama carcelario se dispara hacia una tragedia superior a la que se había mostrado con anterioridad, cerniéndose sobre ese grupo de muchachos en el que no se descubre el menor atisbo para la esperanza, porque simplemente no existe, una circunstancia que descubren entre esas paredes que les han robado sus últimas ilusiones, que en la vida de Pasquale y Giuseppe se representaban en un caballo blanco que poco han podido disfrutar. Cuando El limpiabotas abandona las calles su carácter neorrealista adquiere un tono en el que se aprecia cierta influencia dickensiana, que sirve para mostrar  al grupo de desamparados que se encuentran confinados en las celdas de un desolado corredor de tonalidades grisáceas, al que los adultos como Attilo les han condenado, aprovechándose de una inocencia que se perderá allí dentro. La fantasmal prisión parece que se apodera de los niños, introduciéndose en sus cerebros y haciéndoles reaccionar desde la desconfianza, el miedo y la violencia, fruto de malos tratos, incomprensión y de los rencores que algunos internos guardan en su interior, y que estallan cuando la sombra de la delación oscurece la amistad existente entre ambos muchachos. Con El limpiabotasVittorio De Sica demostró gran maestría a la hora de filmar el realismo trágico que envuelve la prisión a la que han sido condenados unos jóvenes que no pueden escapar del él, porque no existe escapatoria posible de una realidad que no distingue entre sus víctimas, como volvería a exponer en otras dos obras maestras: Ladrón de bicicletas y Umberto D, en esta última la infancia dejaría paso a la vejez. Además de la excelente dirección, el director italiano también participó en la escritura de un guión que contó con la participación, entre otros, de dos de los grandes guionistas italianos de siempre Cesare Zavattini y Sergio Amidei, cuyos diferentes puntos de vista se combinan a lo largo de la inevitable tragedia de Pasquale y Giuseppe.

domingo, 30 de octubre de 2011

El manuscrito encontrado en Zaragoza (1965)


La primera parte de la novela homónima de Jan Potocki fue publicada entre 1804-1805, y su trama resulta más misteriosa que la segunda, que fue editada en 1813, en la que se cuentan los relatos del señor Avadoro, aunque en la adaptación de Wojcieh J.Has la fantasía sufre un ligero descenso en beneficio de la intrigas amorosas que asoman en la pantalla, en momentos puntuales de esta brillante mezcla de comedia negra y relato fantástico
 que sigue las andanzas de un caballero que, sin ser cervantino, escucha las historias de aquellos con quienes se encuentra por un camino de Sierra Morena que no le conduce más que a un mundo surrealista donde no sabe cuándo acaba la realidad y cuándo comienza la fantasía. Al escuchar una historia siempre se espera que se narre el final, sin embargo de una historia nace otra y de esta una tercera, circunstancia que permite la estructura concéntrica de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie), una película en la que realidad y fantasía confunden la mente del capitán Alfonso van Worden (Zbignew Cybulski), quien, en un intento por llegar a Madrid, descubre que no puede hacerlo tras encontrarse con las dos hermosas y misteriosas hermanas Emira (Iga Cembrzynska) y Zibedea (Joanna Jedryka), que le tientan en una posada a la que vuelve una y otra vez. La historia de este oficial, narrada de su puño y letra, podría no ser cierta, ya que la única fuente que da constancia de la misma sería el manuscrito que dos soldados leen durante el enfrentamiento en Zaragoza de las tropas españolas y las napoleónicas. En sus páginas descubren los sorprendentes hechos que dan forma a las andanzas de este caballero que habita dentro de un entorno macabro y fantasmal, cuya atmósfera surrealista le persigue en todo momento, quizá por ello, Alfonso van Worden no sapa qué pensar acerca de su extraña velada en compañía de las dos hermanas que no abandonan su mente; aunque este encuentro solo es el inicio de sus extraños contactos con otros misteriosos personajes que parecen guiarle a través de un círculo que no tiene ni principio ni fin, y que le conduce una y otra vez al mismo despertar. El viaje del protagonista presenta a individuos como Pacheco (Franciszek Pieczka), un poseído, o el señor Avadoro (Leon Niemczyk), que sirven como puerta para que el film retroceda a un pasado más lejano en el que se recrean las historias que Alfonso escucha sin obtener explicaciones que le sirvan para resolver el misterio que le inquieta. No obstante, la aparición don Pedro Velázquez (Gustaw Holubeck) le proporciona cierta esperanza para que los extraños acontecimientos tengan una explicación lógica, teniendo en cuenta que este nuevo personaje es un hombre de ciencia que basa sus conocimientos en la certeza de que todo hecho puede ser razonado.

sábado, 29 de octubre de 2011

Midnight in Paris (2011)



La introducción del recorrido parisino y temporal de
Midnight in Paris (2011) evoca la declaración de amor de los primeros compases de Manhattan (1979), pero sustituyendo la fotografía en blanco y negro de Nueva York por las imágenes de un París de colorido donde, planos después, la lluvia cae porque, para el protagonista, embellece la ciudad que idealiza, en la que desearía vivir y en la que vivirá la experiencia más increíble y fascinante de su vida. El misterio, la imaginación, el atractivo irreal de los artistas evocados, el humor, el buen gusto, la música, la relación de pareja y la idealización de París son ingredientes que Woody Allen mezcla con gracia y elegancia en esta comedia que rompe barreras temporales para escapar del presente y buscar en el pasado un tiempo mejor: el imposible al que se aferra Gil (Owen Wilson) durante su huída al siglo XX. Pero ninguna época anterior fue mejor, ni peor; fue distinta e igual de imperfecta que cualquier presente y cualquier futuro posible. Él todavía no lo comprende, fascinado con la edad de oro que imagina en los años veinte, porque, como escritor estadounidense, admira a la Generación Perdida que se encuentra en el París bohemio, surrealista, fascinante y vitalista al que inexplicablemente tiene acceso cada medianoche. En ese instante mágico, el protagonista aparca dudas y preguntas de su presente, y siente en sus viajes bohemios un encanto curativo que le brinda confianza, aventura, ilusión y la posibilidad de escapar de su insatisfacción, de su frustración y de su relación con Inez (Rachel MacAdams).


Gil se lamenta de su presente y habla de su fascinación por los años veinte parisinos, cuando la capital francesa desbordaba una vitalidad intelectual y artística que atraía a todos aquellos que aspiraban a desarrollar su talento y a vivir en el centro cultural del mundo. Sin embargo, pertenece al tercer milenio y vive entre la duda y la insatisfacción, salvo en los instantes que puede corregir a Paul (
Michael Sheen), el pedante sabelotodo que ejerce cierta influencia en Inez y del que él prefiere alejarse. Gil camina solitario por calles parisinas hasta que se detiene y suena la medianoche en la campana. En ese instante mágico, un automóvil de aquel Paris soñado le permitirá recorrer ese ambiente idealizado donde puede tutear a sus referentes culturales, convirtiéndose en uno más entre ellos. Gracias a ese continuo ir y venir temporal, descubre aspectos que no había imaginado con anterioridad, al tiempo que plantea, como personaje de Allen, las cuestiones que le preocupan, encontrando las más diversas opiniones entre genios caricaturizados con simpatía.


El derroche de ingenio y fantasía de Allen convierte París en la ciudad mágica donde es posible viajar al pasado fantaseado, el presente de Scott (Tom Hiddleston) y Zelda Fitzgerald (Alison Pill), Josephine Baker (Sonia Rolland), Cole Porter (Yves Heck), Ernest Hemingway (Corey Stoll), Gertrude Stein (Kathy Bates), Salvador Dalí (Adrien Brody), Pablo Piccaso (Marcial Di Fonzo Bo), Man Ray (Tom Cordier) o Luis Buñuel (Adrien De Van), a quien, robándole la idea de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), le ofrece la idea que hará posible la película, aunque, en ese instante, el joven cineasta no comprenda que no existe respuesta lógica para el porqué los personajes no pueden salir del salón. Pero, sobre todo, se encuentra con Adriana (Marion Cotillard), quien, a su vez, también tiene su pasado idealizado, el de la Belle Époque, al que querrá huir porque dice que su presente es aburrido. Adriana es musa de artistas y, en su condición de escritor, Gil encuentra en ella a la musa que despierta su pasión y le agudiza sus dudas respecto a su relación con Inez. Ahora se pregunta si es posible amar a dos mujeres a la vez, cuando, quizá, la pregunta es si ama a alguna de las dos, ya que parece que la atracción por Adriana es fruto del deseo y de la fantasía, de la fuga de su monotonía, mientras que permanecer con Inez implica negarse a sí mismo. Finalmente, Gil comprende que el presente es insatisfactorio porque la vida es insatisfactoria y lo sería en cualquier pasado y, por tanto, no existe mejor opción que aceptar vivir en el presente con la valentía necesaria para decidir su camino.


viernes, 28 de octubre de 2011

El moderno Sherlock Holmes (1924)


En el universo de los sueños y en el planeta cine todo es posible, incluso convertirse en un famoso detective temido por los delincuentes y envidiado por los colegas de profesión, sin que exista chica que se le resista, aunque para ello antes deba rescatarla. Y mucho de esto tiene
 El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr, 1924), una divertida y original comedia interpretada y dirigida por Buster Keaton, mito indiscutible del periodo silente, quien, en apenas en una hora de metraje, desarrolló con gran habilidad y desbordante ingenio la desventura de un tímido proyeccionista cinematográfico (Buster Keaton) perdidamente enamorado de una joven (Kathryn McGuire) a quien le ha salido otro pretendiente. El individuo que rivaliza por el amor de esa mujer no resulta de su agrado, no solo por su presencia, sino porque comprende que se trata de un individuo sin escrúpulos, sospecha que se confirma cuando el reloj del padre de la muchacha desaparece. Este delito ofrece al proyeccionista la oportunidad para ver cumplido otro de sus sueños: convertirse en un sagaz detective que intenta descubrir al culpable, pero en la realidad las artimañas empleadas por su enemigo le señalan como el principal sospechoso. Las falsas evidencias convencen al padre de la chica (Joe Keaton) para expulsar al personaje principal de la casa, al tiempo que le advierte que si lo vuelve a ver lo denunciará a la policía. Derrotado, triste y sorprendido por resultar el culpable de un delito que no ha cometido, decide seguir a su sospechoso, en una de las escenas más graciosas y geniales del film, hasta que finalmente regresa a la sala donde trabaja y se queda dormido mientras proyecta una película en la que se introduce como parte de su sueño. Este tramo de El moderno Sherlock Holmes da pie a escenas sensacionales, como la que se desarrolla en la partida de billar durante la cual una bola explosiva salta de aquí para allá sin llegar a estallar o la persecución en motocicleta por una carretera que semeja su aliada, escenas que desvelan la gracia y la frescura de un film lleno de inventiva, desarrollado con gran agilidad y con una cuidada puesta en escena que merece ser disfrutada o descubierta en cualquier momento, porque la diversión está asegurada al observar la comicidad de ese soñador romántico que en todas sus acciones muestra a un cómico irrepetible como Buster Keaton.

La mujer del cuadro (1944)


En poco más de un minuto Fritz Lang expuso parte del contenido de La mujer del cuadro (The woman in the window), en una breve escena en la que presenta al profesor de psicología criminal Richard Wanley (Edward G. Robinson) dirigiéndose a un grupo de estudiantes a quienes explica los diferentes grados que existen dentro del homicidio. Así pues, en ese primer instante, se unen crimen y psique, dos cuestiones que perseguirán a este maduro profesor casado y con dos hijos, cuya conciencia parece haber aceptado una vida rutinaria que le informa de que el tiempo de las emociones y de las aventuras ha quedado atrás, pensamiento que confiesa a sus amigos Frank Lalor (Raymond Massey), fiscal del distrito, y Michael Barkstane (Edmund Breon), médico, mientras toman unas copas en el club al que pertenecen; del mismo modo que les comenta la impresión que le produjo el retrato de esa bella mujer que los tres han observado antes de entrar. Sus movimientos y sus palabras se muestran pausados, actitud que parece confirmar su pensamiento; que se ve reafirmado cuando su mente le indica que se quede en la sala de lectura hasta que llegue la hora de irse para casa. Tras abandonar el club, donde había estado leyendo en un cómodo sofá, se detiene de nuevo a observar esa pintura que parece no abandonar su cerebro, despertando algo en su interior que parecía aletargado por esa conciencia que ha asumido su condición y su edad. Sin embargo, el subconsciente le ha obligado a regresar hasta el escaparate donde se encuentra observando el rostro de la misteriosa y bella mujer (Joan Bennett), quien como si de un sueño se tratase se descubre en carne y hueso mediante el reflejo de su rostro sobre el cristal. Richard, impresionado por la coincidencia, no sabe qué decir, ni qué hacer; sin embargo, no desea irse, desea estar con ella, quien le comenta que suele pasear ante la tienda para contemplar su retrato y la reacción de los hombres que lo miran. Richard acepta acompañarla, quizá en un último intento por luchar contra esa conformidad que parece haber asumido, sin embargo, lo que parecía un sueño no tardaría en convertirse en una pesadilla. La irrupción de un amante celoso desencadena un acto violento en el que Richard le asesina en defensa propia, pero ¿quién va a creerles? En un primer momento pretende alertar a la policía, sin embargo, la idea de que no le creerán y el escándalo que significaría le convencen para deshacerse del cuerpo y de cualquier prueba. La mujer acepta todo cuanto dice el profesor, lo único que desea es no ir a la cárcel, circunstancia que comparte con un teórico que aplica sus conocimientos para no dejar ninguna pista que conduzca hasta ellos: dos desconocidos que ni siquiera conocen sus nombres. La atmósfera de La mujer del cuadro (The woman in the window) se vuelve tensa y oscura, como la mente de Richard que, a pesar de su ofuscación, logra deshacerse del cadáver en una noche en la que cualquier fallo puede ser su perdición, pero en la que su existencia se ha alejado de la apatía para embarcarse en una tensión que le mantiene alerta y que parece haber devuelto la emoción a su vida. Al día siguiente, su amigo, el fiscal, le informa de la desaparición de un importante hombre de negocios; por los datos que ofrece, Richard comprende que se trata de su víctima y empieza a comportarse de un modo atípico, adelantándose a las palabras de Frank, quien le observa atentamente, como si sospechase de él. El peligro pasa momentáneamente hasta que se descubre el cuerpo en un bosque de las afueras, un lugar al que Richard es invitado por su colega Frank Lalor. ¿Por qué acepta? Quizá por esa sensación de peligro que le ha alejado de una vida marcada por la total ausencia de emociones, pero sea por lo que sea a Frank no le pasa desapercibido que su amigo parece conocer la zona. Richard se da cuenta de su error, como también comprende que las pistas conducen a un tipo como él, aunque nadie podría probarlo todavía, sin embargo, el nerviosismo, los sudores fríos y el miedo son una constante que cambian la teoría en la que había vivido por una práctica que le ahoga. La mujer del cuadro (The woman in the window) es una de las mejores películas rodadas por Fritz Lang en Estados Unidos, un tenso y angustioso policíaco escrito y producido por Nunnally Johnson, en el que el director alemán construye un film negro diferente, donde la psicología del criminal y el carácter onírico predominan sobre las escenas de acción, reflejando los miedos, los deseos y las frustraciones de un hombre que se descubre dentro de una pesadilla de la que no puede escapar, sobre todo en dos momentos: cuando se encuentra presionado por la ilusión de que su amigo desconfía de él y a partir de la repentina aparición de un chantajista (Dan Duryea) que parece saberlo todo y que atosiga a Alice Face, la mujer del cuadro.

jueves, 27 de octubre de 2011

La parada de los monstruos (1932)


El cine de Tod Browning juega con la imagen aparente y lo que esta oculta o no dejar ver. Es un cine entre la apariencia y la verdad en los que los personajes no son solo fachada, sino psicología: sentimientos, pasiones, emociones... Aprovechó la libertad que le concedió el productor Irving Thalberg para rodar una fábula personal, a la vez tierna y desgarradora, que fue incomprendida por el ejecutivo de la Metro-Goldwyn-Mayer, quien, esperando una película de terror, mandó recortar el metraje de un film en la actualidad mítico. A pesar de sufrir la mutilación en la sala de montaje, La parada de los monstruos (Freaks) se convirtió en un alegato ejemplar contra la intolerancia, la estupidez y la falsedad que se esconden tras las apariencias como aquellas que impiden descubrir que los niños del circo solo son eso, niños, y como tal solo desean jugar y ser aceptados, aceptación que encuentran en el payaso Phroso (Wallace Ford), de pensamiento opuesto a muchos de los otros seres ¿normales? que habitan en el universo de Freaks, un mundo donde se desvela que los monstruos no lo son por su forma sino por el oscuro fondo donde se esconden las imperfecciones, la ignorancia y los prejuicios de almas capaces de dañar a seres cuya hermosura se dibuja en sus actos, en sus sentimientos y en sus necesidades, no en su rostro ni en su estatura. Existen pocas películas como La parada de los monstruos, que rompen con lo establecido para desvelar aspectos de la naturaleza humana como el hecho de juzgar simple y llanamente por la apariencia externa del individuo; un error más frecuente de lo que se admite y que suele generar un rechazo injusto y cruel, similar al que se observa en el entorno circense formado por personas de diferentes condiciones físicas. Estos hombres y mujeres viven y trabajan en aparente armonía, aunque esta solo es la imagen inicial, pues no tarda en descubrirse el rechazo y la burla de quienes se creen superiores; no obstante esa idea sería fruto de la ignorancia y del patetismo de unos individuos que se olvidan de que las personas son la suma de sus actos, no de su apariencia externa. La verdadera esencia de las personas no habita en la piel, sino bajo ella, en esa parte del ser que suele llamarse alma, corazón o espíritu, pero reciba el nombre que reciba no se puede negar que los sentimientos brotan del interior del cuerpo humano, en ese órgano denominado cerebro donde también puede habitar la monstruosidad que se descubre en Cleopatra (Olga Baclanova), que juega con las emociones y la vida de Hans (Harry Earles), un hombre de pequeño tamaño y de gran corazón que se encuentra totalmente hipnotizado por la sonrisa y por la hermosura externa de la equilibrista. A pesar de las advertencias de Frieda (Daisy Earles), su enamorada, Hans se deja embaucar por la imagen de la belleza tras la que se esconde un ser ruin y traicionero, que simplemente lo utiliza para sacarle dinero y para reírse de su diferencia. En el cosmos de La parada de los monstruos se descubren las emociones que dominan al grupo de seres humanos a quienes se califica de rarezas, una condición injusta que les ha condenado al rechazo y a las burlas, pero en ellos se descubre necesidades, nobleza, amor, temor o aceptación, sin importar qué les iguala y qué les diferencia. Los seres que habitan en Freaks se muestran como son, no evitan exteriorizar sus emociones, aman, temen o disfrutan compartiendo momentos entrañables, porque la amistad nace de la generosidad y de la aceptación que comparten. El verdadero monstruo se presenta en aquellos que se burlan, abusan y rechazan, seres como la bella Cleopatra o el forzudo Hércules (Henry Victor), en quienes se descubre una deformidad interior ajena a los sentimientos que embellecen a aquellos que sufren su crueldad. No piensan en el daño que infligen a sus semejantes, para ellos sólo existe el yo, irracional y lleno de prejuicios, dominado por la falsa idea de superioridad que se apoya en su apariencia. Quizá si Cleopatra se encontrara en otro lugar, rodeada de personas que la juzgasen como ella lo hace con los miembros del circo, no aprovecharía su hermosura para atrapar a Hans, por quien sólo siente repulsión, como se descubrirá poco después de que le someta a sus caprichos y a su ambición por conseguir la fortuna que Frieda ha nombrado inconscientemente. En esa pequeña mujer se desvela el verdadero rostro de la hermosura, porque sus sentimientos son nobles y sinceros, como su amor desinteresado, que únicamente busca la felicidad de Hans a pesar de que esta signifique su desgracia.

Forajidos (1946)

En su debut actoral Burt Lancaster interpretó a un personaje que muere en los primeros compases de la película, aunque que esto no implica que su presencia desaparezca de la pantalla, porque la estructura narrativa empleada por Robert Siodmak en Forajidos (The Killers) combina a la perfección, mediante varios flash-back, el pasado y el presente durante el cual el agente de seguros Reardon (Edmond O'Brien) se pregunta ¿por qué dos tipos fueron a un pueblo alejado de la mano de dios con la única intención de matar a un hombre? Lo único que sabe sobre el fallecido  a quien llamaban "el sueco" (Burt Lancaster), es que no movió un dedo para evitar ser asesinado, incluso parecía estar aguardando a que la muerte lo alcanzase. Reardon vive de las preguntas, en su oficio debe hacerlas, porque investigar consiste en responder a cuestiones que otros pasan por alto; como parece suceder en el caso de "el sueco", quien ha dejado una póliza de seguros a nombre de una empleada de un hotel de Atlantic City a quien solo había visto una vez, cuando se intentó suicidar tras ser abandonado por una mujer. Este hecho es la segunda pista que encuentra el agente de seguros, incapaz de refrenar la curiosidad innata que le obliga a presentarse ante el teniente Lubinsky (Sam Levene), que, además de oficial de policía y buen amigo del finado, le descubre los orígenes de Ole Andreson, más conocido como "el sueco", y el motivo por el cual tuvo que detenerlo. Pero, sobre todo, esta entrevista le permite escuchar por primera vez el nombre de Kitty Collins (Ava Gardner), quien para Reardon no puede ser más que la mujer del hotel de Atlantic City, la misma a quien se alude en posteriores testimonios, la misma por la que el sueco pasó tres años en la cárcel y la misma de la que se enamoró hasta la perdición. Forajidos presenta, gracias a testigos subjetivos, las piezas del rompecabezas que el agente de seguros está empeñado en resolver, porque sabe que cuando lo complete podrá encajar los testimonios y las pistas, como el extraño pañuelo que encontró en el cadáver, que sin duda debe tener algún significado. El relato se enriquece y se completa a través de los recuerdos de los testigos presenciales en cada hecho que se narra, excepto la escena del atraco que se encuentra perfectamente descrita por el artículo de prensa que Reardon entrega a su jefe en el presente, desde el que leerá los hechos que las imágenes muestran, descubriendo de este modo como "el sueco" había participado en un atraco cuyo botín ascendía a más de 250.000 $. Este hecho ofrece una nueva perspectiva, una nueva e importante pista que permitirán a Reardon atar los cabos, que ya empiezan a formar un algo con sentido, y a descubrir la verdadera naturaleza de los entresijos y engaños que provocaron la muerte de un tipo que había perdido toda esperanza. Forajidos (The Killers) se basa en una historia de Ernest Hemingway, que los prestigiosos guionistas y directores Richard Brooks y John Huston adaptaron en un guión que sería firmado por Anthony Veiller, y que sirvió de base para que el director alemán Robert Siodmak realizase una de sus mejores películas, un gran clásico del cine negro, cuyo comienzo ya apunta la desesperación que domina a ese hombre que no ha podido sobrevivir a sus sentimientos, porque en el pasado le impulsaron a cometer una acción que le perseguiría hasta ese instante en el que los dos asesinos entran en su oscura habitación, donde les aguarda sin miedo a morir porque su vida hace tiempo que dejó de tener sentido.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Los hermanos Marx en el Oeste (1940)



El lejano y salvaje Oeste tampoco se escapó del peculiar sentido del humor de los hermanos Marx. El trío formado por GrouchoChico y Harpo emigró al far-west sin más que lo puesto, y sin saber muy bien a qué o a quiénes se enfrentarían. ¿Por qué abandonar el cómodo y civilizado Este para trasladarse a una tierra inhóspita en la que la ley del colt podría prevalecer sobre sus ingeniosas artes? Pistoleros, delincuentes sin escrúpulos, hombres a quienes sólo les interesa hacerse con la concesión de unas tierras que han adquirido gran valor tras la llegada del ferrocarril, serán los enemigos de forasteros, que se convierten en los ángeles protectores dos enamorados cuyo amor se ve impedido por el enfrentamiento entre sus abuelos, quienes ni ellos mismos podrían o sabrían explicar el por qué se de esa constante manía de querer matarse. Su oportunidad para remediar el entuerto y contraer matrimonio se presenta con la venta de las tierras y con la colaboración de esos estrafalarios hombres del este; si bien la historia no es más que un pretexto para dejar que Groucho y compañía campen a sus anchas y expongan una vez más lo que mejor saben hacer, que no es otra cosa que hacer reír. La película contiene momentos muy divertidos, sobre todo la parte final, un viaje en tren sin desperdicio, en el que la madera se convierte en el grito de guerra de GrouchoLos hermanos Marx en el Oeste (Go West) presenta todas las características del cine de los Marx, si se exceptúa la no presencia de Margaret Dumont: las típicas secuencias en las que Chico y Harpo se entregan a sus instrumentos musicales (piano y arpa, respectivamente), la pareja de enamorados a la que ayudan o al menos esa es su intención, o el carácter desenfadado de unos personajes a quienes se podría considerar como caraduras de buen corazón. Así pues, Los hermanos Marx en el Oeste (Go West) es una parodia simpática de un género que empezaba a cobrar gran importancia tras el estreno de una obra maestra del calibre de La diligencia (1939), cuyos tópicos fueron exagerados por ese trío que tomaba cualquier escusa para brindar al espectador desenfado y caos. En general, Los hermanos Marx en el Oeste (Go West) no se encuentra a la altura de otras películas en las que participaron, sobre todo Sopa de Ganso y Una noche en la ópera, pero no por ello deja de ser una excelente comedia que ofrece instantes muy divertidos como esa parte final o el viaje en la diligencia, dos momentos por los que ya valdría la pena verla.

Robin de los bosques (1938)


¿Qué campesino del siglo XII real, resignado por nacimiento a recibir las injusticias de las élites feudales, se tomaría en serio a un individuo cuya vestimenta se antoja ridícula y chillona, e incluso dañina para la vista más delicada, y con un peinado que delata que su peluquero hizo su curso de peluquería en una época posmedieval, digamos en la del Hollywood clásico? ¿Cómo es posible que ese mismo hortera prepotente sea el héroe que libere Inglaterra al tiempo que convence a hombres rudos y poco dados a los baños para que vistan como él, parezcan perfumados y le sigan como seguirían los enanitos a Blancanieves? ¿Moda o lealtad? ¡Qué más da! Pues, además de hortera, sir Robin de Loxley (Errol Flynn) es un personaje chulesco, convencido de su razón y del buen gobierno de Corazón de León. Robin es el bueno, el héroe que no se doblega ante el Poder injusto. Es quien desafía a la injusticia para imponer la justicia. Lo demuestra ante el príncipe Juan (Claude Rains), a quien reta, a pesar de encontrarse rodeado por los hombres de Guy de Gisbourne (Basil Rathbone). Pero no será esta la única muestra de su chulería, ya que es de desafío fácil y no tarda ni dos segundos en retar y burlarse de todo aquel que se cruza en su camino; aunque finalmente se conviertan en amigos inseparables como sucede con Little John (Alan Hale) y el fraile Tuck (Eugene Pallette). Comentada así, delato la simpatía que siempre me ha generado Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), una película que podría llevar a engaño e incluso a decepcionar a quien la visione y juzgue desde una perspectiva severa, histórica y realista. No hay cabida para la realidad en las aventuras de Robin Hood. Su grandeza reside precisamente en todo lo contrario; en aceptar que el cine también es un medio de propagación de fantasías, un lugar donde disfrutar la aventura de personajes imposibles y de la diversión que films como Robin de los bosques proponen ya en un delirante techincolor. Esta aventura rodada por Michael Curtiz y William Keighley fue una de la primeras producciones que lo utilizaron, circunstancia que explicaría la presencia de los fuertes colores que dominan el film, incluyendo los uniformes de los proscritos del bosque de Sherwood, por no mencionar el hiriente sombrero que luce Will (Patric Knowles).


La historia de Robin Hood, en numerosas ocasiones trasladada a la gran pantalla, se basa en una leyenda medieval que también inspiró a escritores de la talla de Walter Scott, padre de la supuesta novela histórica que también narró las aventuras de un héroe que Curtiz y Keighley hacen suyo, presentando a un personaje de ficción popular, literaria y cinematográfica, aunque se dice que pudo haber existido un bandido en el que se inspiraría el mito del héroe que lucha para proteger al pueblo sajón de las injusticias que sufren a manos de los normandos y del ambicioso príncipe Juan, quien al encontrarse su hermano, el rey Ricardo (Ian Hunter), prisionero del emperador alemán ve su oportunidad para acceder al trono. El usurpador quiere gobernar el reino a su antojo, sin embargo, no le resultará sencillo llevar a cabo su sueño de grandeza y poder, pues el intrépido, descarado y justo arquero de Sherwood se enfrentará a la injusticia y protegerá a los oprimidos. Pero cabe recordar que Robin Hood también es un héroe romántico y enamoradizo, como descubre cuando sus ojos se posan en el rostro de Lady Marianne (Olivia de Havilland), la heroína que inicialmente juzga a su enamorado erróneamente; pero que no tardará en caer rendida ante el valor y el altruismo de un héroe que utiliza la sonrisa, el desafío y el colorido como armas principales de conquista.


La Warner apostó fuerte por Robin de los bosques, que fue una producción de elevado presupuesto para la época en la que se rodó, la más cara de la productora hasta ese momento. Alrededor de dos millones de dólares, cifra que posibilitó el uso de la fotografía en color, fueron puestos a disposición del director William Keighley para filmar una aventura trepidante que entretuviese a un público ávido de diversión, sin embargo, acabaría siendo apartado del proyecto, porque las escenas que había filmado no convencieron, resultando algo más lentas de lo que se buscaba, este hecho convenció a los directivos de la Warner Bros. para recurrir a un todoterreno de la casa como lo era Michael Curtiz, que dotó de acción y de su buen hacer narrativo a un film en el que destaca, sobre todo, la parte final, cuando Curtiz se decidió por filmar el duelo final desde una perspectiva distinta a la acostumbrada, sustituyendo los cuerpos de los actores por sus sombras, un original y espléndido artificio que resultó un acierto. Así, pues, el resultado convenció a todos, presentando una aventura cinematográfica que no tardó en convertirse en uno de los clásicos del género, donde los personajes quedan definidos desde el primer instante, encontrando en Robin y en los suyos a los héroes que salvarán la nación de la maldad y ambición de los villanos liderados por el príncipe Juan y por sir Guy. Actualmente podría sorprender, a parte de esa utilización del color, la inocencia que destila el film, presentando a personajes tan lineales y una historia tan exenta de matices que si se piensa detenidamente podría provocar alguna que otra sonrisa, por ejemplo: ver a los proscritos bailando en corro, como si estuviesen en el patio del colegio, tras la emboscada a sir Guy o cuando Robin y sus muchachos se presentan ¿disfrazados? al concurso de tiro; sólo un individuo totalmente inocente, como serían Robin y los suyos, pensaría que no les descubrirían, pero también habría que pensar que los malos, malísimos, cojearían del mismo pie, pues no son capaces de reconocer a un héroe que resulta inconfundible; quizá ahí resida la grandeza de la aventura, que cualquier cosa es posible sin más, incluso vestir de verde chillón en pleno siglo XII.

martes, 25 de octubre de 2011

Mouchette (1967)


La vida de Mouchette (Nathalie Nortier) no puede decirse que sea feliz, ni siquiera puede decirse que sea una vida corriente y cómoda para alguien de su edad, como se observa al ser la única que recibe maltratos en la escuela, donde también resulta despreciada por sus compañeras, de quienes se venga lanzando puñados de tierra, como si quisiera resarcirse de esa soledad a la que se le condena. Sin embargo, su mayor condena se descubre en su propio hogar, donde su padre (Paul Hebert) la somete a un trato injusto y violento, mientras, su madre (Marie Cardinal) yace moribunda en un lecho desde el que la observa trabajar como una esclava. En el rostro de Mouchette no se encuentra el menor indicio de alegría, salvo un breve intervalo que se produce cuando sonríe en los autos de choque, el único instante de esperanza en una vida triste e injusta. El resto de su existencia se podría comparar con ese animal al que acosan los cazadores, una presa que huye intentando esquivar unas balas que terminarán por alcanzarle. Mouchette pretende sobrevivir a un mundo rural egoísta, ignorante e insolidario, que no la acepta y que la somete a un acoso constante. Desde el alma atormentada de Mouchette y desde su silencio, que rompe en contadas ocasiones, se observa la miseria, la infelicidad y la desolación que encuentra allí donde busca, encontrando individuos ajenos su sufrimiento, porque a nadie parece importarle sus problemas existenciales, salvo quizá a su madre que la observa cuidar a su hermano pequeño y realizar todas las labores dentro de un hogar que semeja su prisión. El retrato de esa joven mujer que Robert Bresson realizó en Mouchette no esconde su pesimismo ni su aire trágico, porque la tragedia rodea a Mouchette, la asola y le niega un lugar cálido donde pueda sonreír, oscureciendo su vida como demuestra la lluvia que la atrapa en ese bosque donde Arsène (Jean-Claude Guilbert) la sorprende, tras haberse peleado con Mathieu (Jean Vimenet), el guardabosques, con quien se disputaba las atenciones de Louise. Mouchette escucha las palabras de ese conocido que se encuentra bajo los efectos del alcohol, unas palabras que le indican lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir cuando le pregunten; Arsène no es un amigo, sólo busca una coartada para un posible crimen, que ni siquiera sabe si se ha consumado; pero ella no le teme, ni espera nada a cambio de su ayuda, sin embargo, la violencia y la crueldad no tardan en asomar en esa noche lluviosa. ¿Qué hay de positivo en la vida de Mouchette? ¿A quién acudir y con quién hablar? ¿Qué salida le queda a una infeliz rodeada de desolación y de seres insensibles que ni siquiera se plantean el sufrimiento que la acompaña? Mouchette habla de la injusta soledad a la que se condena a su protagonista, observando las dudas y los pesares que la dominan en su contacto con el medio que la rodea, que parece decirle que no hay lugar para ella; información que Robert Bresson proporciona con unas imágenes cargadas de belleza trágica, alcanzando su punto más desgarrador en un desenlace final con el que Mouchette pretende alcanzar su salvación.

El puente sobre el río Kwai (1957)


Marcial e inflexible ante las necesidades que se le presentan en cada momento, el coronel Nicholson 
(Alec Guinnesspuede resultar un oficial peligroso para sus hombres, para los intereses de su ejército y para sí mismo. El coronel Nicholson y sus tropas entran en el campo de prisioneros número 16, en el camino que va desde Bangkok a Rangún, mostrando el orgullo que les exige su condición de soldados ingleses, mientras silban la famosa "marcha del coronel Bogey", a pesar de ser prisioneros que pasarán su cautiverio en un campo que es sinónimo de muerte, como bien saben los pocos supervivientes que observan el chocante desfile. Esa entrada triunfal sirve para presentar las credenciales de un hombre ilógico, que cree que los principios consisten en no desviarse de su código marcial y moral, que le insiste en que sin ley no hay civilización; circunstancia que provoca un duro y peligroso enfrentamiento con el comandante en jefe del campo, el coronel Saito (Sessue Hayakawa),  quien tras la idea inicial de asesinarle, le incomunica en el horno.  El coronel Saito, en ciertos aspectos, es un hombre similar a Nicholson, está dispuesto a todo, no le importan los derechos de los prisioneros y no pretende dar su brazo a torcer,  con tal de ver construido el puente que debe unir ambas orillas del río Kwai antes del 12 de mayo. Esta tensa situación la observa el comandante Shears (William Holden), un oficial americano en quien se descubre una mentalidad más práctica con las circunstancias que les rodea; en su mente sólo hay lugar para la idea de sobrevivir e intentar una fuga en la que las posibilidades de éxito son una entre cien, pero menos probabilidades tendrá de vivir si permanece allí. Shears observa el absurdo valor del oficial británico que, fomentado por la falta de reflexión y por un razonamiento que se basa en la falsa noción de ser un oficial perfecto, les puede costar la vida a todos. Por eso ha llegado su momento, y por eso aprovecha el enfrentamiento entre Saito y Nicholson para escapar en compañía de dos presos que caen en el intento, pero milagrosamente las estadísticas se cumplen y él logra escapar. El puente sobre el rió Kwai (The bridge on the river Kwai) significó un punto de inflexión en la carrera del cineasta británico David Lean, a partir de este mítico título del cine bélico, el director comenzaría a rodar superproducciones que le permitirían viajar a lugares como Ceilán, actual Sri Lanka, donde se filmó este estudio del comportamiento humano en el que se contraponen varios puntos de vista. Tras recuperarse de su larga e inhumana estancia en el horno, el coronel Nicholson descubre que sus hombres han estado saboteando las obras, como también descubre que la ubicación elegida por los ingenieros japoneses para la construcción del puente no resistirá el paso del primer tren. Así pues, apoyándose en una mezquina idea de honor, poderío británico y un orgullo que no le permite comprender lo que se espera de él como oficial, decide exponer todos los fallos al coronel Saito, y solicitarle que le permitan construir el puente. Para Saito, también dominado por su propia locura de cumplir las órdenes, no hay opción, tiene el deber de concluir las obras en la fecha estipulada, así pues, tras emplear métodos inhumanos que no le han servido, accede a la ilógica petición. ¿Qué podría hacer si no, ya que parece que el jefe de los prisioneros se muestra ansioso por construirlo y además de un modo perfecto? La locura de Nicholson juega en contra de las fuerzas aliadas al colaborar con el enemigo, incluso mejorando el trabajo de estos, algo que le apunta el doctor Clipton (James Donald), el único que cuestiona los sorprendentes actos de su superior y el único en el que se descubre un sentido común del que carecen sus compañeros. Muy lejos de allí, olvidando sus experiencias en el campo, el comandante Shears disfruta de unas merecidas vacaciones en un hospital de Ceilán, sin embargo, es una breve ilusión, porque no tardará en recibir la orden de regresar con un pequeño comando de las fuerzas especiales, liderado por el comandante Warden (Jack Hawkins), en quien Shears aprecia similitudes con Nicholson. La misión consiste en destruir el puente que con tanto celo construyen los prisioneros británicos, quienes sin saberlo están haciendo lo que sus carceleros pretendían inicialmente, y todo lo que no desea su ejército. Esta ironía sería fruto de la actitud de ese oficial que ha perdido totalmente la noción de la realidad, llegando a pedir a sus oficiales que trabajen en la obra, cuando en un primer momento se había opuesto a esa idea hasta el punto de dejarse matar; pero más demencial resulta comprobar como pide a los heridos que colaboren para que se cumpla la fecha, petición que deja de piedra y que ni siquiera Saito se había planteado con anterioridad. Quizá el coronel esté loco, o quizá no, o puede que nunca haya sido el buen oficial que cree ser, porque antepone sus intereses y su inflexibilidad en la interpretación de un código que exige ser moldeado a las necesidades del momento. El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai) resultó un enorme éxito comercial y artístico, en el que destacan la excelente fotografía de Jack Hildyard y la soberbia actuación de Alec Guinnes, quien, tras barajarse varios nombres para el papel y su reticencia a asumir un personaje que no le convencía, dio vida a ese coronel confundido, quizá loco, que cree que el honor y el orgullo significan hacer todo a la perfección, a su perfección.

lunes, 24 de octubre de 2011

Capitán Conan (1996)


La definición que hace de sí mismo el teniente Conan (Philippe Torreton): “soy un guerrero, no un soldado, como también son diferentes un perro lobo y un lobo” se hace patente en los primeros compases del film de Bertrand Tavernier. Conan y sus hombres luchan cuerpo a cuerpo, internándose tras las líneas enemigas, sacrificándose y muriendo en el frente búlgaro durante la Primera Guerra Mundial, donde no tardarán en recibir la noticia de que la guerra ha finalizado. También allí se observan los paréntesis entre los combates, en los que se descubren las preferencias de Conan, quien escoge la compañía de sus soldados y camaradas, porque con ellos comparte infortunios, violencia, muerte, comida o juergas, y no la de los oficiales que parecen vivir en una realidad paralela a la suya, sin embargo, se muestra protector con el inexperto teniente Norbert (Samuel Le Bihan), hombre culto e instruido que siente reverencia por ese guerrero en quien ha descubierto un pensamiento ajeno al del resto de oficiales. Conan aprovecha las oportunidades que se le presentan en los instantes de calma para divertirse, conquistar mujeres o simplemente desobedecer las órdenes de unos superiores que se encuentran protegidos más allá de las trincheras, desconocedores de las necesidades que se producen en el frente. Conan es consciente de cuanto significa la lucha, reconoce el sufrimiento y el miedo, por eso no duda en posicionarse siempre del lado de los soldados, a quienes parece querer proteger en todo momento, además, ¿qué otro oficial lo iba a hacer si no? Capitán Conan (Capitaine Conan) se decanta, sobretodo, por mostrar el momento posterior al conflicto, cuando los soldados dan rienda suelta a su alegría, provocando incidentes que generan actos violentos, al tiempo que los gerifaltes inician su particular caza de brujas, con la que pretenden dar ejemplo y mostrar la grandeza de su oficialidad y del ejército al que representan, pero la realidad es otra más cruda y simple, es esa que presenta a un ejército que ha sufrido privaciones, sacrificios y miserias.


Alejándose de la parte bélica inicial, el film de Bertrand Tavernier se adentra en un terreno menos sangriento, pero igualmente injusto, los sumarios contra los soldados; circunstancia que afecta a la amistad entre Norbert y Conan, cuando el primero asume, a su pesar, la tarea de llevar ante el consejo de guerra a esos soldados sin nombre que deben pagar, algunos ni si quiera saben qué. La labor de acusador que ha asumido Norbert enoja a Conan, quien no duda en reprocharle que se haya vendido a los oficiales que habían criticado por haberse mantenido alejados del combate, esos mismos que ahora pretenden castigar a quienes han ganado la guerra por y para ellos. Pero los motivos de Norbert son loables, ya que ha aceptado el cargo para evitar que el propio Conan sea acusado y para ofrecer a los soldados una justicia que otro en su lugar no ofrecería. De entre todos los casos que se le encargan destaca el de un joven soldado acusado de deserción y de facilitar información al enemigo, un caso que no resulta habitual, al pertenecer éste a una familia de la aristocracia emparentada con el general Pitard (Claude Rich), en quien se observa una ausencia total de todo cuanto le rodea, confirmando las palabras del recien ascendido Conan. El nuevo capitán acepta la petición de ayuda de Norbert para demostrarle la falsedad de las acusaciones que se presentarán delante del consejo de guerra, unas acusaciones injustas, apoyadas por las declaraciones del teniente De Scève (Bernard Le Coq), oficial lleno de prejuicios y de desprecio hacia un hombre de su condición social que ha actuado como un cobarde. Cine antibelicista, Capitán Conan muestra la dureza del frente y la realidad que sólo conocen aquellos que luchan y mueren, porque así se lo exigen unos oficiales que posteriormente les utilizarán como chivos espiatorios  para castigar hechos que la propia contienda genera, pero que quienes mueven los hilos ignoran porque su guerra ha sido otra, una más limpia, con menos privaciones y menos peligrosa.

Cuerpo y alma (1947)



Llegar a lo más alto, no significa tenerlo todo, incluso podría significar no tener nada; una cruda realidad que descubre Charley Davis (John Garfield), el campeón del mundo de boxeo, tras la muerte de Ben (Canada Lee). Ese descubrimiento impide que Charley concilie el sueño la víspera de su defensa del título, porque sabe que ha vendido su alma, un mal negocio que le ha condenado a la soledad en la que se encuentra, alejándole de sus seres queridos y sumiéndole en un profundo pesar que le lleva a reflexionar sobre su presente comenzando desde el pasado que lo gestó. La historia de Charley vendría marcada, como la de tantos otros, por la pobreza y la desgracia, dos convincentes razones para desear poseer dinero y fama. Para Charley la única opción que existe es la de boxear, es lo único que sabe hacer y la vía rápida para ver cumplidos sus deseos. Sin embargo, la muerte de su padre le convence para seguir los consejos de su madre (Anne Revere) y estudiar en la escuela nocturna, al tiempo que empieza a salir con Peg (Lilli Palmer), la misma mujer que le rechaza en el presente. La historia de Charley se gesta en esa pobreza que le rodea y de la que quiere alejarse y que comparte con su amigo Shorty (Joseph Pevney), quien le insiste para que se decida y combata como profesional, salida que acepta cuando en su casa se presenta una representante de la beneficencia. La humillación que siente le impulsa a aceptar pelear para Quinn (William Conrad), porque él no necesita de la caridad ni de que nadie se ocupe de sus problemas. Desde ese momento las peleas se suceden mediante una serie de imágenes de combates en las que se muestra una ascensión que le proporcionan dinero y la oportunidad de optar por el título mundial. El tiempo se detiene en ese instante, a partir del cual el mundo del boxeo y la vida de Charley empiezan a ensombrecerse sin que él quiera verlo, a pesar de las constantes advertencias de Shorty. La imagén de la corrupción se representa en la figura de Roberts (Lloyd Goff), él decide quien gana y quien pierde, así como controla quien puede peler por el título, siempre y cuando se acepten sus condiciones. Shorty insiste, pero Charley no se deja convencer por los buenos consejos del único amigo que tiene dentro de un circo que pertenece a Roberts. Shorty sabe que él no puede hacer nada más, por eso acude a Peg para pedirle que se case lo antes posible con Charley, porque ella es la única persona que puede salvarle. Sin embargo, el futuro campeón se deja atrapar por una engañosa promesa de lujo y gloria; ha perdido la noción de la realidad, como también perderá a Peg, a quien condena a una triste soledad, fruto de una ambición que no le permite comprender que ella es más importante que el dinero y las comodidades que le ofrece una vida con todo, pero sin nada. Sin concesiones, Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947) es un film duro, posiblemente el primero que muestra sin tapujos ni sensiblerías la miseria que rodea al mundo del boxeo de una época en la que el deporte de los guantes se encontraba en manos de individuos como Roberts. El pesimismo y la crudeza que muestra Robert Rossen se descubre en el plano inicial donde se vislumbra un ring en sombras, que presagia todo cuanto sucederá a continuación, una vida marcada por una elección-deseo que provoca el ascenso a la gloria de Charley, pero también provoca su caída como ser humano, una circunstancia que le aleja de cuantos le quieren para rodearse de seres corruptos o mujeres, como Alice (Hazel Brooks), a las que sólo les interesa su dinero. Para Charley ha llegado el momento de tomar la decisión más importante de su vida, aunque todavía no es consciente de cual será, por eso debe recordar, como lo hace en ese vestuario mientras aguarda su salida al ring. Quizá sea demasiado tarde, quizá hubiese debido pensarlo con anterioridad, pero su ceguera, su ambición y la falsa promesa de una vida que creía ideal se lo han impedido. La imagen del campeón se descubre como la mera ilusión de un ser encumbrado tras el cual se esconde un alma martirizada y un mundo corrupto e inhumano, donde los tipos como Charley son desechables, porque los verdaderos vencedores son los Roberts que lo controlan, porque ellos juegan a su antojo con esas marionetas de cuerpo y alma a las que tiran cuando encuentran otra que les proporcione más ingresos. La historia de Ben, el antiguo campeón, se repite en Charley, como posiblemente se repetirá en los siguientes que pasen por el aro, porque los Roberts o los Quinn continuarán en el negocio mucho tiempo después de que el nombre de Charley Davis, o de cualquier otro, desaparezca de esos carteles luminosos en los que parece que ha alcanzado la gloria, pero en los que en realidad ha dejado el alma.