viernes, 31 de mayo de 2019

Mirando hacia atrás con ira (1959)



Mirar hacia el pasado, y ver que en el presente no se han cumplido las promesas de mejora, cabrea a Jimmy (Richard Burton), que vive en un estado de ansiedad y violencia interna que se agudiza en compañía de Allison (Mary Ure), su mujer, de quien desprecia su origen clasista y su aparente aceptación del ayer en el hoy. Como el resto de los protagonistas del free cinema, Jimmy es un joven de clase obrera que se descubre disconforme con su momento, rechazando el orden establecido, el inamovible que se perpetúa en la sociedad a la que no desea pertenecer. Por ello vive odiando, se odia a sí mismo y al mundo del cual se evade tocando con su trompeta música jazz y oponiéndose con sus gritos y palabras a cualquier vestigio del conservadurismo anterior y posterior a la guerra, cuyo fin no trajo los cambios sociales que esperaba, al menos ningún cambio significativo. Odia la pequeña y lúgubre buhardilla que comparte con Allison y también con su amigo Cliff (Gary Raymond), y más adelante con Helena (Claire Bloom). Odia el ninguneo de sus estudios universitarios en un entorno deprimente donde se gana la vida vendiendo caramelos en el mercado, en un puesto que pudo lograr gracias al apoyo económico de la señora Tanner (Edith Evans), la única persona con quien su ira se suaviza hasta ser sustituida por amor filial. Nada, salvo el jazz y sus juegos escapistas con Allison, parece satisfacer sus necesidades, ni calmar su agonía existencial, ni su rechazo a cualquier representante del orden y se posiciona frente al racismo u otras injusticias e insolidaridades que abundan en el ambiente. Es su forma de protestar contra las diferencias de clase, contra las miserias y las cadenas sociales que mantiene a los desfavorecidos esclavizados en la parte baja de mundo, pero también es su necesidad de exteriorizar su victimismo y su modo de descargar en otros la decepción y la impotencia que lo ahogan. Es la esterilidad de su lucha, es su forma de herirse y herir a la mujer que abandonó el acomodo socio-económico y familiar para casarse con él, y que ahora aguanta sus cambios de humor y calla su embarazo, porque la comunicación entre ambos apenas existe en ese instante que conduce a la ira sobre la que se sustenta la crítica del primer largometraje realizado por Tony Richardson, quizá, entre los cineastas del grupo, el de mayor talento cinematográfico. Basada en la obra homónima escrita por John Osborne y llevada a escena en 1956 por el propio Richardson, Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959) es un título clave del free cinema, junto a Un lugar en la cumbre (Room at the Top; Jack Clayton, 1958) y Sábado noche, domingo mañana (Saturday Night, Sundey Monring; Karel Reisz, 1960), uno de los tres largometrajes que, 
más allá de ensayos teóricos, de la intención de ruptura apuntada en diferentes artículos y de los cortometrajes que, entre 1953 y 1959, fueron proyectados durante las jornadas de The free cinema Programmes, confirmaban las pretensiones renovadoras de Lindsay Anderson, Gavin Lambert y Karel Reisz para con el cine británico. ¿Tan mal estaba el cine inglés para que un grupo de jóvenes intelectuales pretendiesen dicha ruptura? Si nos ceñimos a los títulos previos y contemporáneos al movimiento, aquellos que han sobrevivido al paso del tiempo, la respuesta es que gozaba de excelente salud. Otra cuestión sería mirar el conjunto y descubrir todas esas películas que, como en cualquier otra cinematografía, se producían en cadena y primaban lo comercial, la repetición, la ausencia de ideas y el escapismo. Más que revolucionar el cine británico, rompiendo totalmente con el pasado, el free cinema lo evolucionó hacia otros derroteros, lo llevó a la modernidad que también florecía en otras cinematografías mundiales. En la actualidad es posible una mirada retrospectiva más pausada y objetiva, imposible por aquellos años debido a su inmediatez temporal. Si bien la prensa inglesa de la época habló de renovación, quizá hoy sea más adecuado hablar de un paso adelante, no de una revolución o ruptura total con la época previa, en la que hubo muestras de interés social en el documentalismo, en el teatro y en la narrativa (ambas fueron fuentes de inspiración para los realizadores) y también en distintos (melo)dramas cinematográficos. Por tanto, no fue un movimiento caprichoso ni destructivo; era constructivo, que se sostenía sobre bases teóricas e ideológicas (sobre todo las expuestas por Anderson), más o menos acertadas, y que supo mirar el presente y conectar a sus rebeldes protagonistas con el público juvenil de la época. Por otra parte, vistas hoy, algunas películas que se inscriben en el free cinema han perdido parte de su fuerza discursiva, pérdida que, por otro lado, refuerza el brillo de las producciones de Alexander Mackendrick, Charles Crichton o Robert Harmer para la Ealing, las de Terence Fisher para Hammer Films o las de Carol Reed, David Lean y el dúo Michael Powell y Emeric Pressburger. Esto se debe en buena medida a la temporalidad, quiero decir, a que películas como Mirando hacia atrás con ira viven en su presente, discuten con su ahora, lo rechazan porque encuentran aspectos mejorables que no se mejoran y los señalan, pero son aspectos que, en algunos casos, han dejado su lugar a otros distintos -o a los mismos, aunque con las peculiaridades de nuestros días-, mientras que, por ejemplo, las grandes comedias de la Ealing superan el examen del tiempo porque no hablan de esta o aquella época concreta, ni de los condicionantes que marcan un instante que pide a gritos mejoras sociales que semejan no llegar, e ironizan desde el ingenio, no desde el genio, sobre la identidad británica, sobre aspectos humanos que se prolongan más allá del momento de su gestación.

jueves, 30 de mayo de 2019

Un americano de Roma (1954)



La relación profesional de Mario Monicelli y Steno se decantó por el humor y la sátira para evidenciar en sus comedias comunes distintas realidades del presente retratado; y lo mismo hicieron cuando separaron sus caminos. Aunque la carrera en solitario de Monicelli alcanzó mayores cotas, la de Steno nos descubre una película que se burla sin disimulo de la creciente e imparable presencia de lo estadounidense en la Italia de la posguerra. El inicio de esta expansión —cultural, económica, física, tecnológica,...— podríamos datarlo en 1898, cuando, deseoso de codearse con las naciones imperialistas, la administración de William McKinley decidió dar un paso fuera de sus fronteras y anexionó el archipiélago de Hawaii, aumentó su presencia en el continente asiático e inició una guerra con una potencia del pasado que por aquellos días solo era un espectro agonizante. Pero las influencias internacionales estadounidenses se hicieron más visibles a raíz de la hegemonía mundial de sus empresas, de su política y del cine realizado en Hollywood durante la década de 1920 y 1930, que llegaba a las salas de distintos rincones del planeta para descubrir y afianzar lo que ellos dieron en llamar american way of life. Sería tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial cuando dicha presencia se agudizó hasta el extremo de amenazar las distintas costumbres de los países donde las tropas norteamericanas mantenían contacto con la población y sus productos de consumo enraizaban sobre todo en la juventud, que de esa manera rompía con el pasado, sin ser conscientes de que, al hacerlo, también relegaban al olvido parte de su identidad.


Encontramos ejemplos satíricos de la imparable influencia estadounidense en el cartero de
Día de fiesta (Jour de fête; Jacques Tati, 1949), que aboga por un reparto de correo "a la americana"; es su obsesión y su meta. Su comportamiento choca con el de su entorno, más sosegado y anclando en costumbres locales, que en la actualidad solo existen en la memoria y en las películas. Algo similar descubrimos en el pueblo de Bienvenido, Mister Marshall (Luis García Berlanga, 1952) cuando se anuncia la llegada del amigo americano, a quien los vecinos idealizan como parte del sueño de prosperidad. Es la supuesta modernidad, la idea de progreso, su mitificación y la confirmación del orden mundial ya apuntado al final de la Primera Guerra Mundial. Podríamos citar Uno, dos, tres (One, Two, Three; Billy Wilder, 1961) como ejemplo de la expansión comercial estadounidense después de la guerra. En el film de Wilder la Coca-cola y el capitalismo son omnipresentes, salvo cuando la primera deja su lugar a la Pepsi que, sorprendido, el personaje de James Cagney sujeta en una de sus manos. Ambas son bebidas norteamericanas y ambas se han impuesto en ese Berlín donde el mundo se divide en los dos grandes bloques económicos, políticos y militares de la segunda mitad del siglo XX, pero el expansionismo ideológico norteamericano lo encontramos en la figura del joven alemán oriental que sucumbe a la promesa del sueño americano. Aunque si hay un film que asuma desde su inicio hasta su final la sátira de lo estadounidense fuera de sus fronteras, ese podría ser Un americano de Roma (Un americano a Roma, 1954), en la figura de Nando (Alberto Sordi), cuya vestimenta y expresiones delatan que su identidad italiana ha sucumbido a la estadounidense que asume suya, y que ataca los nervios de sus padres.


Nando ha decidido ser estadounidense, condicionado por las películas que ha visto y por las estrellas a quienes admira y a quienes imita, aunque, al contrario que los protagonistas de las películas que marcan su comportamiento, él solo es capaz de generar caos. Nando ni es un excéntrico ni está loco, como algunos apuntan, es un "visionario" que ve y acepta la globalización antes que ningún otro. Viste
jeans, camiseta, gorra de baseball y botas de cowboy; introduce en su italiano con acento romano las expresiones ok, girls o darling; imita indistintamente a Gene Kelly que a John Wayne, pega a lo Cagney, batea como DiMaggio o alaba múltiples "virtudes" de la comida del país americano que considera el suyo, aunque disimula y se decanta por hincar el diente a los espaguetis preparados por la mamma. Nando es un ejemplo de la juventud de su época, aquella que asumiría como propias las distintas características foráneas que en nuestros días han dejado de serlo para formar la hibridación cultural y social de nuestra cotidianidad. Pero él va más allá, quiere ser americano y, para exigir su condición, imita al personaje de 14 horas (Fourteen Hours; Henry Hathaway, 1951), aunque, a falta de un rascacielos a mano, decide protestar desde lo alto de coliseo. Y allí se planta, y desde allí exige que su fantasía se materialice. El gentío se congrega bajo sus pies. Unos murmuran, otros le gritan, su padre se desespera, su novia le confiesa que los demás hombres no le importan tanto como él. Desde la parte baja del monumento se introducen las tres analepsis, para el americano italiano, flashbacks, que nos muestran el mismo número de episodios de su pasado: detenido por los alemanes durante la guerra y liberado por los yanquis que lo encerraron en un psiquiátrico; ya en la posguerra, asumiendo la personalidad de un policía motorizado de Kansas City y, durante la confusión generada por su inglés, aceptando la propuesta -que él cree matrimonial- de una artista estadounidense que solo pretende un modelo romano. Un aparte merece Alberto Sordi, quizá el actor italiano que mejor supo dotar de humano patetismo a sus personajes, individuos mediocres, al tiempo cercanos y caricaturescos, un equilibrio desde el cual fluye la imperfección de Nando, su inocencia, su aire de superioridad, su valentía cuando todo va bien, su cobardía cuando las circunstancias se tuercen o su férrea decisión de ser americano -aunque nunca haya pisado suelo estadounidense-, como deja constancia cuando, aún convaleciente de la fiebre yanqui, borra el "fine" final y lo sustituye por el "the end" e inicio de una expansión imparable.

miércoles, 29 de mayo de 2019

El grito (1978)


¿Qué quiere decirme esta o aquella película o qué interpreto que quiere decirme? Es una pregunta tan válida como otra cualquiera para iniciar el comentario sobre un film que pretenda decir algo. Pero a veces cuesta encontrar una respuesta lógica o satisfactoria, y El grito (The Shout, 1978) se aleja de la coherencia para decantarse por una postura transgresora que la aleja de lo convencional y la adentra por una senda que, salpicada de personajes a cada cual más extraño y de sonidos y espacios opresivos, apunta desconcierto y desolación. ¿Es esto lo que quiso Jerzy Skolimowski? El cineasta polaco consiguió que su primera película inglesa, en la que adaptaba el relato homónimo de Robert Graves, deambulase entre la cordura y el desequilibrio, entre los límites de lo posible y la pesadilla que se hace más y más física a medida que la narración de Charles Crossley (Alan Bates) nos sumerge en la incomodidad de imágenes que al tiempo generan atracción y rechazo, posiblemente una lucha de opuestos reflejo de la experimentada por el matrimonio Fielding en su relación con Crossley. En un primer momento, me veo incapaz de definir qué presencio y, salvo el inicio y el final, que cierran un círculo ausente en el relato literario, la visualización del pasado que surge de la conversación entre Crossley y Robert Graves (Tim Curry) trae consigo la duda de si cuanto sucede en la pantalla se encuentra en la mente del primero, encierra veracidad o simboliza una idea que escapa a mi comprensión. Su relato se desarrolla durante el partido de cricket que se celebra en el campo del sanatorio psiquiátrico donde el autor de Yo, Claudio se convierte en un personaje cinematográfico más. Años después, volvería a asomar en la pantalla en Regeneration (Gillies MacKinnon, 1997), pero, a diferencia del film de MacKinnon, en el de Skolimowski la presencia del escritor adquiere relevancia significativa. Es el oyente de la fantasía, de la realidad o de la verdad adulterada por el recuerdo de un paciente a quien se supone ha perdido el juicio y asesinado a sus hijos. Graves es la conexión visible que la película establece con el público, y este asume e interpreta aquello que escucha y ve a través de él, y quizá lo haga igual de perplejo. Inicialmente, el escritor no tiene dudas, pero, a medida que avanzan los minutos, pierde seguridad respecto a lo que oye. No sabe qué pensar: si aceptar o no las palabras del paciente que asegura poseer el "grito del terror" que le fue concedido durante su larga estancia en una tribu de aborígenes australianos. Que Graves asome por la pantalla quizá sea lo único que tenga lógica aparente en el film, pues él es el narrador del relato literario que el realizador de Trabajo clandestino (Moonlighning, 1982) filmó más perturbador y abstracto que las lineas narrativas. Skolimowski rompe formas y borra los límites entre lo real y lo irreal; desdibuja dicha frontera y accede a un espacio inclasificable, puede que metafísico, seguro que inhóspito, misterioso y contradictorio, que potencia la sospecha, que no certeza, de que estamos escuchando y contemplando la alteración de Crossley como parte del rechazo del propio cineasta a lo convencional -a la apatía, al vacío y a la sumisión del cine de su época- que individualiza en los Fielding. Crossley habla de la relación de temor, deseo y sometimiento que estableció con la pareja, Anthony (John Hurt) y Rachel (Susannah York), y nosotros observamos atracción-rechazo y la ruptura de la cotidianidad de un matrimonio que vive en la aceptación de su fría monotonía, que el protagonista amenaza destruir con su desconcertante, inexpresiva y dominante presencia.

martes, 28 de mayo de 2019

Se acabó el negocio (1964)


Farsante, embaucador y sin escrúpulos, Antonio (Ugo Tognazzi) utiliza a Maria (Annie Girardot) cual objeto de su posesión. Lo que ella sienta o necesite poco le importa. A este empresario de medio pelo solo le interesa el negocio que le proporciona la anomalía capilar que cubre el rostro y el cuerpo de la mujer que descubre mientras sacia su apetito en la cocina de un asilo de mendigos. Ella esconde su rostro y él le dice que tampoco es para tanto, que su diferencia apenas se nota, pero, una cosa es lo que expresa y otra lo que silencia, así que no duda en convencerla para exhibirla en un espectáculo que la denigra o para alquilarla como objeto de un estudio científico íntimo. En este punto ella no transige y regresa al asilo y, ante el miedo a perder su fuente de ingresos, él va en su busca y asume que, para recuperla, no le queda otra que casarse. Antonio es el monstruo inmoral de la farsa propuesta en Se acabó el negocio (La donna scimmia, 1964), pero no el monstruo con mayúsculas. Dicho papel recae en la sociedad que levanta una prisión invisible alrededor de los personajes, a quienes empuja hacia donde no desean ir, les roba la supuesta facultad de elegir; les impone ideas y les exige cumplirlas. Como mujer de su época -la Italia de la primera mitad de la década de 1960-, a Maria le han inculcado el ser esposa y madre. Ese es su objetivo y hacia él camina y hará caminar a Antonio. En Se acabó el negocio no se trata de mostrar el tópico "la belleza está en el interior". Para Marco Ferreri y su guionista Rafael Azcona no hay interior bello, digamos perfecto, al menos no existe un interior sin sus zonas grises, de modo que sus victimas de la vida intentan sobrevivir con aquello que encuentran a mano, y de ahí que, aunque reticentes, acepten casarse con una anciana para conseguir un pisito o envenenen a la familia para continuar saboreando la dignidad perdida, que idealizan en un cochecito. Lo mismo vale para Antonio, al tiempo víctima y verdugo, quien, para continuar obteniendo beneficios, decide casarse con una mujer que (inicialmente) solo contempla como la atracción de feria que le proporciona bienestar económico. Los personajes de Azcona y Ferreri, y de distinta manera los de Azcona y Berlanga, son prisioneros de necesidades propias, pero sobre todo lo son de las generadas por las exigencias del entorno social, donde la familia, el matrimonio, la burocracia y cualquier tipo de institución se transforman en agentes que impiden la libre elección del individuo. En definitiva, se encuentra atrapados, cuando no imposibilitados, dentro del orden social que esconde su monstruosidad en las falsas apariencias, aunque estas no evitan que se hagan visibles en la malsana curiosidad de quienes se congregan para ver y tocar a Maria en su jaula, en la perversión del profesor que pretende alquilarla para satisfacer su deseo carnal, en la ambición del empresario teatral que busca sacar partido, en la actitud del médico que afirma que el bebé que espera Maria será un monstruo, en el museo donde se exhibe el cuerpo embalsamado, en la superioridad burlona que asume la multitud que sale al encuentro de la mujer "simio", recién casada, vestida de novia, entonando la canción indicada por su marido y dejando que las lágrimas resbalen por sus mejillas. ¿Pero son lágrimas de felicidad por haber logrado su objetivo o de infelicidad ante la crueldad humana? Es un mundo de extrema crudeza, insolidario, en el que si bien parece que Maria no puede alcanzar su meta -aquella impuesta por el orden social-, lo logra cuando domestica a Antonio y consigue hacer de él un esposo y, bajo amenaza de pedir la anulación matrimonial, en el amante que acepta compartir el lecho donde poco a poco su grotesca personalidad se somete a la de su mujer, que ha pasado de ser su objeto a ser el sujeto que lo condiciona y transforma en un hombre que se encuentra perdido sin ella.

domingo, 26 de mayo de 2019

Roma, a las 11 (1951)


Arroz amargo (Riso amaro, 1949) es la película más popular de Giuseppe De Santis, también es la que el público actual reconoce como su gran aportación al neorrealismo y, sin embargo, dista de ser su mejor obra neorrealista. Quizá y sin quizá, tal honor recae en Roma, ore 11 (1951), una obra maestra del neorrealismo y del humanismo que reúne múltiples realidades, las de cada una de las mujeres que son el corazón de una película coral que nunca pierde de vista aquello que pretende mostrar. Da igual en quien recaiga la atención, cuando abandona a un personaje para centrarse en otro, en todo momento, De Santis tuvo claro a dónde quería llegar y por donde transitar para lograrlo. Lo hizo por los rostros y las voces de sus protagonistas femeninas, pero también de los familiares, de los periodistas que acuden al lugar del siniestro o al hospital a la caza de la noticia o de los señalados que eluden responsabilidades mientras Luciana (Carla Del Poggio) siente culpabilidad, aunque únicamente es víctima de la precariedad económica y laboral del momento y de su necesidad de liberarse de la miseria en la que vive. Los espacios de Roma, ore 11 -las calles, la escalera, la oficina donde realizan la prueba laboral o el hospital- reúnen distintas vidas, ilusiones, decepciones y dramas, tantas como el número de mujeres que, al inicio, se acercan al inmueble donde, entre esperanzadas y alteradas, aguardan y sufren las consecuencias de su espera. Es un solo puesto de mecanógrafa y ellas son muchas, tantas que la escalera del viejo edificio no aguanta el desorden que se desata después de que, desesperada, Luciana se cuele para hacer la entrevista laboral de la que depende su presente y el de su marido (Massimo Girotti), que lleva seis meses recorriendo las canteras en busca de un trabajo que no encuentra. Los primeros instantes de Roma, ore 11 muestran diferentes páginas de jornales que informan sobre el derrumbe de la escalera de un edificio en Via Savoia, un hecho real que en 1951 supuso decenas de heridas y una victima mortal. Pero a De Santis y a sus guionistas, entre ellos Cesare Zavattini, que ya había colaborado con el realizador en Caza trágica (Caccia tragica, 1946), no les interesó tanto el señalar posibles responsables como el exponer los distintos dramas humanos que se viven antes y después del accidente. Les interesaron las personas, esas casi doscientas mujeres que aguardan, hablan, se preguntan y preguntan, expresen dudas y, sobre todo, intenten encontrar una solución que les posibilite vidas dignas. Son Simona (Lucia Bosé), Caterina (Lea Padovani), Luciana, Angelina (Delia Scala), Adriana (Elena Varzi) o Gianna (Eva Vanicela), mujeres de distinta condición y en diferente situación, pero que ven en ese puesto laboral la oportunidad de su liberación. El paro es en apariencia el problema planteado en Roma, ore 11, pero tras este descubrimos la necesidad de liberarse: de un entorno burgués clasista y opresivo (Simone), de la prostitución (Caterina), de malvivir un padre y cuatro hijos de la mísera pensión paterna (Giorgeta), del desengaño amoroso que obligó a Adriana a dejar su anterior trabajo, de la amenaza de desahucio que Gianna escucha de su madre cuando hablan en el centro sanitario donde les informan que tendrán que pagar por las atenciones médicas, de la servidumbre de la que Angelina pretende huir y que otra de las chicas acepta para no retornar al pueblo que abandonó en busca de una vida mejor. El film de De Santis equilibra las distintas situaciones y el amplio abanico de personajes sin que ni las unas ni los otros pierdan su esencia, ni se desdibujen los diferentes motivos que han llevado a tantas mujeres a las escaleras de la espera y de la imposibilidad que se cierne sobre algunas. Es un día que apunta derrota, ilusiones, necesidades y luchas diarias de existencias humanas que seguirán caminos separados; algunos se abren optimistas -el de Clara (Irene Galter), que ha encontrado el amor en un instante de dolor-, otros pesimistas -la realidad a la que regresa Caterina- y otros ya imposibles como el de Cornelia (Maria Grazia Francia), la víctima mortal que Luciana no puede olvidar -se culpa de la catástrofe- y, como consecuencia, se hunde en la desesperación que la sitúa al borde mismo del suicidio.

viernes, 24 de mayo de 2019

Juventud perdida (1948)


La realidad expuesta por los cineastas neorrealistas no es exclusiva del espacio físico, donde las más de las veces la miseria, el mercado negro, la delincuencia, la guerra o la carestía se hacen visibles en calles, hogares y pueblos. Más importante para ellos era el cómo dicho espacio afectaba al conjunto humano que lo ocupaba. Son los distintos tangibles e intangibles inherentes a la época retratada y, de no mirar su año de producción, 1948, su ubicación geográfica y su tema central: la pérdida de valores en la juventud de la posguerra, el segundo largometraje de Pietro Germi podría pasar por un film que se distancia de las supuestas formas neorrealistas para, entre ambientes universitarios, familiares y clubes nocturnos, bascular entre el noir, el drama juvenil y el policíaco. Esta alternancia genérica permite el acceso de Juventud perdida (Gioventú perduta, 1948) al peligro real que amenaza a la juventud de la posguerra, de la cual forman parte los asaltantes que, pistola en mano, al inicio del film irrumpen en un local que, entrada la noche, cierra sus puertas al público. Tanto el atraco como la posterior investigación policial son excusas que permiten introducir y desarrollar la indiferencia y el pesimismo existencial que arrastran a Stefano (Jacques Sernas) al nihilismo que abraza en su extremo negativo, más allá del límite donde ya nada le importa. Despojado de emociones, valores e intereses materiales e inmateriales, descubrimos en este joven a un ser frío y amoral que igual dispara sobre un desconocido que sobre una conocida. El amor, la amistad, el dinero, la familia, el futuro,... nada significan para este veinteañero que rechaza cualquier principio moral mientras congela sus emociones humanas, ausencia esta que, unida a su origen medio burgués, lo alejan de los ragazzi di vita en quien Pasolini centraría su mirada literaria en la década de 1950. Stefano no padece las necesidades de aquellos, ni vive en suburbios que invitan a algunos de los personajes pasolinianos a delinquir para conseguir dinero. La realidad del protagonista masculino de Juventud perdida, aquella que él interpreta, lo ubica en un estado de apatía que intenta alejar cometiendo fechorías con sus compinches, que no amigos. El gran acierto de Germi reside en equilibrar la trama criminal, el romance de Lucia (Carla Del Poggio) y Marcello (Massimo Girotti), el creciente sentimiento de culpa de este por saber que está utilizando a la mujer de la que se ha enamorado, y la crítica social que, a menudo, el cineasta inserta desde la voz del padre de familia, quien, consciente del peligro, es incapaz de reconocerlo en su propio hogar, en ese hijo a quien consiente y disculpa su comportamiento. La indiferencia es natural en Stefano, no así en su hermana, entonces ¿qué les diferencia? Germi no detalla la ambigüedad humana, pero apunta aspectos externos que podrían haber empujado al protagonista hacia la frialdad con la que comete sus crímenes. Existe violencia en él, aunque ni es visible ni ruidosa, como sí lo es la lúdica que asumen sus dos hermanos pequeños en sus juegos o discusiones, por lo que ya ni es violencia, al menos, él no la siente como tal, posiblemente porque ha crecido con ella durante los años del fascismo y guerra. Quizá ni el mismo sepa explicar el por qué de su comportamiento, entre cínico y pesimista, como señala su padre, sin embargo, su hermana Lucia, que ha vivido experiencias similares, no ha perdido su pasión por vivir: se enamora, sufre, sospecha, se aferra al cariño que siente por su hermano para alejar la sombra de la duda y, llegado el momento, incluso sería capaz de ofrecer su vida por aquel a quien ama, el policía que sigue la pista de la banda.

jueves, 23 de mayo de 2019

Memorias de África (1985)



Imagino a Henry Miller escribiendo unas hipotéticas memorias de África. Sus recuerdos no rehuirían el mal olor, el sudor, las moscas, la descomposición, los transmitiría entre honestos, intestinales, encendidos e hirientes. El espacio sería descrito sin flores y sin adornos banales, y en dicha ausencia también describiría a sus gentes. No tendría inconveniente a la hora de señalar defectos, propios o extraños. Escribiría contundente, alterado, pero nunca desde el cliché. La descripción de sus recuerdos sería visceral y alucinada, sin medias tintas, ni aromas que disimulasen cualquier rastro de putrefacción ni de furia interior. Probablemente sería desagradable y seguro que sincero, dentro de la sinceridad de alguien consciente de que la imagen del pasado vive en la alteración de la memoria en el presente. Este ejemplo, aproximado o no, de las nunca existentes memorias africanas de Miller se contrapone con los recuerdos que dan pie y engloban la totalidad de Memorias de África (Out of Africa, 1985) —basada en el libro autobiográfico de Karen Blixen—, imágenes del pasado que Karen (Meryl Streep) ha ido idealizando con el trascurrir de los años, imágenes que huyen de cualquier podredumbre física y moral, y de cualquier rastro de materia orgánica que puedan alterarlas. No hay ardor ni hedor, tampoco entusiasmo y cualquier reminiscencia del dolor sufrido ha sido suavizada o desterrada al olvido. Resulta indiferente que nos hable de su sífilis, de su estéril vida marital con el barón interpretado por Klaus Maria Brandauer o de la pérdida de su plantación de café; no existe conflicto posible porque se ha borrado en su presente. Ya no recuerda más que la idealización de aquel momento de su vida y, sus palabras, más que transmitir emociones, acceden al estado ideal, al espacio inexistente y al hombre idealizado, modelo de perfección.


Por momentos, esta decisión de distanciarse de lo terrenal para acceder al cielo —al intangible donde se desarrollan los amores indestructibles de las grandes películas de Frank Borzage— deriva en la superficialidad que James Cameron llevaría a su extremo cursi, y ridículo, en Titanic (1997). De haberlas visto, sería más que probable que ambas películas revolviesen las tripas de Miller, igual que sus memorias revolverían la de otros. Lo que está claro es que tanto el film de Cameron como el de Sydney Pollack surgen de recuerdos de dos mujeres que vivieron amores que no pueden olvidar en su presente, o quizá sí los hayan olvidado, al menos la parte real que, con el paso del tiempo, han adornado en sus pensamientos, desde los cuales introducen las historias que narran. Pero aun siendo sensiblera y engañosa, a diferencia de TitanicMemorias de África se mantiene fiel al marco que establece desde su inicio: la idealización de su protagonista, cuya voz rememora una y otra vez que <<tenía una granja en África...>>, aunque, si cambiamos algunos detalles del paisaje y de sus gentes, su granja bien podría ubicarse en China o en Marte, pues esa granja solo existe como el abstracto al que se aferra, aquel que recuerda como el momento de su liberación, de formar parte de un algo que considera suyo, puede que por primera vez, un algo que le permite escapar de la rutina, de las barreras de su época, y posibilita el amor que idealiza en Dennis (Robert Redford), con quien mantiene una relación intermitente que ella desea retener y mantener sin separaciones del amado que le descubre aspectos de la vida que ignoraba hasta entonces. Dennis es el puente que permite el paso del mundo real a la ensoñación que se va apoderando de la pantalla a lo largo de las dos horas y media que Pollack rellena solo en su superficie, con la hermosa fotografía de Kenya, con la partitura musical de John Barry y con una historia de amor que no esconde su falta de aquello que Miller llamó la sal de los clásicos: su honestidad. Puede que exista un algo mágico, estimulante, emocional en la película que a mí se me escapa, quizá si Dennis hubiera sobrevivido nos contaría algo distinto, algo quizá más cercano a lo expuesto por David Lean en Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), aventura colonial en la que espacio, música, fotografía y personajes se encuentran al servicio del tema que el cineasta británico pretende contar, lo cual nos ofrece la sensación de vida y de que cuanto narra solo podría acontecer en suelo hindú, y nunca en otro lugar.

miércoles, 22 de mayo de 2019

Sin piedad (1948)


Bajo el deslumbrante brillo de algunos de los títulos más representativos del neorrealismo italiano, se descubren otras películas imprescindibles, algunas conocidas, otras a la espera de ser rescatadas del olvido actual, pero todas ellas guardan en común la intención de mostrar la realidad, no como un espacio exclusivamente físico, sino parte de realidades humanas, espirituales, individuales o colectivas que se encuentra en escenarios naturales, urbanos o rurales, donde descubrimos a hombres y mujeres frente a las circunstancias de su presente, de guerra o de paz, un ahora en el que luchan por sobrevivir. Con variantes personales, según el caso y el realizador, la intención neorrealista era similar, aunque no lo fueron los géneros empleados para llevarla a cabo. Paisà (1946) asume el bélico para documentar seis etapas de la Segunda Guerra Mundial a lo largo de Italia y de cómo el conflicto afecta a distintos personajes; Vivir en paz (Vivace in pace, 1947) se desarrolla en un pequeño pueblo de montaña y escoge la comedia para desarrollar su drama humano; Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; 1948) deambula por Roma en busca del medio que permita la supervivencia de la familia y de la dignidad de los desamparados representados en padre e hijo; Arroz amargo (Riso amaro, 1949) encuentra su excusa en las trabajadoras de los arrozales de Vercelli para desatar el melodrama donde, más que nada, luce el erotismo de Silvana Mangano; Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) desciende a la marginalidad de los suburbios milaneses para, desde lo más bajo, ascender a la fantasía de un mundo donde los oprimidos dejen de serlo, mientras, El bandido (Il bandito, 1946) y Sin piedad (Senza pietà, 1948) se decantan por transitar la senda de la criminalidad donde el dinero fácil asume importancia capital. Estos últimos son, quizá, los títulos más desconocidos entre los nombrados, pero no desmerecen respecto al momento cinematográfico en los que fueron realizados. Además, Sin piedad tiene la particularidad de inaugurar oficialmente la relación profesional de Federico Fellini y Tulio Pinelli, por aquel entonces guionistas bajo contrato en Lux Films -productora donde trabajaban Carlo Ponti y Dino de Laurentiis-, y de ofrecer el primer papel acreditado a Giulietta Masina, sin olvidar que, probablemente, fue el film que plantó la semilla de la asociación de Fellini y Lattuada, la cual germinaría en una pequeña cooperativa cinematográfica -que también contó con la participación de Massina y Carla Del Poggio- cuyo fruto Luces de variedades (1950) significó el debut en la dirección del responsable de La strada (1954). Más que nada, esto lo escribo como anécdota, lo que me interesa señalar es la figura que rompe barreras raciales y conecta Paisà, Vivir en paz y Sin piedad. Se trata del soldado afroestadounidense, que asume importancia ascendente con el paso de cada una de estas películas. En la de Roberto Rossellini adquiere protagonismo en el segundo episodio, en el que comparte amistad con un niño napolitano, en la de Luigi Zampa se erige en el "culpable" de la alegría fraternal que aviva el jolgorio en un pueblo temeroso ante la amenaza del invasor y en la de Lattuada es el co-protagonista de un amor interracial, imposible en un mundo caótico de posguerra, de ambición, de inmoralidad y criminalidad. De modo que no se trata de una imposibilidad nacida de distintas tonalidades cutáneas, sino del propio espacio humano, deshumanizado en todo caso, donde la inocencia de la pareja apenas sobrevive en una huida simbólica que conduce al abismo donde las manos de Angela (Carla del Poggio) y Jerry (John Kitzmiller) se acarician para corroborar un amor que la vida misma les impide. Sin piedad transita por los bajos fondos y por los muelles de Livorno durante la posguerra, un lugar y un tiempo perfecto para el mercado negro y para desarrollar esta propuesta que transita entre el melodrama, el cine negro y el realismo poético con el que Lattuada detalla la humanidad reducida a la ambición de dinero fácil, simplificación que margina y condena sin piedad a sus dos protagonistas. Sin piedad nos descubre las playas donde se desembarca la mercancía ilegal o donde, por un millón de liras, Marcella (Giulietta Masina) acaricia el sueño americano, imposible para los protagonistas, así como los locales de alterne, el centro de detención del cual Jerry logra escapar, el crimen organizado o la constante presencia de soldados estadounidenses; pero el film de Lattuada se centra en la pareja, que sufre la degradación y el despojo de la esperanza que se descubre dibujada en la inocencia de Angela cuando, al inicio del film, viaja de polizonte en el tren que, en apariencia símbolo del viaje al renacer, la conduce al infierno portuario donde pretende reunirse con su hermano e iniciar una vida que cumpla la promesa de tiempos mejores que los dejados atrás. Pero estos nuevos tiempos se oscurecen desde el primer instante, cuando observa una persecución en la distancia, que se aproxima más y más, hasta que alcanza el vagón donde ella viaja y es testigo de los disparos que abaten a Jerry; es su primer encuentro y, durante el mismo, sin ser conscientes, unen sus destinos para compartir su fatalidad.

martes, 21 de mayo de 2019

La noche que dejó de llover (2008)


Introdúzcase en una coctelera cinematográfica tenues haces de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, líneas de Baudelaire, una pizca de alucinación de ¡Jo, qué noche! (After Hours; Martin Scorsese, 1985), quizá un poso de Sombras y niebla (Shadows and Fog; Woody Allen, 1991), algunas dosis de Antes del amanecer (Before Sunrise; Richard Linklater, 1995), la evocación de transitar por tu propia ciudad y saldrá ¿qué? Pues ni idea, pero La noche que dejó de llover (2008) podría ser algo parecido a esa combinación de nocturnidad, de tedio, de intentar alejarlo, de personajes extraños que salen al paso del protagonista, provocando encuentros casuales o en apariencia casuales, como el que depara el romance que "Spleen" (Luis Tosar) y "la rusa" (Nora Tschirner) comparten mientras deambulan y conversan por un Santiago de Compostela irreal donde no siempre llueve. El poeta de la obra valleinclanesca vive su última noche por un Madrid donde se destapan miserias, esperpento, crítica y el pesimismo del escritor gallego. Sin asumir la carga crítica del poeta olvidado Max Estrella, pero sí tomando prestado del imaginario baudelairiano la angustia vital ante la tediosa y gris monotonía que, sin previo aviso, sustituye a la novedad que deja de serlo, "Spleen" hará lo propio por su ciudad, que pretende abandonar a la mañana siguiente para instalarse en México, no como un país físico, sino como el ideal que lo aleje de su aburrimiento existencial. Este hombre de treinta y tres años, a quien le gusta etiquetarse y decir de sí mismo que es un dandi, quizá por deseo propio de hacer suya la imagen de Baudelaire, vive una existencia que pretende bohemia, pero se queda en la rutina que comparte cada noche, siempre igual, con su grupo de amigos en la taberna de los Dramáticos. Le gusta Valle-Inclán, la música de los Smiths y también siente predilección por las mujeres malas con flequillo, aunque no conoce a ninguna, hasta que acude al bar de Luna (Chete Lera) en la noche de su despedida. Allí se produce su encuentro con "la rusa", con quien abandona el local para transitar por un espacio solitario, mágico tal vez o puede que onírico -aunque, en mi caso, ni me transmite magia ni sueño-, que en ocasiones escapa del vacío para dar cabida a personajes que no desentonarían en el film de Scorsese o en el de Allen, aunque sí en la nocturnidad de Noche de vino tinto (José María Nunes, 1966) y en la obra de Valle-Inclán, pese a ser inadaptados como el poeta Estrella. La noche que dejó de llover intenta ser una película diferente y eso implica escapar del esplín cinematográfico, que lo consiga o no, cada uno ha de juzgarlo por aquello que le aporte. Hay referencias, influencias, ironía, metáfora y un mensaje que remite al sonido de las cadenas de una bicicleta que invita al viaje, al ensueño, a enfrentar ideal y terrenal. Y detrás de todo hay un cineasta que las aúna para realizar un film personal que busca identidad propia, que por momentos acaricia y logra, pero sin llegar a imponerse en su conjunto. Establece cercanía entre el público (más allá del compostelano que reconoce espacios y personajes locales) y la pareja, al tiempo que se distancia en pasajes que generan indiferencia, quizá forzada para redundar la sensación plomiza que envuelve parte del film. Esta sensación pesada me lleva a la pregunta de si es intencionada, si forma parte de aquello que Alfonso Zarauza pretende transmitir como parte del espacio humano y urbano que afecta al personaje, inicialmente atrapado en una prisión de rutina que cobra físico en su hogar y en la taberna donde sus amigos han aceptado el hastío que intentan enmascarar consumiendo alcohol, en charlas banales, que maquillan profundas, o inventando poesías que ya habrían inventado con anterioridad. Hasta ese día, "Spleen" ha sido como su apodo, pero, en ese instante de necesidad y deseo de cambio, su idea de emprender un viaje (idear un proyecto, más que cumplirlo) le abre una posibilidad de escape, como también suceden imprevistos en el bazar chino donde busca una barra de pan que pretende llevar a su madre (Mercedes Sampietro), con quien vive o de quien vive, o en la calle donde, en compañía de esa joven ucraniana, descubrirá caminos que antes habrían pasado de largo en su transitar por la decepción y la desilusión de vivir encerrado entre barrotes de lluvia, de monotonía y de gris, un encierro del que escapa esa noche que dejó de llover.

lunes, 20 de mayo de 2019

Alma en suplicio (1945)


Su inicio es una lección de cómo generar una atmósfera de cine negro: varios disparos, un cuerpo que se desploma y pronuncia su última palabra <<Mildred>>, un espejo que refleja una habitación ya vacía de humanidad, un automóvil en la nocturnidad emprende la fuga. Corte. Nos encontramos en la siguiente escena. Mildred (Joan Crawford) solitaria en la noche, caminando por el puente desde donde pretende arrojarse al agua. Quiere morir. Lo expuesto hasta ahora parece indicar que ella ha sido la autora del crimen. Las palabras que intercambia con el policía que la sorprende, la muestran nerviosa; quizá intranquila y abatida, e incluso su posterior conducta con Wally (Jack Carson), su antiguo socio y eterno pretendiente, parece redundar en la posibilidad de que ella sea la asesina. La sombra de la duda se alarga, más si cabe cuando conduce a quien posiblemente haya sido su amante hasta la casa de la playa donde minutos antes se produjeron los disparos. Allí, en la oscuridad reinante y con el cadáver todavía caliente sobre el suelo, abandona a Wally y este se ve sorprendido por dos agentes que lo detienen. Michael Curtiz todavía no ha concluido su magistral lección noir. Inserta la visita de dos policías a la lujosa mansión de la protagonista, donde deja en un segundo plano a la hija de esta, los agentes le indican que les acompañe hasta la comisaría donde segundos después aguarda a ser interrogada.


El tiempo transcurre, y Mildred se encuentra con personajes que conoce, personas relacionadas con su vida presente y pasada; posibles testigos o sospechosos de la muerte que aún no tiene explicación para el público. Tras una larga espera, durante la cual los sonidos ambientales cobran protagonismo, la heroína entra en el despacho del inspector, quien, para sorpresa de la mujer, le informa que puede irse, que ya tienen al asesino. Ella pregunta quién, y le responde que su ex-marido. El rostro de Mildred cobra una expresión distinta, como si sintiese culpabilidad por escuchar esa posibilidad. Asegura que él no ha podido ser, que es una buena persona. Entonces, se inserta el primero de los dos retrocesos temporales que dan forma a Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), inexistentes en la novela de James M. Cain en la que se basa una película que hasta ese instante se ha desmarcado por completo del original literario para ofrecer una perspectiva típica del cine negro de la época, así lo corroboran la iluminación de su fotografía, los encuadres, el uso del flashback o las influencias expresionistas.


La analepsis traslada la historia al punto de arranque del libro, nos lleva al día que Bert (Bruce Bennett) y ella se separaron. La tonalidad negra da paso a la melodramática, aunque no olvida que existe una mujer fatal en potencia, y no se trata de Mildred. Pulir o exagerar los defectos de los personajes e introducir el asesinato y los dos retrocesos que no asoman en la novela de Cain, provoca que Alma en suplicio transite entre el cine negro y la crónica del fracaso de una madre entregada en cuerpo y alma a satisfacer las demandas de sus dos hijas, sobre todo las de Veda (Ann Blyth), a quien mima y complace en exceso, más si cabe tras la muerte de la pequeña Kay, elevándola al altar del cual ya no querrá bajarse. La ha malcriado. Ha hecho de ella una materialista desmedida, consentida y ambiciosa, a quien solo preocupa el dinero y la imagen. Ese es el drama de Mildred, y cuando hace y sufre, lo sufre y hace por Veda. Así la descubrimos buscando un empleo que permita mantener las clases de música y los vestidos de su hija, de quien teme la descubra que trabaja de camarera. Cuando esto sucede, por complacerla, decide arriesgar su escasos ahorros y abrir un restaurante, apertura que implica ser emprendedora, propietaria y su encuentro con el también malcriado Monty Beragon (Zachary Scott), el cuerpo que al inicio del film se desmorona sin vida. Esto es Alma en suplicio, el alarde expositivo de un gran narrador cinematográfico, que en esta película volvía a demostrar su sobrada capacidad para hacer un tipo de cine que aunase lo comercial, fue un éxito de taquilla, el gusto por las buenas historias y su talento sintético a la hora de llevarlas a la pantalla. Todo ello fue posible gracias a su amigo Jerry Wald, quien produjo la película para Warner, sirviendo de barrera de protección entre el realizador y los jefes del estudio. Esto permitió a 
Curtiz la libertad creativa necesaria para llevar a cabo uno de sus mejores films, que si bien elimina parte de la sordidez de la historia de Cain, no pierde el pulso al sombrío espacio humano donde Mildred se convierte en víctima, pero también en culpable no solo de fomentar el desequilibrio de su hija, sino de utilizar cualquier medio que se ponga a su alcance para ofrecerle cuanto aquella desea, incluso llegando a proponer a la víctima del inicio un matrimonio que explicaría el contundente arranque del film, una excusa cinematográfica que atrapa y que introduce en la historia que el cineasta de origen húngaro pretenden contar y cuenta con la maestría de un “cuentapelículas” de cine.

domingo, 19 de mayo de 2019

Juha (1999)



Algunas veces me planteo si somos una sociedad que fomenta, acata y vive en la cultura 451, o quizás debería adaptarme a los tiempos que corren y llamarla cultura del GIF. Me digo que no quemamos libros, que directamente los ignoramos. Que no sabemos que existen, ni nos molestamos en saber que existen. Que dejamos que imprescindibles de la literatura y del pensamiento humano se pierdan en el olvido, y que lo mismo hacemos con las películas que hicieron del cine un medio de expresión, divulgación, entretenimiento y reflexión. Que preferimos la seducción de las formas llamativas, aunque estén vacías, de las frases hechas que solo hablan en la superficie y de imágenes que se repiten y nosotros elevamos a los altares del no va más cuando las aplaudimos, sometidos con alegría grupal al consumo de lo instantáneo y de lo masivo, a las modas que alabamos mientras presumimos -sin ser conscientes- de nuestro desconocimiento, de nuestra desmemoria y desinterés. Tampoco me llevo a engaño ni me arrastra la desilusión, y concluyo que siempre ha sido así, al menos desde que existe el arte, y no es una cuestión de esta o de aquella época, cada una con sus propias particularidades. De modo que esto que escribo alarmante, quizá haya quien diga altisonante, podría no serlo gracias a que siempre hubo, hay y habrá "guerrilleros" e "infiltrados" entre los creadores y los consumidores, rebeldes de la mirada establecida y de las artes, hombres y mujeres que se salen de la norma, que no olvidan que antes del hoy hubo un ayer, y después, habrá un mañana, pero que son conscientes de que viven en el presente, el cual interpretan y durante el cual crean su pensamiento crítico-constructivo. Son individuos que se desmarcan e intentan dar un paso adelante, un paso que invita al optimismo, aunque a menudo dicho paso conlleve el caer mal en su presente o ser incomprendido; da igual, ambas opciones condenan a ser minoritario. No importa qué hagan, lo probable es que sean ignorados, cuando no rechazados por esa mayoría que mira hacia otro lado o se incomoda ante algo que sabe distinto y personal. Ese algo puede desorientar, porque, alejarse de los márgenes establecidos, exige actitud, abierta y tolerante, y actividad cerebral y emocional por parte de quien lo consume, y ese alejamiento es el que siempre ofrece Aki Kaurismäki en sus películas, ya que estas nacen de su interpretación del cine y de la realidad que nos señala en sus propuestas cinematográficas, que pueden gustar o no; quizá esa sea la cuestión, la de conseguir una reacción que nos aleje de la apatía y del conformismo, que nos distancie de dos actitudes que podrían ser la misma.


Nadie puede negar que la obra del cineasta finlandés es distinta y con Juha (1999) volvió a demostrarlo. Al tiempo que se distancia de lo establecido, Juha corrobora algo que ya se sabía en la época de Griffith, Lang y Murnau: que el cine visual es universal y no entiende de idiomas ni de fronteras, entiende de sentimientos y de emociones, de humor y drama, de sueños y de pesadillas. Griffith, LangMurnau y otros como ellos, lo sabían y lo demostraron una y otra vez. Kaurismäki establece conexión con aquellos maestros del pasado y les rinde homenaje en esta película muda cuyo fondo musical acompaña en todo momento a las imágenes -como haría la música en directo en las salas cinematográficas silentes-. Pero no por su intención de homenajear, Juha pierde la esencia de su responsable, ni desaparecen sus lacónicos y silenciosos personajes, ya que, en esta ocasión, se vuelven más silenciosos que nunca. Nombré tres autores porque encuentro referencias a su cine: el melodrama del primero, la esclavitud y la torre urbana que remiten a Metrópolis (1926) y, sobre todo, encuentro en Amanecer (Sunrise, 1927) una oposición que también establece el film de Kaurismäki, el enfrentamiento entre campo y ciudad, espacio este último idealizado por Marjaa (Kati Outinen). Sin embargo, para el cineasta finlandés no hay finales felices, hay humor, muy negro, y drama que remite a la imposibilidad de sus antihéroes. Hay realidad, adulterada por su mirada irónica y rebelde, una mirada que muestra un espacio deshumanizado donde, engañada y deseosa de amor y libertad, Marja vive su encierro tras abandonar a Juha (Sakari Kousmanen), su marido, y fugarse con Shemeikka (André Wilms) -personaje que conduce el descapotable que homenajea de manera explícita a Douglas Sirk-. No hay sonido que exprese el dolor, salvo en los golpes de puertas o cuando Juha afila su hacha decidido a recuperar a la mujer que ama. Tampoco hay voces alegres ni tristes, salvo la voz de una canción que Marja escucha durante su cautiverio, obligada y resistiéndose a prostituirse por ese hombre que ha obtenido lo que buscaba en ella: sexo. La historia de amor, no lo es, es una historia de liberación sin liberación, una historia de huir al cielo y caer en el infierno, una historia de pérdida y de una ligera y dudosa esperanza, que nace en la figura de un bebé y en el sacrificio de un marido que, en la soledad del abandono, no puede olvidar al único ser que ha querido, la única persona que le importa, pero a quién no ha sabido comunicar ese sentimiento. Ella actúa guiada por su necesidad de romper las cadenas que la someten a una vida que la ahoga, ella recoge una col que deshoja y cuya cabeza eleva cual Hamlet shakeaspeariano para decir sin pronunciar <<ser o no ser>, y decidir ser, como corrobora su carta de adiós donde expresa que <<...aquí mi corazón se encoje. No puedo respirar...>>, y se despide con un no me sigas. Su liberación solo dura un instante durante el cual los amantes fugitivos se detienen a la orilla de una corriente fluvial donde se confirman nuevos homenajes (Renoir y Buñuel) y donde se libera la carnalidad de Marja, para poco después confirmarnos visualmente la sospecha generada por la música que introdujo al personaje de Shemeikka. Ahí comprendemos que el destino de Marja no será la liberación, sino el caer en las manos de un hombre que la esclaviza hasta que Juha, machete en mano, asume que debe ser él quien la libere del presente y del pasado.

sábado, 18 de mayo de 2019

La caza (1965)


La década de 1960 fue testigo del nacimiento de El cochecito (Marco Ferreri, 1960), Viridiana (Luis Buñuel, 1961), las berlanguianas Plácido (1961) y El verdugo (1963), Nunca pasa nada (Juan Antonio Bardem, 1963), El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964), ambas de 
Fernando Fernán Gómez, y El camino (Ana Mariscal, 1963), y, aunque resultaba en extremo complicado realizar cine personal y películas que reflejasen realidades humanas y sociales de la época, las hubo y es, quizá, hasta la fecha, el decenio más brillante y creativo de la cinematografía española. A los nombres de Buñuel, en un retorno tan breve como magistral y contundente, Berlanga o Fernán Gómez se unían los miembros del "nuevo cine", cuya punta de lanza la encontramos en Carlos Saura y Los golfos (1959). Durante aquellos años vieron luz La tía Tula (Miguel Picazo, 1963), Young Sánchez (Mario Camus, 1963), La busca (Angelino Fons, 1966) o Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1965), apareció El buen amor (1963) de la mano de Francisco Regueiro, Manuel Summers pintaba Del rosa... al amarillo (1963) y en Barcelona despertaba la Escuela de los Jordá, Esteva o Portabella. Fue en ese decenio cuando Saura se encontró con el productor Elías Querejeta y pudo realizar su famosa parábola cinematográfica sobre la violencia humana y sobre el pasado que ahoga el presente de un país donde el cine, al igual que otros medios, se las tenía que ver con la censura, que, en este caso concreto, sin ser consciente de lo pretendido por el cineasta aragonés, se detuvo en prohibir el empleo de "guerra civil" y en eliminar "del conejo" del título inicialmente propuesto. Gracias a la ignorancia censora, La caza (1965) obtuvo un título más afortunado, mas fuera uno u otro, continuaría siendo una de las aportaciones más representativas y conocidas de ese periodo de esplendor, sí, de esplendor, y no exagero, porque, omitiendo el cine de consumo de la época -existente en cualquier época y cinematografía-, las películas que lo componen son grandes obras, cuando no maestras. El film de Saura transcurre en una sola jornada de cacería y, metáfora aparte, tiene la virtud de disfrutarse como un instante cinematográfico de tensión creciente, imparable, en un espacio abierto, pero opresivo, donde el calor, mucho calor, remite al ambiente humano que se caldea y que a nosotros nos quema al observarlo a través de la más que cálida, abrasadora fotografía en blanco y negro de José Luis Cuadrado. <<Nos estamos asando vivos, aquí encerrados>>, dice Jose (Ismael Merlo), pues eso es lo que nos trasmite, brasas y encierro, brasas que todavía arden en el interior de los protagonistas y el encierro en el que viven, y del cual no pueden huir, salvo quizá Quique (Emilio Gutiérrez Caba), pero esta sería otra historia por venir. La caza es al tiempo física y anímica, abstracta y telúrica, juega con el realismo de sus imágenes, con el predominio de los planos cortos, para alcanzar el subjetivo: la mirada de Saura. Para ello el espacio resulta fundamental, los rostros y cuerpos sudorosos que la cámara recorre mientras se insertan pensamientos y sueños, quizá pesadillas; la carga y descarga de las armas que se disparan, la metáfora de la caza del conejo que remite a la violencia del hombre sobre el hombre, a la humillación del fuerte sobre el débil, y a la rebelión de este, a la sumisión del criado frente al amo, caso de Juan, el vigilante ante la presencia de los cuatro cazadores. Los sonidos de la naturaleza, la música de la radio, las voces de los pensamientos humanos, el paisaje desolado y las rocas agujereadas por la metralla de una guerra que no puede ser pronunciada, el esqueleto del soldado que Jose muestra a Paco (Alfredo Mayo), las lecturas futuristas con las que Luis (José María Prada) se evade e identifica con el presente, el uso de la fotografía y del montaje, agudizan la sensación de claustrofobia, salvajismo, primitivismo y rabia que anidan en el interior de los tres personajes que comparten un pasado común y una sensación incómoda, de malestar, de desvarío que se adueña del lugar por donde caminan o descansan, un espacio árido en verano y blanco en invierno, pero siempre inhóspito, que va calando en ellos, o puede que sea al contrario, de igual modo que lo hace el alcohol, los recuerdos del pasado y los recelos que despiertan en ese ahora común, que no comparten, un ahora de cacería que posibilita este crudo, furioso y pesimista estudio de la naturaleza humana.