viernes, 31 de mayo de 2019
Mirando hacia atrás con ira (1959)
jueves, 30 de mayo de 2019
Un americano de Roma (1954)
miércoles, 29 de mayo de 2019
El grito (1978)
¿Qué quiere decirme esta o aquella película o qué interpreto que quiere decirme? Es una pregunta tan válida como otra cualquiera para iniciar el comentario sobre un film que pretenda decir algo. Pero a veces cuesta encontrar una respuesta lógica o satisfactoria, y El grito (The Shout, 1978) se aleja de la coherencia para decantarse por una postura transgresora que la aleja de lo convencional y la adentra por una senda que, salpicada de personajes a cada cual más extraño y de sonidos y espacios opresivos, apunta desconcierto y desolación. ¿Es esto lo que quiso Jerzy Skolimowski? El cineasta polaco consiguió que su primera película inglesa, en la que adaptaba el relato homónimo de Robert Graves, deambulase entre la cordura y el desequilibrio, entre los límites de lo posible y la pesadilla que se hace más y más física a medida que la narración de Charles Crossley (Alan Bates) nos sumerge en la incomodidad de imágenes que al tiempo generan atracción y rechazo, posiblemente una lucha de opuestos reflejo de la experimentada por el matrimonio Fielding en su relación con Crossley. En un primer momento, me veo incapaz de definir qué presencio y, salvo el inicio y el final, que cierran un círculo ausente en el relato literario, la visualización del pasado que surge de la conversación entre Crossley y Robert Graves (Tim Curry) trae consigo la duda de si cuanto sucede en la pantalla se encuentra en la mente del primero, encierra veracidad o simboliza una idea que escapa a mi comprensión. Su relato se desarrolla durante el partido de cricket que se celebra en el campo del sanatorio psiquiátrico donde el autor de Yo, Claudio se convierte en un personaje cinematográfico más. Años después, volvería a asomar en la pantalla en Regeneration (Gillies MacKinnon, 1997), pero, a diferencia del film de MacKinnon, en el de Skolimowski la presencia del escritor adquiere relevancia significativa. Es el oyente de la fantasía, de la realidad o de la verdad adulterada por el recuerdo de un paciente a quien se supone ha perdido el juicio y asesinado a sus hijos. Graves es la conexión visible que la película establece con el público, y este asume e interpreta aquello que escucha y ve a través de él, y quizá lo haga igual de perplejo. Inicialmente, el escritor no tiene dudas, pero, a medida que avanzan los minutos, pierde seguridad respecto a lo que oye. No sabe qué pensar: si aceptar o no las palabras del paciente que asegura poseer el "grito del terror" que le fue concedido durante su larga estancia en una tribu de aborígenes australianos. Que Graves asome por la pantalla quizá sea lo único que tenga lógica aparente en el film, pues él es el narrador del relato literario que el realizador de Trabajo clandestino (Moonlighning, 1982) filmó más perturbador y abstracto que las lineas narrativas. Skolimowski rompe formas y borra los límites entre lo real y lo irreal; desdibuja dicha frontera y accede a un espacio inclasificable, puede que metafísico, seguro que inhóspito, misterioso y contradictorio, que potencia la sospecha, que no certeza, de que estamos escuchando y contemplando la alteración de Crossley como parte del rechazo del propio cineasta a lo convencional -a la apatía, al vacío y a la sumisión del cine de su época- que individualiza en los Fielding. Crossley habla de la relación de temor, deseo y sometimiento que estableció con la pareja, Anthony (John Hurt) y Rachel (Susannah York), y nosotros observamos atracción-rechazo y la ruptura de la cotidianidad de un matrimonio que vive en la aceptación de su fría monotonía, que el protagonista amenaza destruir con su desconcertante, inexpresiva y dominante presencia.
martes, 28 de mayo de 2019
Se acabó el negocio (1964)
Farsante, embaucador y sin escrúpulos, Antonio (Ugo Tognazzi) utiliza a Maria (Annie Girardot) cual objeto de su posesión. Lo que ella sienta o necesite poco le importa. A este empresario de medio pelo solo le interesa el negocio que le proporciona la anomalía capilar que cubre el rostro y el cuerpo de la mujer que descubre mientras sacia su apetito en la cocina de un asilo de mendigos. Ella esconde su rostro y él le dice que tampoco es para tanto, que su diferencia apenas se nota, pero, una cosa es lo que expresa y otra lo que silencia, así que no duda en convencerla para exhibirla en un espectáculo que la denigra o para alquilarla como objeto de un estudio científico íntimo. En este punto ella no transige y regresa al asilo y, ante el miedo a perder su fuente de ingresos, él va en su busca y asume que, para recuperla, no le queda otra que casarse. Antonio es el monstruo inmoral de la farsa propuesta en Se acabó el negocio (La donna scimmia, 1964), pero no el monstruo con mayúsculas. Dicho papel recae en la sociedad que levanta una prisión invisible alrededor de los personajes, a quienes empuja hacia donde no desean ir, les roba la supuesta facultad de elegir; les impone ideas y les exige cumplirlas. Como mujer de su época -la Italia de la primera mitad de la década de 1960-, a Maria le han inculcado el ser esposa y madre. Ese es su objetivo y hacia él camina y hará caminar a Antonio. En Se acabó el negocio no se trata de mostrar el tópico "la belleza está en el interior". Para Marco Ferreri y su guionista Rafael Azcona no hay interior bello, digamos perfecto, al menos no existe un interior sin sus zonas grises, de modo que sus victimas de la vida intentan sobrevivir con aquello que encuentran a mano, y de ahí que, aunque reticentes, acepten casarse con una anciana para conseguir un pisito o envenenen a la familia para continuar saboreando la dignidad perdida, que idealizan en un cochecito. Lo mismo vale para Antonio, al tiempo víctima y verdugo, quien, para continuar obteniendo beneficios, decide casarse con una mujer que (inicialmente) solo contempla como la atracción de feria que le proporciona bienestar económico. Los personajes de Azcona y Ferreri, y de distinta manera los de Azcona y Berlanga, son prisioneros de necesidades propias, pero sobre todo lo son de las generadas por las exigencias del entorno social, donde la familia, el matrimonio, la burocracia y cualquier tipo de institución se transforman en agentes que impiden la libre elección del individuo. En definitiva, se encuentra atrapados, cuando no imposibilitados, dentro del orden social que esconde su monstruosidad en las falsas apariencias, aunque estas no evitan que se hagan visibles en la malsana curiosidad de quienes se congregan para ver y tocar a Maria en su jaula, en la perversión del profesor que pretende alquilarla para satisfacer su deseo carnal, en la ambición del empresario teatral que busca sacar partido, en la actitud del médico que afirma que el bebé que espera Maria será un monstruo, en el museo donde se exhibe el cuerpo embalsamado, en la superioridad burlona que asume la multitud que sale al encuentro de la mujer "simio", recién casada, vestida de novia, entonando la canción indicada por su marido y dejando que las lágrimas resbalen por sus mejillas. ¿Pero son lágrimas de felicidad por haber logrado su objetivo o de infelicidad ante la crueldad humana? Es un mundo de extrema crudeza, insolidario, en el que si bien parece que Maria no puede alcanzar su meta -aquella impuesta por el orden social-, lo logra cuando domestica a Antonio y consigue hacer de él un esposo y, bajo amenaza de pedir la anulación matrimonial, en el amante que acepta compartir el lecho donde poco a poco su grotesca personalidad se somete a la de su mujer, que ha pasado de ser su objeto a ser el sujeto que lo condiciona y transforma en un hombre que se encuentra perdido sin ella.
domingo, 26 de mayo de 2019
Roma, a las 11 (1951)
Arroz amargo (Riso amaro, 1949) es la película más popular de Giuseppe De Santis, también es la que el público actual reconoce como su gran aportación al neorrealismo y, sin embargo, dista de ser su mejor obra neorrealista. Quizá y sin quizá, tal honor recae en Roma, ore 11 (1951), una obra maestra del neorrealismo y del humanismo que reúne múltiples realidades, las de cada una de las mujeres que son el corazón de una película coral que nunca pierde de vista aquello que pretende mostrar. Da igual en quien recaiga la atención, cuando abandona a un personaje para centrarse en otro, en todo momento, De Santis tuvo claro a dónde quería llegar y por donde transitar para lograrlo. Lo hizo por los rostros y las voces de sus protagonistas femeninas, pero también de los familiares, de los periodistas que acuden al lugar del siniestro o al hospital a la caza de la noticia o de los señalados que eluden responsabilidades mientras Luciana (Carla Del Poggio) siente culpabilidad, aunque únicamente es víctima de la precariedad económica y laboral del momento y de su necesidad de liberarse de la miseria en la que vive. Los espacios de Roma, ore 11 -las calles, la escalera, la oficina donde realizan la prueba laboral o el hospital- reúnen distintas vidas, ilusiones, decepciones y dramas, tantas como el número de mujeres que, al inicio, se acercan al inmueble donde, entre esperanzadas y alteradas, aguardan y sufren las consecuencias de su espera. Es un solo puesto de mecanógrafa y ellas son muchas, tantas que la escalera del viejo edificio no aguanta el desorden que se desata después de que, desesperada, Luciana se cuele para hacer la entrevista laboral de la que depende su presente y el de su marido (Massimo Girotti), que lleva seis meses recorriendo las canteras en busca de un trabajo que no encuentra. Los primeros instantes de Roma, ore 11 muestran diferentes páginas de jornales que informan sobre el derrumbe de la escalera de un edificio en Via Savoia, un hecho real que en 1951 supuso decenas de heridas y una victima mortal. Pero a De Santis y a sus guionistas, entre ellos Cesare Zavattini, que ya había colaborado con el realizador en Caza trágica (Caccia tragica, 1946), no les interesó tanto el señalar posibles responsables como el exponer los distintos dramas humanos que se viven antes y después del accidente. Les interesaron las personas, esas casi doscientas mujeres que aguardan, hablan, se preguntan y preguntan, expresen dudas y, sobre todo, intenten encontrar una solución que les posibilite vidas dignas. Son Simona (Lucia Bosé), Caterina (Lea Padovani), Luciana, Angelina (Delia Scala), Adriana (Elena Varzi) o Gianna (Eva Vanicela), mujeres de distinta condición y en diferente situación, pero que ven en ese puesto laboral la oportunidad de su liberación. El paro es en apariencia el problema planteado en Roma, ore 11, pero tras este descubrimos la necesidad de liberarse: de un entorno burgués clasista y opresivo (Simone), de la prostitución (Caterina), de malvivir un padre y cuatro hijos de la mísera pensión paterna (Giorgeta), del desengaño amoroso que obligó a Adriana a dejar su anterior trabajo, de la amenaza de desahucio que Gianna escucha de su madre cuando hablan en el centro sanitario donde les informan que tendrán que pagar por las atenciones médicas, de la servidumbre de la que Angelina pretende huir y que otra de las chicas acepta para no retornar al pueblo que abandonó en busca de una vida mejor. El film de De Santis equilibra las distintas situaciones y el amplio abanico de personajes sin que ni las unas ni los otros pierdan su esencia, ni se desdibujen los diferentes motivos que han llevado a tantas mujeres a las escaleras de la espera y de la imposibilidad que se cierne sobre algunas. Es un día que apunta derrota, ilusiones, necesidades y luchas diarias de existencias humanas que seguirán caminos separados; algunos se abren optimistas -el de Clara (Irene Galter), que ha encontrado el amor en un instante de dolor-, otros pesimistas -la realidad a la que regresa Caterina- y otros ya imposibles como el de Cornelia (Maria Grazia Francia), la víctima mortal que Luciana no puede olvidar -se culpa de la catástrofe- y, como consecuencia, se hunde en la desesperación que la sitúa al borde mismo del suicidio.
viernes, 24 de mayo de 2019
Juventud perdida (1948)
jueves, 23 de mayo de 2019
Memorias de África (1985)
Por momentos, esta decisión de distanciarse de lo terrenal para acceder al cielo —al intangible donde se desarrollan los amores indestructibles de las grandes películas de Frank Borzage— deriva en la superficialidad que James Cameron llevaría a su extremo cursi, y ridículo, en Titanic (1997). De haberlas visto, sería más que probable que ambas películas revolviesen las tripas de Miller, igual que sus memorias revolverían la de otros. Lo que está claro es que tanto el film de Cameron como el de Sydney Pollack surgen de recuerdos de dos mujeres que vivieron amores que no pueden olvidar en su presente, o quizá sí los hayan olvidado, al menos la parte real que, con el paso del tiempo, han adornado en sus pensamientos, desde los cuales introducen las historias que narran. Pero aun siendo sensiblera y engañosa, a diferencia de Titanic, Memorias de África se mantiene fiel al marco que establece desde su inicio: la idealización de su protagonista, cuya voz rememora una y otra vez que <<tenía una granja en África...>>, aunque, si cambiamos algunos detalles del paisaje y de sus gentes, su granja bien podría ubicarse en China o en Marte, pues esa granja solo existe como el abstracto al que se aferra, aquel que recuerda como el momento de su liberación, de formar parte de un algo que considera suyo, puede que por primera vez, un algo que le permite escapar de la rutina, de las barreras de su época, y posibilita el amor que idealiza en Dennis (Robert Redford), con quien mantiene una relación intermitente que ella desea retener y mantener sin separaciones del amado que le descubre aspectos de la vida que ignoraba hasta entonces. Dennis es el puente que permite el paso del mundo real a la ensoñación que se va apoderando de la pantalla a lo largo de las dos horas y media que Pollack rellena solo en su superficie, con la hermosa fotografía de Kenya, con la partitura musical de John Barry y con una historia de amor que no esconde su falta de aquello que Miller llamó la sal de los clásicos: su honestidad. Puede que exista un algo mágico, estimulante, emocional en la película que a mí se me escapa, quizá si Dennis hubiera sobrevivido nos contaría algo distinto, algo quizá más cercano a lo expuesto por David Lean en Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), aventura colonial en la que espacio, música, fotografía y personajes se encuentran al servicio del tema que el cineasta británico pretende contar, lo cual nos ofrece la sensación de vida y de que cuanto narra solo podría acontecer en suelo hindú, y nunca en otro lugar.
miércoles, 22 de mayo de 2019
Sin piedad (1948)
Bajo el deslumbrante brillo de algunos de los títulos más representativos del neorrealismo italiano, se descubren otras películas imprescindibles, algunas conocidas, otras a la espera de ser rescatadas del olvido actual, pero todas ellas guardan en común la intención de mostrar la realidad, no como un espacio exclusivamente físico, sino parte de realidades humanas, espirituales, individuales o colectivas que se encuentra en escenarios naturales, urbanos o rurales, donde descubrimos a hombres y mujeres frente a las circunstancias de su presente, de guerra o de paz, un ahora en el que luchan por sobrevivir. Con variantes personales, según el caso y el realizador, la intención neorrealista era similar, aunque no lo fueron los géneros empleados para llevarla a cabo. Paisà (1946) asume el bélico para documentar seis etapas de la Segunda Guerra Mundial a lo largo de Italia y de cómo el conflicto afecta a distintos personajes; Vivir en paz (Vivace in pace, 1947) se desarrolla en un pequeño pueblo de montaña y escoge la comedia para desarrollar su drama humano; Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; 1948) deambula por Roma en busca del medio que permita la supervivencia de la familia y de la dignidad de los desamparados representados en padre e hijo; Arroz amargo (Riso amaro, 1949) encuentra su excusa en las trabajadoras de los arrozales de Vercelli para desatar el melodrama donde, más que nada, luce el erotismo de Silvana Mangano; Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) desciende a la marginalidad de los suburbios milaneses para, desde lo más bajo, ascender a la fantasía de un mundo donde los oprimidos dejen de serlo, mientras, El bandido (Il bandito, 1946) y Sin piedad (Senza pietà, 1948) se decantan por transitar la senda de la criminalidad donde el dinero fácil asume importancia capital. Estos últimos son, quizá, los títulos más desconocidos entre los nombrados, pero no desmerecen respecto al momento cinematográfico en los que fueron realizados. Además, Sin piedad tiene la particularidad de inaugurar oficialmente la relación profesional de Federico Fellini y Tulio Pinelli, por aquel entonces guionistas bajo contrato en Lux Films -productora donde trabajaban Carlo Ponti y Dino de Laurentiis-, y de ofrecer el primer papel acreditado a Giulietta Masina, sin olvidar que, probablemente, fue el film que plantó la semilla de la asociación de Fellini y Lattuada, la cual germinaría en una pequeña cooperativa cinematográfica -que también contó con la participación de Massina y Carla Del Poggio- cuyo fruto Luces de variedades (1950) significó el debut en la dirección del responsable de La strada (1954). Más que nada, esto lo escribo como anécdota, lo que me interesa señalar es la figura que rompe barreras raciales y conecta Paisà, Vivir en paz y Sin piedad. Se trata del soldado afroestadounidense, que asume importancia ascendente con el paso de cada una de estas películas. En la de Roberto Rossellini adquiere protagonismo en el segundo episodio, en el que comparte amistad con un niño napolitano, en la de Luigi Zampa se erige en el "culpable" de la alegría fraternal que aviva el jolgorio en un pueblo temeroso ante la amenaza del invasor y en la de Lattuada es el co-protagonista de un amor interracial, imposible en un mundo caótico de posguerra, de ambición, de inmoralidad y criminalidad. De modo que no se trata de una imposibilidad nacida de distintas tonalidades cutáneas, sino del propio espacio humano, deshumanizado en todo caso, donde la inocencia de la pareja apenas sobrevive en una huida simbólica que conduce al abismo donde las manos de Angela (Carla del Poggio) y Jerry (John Kitzmiller) se acarician para corroborar un amor que la vida misma les impide. Sin piedad transita por los bajos fondos y por los muelles de Livorno durante la posguerra, un lugar y un tiempo perfecto para el mercado negro y para desarrollar esta propuesta que transita entre el melodrama, el cine negro y el realismo poético con el que Lattuada detalla la humanidad reducida a la ambición de dinero fácil, simplificación que margina y condena sin piedad a sus dos protagonistas. Sin piedad nos descubre las playas donde se desembarca la mercancía ilegal o donde, por un millón de liras, Marcella (Giulietta Masina) acaricia el sueño americano, imposible para los protagonistas, así como los locales de alterne, el centro de detención del cual Jerry logra escapar, el crimen organizado o la constante presencia de soldados estadounidenses; pero el film de Lattuada se centra en la pareja, que sufre la degradación y el despojo de la esperanza que se descubre dibujada en la inocencia de Angela cuando, al inicio del film, viaja de polizonte en el tren que, en apariencia símbolo del viaje al renacer, la conduce al infierno portuario donde pretende reunirse con su hermano e iniciar una vida que cumpla la promesa de tiempos mejores que los dejados atrás. Pero estos nuevos tiempos se oscurecen desde el primer instante, cuando observa una persecución en la distancia, que se aproxima más y más, hasta que alcanza el vagón donde ella viaja y es testigo de los disparos que abaten a Jerry; es su primer encuentro y, durante el mismo, sin ser conscientes, unen sus destinos para compartir su fatalidad.
martes, 21 de mayo de 2019
La noche que dejó de llover (2008)
Introdúzcase en una coctelera cinematográfica tenues haces de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, líneas de Baudelaire, una pizca de alucinación de ¡Jo, qué noche! (After Hours; Martin Scorsese, 1985), quizá un poso de Sombras y niebla (Shadows and Fog; Woody Allen, 1991), algunas dosis de Antes del amanecer (Before Sunrise; Richard Linklater, 1995), la evocación de transitar por tu propia ciudad y saldrá ¿qué? Pues ni idea, pero La noche que dejó de llover (2008) podría ser algo parecido a esa combinación de nocturnidad, de tedio, de intentar alejarlo, de personajes extraños que salen al paso del protagonista, provocando encuentros casuales o en apariencia casuales, como el que depara el romance que "Spleen" (Luis Tosar) y "la rusa" (Nora Tschirner) comparten mientras deambulan y conversan por un Santiago de Compostela irreal donde no siempre llueve. El poeta de la obra valleinclanesca vive su última noche por un Madrid donde se destapan miserias, esperpento, crítica y el pesimismo del escritor gallego. Sin asumir la carga crítica del poeta olvidado Max Estrella, pero sí tomando prestado del imaginario baudelairiano la angustia vital ante la tediosa y gris monotonía que, sin previo aviso, sustituye a la novedad que deja de serlo, "Spleen" hará lo propio por su ciudad, que pretende abandonar a la mañana siguiente para instalarse en México, no como un país físico, sino como el ideal que lo aleje de su aburrimiento existencial. Este hombre de treinta y tres años, a quien le gusta etiquetarse y decir de sí mismo que es un dandi, quizá por deseo propio de hacer suya la imagen de Baudelaire, vive una existencia que pretende bohemia, pero se queda en la rutina que comparte cada noche, siempre igual, con su grupo de amigos en la taberna de los Dramáticos. Le gusta Valle-Inclán, la música de los Smiths y también siente predilección por las mujeres malas con flequillo, aunque no conoce a ninguna, hasta que acude al bar de Luna (Chete Lera) en la noche de su despedida. Allí se produce su encuentro con "la rusa", con quien abandona el local para transitar por un espacio solitario, mágico tal vez o puede que onírico -aunque, en mi caso, ni me transmite magia ni sueño-, que en ocasiones escapa del vacío para dar cabida a personajes que no desentonarían en el film de Scorsese o en el de Allen, aunque sí en la nocturnidad de Noche de vino tinto (José María Nunes, 1966) y en la obra de Valle-Inclán, pese a ser inadaptados como el poeta Estrella. La noche que dejó de llover intenta ser una película diferente y eso implica escapar del esplín cinematográfico, que lo consiga o no, cada uno ha de juzgarlo por aquello que le aporte. Hay referencias, influencias, ironía, metáfora y un mensaje que remite al sonido de las cadenas de una bicicleta que invita al viaje, al ensueño, a enfrentar ideal y terrenal. Y detrás de todo hay un cineasta que las aúna para realizar un film personal que busca identidad propia, que por momentos acaricia y logra, pero sin llegar a imponerse en su conjunto. Establece cercanía entre el público (más allá del compostelano que reconoce espacios y personajes locales) y la pareja, al tiempo que se distancia en pasajes que generan indiferencia, quizá forzada para redundar la sensación plomiza que envuelve parte del film. Esta sensación pesada me lleva a la pregunta de si es intencionada, si forma parte de aquello que Alfonso Zarauza pretende transmitir como parte del espacio humano y urbano que afecta al personaje, inicialmente atrapado en una prisión de rutina que cobra físico en su hogar y en la taberna donde sus amigos han aceptado el hastío que intentan enmascarar consumiendo alcohol, en charlas banales, que maquillan profundas, o inventando poesías que ya habrían inventado con anterioridad. Hasta ese día, "Spleen" ha sido como su apodo, pero, en ese instante de necesidad y deseo de cambio, su idea de emprender un viaje (idear un proyecto, más que cumplirlo) le abre una posibilidad de escape, como también suceden imprevistos en el bazar chino donde busca una barra de pan que pretende llevar a su madre (Mercedes Sampietro), con quien vive o de quien vive, o en la calle donde, en compañía de esa joven ucraniana, descubrirá caminos que antes habrían pasado de largo en su transitar por la decepción y la desilusión de vivir encerrado entre barrotes de lluvia, de monotonía y de gris, un encierro del que escapa esa noche que dejó de llover.
lunes, 20 de mayo de 2019
Alma en suplicio (1945)
domingo, 19 de mayo de 2019
Juha (1999)
Nadie puede negar que la obra del cineasta finlandés es distinta y con Juha (1999) volvió a demostrarlo. Al tiempo que se distancia de lo establecido, Juha corrobora algo que ya se sabía en la época de Griffith, Lang y Murnau: que el cine visual es universal y no entiende de idiomas ni de fronteras, entiende de sentimientos y de emociones, de humor y drama, de sueños y de pesadillas. Griffith, Lang, Murnau y otros como ellos, lo sabían y lo demostraron una y otra vez. Kaurismäki establece conexión con aquellos maestros del pasado y les rinde homenaje en esta película muda cuyo fondo musical acompaña en todo momento a las imágenes -como haría la música en directo en las salas cinematográficas silentes-. Pero no por su intención de homenajear, Juha pierde la esencia de su responsable, ni desaparecen sus lacónicos y silenciosos personajes, ya que, en esta ocasión, se vuelven más silenciosos que nunca. Nombré tres autores porque encuentro referencias a su cine: el melodrama del primero, la esclavitud y la torre urbana que remiten a Metrópolis (1926) y, sobre todo, encuentro en Amanecer (Sunrise, 1927) una oposición que también establece el film de Kaurismäki, el enfrentamiento entre campo y ciudad, espacio este último idealizado por Marjaa (Kati Outinen). Sin embargo, para el cineasta finlandés no hay finales felices, hay humor, muy negro, y drama que remite a la imposibilidad de sus antihéroes. Hay realidad, adulterada por su mirada irónica y rebelde, una mirada que muestra un espacio deshumanizado donde, engañada y deseosa de amor y libertad, Marja vive su encierro tras abandonar a Juha (Sakari Kousmanen), su marido, y fugarse con Shemeikka (André Wilms) -personaje que conduce el descapotable que homenajea de manera explícita a Douglas Sirk-. No hay sonido que exprese el dolor, salvo en los golpes de puertas o cuando Juha afila su hacha decidido a recuperar a la mujer que ama. Tampoco hay voces alegres ni tristes, salvo la voz de una canción que Marja escucha durante su cautiverio, obligada y resistiéndose a prostituirse por ese hombre que ha obtenido lo que buscaba en ella: sexo. La historia de amor, no lo es, es una historia de liberación sin liberación, una historia de huir al cielo y caer en el infierno, una historia de pérdida y de una ligera y dudosa esperanza, que nace en la figura de un bebé y en el sacrificio de un marido que, en la soledad del abandono, no puede olvidar al único ser que ha querido, la única persona que le importa, pero a quién no ha sabido comunicar ese sentimiento. Ella actúa guiada por su necesidad de romper las cadenas que la someten a una vida que la ahoga, ella recoge una col que deshoja y cuya cabeza eleva cual Hamlet shakeaspeariano para decir sin pronunciar <<ser o no ser>, y decidir ser, como corrobora su carta de adiós donde expresa que <<...aquí mi corazón se encoje. No puedo respirar...>>, y se despide con un no me sigas. Su liberación solo dura un instante durante el cual los amantes fugitivos se detienen a la orilla de una corriente fluvial donde se confirman nuevos homenajes (Renoir y Buñuel) y donde se libera la carnalidad de Marja, para poco después confirmarnos visualmente la sospecha generada por la música que introdujo al personaje de Shemeikka. Ahí comprendemos que el destino de Marja no será la liberación, sino el caer en las manos de un hombre que la esclaviza hasta que Juha, machete en mano, asume que debe ser él quien la libere del presente y del pasado.