Su inicio es una lección de cómo generar una atmósfera de cine negro: varios disparos, un cuerpo que se desploma y pronuncia su última palabra <<Mildred>>, un espejo que refleja una habitación ya vacía de humanidad, un automóvil en la nocturnidad emprende la fuga. Corte. Nos encontramos en la siguiente escena. Mildred (Joan Crawford) solitaria en la noche, caminando por el puente desde donde pretende arrojarse al agua. Quiere morir. Lo expuesto hasta ahora parece indicar que ella ha sido la autora del crimen. Las palabras que intercambia con el policía que la sorprende, la muestran nerviosa; quizá intranquila y abatida, e incluso su posterior conducta con Wally (Jack Carson), su antiguo socio y eterno pretendiente, parece redundar en la posibilidad de que ella sea la asesina. La sombra de la duda se alarga, más si cabe cuando conduce a quien posiblemente haya sido su amante hasta la casa de la playa donde minutos antes se produjeron los disparos. Allí, en la oscuridad reinante y con el cadáver todavía caliente sobre el suelo, abandona a Wally y este se ve sorprendido por dos agentes que lo detienen. Michael Curtiz todavía no ha concluido su magistral lección noir. Inserta la visita de dos policías a la lujosa mansión de la protagonista, donde deja en un segundo plano a la hija de esta, los agentes le indican que les acompañe hasta la comisaría donde segundos después aguarda a ser interrogada.
El tiempo transcurre, y Mildred se encuentra con personajes que conoce, personas relacionadas con su vida presente y pasada; posibles testigos o sospechosos de la muerte que aún no tiene explicación para el público. Tras una larga espera, durante la cual los sonidos ambientales cobran protagonismo, la heroína entra en el despacho del inspector, quien, para sorpresa de la mujer, le informa que puede irse, que ya tienen al asesino. Ella pregunta quién, y le responde que su ex-marido. El rostro de Mildred cobra una expresión distinta, como si sintiese culpabilidad por escuchar esa posibilidad. Asegura que él no ha podido ser, que es una buena persona. Entonces, se inserta el primero de los dos retrocesos temporales que dan forma a
Alma en suplicio (
Mildred Pierce, 1945), inexistentes en la novela de
James M. Cain en la que se basa una película que hasta ese instante se ha desmarcado por completo del original literario para ofrecer una perspectiva típica del cine negro de la época, así lo corroboran la iluminación de su fotografía, los encuadres, el uso del
flashback o las influencias expresionistas.
La analepsis traslada la historia al punto de arranque del libro, nos lleva al día que Bert (Bruce Bennett) y ella se separaron. La tonalidad negra da paso a la melodramática, aunque no olvida que existe una mujer fatal en potencia, y no se trata de Mildred. Pulir o exagerar los defectos de los personajes e introducir el asesinato y los dos retrocesos que no asoman en la novela de Cain, provoca que Alma en suplicio transite entre el cine negro y la crónica del fracaso de una madre entregada en cuerpo y alma a satisfacer las demandas de sus dos hijas, sobre todo las de Veda (Ann Blyth), a quien mima y complace en exceso, más si cabe tras la muerte de la pequeña Kay, elevándola al altar del cual ya no querrá bajarse. La ha malcriado. Ha hecho de ella una materialista desmedida, consentida y ambiciosa, a quien solo preocupa el dinero y la imagen. Ese es el drama de Mildred, y cuando hace y sufre, lo sufre y hace por Veda. Así la descubrimos buscando un empleo que permita mantener las clases de música y los vestidos de su hija, de quien teme la descubra que trabaja de camarera. Cuando esto sucede, por complacerla, decide arriesgar su escasos ahorros y abrir un restaurante, apertura que implica ser emprendedora, propietaria y su encuentro con el también malcriado Monty Beragon (Zachary Scott), el cuerpo que al inicio del film se desmorona sin vida. Esto es Alma en suplicio, el alarde expositivo de un gran narrador cinematográfico, que en esta película volvía a demostrar su sobrada capacidad para hacer un tipo de cine que aunase lo comercial, fue un éxito de taquilla, el gusto por las buenas historias y su talento sintético a la hora de llevarlas a la pantalla. Todo ello fue posible gracias a su amigo Jerry Wald, quien produjo la película para Warner, sirviendo de barrera de protección entre el realizador y los jefes del estudio. Esto permitió a Curtiz la libertad creativa necesaria para llevar a cabo uno de sus mejores films, que si bien elimina parte de la sordidez de la historia de Cain, no pierde el pulso al sombrío espacio humano donde Mildred se convierte en víctima, pero también en culpable no solo de fomentar el desequilibrio de su hija, sino de utilizar cualquier medio que se ponga a su alcance para ofrecerle cuanto aquella desea, incluso llegando a proponer a la víctima del inicio un matrimonio que explicaría el contundente arranque del film, una excusa cinematográfica que atrapa y que introduce en la historia que el cineasta de origen húngaro pretenden contar y cuenta con la maestría de un “cuentapelículas” de cine.
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