Noche de vino tinto (1966)
Vaya por delante que prefiero al José María Nunes de Mañana (1957) y No dispares contra mí (1961) que al más vanguardista de Noche de vino tinto (1966), título seminal de la llamada Escuela de Barcelona; de igual forma que me decanto por el cine de los miembros del IICE y el policíaco barcelonés que por las películas circunscritas a la EB. Con ello, no quiero despreciar la ruptura propuesta por el cineasta, al contrario, solo que, vista hoy, la recibo desfasada. Aunque intente comprender o conocer el pasado, mi juicio y mi pensamiento viven en este y no en aquel momento; y esta cuestión condiciona mi mirada, como también la condiciona (a favor) la intención del realizador de poner tierra de por medio con el cine realizado con anterioridad en España y (en contra) el afán de transcender, pero sobre todo la sensación de desfase tiene su origen en los diálogos, que pretenden profundidad y rozan la pedantería que puede generar la exasperación en quien los escucha. Esto, unido a la forzada búsqueda existencial propuesta, provoca que la película no haya llegado hasta mí (hasta mi ahora) con la fuerza que todavía conservan La tía Tula (Miguel Picazo, 1963) y La caza (Carlos Saura, 1965), por citar dos películas realizadas en la meseta, o Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961), ¿Pena de muerte? (Josep Maria Forn, 1962) y A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963), por nombrar tres espléndidos policíacos realizados en Barcelona.
Portugués de nacimiento y barcelonés de adopción, Nunes, de sensibilidad anarquista y humana, desde su debut en Mañana (1957) ya se descubrió como un cineasta atípico, marginal, muy personal, que se apartaba del cine típico de la época para desarrollar su creatividad, sus ideas, sin miedo a las consecuencias comerciales y oficiales. Igual de atípicos descubrimos a los protagonistas de la búsqueda existencial expuesta en Noche de vino tinto; dos jóvenes anónimos y solitarios que se encuentran y persiguen en su noche común romper con su presente de desorientación. Es la herencia del pasado y de las costumbres burguesas que la viajera (Serena Vergano), así la llama el desconocido (Enrique Irazoqui), desea dejar atrás para acceder a su propia existencia, a la modernidad en la que pueda liberarse y ser ella misma, sin condicionantes impuestos por su familia o por su condición de mujer en una sociedad que le impide alcanzar la plenitud. Pero aquello que en su día habría pasado por transgresor y moderno, hoy puede aburrir, y la película de Nunes aburre por momentos, quizá porque no la vemos desde su época, lo que provoca que las influencias de las nuevas olas europeas, de la francesa por cercanía, chirríen. Viendo Noche de vino tinto recordé a Alain Resnais y su Hiroshima, mon amour (1959) y pensé en "Barcelona, mon amour" como título alternativo para el film de Nunes, por el esfuerzo a la hora de alcanzar la ruptura de la linealidad temporal, de los recuerdos que se convierten en imágenes desde la conversación de los dos noctámbulos que comparten atracción durante esa noche de bares, calles y vino en la que se conocen y, supuestamente, se sinceran, aunque en sus palabras, en las expresiones que emplean y en el afán de redundar su intención de alcanzar el cielo del vino tinto, se pierden y nos pierden. Lo que no se puede negar es la intención, algo siempre valorable y plausible, pues sin ella no existe un punto de arranque y sus posibles resultados. Aunque a mí no me convenza, hablo de ella desde el ahora, en el ayer la película de Nunes fue un soplo de aire renovador que sin duda influyó a otros títulos fundamentales de la Escuela de Barcelona, sin ir más lejos, Dante no es únicamente severo (Jacinto Esteva y Joaquim Jordá, 1967), película que presenta una intención de ruptura similar, más radicalizada y elitista, y la sospecha de querer ser algo que no es: el no va más de la modernidad cinematográfica, sin pensar que cualquier modernidad forzada vive en la brevedad temporal.
Muy oportuno el rescate de este cine olvidado y experimental
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