Mostrando entradas con la etiqueta tony richardson. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta tony richardson. Mostrar todas las entradas

sábado, 5 de febrero de 2022

El animador (1960)


Según relata
Laurence Olivier en sus memorias, después de felicitar a John Osborne por Cartas de identidad y Mirando hacia atrás con ira, aprovechó medio en broma, medio en serio, para preguntarle al joven autor teatral si no podría acordarse alguna vez de él al escribir una obra. Olivier recordaba que la humildad con la que el escritor aceptó tal sugerencia, le sorprendió. <<Me preguntó varias veces si de verdad me gustaría que lo hiciese.>> Y cuando el protagonista de Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940) recibió las primeras paginas del texto no lo dudó; quería dar vida a ese personaje. El exitoso autor, una de las fuentes literarias del Free Cinema, había escrito The Entertainer (1957), posiblemente pensando en Olivier como el protagonista de la obra, la cual resultó un éxito que, posteriormente, Tony Richardson, familiarizado con el texto que él mismo había puesto en escena teatral, llevaría a la pantalla en el film homónimo cuyo guion corrió a cargo de Nigel Kneale y del propio Osborne.


Resulta innegable que el lucimiento de
El animador (The Entertainer, 1960) recae en Olivier, que da vida a Archie Rice, un actor de variedades que en su declive profesional se hermana a Calvero de Candilejas (Limelight, Charles Chaplin, 1952), pero la película no solo es él, también destaca la presencia de Joan Plowright, actriz escénica que hacía su debut en el cine, la del veterano actor Roger Livesey, inolvidable coronel Blimp en el film homónimo de Michael Powell y Emeric Pressburger, o la de jóvenes que, como Alan Bates o Albert Finney, no tardarían en cobrar protagonismo, tanto en la escena como en la gran pantalla. No obstante, uno de los grandes aciertos del film, reside en la capacidad de recrear los ambientes, el teatral y el familiar, equilibrando la intimidad y el trasfondo político-social —la guerra del Sinaí (1956), conflicto que tiene su origen en el control del canal de Suez, de suma importancia estratégica y económica, después de que el gobierno egipcio nacionalizase la empresa encargada de gestionarlo— que apunta el periodo de depresión que Richardson capta sin caer en sensiblerías, logrando una puesta en escena cinematográfica en la que, como sucede con el personaje de Olivier, existen dos rostros: el aparente y el íntimo. Tanto los espacios como la cotidianidad de la familia protagonista, con Jean (Joan Plowright) de testigo, no se expone complaciente ni condescendiente. Tampoco Archie es un modelo de virtud, sencillamente es un hombre que empieza a sentir que cuanto es se reduce a prácticamente nada, pues su mundo, sus ilusiones, su juventud, se han perdido y dejado paso a la máscara con la que intenta maquillar su dolor, su derrota.



viernes, 15 de octubre de 2021

Sábado noche, domingo mañana (1960)


Minutos, horas, días, semanas…, trabajando como parte más del engranaje de la maquinaria de la fábrica donde Arthur (Albert Finney) realiza su labor diaria mientras se aferra a la idea de que a él no pueden oprimirle… Quizá pase los años que le queden de su juventud y de su vida haciendo el mismo gesto mecánico, con el fin de cobrar las libras semanales que entrega en casa y gasta el sábado noche en cualquier pub, antes de acostarse, quizá borracho, quizá con una mujer, y levantarse el domingo mañana para ir a pescar, en compañía de su primo Bert (Norman Rossington), y aprender de la sabiduría de los peces, aunque, finalmente, como los tipos más listos, también los peces muerdan el cebo. <<No hay que permitir que esos cerdos te opriman>>, dice su mente cabreada, aunque su cuerpo y su comportamiento generan la impresión de que ya está oprimido por la ciudad-industria donde Karel Reisz ubica la condena y la estéril lucha del protagonista de Sábado noche, domingo mañana (Saturday Night and Sunday Morning, 1960), una ciudad cuya vista panorámica le da forma de penal o de catedral fabril en medio de un cementerio de tejados bajo los cuales descansan los cadáveres vivos que cada jornada dan de comer a máquinas insaciables. Arthur es diferente, desea serlo, lo fuerza a golpes y en su rebeldía. Todavía posee vitalidad, la que no se descubre en un vecindario vencido. Aunque inicialmente lo parezca, no solo le interesa pasarlo bien bebiendo en el pub o acostándose con Brenda (Rachel Roberts), la mujer casada y “condenada” a huir de su rutina a quien ve cuando el marido (Bryan Pringle) tiene turno de noche en la fábrica. Le interesa no ser la imagen de sus padres, pero ¿lo conseguirá o el sistema le vencerá? Es pronto para pensar en su derrota, todavía es joven para hacerlo. Es el momento de sentirse especial, el más listo y el más vivo del lugar. ¿Lo es? Quizá. Arthur es consciente de su entorno, de la rendición de sus mayores, también de sus compañeros de fábrica, de los vecinos y vecinas que han perdido la ambición y el deseo, más allá de seguir trabajando para poder tener un techo y un televisor. ¿Su comportamiento llena su vida o es una respuesta de defensa? ¿Su rebeldía le calma? ¿Cuales son sus inquietudes y sueños? ¿Los tiene o vive enfadado porque no puede tenerlos?


Si el protagonista de La soledad de corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance RunnerTony Richarson, 1962) mostraba su rechazo en la carrera y el minero de El ingenuo salvaje (This Sporting LifeLindsey Anderson, 1963) luchaba en el barro de un campo de rugby, Arthur pelea en el vecindario y en la fábrica. El protagonista de Sábado noche, domingo mañana (Saturday Night, Sunday Morning, 1960), como los jóvenes de los títulos apuntados y de otros abanderados del free cinema como Un lugar en la cumbre (Room at the Top, Jack Clayton, 1958) y Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, Tony Richardson, 1959), saca a relucir el desencanto juvenil, la falta de oportunidades, la situación desfavorable de la clase obrera, el deseo o la necesidad vital de rebelarse, posiblemente antes de rendirse. Tal necesidad puede que nazca de las promesas incumplidas y porque se siente excluido de cualquier promesa, pues comprende que no tiene acceso a la plenitud de un estado de bienestar distinto o lejos de la cotidianidad que contempla en su hogar o en el vecindario. Mientras, inicia su relación con Doreen (Shirley Anne Field), cuyas máximas aspiraciones serían el matrimonio y una casa nueva. Arthur se resiste a la idea de casarse, dice que ya <<trabaja para la fábrica, para hacienda y además para el seguro. De momento es suficiente. Te roban el dinero por todas partes. Y cuando te han despellejado, te llaman a filas y te matan de un disparo>>. Sus palabras expresan sus ideas, también las hay que confirman que se trata de un chico que se cree más listo que el resto. Pero, este hombre airado está atrapado en una prisión de la cual la ira no es la solución, sino una vía de escape momentánea de un entorno gris que la fotografía en blanco y negro de Freddie Francis toma del humo de las fábricas, de la desesperanza y del conformismo, el pensar que <<no sirve de nada pensar tanto>> y que <<tienes que seguir trabajando y esperar que algún día ocurra algo bueno>>.



lunes, 13 de julio de 2020

La última carga (1968)

El gallo francés, el león inglés, el pavo turco, el oso ruso... sobre suelo europeo rumbo a Crimen son figuras animadas que Tony Richardson introduce en los créditos de La última carga (The Charge of the Ligh Brigade, 1968). Las alía, las enfrenta y señala la guerra a desarrollar a continuación, después de que las animaciones hayan cumplido su cometido de representar y presentar a los distintos países en lid y a los nombres de los equipos artístico y técnico. Pero su función principal consiste en enfatizar el tono caricaturesco que nunca abandona la sátira pretendida por Richardson, una que establece distancias respecto a las formas de Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959) o La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner, 1962). Aquí, ya mitigada la fiebre del joven airado del free cinema, Richardson emplea la figura del rebelde solitario para ajustarla al sistema militar donde asume ser parte del mismo, aunque exhiba o alardee su rechazo a la incompetencia de sus superiores, quienes, a su vez, le rechazan por su no pertenencia de clase. Pero en La última carga el protagonismo no recae en un solo personaje desorientado, o uno que se enfrenta a lo establecido, sino en un reparto coral que da cabida a hombres y mujeres a cada cual más patético, en su caricatura, que el anterior. En su sátira de la guerra de Crimea, el responsable de El animador (The Entertainer, 1960) no ahonda en la intimidad de los personajes, ni pretende que sea una herida interna la que condicione los comportamientos. Richardson asume un cine narrativo y un hecho histórico para desarrollar su burla y su discurso crítico. Así, el cineasta británico coge de la historia el mismo momento que Michael Curtiz expuso al final de La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936), pero, donde aquel primó el heroísmo, la mitología y la épica al más puro estilo hollywoodiense, el realizador británico destroza el mito con la burla y, mediante esta, muestra una realidad castrense, imperialista y bélica, inexistente en la película de Curtiz. Ya no se trata tanto de exponer la realidad del ejército británico en 1854, sino la institucionalizada más allá de un tiempo concreto, aquella contra la que se rebelan sus jóvenes airados de Mirando hacia atrás con ira y La soledad del corredor de fondo. Desde estas, el cine de Richardson había evolucionado en su forma, de igual modo que lo hizo el de Lindsay Anderson cuando este realizador introdujo a un alumno explosivo dentro del sistema educativo de If... (1967), para destruirlo desde dentro. Richardson hacia lo propio en el ejército para evidenciar la rigidez, la improductividad y el sinsentido clasista, racista, intolerante y defensor del despropósito que se contempla durante todo el metraje, y que alcanza su máxima expresión de idiotez e incompetencia en su parte final, cuando se muestra la carga de una brigada ligera que, en manos del realizador, podría ser cualquier cosa menos heroica y épica. Podría ser tanto cómica como aterradora, puesto que en ambos casos apunta a la incompetencia y total ausencia de cambio, como dice el Lord de la Guerra (John Guielgud), el día que Inglaterra tengo su ejército en manos de hombres que sepan muy bien lo que hacen, estará acabada...

domingo, 22 de marzo de 2020

La soledad del corredor de fondo (1962)


La renovación propuesta por el free cinema no se reducía a una cuestión de formas cinematográficas que rompiesen con el cine británico de la época, sino que tenía un carácter social, de ahí que sus protagonistas asuman la condición de soñadores frustrados, frustración que aviva su rechazo, en apariencia irracional, a la razón dominante (que desvela la racionalidad del individuo frente a lo irracional del orden establecido), así como su pertenencia a las clases desfavorecidas. Colin Smith (
Tom Courtenay), el protagonista de La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner, 1962), es uno de los jóvenes más representativos de este tipo de cine y, consecuente a su origen, su rechazo implica distanciamiento de la realidad en la que vive y de la que intenta escapar corriendo.


Colin corre contra todo tipo de autoridad, corre sin meta, corre por instinto de supervivencia y de resistencia. Corre en soledad, para huir del cerco invisible que lo atrapa en la parte baja de un sistema social que propone e impone a los "descarriados" la condición de <<si jugáis a nuestro juego, nosotros jugaremos al vuestro>>. Pero el solitario corredor de fondo no acepta el juego ni fuera ni dentro del reformatorio adonde llega encadenado y donde debe cumplir su condena por el robo de 71 libras. Lo hace en apariencia, pero es precisamente en ese centro reformador donde cobra conciencia del por qué de su rebeldía y le reafirmar en su negación, al encontrarle sentido pleno en la carrera final, cuando se le exige continuar avanzando hacia una meta impuesta que no es la suya. En ese instante, comprende que si da un paso más en la dirección señalada habrá perdido, habrá dejado de ser el soñador de larga distancia que corre en el presente durante el cual el director del reformatorio (
Michael Redgrave) señala que allí les convertirán en ciudadanos honrados y trabajadores. Aunque no con palabras, les está anunciando que borrarán rebeldías, espíritus críticos y resistencias para convertirlos en piezas del engranaje.


En su narrativa anacrónica,
Tony Richardson intercala una y otra vez presente y pasado para mostrar la cotidianidad familiar y en cautiverio del protagonista, su vitalidad juvenil, las relaciones con su madre (Avis Bunnage), con su amigo Mike (James Bolam) o con Audrey (Topsy Jane), su novia, así como la falta de aspiraciones, más allá de seguir resistiendo. Las escenas en tiempo pretérito, que en su mayoría asumen el desenfadado juvenil del protagonista, desvelan carencias afectivas y materiales, ausencias a las que Colin está acostumbrado desde su nacimiento. El protagonista de La soledad del corredor de fondo toma el testigo de su homólogo en otra producción de RichardsonMirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959), pero, su carrera en soledad, le permite alejarse de la decepción que a Jimmy, el personaje interpretado por Richard Burton, le genera saber que las promesas de mejora ni se han cumplido ni se cumplirán. El enfado social de este encuentra su origen en dicho incumplimiento. Mire a donde mire, Jimmy no ve el progreso humano en el que depositó sus esperanzas tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, promesas de un futuro más justo que un presente de trabajos mal pagados y de diferencias socioeconómicas que limitan el bienestar a la minoría a la que aspira pertenecer el arribista de Un lugar en la cumbre (Room of the Top; Jack Clayton, 1958). Por su parte, Colin no siente decepción ni desea trepar a lo más alto, quizá porque nunca ha creído en el sistema, al nacer en el seno de una familia obrera ahogada por la falta y la necesidad de dinero y por las consecuencias que deparan la ausencia y la necesidad. Sencillamente, antes de rechazar, Colin fue rechazado. Ni a la sociedad ni a los funcionarios del reformatorio les preocupan los Smith, la primera los aparta y los segundos los modelan hasta que acepten su realidad dentro del orden: nacer, crecer, sudar sangre por un salario irrisorio, beneficiar a la parte alta, mantener una familia sin apenas medios y morir en la miseria en la que fallece el señor Smith. Colin no está dispuesto a rendirse, aunque lo parezca cuando asume correr para el director del penal —que, en su paternalismo, le concede privilegios con los que pretende domesticarlo y obtener beneficios— en una competición donde comprende que su derrota deportiva, el negarse a continuar corriendo para quienes le condenan a correr, es su victoria moral y vital.

viernes, 31 de mayo de 2019

Mirando hacia atrás con ira (1959)



Mirar hacia el pasado, y ver que en el presente no se han cumplido las promesas de mejora, cabrea a Jimmy (Richard Burton), que vive en un estado de ansiedad y violencia interna que se agudiza en compañía de Allison (Mary Ure), su mujer, de quien desprecia su origen clasista y su aparente aceptación del ayer en el hoy. Como el resto de los protagonistas del free cinema, Jimmy es un joven de clase obrera que se descubre disconforme con su momento, rechazando el orden establecido, el inamovible que se perpetúa en la sociedad a la que no desea pertenecer. Por ello vive odiando, se odia a sí mismo y al mundo del cual se evade tocando con su trompeta música jazz y oponiéndose con sus gritos y palabras a cualquier vestigio del conservadurismo anterior y posterior a la guerra, cuyo fin no trajo los cambios sociales que esperaba, al menos ningún cambio significativo. Odia la pequeña y lúgubre buhardilla que comparte con Allison y también con su amigo Cliff (Gary Raymond), y más adelante con Helena (Claire Bloom). Odia el ninguneo de sus estudios universitarios en un entorno deprimente donde se gana la vida vendiendo caramelos en el mercado, en un puesto que pudo lograr gracias al apoyo económico de la señora Tanner (Edith Evans), la única persona con quien su ira se suaviza hasta ser sustituida por amor filial. Nada, salvo el jazz y sus juegos escapistas con Allison, parece satisfacer sus necesidades, ni calmar su agonía existencial, ni su rechazo a cualquier representante del orden y se posiciona frente al racismo u otras injusticias e insolidaridades que abundan en el ambiente. Es su forma de protestar contra las diferencias de clase, contra las miserias y las cadenas sociales que mantiene a los desfavorecidos esclavizados en la parte baja de mundo, pero también es su necesidad de exteriorizar su victimismo y su modo de descargar en otros la decepción y la impotencia que lo ahogan. Es la esterilidad de su lucha, es su forma de herirse y herir a la mujer que abandonó el acomodo socio-económico y familiar para casarse con él, y que ahora aguanta sus cambios de humor y calla su embarazo, porque la comunicación entre ambos apenas existe en ese instante que conduce a la ira sobre la que se sustenta la crítica del primer largometraje realizado por Tony Richardson, quizá, entre los cineastas del grupo, el de mayor talento cinematográfico. Basada en la obra homónima escrita por John Osborne y llevada a escena en 1956 por el propio Richardson, Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959) es un título clave del free cinema, junto a Un lugar en la cumbre (Room at the Top; Jack Clayton, 1958) y Sábado noche, domingo mañana (Saturday Night, Sundey Monring; Karel Reisz, 1960), uno de los tres largometrajes que, 
más allá de ensayos teóricos, de la intención de ruptura apuntada en diferentes artículos y de los cortometrajes que, entre 1953 y 1959, fueron proyectados durante las jornadas de The free cinema Programmes, confirmaban las pretensiones renovadoras de Lindsay Anderson, Gavin Lambert y Karel Reisz para con el cine británico. ¿Tan mal estaba el cine inglés para que un grupo de jóvenes intelectuales pretendiesen dicha ruptura? Si nos ceñimos a los títulos previos y contemporáneos al movimiento, aquellos que han sobrevivido al paso del tiempo, la respuesta es que gozaba de excelente salud. Otra cuestión sería mirar el conjunto y descubrir todas esas películas que, como en cualquier otra cinematografía, se producían en cadena y primaban lo comercial, la repetición, la ausencia de ideas y el escapismo. Más que revolucionar el cine británico, rompiendo totalmente con el pasado, el free cinema lo evolucionó hacia otros derroteros, lo llevó a la modernidad que también florecía en otras cinematografías mundiales. En la actualidad es posible una mirada retrospectiva más pausada y objetiva, imposible por aquellos años debido a su inmediatez temporal. Si bien la prensa inglesa de la época habló de renovación, quizá hoy sea más adecuado hablar de un paso adelante, no de una revolución o ruptura total con la época previa, en la que hubo muestras de interés social en el documentalismo, en el teatro y en la narrativa (ambas fueron fuentes de inspiración para los realizadores) y también en distintos (melo)dramas cinematográficos. Por tanto, no fue un movimiento caprichoso ni destructivo; era constructivo, que se sostenía sobre bases teóricas e ideológicas (sobre todo las expuestas por Anderson), más o menos acertadas, y que supo mirar el presente y conectar a sus rebeldes protagonistas con el público juvenil de la época. Por otra parte, vistas hoy, algunas películas que se inscriben en el free cinema han perdido parte de su fuerza discursiva, pérdida que, por otro lado, refuerza el brillo de las producciones de Alexander Mackendrick, Charles Crichton o Robert Harmer para la Ealing, las de Terence Fisher para Hammer Films o las de Carol Reed, David Lean y el dúo Michael Powell y Emeric Pressburger. Esto se debe en buena medida a la temporalidad, quiero decir, a que películas como Mirando hacia atrás con ira viven en su presente, discuten con su ahora, lo rechazan porque encuentran aspectos mejorables que no se mejoran y los señalan, pero son aspectos que, en algunos casos, han dejado su lugar a otros distintos -o a los mismos, aunque con las peculiaridades de nuestros días-, mientras que, por ejemplo, las grandes comedias de la Ealing superan el examen del tiempo porque no hablan de esta o aquella época concreta, ni de los condicionantes que marcan un instante que pide a gritos mejoras sociales que semejan no llegar, e ironizan desde el ingenio, no desde el genio, sobre la identidad británica, sobre aspectos humanos que se prolongan más allá del momento de su gestación.