lunes, 19 de agosto de 2019

El ingenuo salvaje (1963)



Entre artículos, críticas, teorías cinematográficas, cortometrajes y sesiones del "Free Cinema", proyectadas entre 1956 y 1959, transcurrieron quince años hasta que Lindsay Anderson realizó su primer largometraje. El resultado fue El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1963), obra clave del "movimiento" que el propio cineasta abanderó en un intento de renovar el cine inglés. Los jóvenes "airados" que lo llevaron a cabo manifestaron que era <<una apuesta por un cine independiente y creativo en un mundo en el que las presiones del conformismo y el mercado son cada día más poderosas>>1. De tal manera, que uno de sus objetivos consistía en <<mirar a gran Bretaña con honestidad y afecto. Saborear sus excentricidades, atacar sus injusticias; amar a su gente. Utilizar el cine para expresar nuestras lealtades, nuestros rechazos y nuestras aspiraciones>>2. Aunque el embrión teórico asoma por primera vez en las publicaciones de AndersonGavin LambertKarel Reisz en la revista Sequence (1947-1952), no sería hasta Un lugar en la cumbre (Room at the Top; Jack Clayton, 1958) cuando vio luz el primer largometraje que los expertos inscriben dentro de este intento de romper con el conformismo cinematográfico y de mirar a la realidad circundante desde el compromiso de señalar aspectos mejorables del momento. Influenciado por la escuela documental británica anterior a la Segunda Guerra Mundial y por el neorrealismo italiano de posguerra, entre otros, los protagonistas del free cinema viven en el constante conflicto con su entorno, rechazan un presente de tradición, de inamovilidad estamental y de hipocresía moral, un tiempo que les genera frustración, enfado y distanciamiento. Encontramos en Frank Machin (Richard Harris) a un ejemplo del joven marginal que, en su anhelo de ascender social y económicamente, vive en la frustración y en la negación que se agudizan durante su paulatina comprensión de la realidad, del imposible que persigue: su ascenso a la parte alta de la sociedad y su relación con Margaret Hammond (Rachel Roberts). Frank vio en las 1000 libras de su fichaje el medio que le proporcionaría cuanto anhelaba al firmar el contrato, pero nada, salvo liberarse de su idea inicial, logra en el presente de un film que se desarrolla anacrónico, intercalando tiempos que muestran al protagonista en la mina, en el campo de juego, en su triunfo deportivo, en la consulta del dentista tras la pérdida de seis dientes durante un encuentro de rugby o en su intimidad. Los saltos temporales de El ingenuo salvaje apuntan hacia la imposibilidad del personaje: la de materializar su sueño, su ascenso social y su acomodo sentimental. La ilusión da paso a la decepción, su intimidad a los terrenos de juego (y viceversa), y en ambos espacios surgen brotes de violencia que se unen a la desesperación o a la humillación, cuando comprende que solo es una propiedad para Weaver (Alan Badel) y demás propietarios del club o carne que sacie el apetito sexual y la insatisfacción marital de la señora Weaver (Vanda Godsell). Pero, para mayor contrariedad, comprende el imposible de vivir la relación que desea con su casera, la señora Hammond, viuda y madre de dos hijos, una relación de atracción-rechazo que no puede ir más allá de compartir techo e instantes que, la mayoría, muestra la distancia que los separa. El mundo de Frank es el de la mina, el del barro del campo de juego, el de las tabernas o los espacios que siempre tienen como telón de fondo las altas chimeneas de las fábricas de los dueños del club que le ficha. Frank anhela dejar atrás la sensación de ser menos, desea igualarse a los dirigentes, ante quienes se muestra impasible cuando les propone la cantidad que le haría aceptar el contrato con el City, el equipo de rugby local. En ese instante, aunque tema no alcanzar su objetivo, no se inmuta ni se deja amedrentar. Pero él no es uno de ellos, por mucho que intente instruirse leyendo libros, aparentar comprando un vehículo lujoso o invitando a cenar a Margaret en un restaurante de lujo donde se pone en evidencia, al tiempo que evidencia el esnobismo que reina a su alrededor. Frank es un gladiador del subsuelo, del suelo y de la calle, un ídolo para el público que asiste al estadio, una inversión a ojos de los empresarios que lo contratan, un objeto que les sirve y, cuando ya no sirva, fácil de apartar. Este es su drama social, el personal adquiere intimidad en el hogar que comparte con los Hammond, un hogar donde la presencia del marido fallecido se hace visible en un par de botas que ella lustra y deja a la vista, salvo avanzado el film, cuando Machin las descubre en el interior de un armario. ¿Es un indicio de que su relación avanza o simplemente que su casera las oculta, incapaz de desprenderse de ellas y, por tanto, de liberarse de las cadenas que la anclan al pasado? Si la viuda es la negación a un futuro que la distancie del ayer que retiene en la imagen del calzado y Maurice (Colin Blakely) es la aceptación del ahora y el conformismo con el lugar que ocupa en el mundo y en el equipo, Frank es el héroe en el campo y la victima de la desorientación y de la frustración que se agudizan fuera de los terrenos de juego, donde no puede igualarse a la clase dirigente, ni gozar de sus oportunidades ni disfrutar de sus lujos, al tiempo que se golpea una y otra vez contra el muro levantado por Margaret, de ahí que su relación siempre se produzca en espacios o cerrado o acotados, salvo en el único instante de luz de la película, aquel que nos muestra a los habitantes de la casa en el río, cual familia, disfrutando de una jornada que semeja extraída de un sueño, el sueño imposible de un protagonista que finalmente comprende que, para él, el acceso a la felicidad, a lo que él cree felicidad, será imposible.


1. Extracto del VI manifiesto del <<Free Cinema>>, marzo 1959
2. Extracto del III manifiesto del <<Free Cinema>>, mayo 1957

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