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lunes, 9 de julio de 2018

¡Quiero vivir! (1958)



A pesar de cualquier promesa de realidad, el cine es ficción y, como tal, las historias narradas distan de los sucesos reales; incluso en su vertiente documental, el cine vive condicionado por el punto de vista de quien lo realiza (y de la subjetividad de quien lo recibe). Su poder de recreación y representación es innegable, incluso es característica común y necesaria a toda obra cinematográfica. Sin embargo, a veces leemos o escuchamos que tal o cual película está basada en hechos reales y
 ese "basado en hechos reales" suele implicar dos reacciones opuestas entre el público: atracción en quienes encuentran motivación en la promesa de presenciar sucesos verídicos y rechazo en quienes, no sin cierto escepticismo crítico, se dejan llevar por los prejuicios que la frase les genera. Pero ni la una ni la otra son posturas objetivas, pues ninguna película es mejor o peor por exponer un hecho extraído de la realidad, de una obra literaria o de la originalidad de cineastas y guionistas. El problema (uno de ellos) que se presenta a la hora de valorar los casos o vidas reales trasladados a la pantalla lo encontramos en los propios responsables de llevarlos a cabo, ya que hay productores, guionistas y directores "tramposos" que intentan seducir al público con sensiblerías baratas, fondos musicales que desvían la atención de las imperfecciones que asoman por la pantalla o fotografías que, al igual que las anteriores, condicionan la mirada del espectador y esconden las limitaciones del film y de sus autores. De modo que para alcanzar una narrativa (crítica o no, realista o imaginativa) que convenza a unos y a otros es mejor crear que manipular, ser honestos con las intenciones y dejar que sea el espectador quien, partiendo de las imágenes y de los sucesos que observa, extraiga sus propias conclusiones. Esto no siempre se logra, a menudo tampoco interesa que se logre, pero existen películas como ¡Quiero vivir! (I Want to Live!, 1958) que saben que condicionan y lo hacen desde la honestidad que domina el punto de vista escogido, en este caso concreto el empleado por Robert Wise a lo largo de una narración sin apenas fisuras, que pasa del cine negro (nocturno y jazzístico) inicial al drama judicial y carcelario que da pie al melodrama que se impone en determinados momentos de la heterogénea mezcla que da forma a la trágica experiencia de Barbara Graham (Susan Hayward).


<<Hice I Want To Live! con Susan Hayward, y ella quería trabajar con un director de fotografía que era la última persona que yo quería para esa película, porque hacía un tipo de trabajo muy pulcro y brillante. Y yo quería algo con mucho grano. Había un director de fotografía en Paramount que me gustaba mucho, Lionel Lindon, admiraba su trabajo. Así que tuve que lanzarme y decirle a Susan que yo quería a este chico. Todos me decían que ella no aceptaría. Pero yo dije que no haría la película si no contaba con él. Le expliqué a Susan por qué no me gustaba el hombre que ella quería, y que el mío era mejor, porque podía conseguir una fotografía con grano cercana al documental. Susan aceptó y yo conseguí a mi hombre. Y ella ganó un Oscar. Yo estaba entonces filmando Odds Against Tomorrow en Nueva York, y todos nos sentamos a ver la ceremonia de los premios de la Academia. Yo estaba nominado pero no gané, y Susan sí que ganó. Cuando salió a recoger el premio dio las gracias a uno y a otro y a otro, pero no me dio las gracias a mí. Otra persona dijo: “Gracias, Bob”.>> (1) Aunque se trata de una de las películas más populares y reconocidas de
Wise, ¡Quiero vivir! también es un film de su productor, Walter Wanger, y de su actriz protagonista, Susan Hayward, que alcanza suma importancia al ser la presencia absoluta y fundamental que condiciona la exposición de los hechos, aunque no altera el posicionamiento crítico de Wise y Wanger hacia la pena de muerte. La presencia estelar de la actriz se convierte en el reclamo principal del film, pero no trastoca (al menos, no demasiado) la intención de la película, que no residen en demostrar la culpabilidad o la inocencia del personaje interpretado por Hayward, tampoco pretende juzgar su comportamiento. La propuesta llevada a cabo por Wise en ¡Quiero vivir! se posiciona con valentía y rotundidad contra la pena capital y, para ello, relata la experiencia real de Barbara Graham. <<Originalmente se titulaba The Barbara Graham Story, porque todo estaba sacado de un caso real. Ed Montgomery, un reportero del “San Francisco Examiner”, fue escribiendo todo lo relativo al caso y luego yo conseguí muchas historias sobre ella, y se las conté a Nelson Gidding para que hiciera el guion. También leí algunas de las cartas que Barbara Graham había escrito a su amiga Peg, y en una de esas cartas decía: “En una de las últimas cartas que te escribí, te decía que no quería vivir, que no quería seguir con esto. He cambiado de idea. Quiero vivir”. De ahí salió el título, de una de sus cartas.>> (2)


Barbara es una mujer a quien inicialmente descubrimos en ambientes nocturnos donde el jazz y los clientes masculinos se convierten en su compañía. Barbara se gana la vida engañando, mintiendo y vendiéndose, pero sobre todo observamos en su comportamiento el rechazo a la moral aceptada. Es una vividora, pero también una mujer que acaba por cansarse de su vida disoluta, al lado de delincuentes y de hombres a quienes engaña y que no le proporcionan más que algo de dinero y algunos minutos de diversión. Pero Barbara ya no es la chiquilla que pasó dos años en el reformatorio antes de deambular por las calles y los clubes nocturnos, ahora es una mujer que pretende enderezar su rumbo y formar una familia, aunque su elección, como tantas otras anteriores, la conduce a un callejón sin salida. Tras un año de matrimonio y un hijo a quien se ha entregado, su hogar vive en la violencia y la desesperación que la deciden a separarse de su marido, aunque, sin alternativas económicas, se ve obligada a regresar a sus antiguos hábitos y a frecuentar a viejos conocidos que acabarán por acusarla de asesinato para salvar sus vidas. Este hecho abre un nuevo frente en ¡
Quiero vivir!, aquel que pone en evidencia a la prensa que manipula para aumentar las ventas y al sistema judicial que busca un culpable que puede no serlo, pero que calme la sed de justicia que le exigen y exige. El tono dramático aumenta con el ingreso en prisión de Barbara y el realismo cobra mayor contundencia cuando se confirma la sentencia de muerte en la cámara de gas que la cámara de Wise detalla con minuciosidad en la angustiosa parte final de un film que a esas alturas de metraje apunta sin disimulo la frialdad, la profesionalidad y la inhumanidad legalizada en la pena de muerte.


(1) (2) Robert Wise, en Ricardo Aldarondo: Robert Wise. Festival de cine de San Sebastián/Filmoteca Española, San Sebastián - Madrid, 2005.

sábado, 26 de mayo de 2018

La venganza de la mujer pantera (1944)


El sorprendente éxito comercial de La mujer pantera (Cat People; Jacques Tourneur, 1942), llevó a sus responsables a pensar que no era descabellado realizar una secuela, pero pocos habrían apostado que la supuesta continuación se distanciaría de aquella y del resto del ciclo de terror producido por Val Lewton para RKO. Y se distanció porque Lewton no deseaba realizar una segunda entrega, que se vio forzado a producir por contrato. Productor y también guionista sin acreditar, Lewton asumió el encargo a su manera e ideó la historia de una película que, salvo por la presencia de los personajes interpretados por Simone Simon, Kent Smith y Jane Randolph en el film de Tourneur, el "Cat People" del título, su bajo presupuesto y la confusión entre realidad y fantasía, 
poco más tiene en común con su magistral precedente que la espléndida fotografía de Nicholas Musuraca. Más luminosa y onírica, La venganza de la mujer pantera (The Curse of the Cat People, 1944) es un poético acercamiento a la infancia y un excelente ejemplo de secuela que se niega a serlo, pues se trata de un film con personalidad propia que transita por espacios inexplorados en el original. El rodaje se inició con Gunther von Fritsch al frente, pero, ante el retraso en la filmación, la dirección pasó a manos de Robert Wise, que así abandonaba la sala de montaje y debutaba en la realización de largometrajes con esta hermosa y espectral fantasía que concede su protagonismo a Amy Reed (Ann Carter), la niña de seis años de imaginación desbordante que huye de su soledad infantil y se aferra a su deseo de tener una amiga.


Para su padre (Kent Smith), viudo de la mujer que según su comprensión enloqueció por exceso de fantasía, resulta peligroso que su hija se deje arrastrar por el mundo imaginario que desarrolla para paliar la ausencia de compañía. Por ello, la apremia a jugar con las niñas de su edad, pero estas la rechazan y Amy se protege en una realidad que solo ella puede ver, quizá real o quizá imaginaria, aunque para ella es tan física como el mundo que habita. Su deseo se cumple y cobra la forma fantasmal de la bella Irena (Simone Simon), la fiel compañera que ilumina la soledad que se transforma en dicha y amistad. La luz prevalece sobre las sombras, pero estas no desaparecen por completo en La venganza de la mujer pantera, ya que los espacios oscuros se encuentran latentes en el mundo adulto, en los miedos de los padres o en el distanciamiento materno-filial que separa a las Farren, quizá por la locura de la madre (Julia Dean) o quizá por la amargura de la hija (Elizabeth Russell) a quien aquella constantemente niega su existencia. Los quizás forman parte del ciclo Lewton, porque cuanto se expone puede o no ser, y es la interpretación de los personajes, así como la del público, la que forma las realidades y las fantasías que acaban por confundirse, hasta convertirse en las verdades de quienes las experimentan. Este es el caso de Amy, cuyo deseo la lleva a crear, o puede que a descubrir, la presencia fantasmal que le devuelve la alegría, al tiempo que aparta de su cotidianidad el sentimiento de rechazo y soledad previo a la aparición de Irena, una aparición que quizá, y siempre quizá, cobre la imagen de la heroína trágica de 
La mujer pantera porque la niña se encuentra sugestionada por la fotografía que ha visto con anterioridad.

lunes, 8 de enero de 2018

La ciudad cautiva (1952)



Ocho años antes del rodaje de
La ciudad cautiva (The Captive City, 1952), Billy Wilder iniciaba su magistral Perdición (Double Indemnity, 1944) con un hombre que, tras introducirse en un sombrío y solitario edificio, se sienta ante un magnetófono para dejar constancia de su historia y de su crimen. Un aparato similar es empleado en una comisaría por Jim Austin (John Forsythe), el protagonista principal del film de Robert Wise, convirtiéndose de ese modo en el narrador y único punto de vista de los hechos que relata durante la analepsis que engloba la práctica totalidad de la película. Es su narración (grabación) y por tanto es su perspectiva de los hechos y de su cruzada contra el crimen organizado, pero, sobre todo, es su visión de la pequeña y en apariencia apacible comunidad donde vive con su mujer. Según sus palabras es víctima de la corrupción y de la ilegalidad que se ha adueñado de la localidad donde dirige "The Kennsington Journal", un pequeño periódico que sobrevive gracias a los anunciantes locales. Dicho ambiente queda perfectamente retratado en La ciudad cautiva, que fue la primera producción de Aspen Productions, creada por Wise y por Mark Robson —habían sido compañeros en RKO, donde ambos formaron parte del equipo de Val Lewton— para realizar los filmes que les interesaba, aunque el intento de mantener su propia empresa les duró menos de lo deseado. Sin actores ni actrices de renombre y con un presupuesto modesto, Wise dirigió una de sus películas favoritas, <<pequeña, concisa, con un reparto adecuado, fue algo muy personal. Y todo coincidió para que saliera bien>>. A la coincidencia señalada por el cineasta en su entrevista con Ricardo Aldarondo —publicada en el monográfico que el Festival de San Sebastián y la Filmoteca Española le dedicaron en 2005— habría que añadir la maestría y la modestia de un narrador cinematográfico nato, capaz de dotar a la acción de un ritmo encomiable que al tiempo que atrapa al espectador, con su descripción realista de los sucesos que se observan en la pantalla, plantea aspectos que van más allá de las palabras de Austin. Este personaje presenta una perspectiva (moral) que parte de la ingenuidad y de la confianza con las que interpreta el mundo (en su caso, su ciudad). Desde ellas, inicialmente rechaza las sospechas de corrupción que le relata Clay Nelson (Hal K. Dawson) y, aferrado a ellas, descubre que su comunidad no es tan idílica ni perfecta como había creído hasta entonces.


El planteamiento visible de
Wise expone una localidad tranquila donde todos se conocen, no obstante, la calma desaparece cuando Nelson, el detective privado que investiga a Sirak (Victor Sutherland), es asesinado. Nadie habla de crimen, solo de un accidente por atropello. Nadie salvo Jim Austin, que empieza a indagar por su cuenta para ir descubriendo que existen aspectos ocultos que insinúan un entorno donde el delito se ha asentado entre la ciudadanía (todos saben que el juego es ilegal y todos aceptan participar en él por unos cuantos dólares de ganancia extra). La ley prohíbe el juego, como años antes había prohibido el alcohol, pero dicha prohibición fomenta la proliferación de individuos que pretenden lucrarse con las apuestas ilegales. Con ellos surge el crimen o delito, sin embargo, el problema radica en la propia ley, que, en su afán de impedir lo imposible, crea a los delincuentes y el estado de criminalidad que descubre el periodista, un estado en el que la corrupción se ha asentado entre las fuerzas vivas de la ciudad (comerciantes o el comisario de policía, entre otros ciudadanos), de igual modo que lo ha hecho la aceptación popular de los beneficios que les proporciona el juego. Por tanto, estamos ante dos tipos de interpretación: la de Jim, incorruptible e insobornable en su comprensión ética y en su lucha por la libertad de prensa, y la del resto de los personajes, cuya ambigüedad moral y humana les obliga a rechazar las pesquisas de un periodista que pone en peligro su vida y la de su mujer (Joan Camden), como nos aclara el inicio del film, cuando observamos el vehículo en el que ambos viajan a toda velocidad hacia Washington y se detienen en la comisaria donde se inicia el retroceso temporal que nos desvela la situación en la que se encuentran.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Sonrisas y lágrimas (1965)


Vi por primera vez Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965) en un pase televisivo durante mi infancia. Ante mí, tenia su versión doblada, con las letras de las canciones traducidas al castellano y cantadas con voces enlatadas, forzadas, empalagosas, tanto, que la perjudican sobremanera, haciendo más insoportable su excesiva sensiblería pastel. Años después, cuando aquella infancia ya era un recuerdo, pude verla en su versión original, pero continué sufriendo los momentos edulcorados de su metraje, aunque esto no implica que se trate de una mala película. Tampoco la considero entre lo mejor de Robert Wise. <<Si pudiéramos evitar el exceso de sentimentalismo y el caramelo que tiene el material de base y pudiéramos darle un excitante tratamiento cinematográfico, quizá llegaríamos a hacer una película bastante mejor que la obra original>>. Los <<si pudiéramos>> de Wise, recogidos por Sergio Leemann en Robert Wise and His Films, confirman que era consciente del lastre del cual partía, un lastre que afecta menos de lo que en un principio se pueda pensar, gracias a la (en ocasiones ninguneada) maestría cinematográfica de un cineasta que hizo cuanto pudo para minimizar el sentimentalismo caramelizado de los personajes y de gran parte de las situaciones expuestas a lo largo de la película, cuyo <<material de base>> fue e
l libreto de Howard Lindsay y Russell Crouse, las canciones de Oscar Hammerster II y Richard Rodgers y el guión de Ernest Lehman. Tras el fracaso comercial que supuso la innovadora The Haunting (1964), Wise aceptó la propuesta de 20th Century Fox, la de adaptar a la gran pantalla el exitoso musical The Sound of Music, y regresó al género que tan buenos resultados le había dado en West Side Story (1961), una película más arriesgada, tanto en sus coreografías como en su puesta en escena, pero Sonrisas y lágrimas también conquistó al público, reventó la taquilla y se convirtió en la producción de mayor recaudación hasta entonces. Quizá su éxito fue debido a su tono familiar, cómodo en sus buenos sentimientos, pero también se trata de un film que, desde su amabilidad conservadora, defiende la libertad y la sutil ruptura de las normas (rígidas y autoritarias o aquellas que separan las clases sociales a las que pertenecen los dos personajes principales), y todo ello sin rebajar la calidad de su narrativa, aunque en ocasiones esta se resienta debido al exceso de dulzura y de canciones, ni menospreciar la inteligencia del público mayoritario que simpatizó con los Trapp y con María, seres puros que logran conservar su inocencia a pesar de la impureza y de la amenaza que, hacia el final del metraje, se cierne sobre ellos en forma de bandera e ideología totalitaria. La capacidad cinematográfica de Wise se observa desde el inicio, cuando la cámara nos ofrece idílicas panorámicas de los Alpes austriacos (que también cerrarán el film) para ir acercándose al cerro donde María (Julie Andrews) y su necesidad de expresarse mediante el sonido de la música hacen su aparición. Ese instante nos presenta al personaje que, ausente, queda definido poco después, cuando las hermanas de la abadía hablan y cantan sobre el carácter soñador y musical de la joven novicia, a quien la abadesa (Peggy Wood) envía a la mansión de la familia von Trapp como institutriz. Los paisajes y las diferentes tonalidades de verde dominan la fotografía de Ted McCord durante la primera parte del film, en los parajes, en los puños y cuellos de las chaquetas del capitán von Trapp (Christopher Plummer) o en los vestidos que María cose para los siete hijos (cinco niñas y dos niños), como si ese color resaltase la esperanza que implica la llegada de la nueva institutriz a una casa marcada por el distanciamiento del patriarca. Con ella regresa el sonido de la música, de la alegría y de la esperanza, la cual parece resquebrajarse cuando la baronesa Schrader (Eleanor Parker) hace acto de presencia en la mansión y siente la amenaza que para ella significan los sentimientos que afloran entre el capitán y la niñera, a quien manipula para que regrese al convento. De ese modo despeja su camino para contraer matrimonio con el hombre que, gracias a María, ha abandonado su silbato y recuperado la voz, la música y la conexión con su progenie, pero también con el mundo de los vivos, del cual estaría ausente desde el fallecimiento de su esposa. Hasta ese instante, Sonrisas y lágrimas ha expuesto la relación entre los Trapp y su institutriz, y como esta libera a las hijas e hijos de la monotonía marcial establecida por el padre, recuperando para ellos la sensación de ser niños. Incluso el capitán rompe su rigidez y permite que sus emociones (hasta ese instante ocultas) se desencadenen para crear un espacio feliz al que María regresa vestida de verde, un espacio que se oscurece cuando los nazis anexionan Austria y da comienzo la parte final del film. Ahora las tonalidades verdosas atenúan su brillo en beneficio de los tonos pardos de los uniformes y de la nocturnidad durante la cual se celebra el festival y se produce la persecución que precede a la huida Trapp, pero el verde pervive, porque la unión de esa familia que huye pervive para continuar disfrutando de su idílica libertad musical.

miércoles, 19 de julio de 2017

Helena de Troya (1955)



<<Y acostémonos ya y nuevamente el amor conozcamos, porque, nunca como hoy, el deseo venció mis entrañas, ni siquiera al raptarte de la amable Lacedemonia y partirnos los dos en mis naos surcadoras del ponto, y tu lecho y tu amor compartir en la isla de Cránae; con tal ansia hoy te amo y tan dulce deseo me vence>>

(Iliada. Canto III)

Pero ¿a qué amor se refiere Paris? Pues hay amores que dan vida, los hay fraternales, ardientes, efímeros, duraderos, obsesivos,... existen aquellos que matan y también se dice que en un tiempo remoto hubo amores que destruyeron su ciudad, que, asediada durante años por belicosos reyes griegos, fue defendida por sus heroicos conciudadanos. En menor o mayor medida, todos ellos parecen tener cabida en la perspectiva asumida por Robert Wise para llevar a la pantalla la visión cinematográfica de la Warner Bros. de la guerra de Troya y del romance de Helena (Rossana Podestà) y Paris-Alejandro (Jack Sernas), que sirve de escusa para que las naves aqueas, lideradas por Agamenón (Robert Douglas), el señor de los hombres, cubran las costas de Ilión. Pero, en la realidad, ni hombre ni mujer, sean estos Alejandros o Helenas, ni amor alguno provocarían un enfrentamiento bélico de tamaña magnitud, como queda claro al inicio de la irregular Helena de Troya (Helen of Troy, 1955), cuando se observan la corte troyana, con Príamo (Cedric Hardwicke) a la cabeza, y la reunión en Esparta de los líderes argivos, entre quienes se cuentan Menelao (Niall MacGinnis), el amado por Ares, el ingenioso Odiseo (Torin Tatcher), hábil en toda clase de ardides y buenos consejos, y Aquiles (Stanley Baker), el de los pies ligeros.


En ambas ciudades se habla de guerra: los primeros de evitarla, y envían a Paris en misión de paz, y los segundos decidios a emprenderla para poner fin al dominio troyano del estratégico estrecho de los Dardánelos. En ese primer instante del film, los futuros enamorados todavía no se han encontrado, algo que ocurrirá cuando la nave que transporta a Lacedemonia al joven príncipe sufra la tormenta que lo arroja al mar y posteriormente a la playa donde se produce el flechazo de dos condenados a amarse. Dicho romance adquiere el protagonismo absoluto de la primera parte de Helena de Troya, menos lograda que la épica que domina a partir de la llegada a Ilión de la pareja que huye de Esparta. En el reino de Príamo la acción se centra en el asedio aqueo, y las batallas llenan la pantalla para mostrar la destrucción de la ciudad. Pero si la película funciona en sus escenas de luchas, algunas de las cuales posiblemente fueron rodadas por Raoul Walsh (a petición expresa del estudio para sustituir al director de la segunda unidad), no lo hace en cuanto a la profundidad de los personajes implicados, caricaturas sin apenas entidad dentro del colosal despliegue de medios técnicos y humanos (extras, cinemascope, technicolor, decorados,...) que mantienen a flote una superproducción que, sin encontrarse entre lo más destacado de Wise, pretendía llamar la atención del público, aunque olvidándose de transmitir el encanto de aquel poema homérico que en el siglo XIX llevó a Heinrich Schliemann a iniciar sus excavaciones en busca de la mítica ciudad, un emplazamiento que muy pocos historiadores creían real, hasta que en 1871 el comerciante alemán desenterró lo que supuso los restos de la gran urbe destruida entre 1230 y 1210 a.C.



jueves, 14 de noviembre de 2013

Torpedo (1958)


Producida por la Hecht-Hill-Lancaster Productions (productora creada en la década de los cincuenta por Harold HechtJames Hill y Burt Lancaster), Torpedo (Run Silent, Run Deep) contó con la siempre estimable dirección de Robert Wise, además de contar con la participación de Clark Gable (una de las leyendas del Hollywood clásico) en el papel del oficial que da réplica al interpretado por Lancaster, quien paso a paso se iba haciendo un hueco entre los grandes actores del cine estadounidense. Torpedo, la mejor de las tres producciones bélicas realizadas por Wise, expone a la perfección las limitaciones físicas y psíquicas inherentes al espacio reducido y claustrofóbico donde se produce el rechazo y la admiración entre los dos oficiales de marina interpretados por Gable y Lancaster. Dicho enfrentamiento nace de la decisión del almirantazgo de poner a Richardson (Clark Gable) al mando del submarino que el teniente Jim Bledsoe (Burt Lancaster) confiaba capitanear, después de un año como segundo de abordo, algo que la dotación también daba por hecho. Sin embargo, y a pesar de su petición de traslado, el teniente debe acatar la decisión y ponerse a las órdenes de un capitán obsesionado con la idea que le ha dominado durante los meses que le han mantenido apartado del servicio activo. En este punto, el inicio del film resulta vital para comprender la obsesión de Richardson, ya que en ese instante inicial, que precede al título de la película, el submarino que comanda es hundido por un buque japonés. Tras la imagen de los restos del navío la acción avanza un año para mostrar al comandante en su despacho, desesperado ante la noticia de que en los estrechos de Bungo (el mismo lugar del séptimo sector donde su nave fue alcanzada) los japoneses acaban de hundir a un cuarto sumergible. Este hecho le convence para presentarse (fuera de pantalla) ante el mando y lograr que le reincorporen al servicio activo, enviándole al submarino donde la tripulación muestra su malestar al considerarle responsable de que Bledsoe, hombre al que conocen y en quien confían, no haya asumido la capitanía. La relación entre el segundo y su superior se mantiene dentro del código militar, aunque en ocasiones se aprecia en el teniente el deseo de expresar opiniones o sentimientos enfrentados que se guarda para sí. Durante los primeros compases de la travesía el capitán se muestra exigente con la tripulación, a la que somete a un constantemente entrenamiento para un fin que, salvo el segundo, nadie parece sospechar. Torpedo destaca por ser uno de los films de submarinos que sentaron las bases del subgénero, pero también por su sobria puesta en escena, que gira en torno a la tensa relación que mantienen los oficiales (y la de estos con la tripulación), que alcanza su punto límite después de sufrir el inesperado ataque japonés en los estrechos a los que, desobedeciendo las órdenes recibidas, Richardson accede para llevar a cabo su malogrado propósito. Tras el ataque, el capitán cae enfermo, aún así no desiste en su empeño de hundir el buque que le obsesiona, hecho que provoca que Bledsoe asuma sus propias decisiones y le releve del mando. Esta acción no solo implica el traspaso de poderes o responsabilidades, sino también el de intenciones, pues el teniente descubre la posibilidad de alcanzar el objetivo que el moribundo se ha fijado como su razón de ser; y en ese momento final también se convierte en su meta y en la de toda la dotación.

sábado, 26 de octubre de 2013

Star Trek, la película (1979)

El inesperado y rotundo éxito de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) abrió las puertas para que otros proyectos espaciales como Galáctica (Richard A.Colla, 1978) o Los siete magníficos del espacio (Jimmy T.Murakami, 1980) viesen la luz, pero también para que una vieja conocida del medio televisivo resurgiese en forma de película. El creador de Stark Trek (1966-1969), Gene Roddenberry, puso todo su empeño en devolver a los personajes de la Enterprise al firmamento visual, aunque en esta ocasión en la pantalla grande. Para iniciar la andadura cinematográfica del crucero estelar se pensó en Philip Kaufman, realizador que un año antes había dirigido un digno remake de la magnífica La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1955), aunque finalmente el proyecto fue a parar a manos de un director de experiencia contrastada en la ciencia-ficción, avalado por ser el responsable de Ultimátum a la Tierra, uno de los grandes clásicos del género, y la inferior La amenaza de Andrómeda. Robert Wise reconoció que Star Trek, la película (Star Trek: The Motion Picture) no se encontraba entre sus mejores producciones, algo que resulta evidente al recordar títulos como La venganza de la mujer pantera, Ladrón de cadáveresNadie puede vencermeLa torre de los ambiciosos o Marcado por el odio. Pero la irregularidad del film no reside en compararlo con estas y otras brillantes producciones que Wise realizó a lo largo de su carrera, sino que se encuentra en la propia lentitud narrativa del reencuentro entre el ahora almirante Kirk (William Shatner), Spock (Leonard Nimoy) y demás miembros del equipo, que se embarcan en una aventura galáctica que les enfrenta a la nube artificial que se dirige a la Tierra con la intención de encontrar a su creador, para que éste le ofrezca las respuestas que no encuentra a lo largo de su recorrido de destrucción. VGer, así se hace llamar el engendro mecánico con conciencia humana, es la escusa para reunir de nuevo a los héroes de la Confederación, entre quienes se encuentran dos rostros ausentes en la saga televisiva: el comandante Decker (Stephen Collins), a quien Kirk releva en el mando del crucero espacial, y la oficial Ilia (Persis Khambatta), ligada sentimentalmente a Decker en una relación que nunca han podido consumar. A pesar de tratarse de un film que pretende profundidad y madurez, Star Trek la película no despega en cuanto a su propuesta, ya que su ritmo cansino impide el equilibrio entre la acción y la irregular reflexión que parece dominar en esta producción totalmente opuesta a la infantil dirigida por George Lucas dos años antes, en la que prevalece la acción por encima de cualquier reflexión, posiblemente porque en aquélla galaxia lejana no habría espacio para detenerse a pensar en aspectos que sí preocupan a los viajeros de la Enterprise.

lunes, 14 de octubre de 2013

Marcado por el odio (1956)


A Robert Wise se deben dos excelentes aproximaciones cinematográficas al mundo del boxeo, aunque totalmente diferentes entre sí. La primera, Nadie puede vencerme (The Set-Up), presenta una perspectiva cruda y negra del ámbito pugilístico, mientras que la segunda, Marcado por el odio (Somebody Up Theres Likes Me), se expone desde el drama biográfico en el que el cuadrilátero queda relegado a un plano secundario, no en vano narra la experiencia vital de Rocky Graziano (Paul Newman) desde sus conflictivos inicios como delincuente juvenil hasta que alcanza el sueño americano, también factible para un outsider como él (cuando se adapte al sistema), aunque no para el perdedor interpretado por Robert Ryan en The Set-Up, cuya oportunidad habría pasado de largo tiempo atrás. Para exponer la historia del famoso púgil, Robert Wise y el guionista Ernest Lehman plantearon un antes y un después de la irrupción de Norma (Pier Angeli) en la vida de Graziano, a quien inicialmente se descubre como un joven inadaptado que expresa su rechazo mediante un comportamiento violento que le aleja de cualquier posibilidad de congraciarse tanto con su desafortunado entorno familiar como con el medio social, al que ataca con pequeños hurtos que provocan su entrada en instituciones penitenciarias. Dicha constante apunta hacia la inexistencia de un futuro dentro de esa sociedad en la que no encuentra su lugar, condicionado por el rencor que genera los brotes de violencia que le dominan cuando se siente acosado, como se confirma durante su breve estancia en el ejército (del que deserta tras golpear a un oficial).


Una vez más, deambula desorientado, aunque en ese momento de huida se produce
 su primer contacto con el boxeo, no porque le guste (lo detesta, pues le recuerda a su padre) sino por la necesidad de conseguir dinero haciendo lo único que sabe hacer: descargar el odio que le domina desde niño. Ese rencor habita en cada uno de sus golpes, lo cual llama la atención de Irving Cohen (Everett Sloane), que se convierte en su manager cuando Rocky paga su deuda con la sociedad y encauza su rumbo gracias a la aparición de Norma, que se erige en parte fundamental de la superación personal del púgil. Desde que el luchador asume su amor por Norma, el paso del tiempo avanza veloz a través de los titulares de los periódicos (que anuncian su ascensión) y de sus breves apariciones ante su esposa e hija con el rostro magullado tras los combates (sucesión de imágenes que confirman su plena aceptación del entorno familiar que le trasforma). Los años omitidos se comprenden felices para él, atrás quedó el rechazo social, ahora se siente aceptado como un miembro destacado de la comunidad que le admira e idolatra. Sin embargo, su armoniosa existencia sufre un revés cuando Frankie (Robert Loggia), un ex-convicto con quien compartió presidio, le amenaza con revelar a la prensa su expulsión del ejército si no se deja vencer en su lucha por el título mundial. La disyuntiva que se presenta ante Rocky resulta más dolorosa que cualquiera de los golpes que recibe en el cuadrilátero, porque en ese instante de su vida es y desea seguir siendo un ciudadano honrado, padre y esposo. Pero una y otra vez se encuentra peleando fuera o dentro del ring (la válvula de escape para su violencia), y de nuevo debe enfrentarse al sistema, aunque en esta ocasión no lo pretenda. La comisión que investiga el intento de tongo alaba su decisión de no participar en el amaño, pero eso no evita que le presionen para que delate a los implicados y que le retiren la licencia, sin embargo, se niega a dar nombres porque teme que la existencia que tanto esfuerzo le ha costado desaparezca si su historial militar sale a relucir (aunque éste finalmente sale publicado en la prensa). Sin licencia en Nueva York, y consciente de que por mucho que lo intente siempre se golpea contra un muro inexpugnable, Rocky se hunde en la decepción de la que Norma, clave en su maduración-realización, le ayuda a salir guiándole hacia ese cuadrilátero donde puede dar rienda suelta a su rabia sin chocar con el entorno o consigo mismo.

sábado, 29 de junio de 2013

Ladrón de cadáveres (1945)

Uno de los periodos más florecientes y creativos de la serie B se produjo cuando Val Lewton asumió la producción de un ciclo de películas de terror para la RKO que se inició con la mítica La mujer Pantera (Cat People), cuyo coste rondó los 130.000 dólares y recaudó dos millones. Esa sería la tónica de la mayoría de estas películas que se inscriben dentro del género de terror, en las que el productor-autor contaría con los directores: Jacques Tourneur (en tres ocasiones), Mark Robson (cuatro) y Robert Wise (en dos películas del género). Existen otros aspectos comunes a estas películas aparte de tratarse de producciones baratas, ya que en ellas el miedo suele sugerirse desde las sombras, desde los espacios en los que se desarrollan los hechos o desde los propios miedos que habitan en los personajes. Pero si se profundiza se descubre que la idea del terror no es la única que asoma en pantalla, pues en ellas se hablan de cuestiones como la imposibilidad, los sentimientos o las frustraciones y obsesiones, como sería el caso de Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher), inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson y en un hecho real acontecido en la época en la que se ambienta la película. En el film de Lewton (firmó el guión como Carlos Keith) y de un casi primerizo Robert Wise, con anterioridad había dirigido Mademoiselle Fifi y la excelente La maldición de la mujer pantera (The Curse of the Cat People) (ambas producidas por Lewton), se expone la doble moralidad del doctor McFarlane (Henry O'Neill), capaz de traspasar los límites de la legalidad convencido de que la ciencia no debe supeditarse a las leyes que impiden su desarrollo. La historia se ubica en Edimburgo en 1831, cuando la ley prohíbe el estudio de cadáveres, salvo aquellos que en vida fueron pobres; esta norma provoca que el acceso a la anatomía humana sea complicado para el médico, obsesionado por su necesidad de estudiar el cuerpo humano como medio para comprender sus males, y de ese modo poder enseñar a sus alumnos y ayudar en el avance de la medicina. El eminente galeno remedia la escasez de cadáveres contratando los servicios de John Gray (Boris Karloff), un cochero que se gana la vida profanando tumbas para satisfacer las demandas de ese caballero a quien desea atormentar por un pasado que les une, y que ninguno de ellos puede olvidar. A pesar de la inquietud que siempre crea la presencia de Gray, éste se muestra más sincero que el doctor, que presenta aspectos contradictorios; por un lado desea comprender para poder ayudar en el avance de la ciencia médica, y de ese modo salvar vidas, mientras que por otro no muestra el menor escrúpulo a la hora de comprar los cuerpos que podrían proceder de personas asesinadas con el fin de acabar sobre su mesa de estudio. Quizá el profesor de medicina está loco, como dice su esposa (Edith Atwater), a quien denigra haciéndola pasar por su criada, o quizá sea un hombre que ha nacido en una época equivocada; poco tiempo después se aprobaría la ley que permitía el estudio de cadáveres que propiciaría el avance que le obsesiona. A pesar de las cuestiones éticas que se exponen en este inteligente e inquietante film, Wise-Lewton no se olvidaron de dramatizar la historia en la figura de Georgina (Sharyn Moffet), la niña que sufre una enfermedad degenerativa en su columna vertebral, la misma que la indispone y que, tarde o temprano, acabará con ella. En este punto adquiere importancia Donald Fettes (Russell Wade), el alumno que se convierte en el ayudante de McFarlane cuando le dice a éste que no puede asumir los costes de su aprendizaje. El joven estudiante muestra un pensamiento que difiere del de su maestro; desea ayudar a la niña convenciendo al cirujano para que la opere, mientras que para McFarlane la idea de salvar una sola vida carece de sentido, pues aduce que él se debe a la evolución general y no a un caso en particular. En su afán por salvar la vida de la pequeña, Fettes provoca involuntariamente la muerte de una inocente a manos de Gray, convirtiéndose de ese modo en cómplice a la fuerza, hecho que le lleva a descubrir los secretos de unos individuos que se mueven por los deseos de alcanzar sus metas, ya sea la del cochero al atormentar al doctor a quien ha protegido en el pasado o la de aquél en su constante y obsesiva idea de estudiar la anatomía de sus semejantes.

sábado, 4 de mayo de 2013

West Side Story (1961)


Si
Shakespeare levantase la cabeza y viera en Broadaway el musical estrenado en 1957 o en cine el West Side Story (1961) realizado por Robert Wise y Jerome Robbins podría decir que no reconoce en ellos la tragedia de Romeo y Julieta (como tampoco reconocería la suya el primero que la narró), no en vano los protagonistas se llaman Tony (Richard Beymer) y María (Natalie Wood). Además, los Montesco y los Capuleto se han convertido en los Jets y en los Sharks, pandilleros que se pasan el día cantando o danzando, y si tienen tiempo se pelean entre ellos por una cuestión racial. En un hipotético caso, también podría descubrir que estos personajes no pretenden la profundidad emocional de los protagonistas de la Verona que él había ideado siglos atrás, escenario de la intolerancia que imposibilita el amor entre dos jóvenes que comparten un destino similar al de María y Tony. Pero esas diferencias son explicables, ya que ni Wise es William Shakespeare ni West Side Story pretende ser Romeo y Julieta, y menos aún el siglo XX podría pasar por el último tramo del XVI, una época en la que a nadie se le ocurriría realizar un musical que actualiza el drama desarrollando la trama en las calles de Nueva York, donde se descubre el rechazo racial entre puertorriqueños e hijos de hijos de emigrantes europeos. A decir verdad, por las calles de este West Side de decorado no asoma ningún nativo norteamericano de pura cepa, pues la mayoría de aquellos pueblos habían dejado de existir como tal tiempo atrás, convertidos en minoría racial. Este hecho lleva a pensar que las diferencias entre las bandas no son más que fruto de la intolerancia, la marginalidad y la ceguera que les domina. Así, como quien no quiere la cosa, ambas facciones se presentan y enfrentan por calles del west side, al compás de la ya míticas partitura de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, y danzando la coreografía de Jerome Robbins, co-director de este musical que dio nuevos bríos a un género que había vivido días felices de la mano de Mark SandrichVincente Minnelli o Stanley Donen, y por supuesto de los pies de Fred Astaire y Gene Kelly.


En la década de los sesenta el musical era un género en declive y los pocos que veían la luz solían basarse en éxitos de Broadway, como es el caso de este largometraje, cuya adaptación cinematográfica del libreto de Arthur Laurents corrió a cargo de 
Ernest Lehman, el mismo que un par de años atrás había escrito el guión que Alfred Hitchcock hizo imagen en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Los tiempos cambian, pero no las emociones o pensamientos de los seres humanos, cuestión que queda patente en la estúpida rivalidad o en el amor a primera vista, que nace del encuentro casual entre María y Tony, cuando ambos acuden al baile donde los pandilleros muestran una vez más sus dotes musicales. De ese modo se comprende que estos tíos poco tienen de aquel Salvaje (The Wild One, Laszlo Benedek, 1952) interpretado por Marlon Brando o del adolescente al que dio vida James Dean en Rebelde sin causa (Rebel without Cause, Nicholas Ray, 1955), iconos del joven rebelde y fuente de inspiración de tantos otros adolescentes cinematográficos que no encuentran su camino, y que se dejan arrastrar, como en el caso de los Shark y de los Jets, por la violencia que acaba con la trágica muerte de sus líderes: Bernardo (George Chakiris) y Riff (Russ Tamblyn), hecho que provoca el inicio del fin para la desgraciada pareja de enamorados. West Side Story también marcó tendencia, sin ella posiblemente Greese (Randall Kleiser, 1978) no hubiese existido tal y como se conoce o los pandilleros del Rebeldes (The Outsiders, Francis Ford Coppola, 1984) habrían sido de otra manera; así es el cine, y así es el arte, unos van primero y otros después, pero gracias a esa cadena se produce la evolución (a veces involución) que satisface los gustos y las tendencias de autores y espectadores del momento, que se alejan de los de aquella época en la que el teatro moderno dio sus primeros pasos de la mano de escritores como Shakespeare o Lope de Vega, dos figuras clave que precedieron a muchos que vendría después y muchos más que aún están por llegar.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El Yangtsé en llamas (1966)




La propuesta de Robert Wise en su viaje cinematográfico a la China colonial resulta muy distinta a la realizada por Nicholas Ray en 55 días en Pekin (1963), pues en El Yangtsé en llamas (The Sand Peebles) no hay lugar para héroes dentro de un país en plena revuelta civil, dominado durante décadas por la presencia extranjera a la que se pretende expulsar (la acción se desarrolla más de veinte años después que la expuesta por Ray). Wise planteó un drama sólido en su puesta en escena, que profundiza en los aspectos humanos de sus tres protagonistas masculinos: Holman (Steve McQueen), Frenchy (Richard Attenborough) y el capitán Collins (Richard Crenna). Holman carece de ideología, aunque no de valores, su pensamiento gira en torno a la tranquilidad y a la soledad que busca y encuentra en las salas de máquinas, donde se mantiene alejado de la marcialidad y de los problemas que no van con él. Tras nueve años en la marina y siete traslados llega a su último destino: el San Pablo, un viejo cañonero capitaneado por Collins, oficial cuya máxima reside en la idea del honor, a menudo malinterpretada y ausente de esa nave que se ha convertido en parte de él. La estancia de Holman abordo del San Pablo le confiere un aspecto digno, en contraposición de sus compañeros, algo similar le ocurre a Frenchy, sensible y honesto, perdidamente enamorado de Maily (Marayat Andrianne), a quien intenta proteger (y apartar) de un ambiente viciado donde ni clientes ni propietarios parecen respetar la dignidad humana. El Yangtse en llamas (The Sand Peebles) no oculta en ningún momento su punto de vista crítico, siempre presente en la rebeldía de Holman y en su necesidad de mantenerse alejado del sistema, inquietudes que se observan en su modo de actuar dentro del microcosmos interno del buque, donde no comparte ninguna similitud con unos compañeros que viven a expensas de los peones chinos, sometidos a un sistema social en el que los norteamericanos no se inmiscuyen; sin embargo, Holman sí lo hace y las consecuencias son inmediatas. El jefe de maquinas semeja una especie de testigo presencial que pretende mantenerse al margen de los hechos que observa, ya sea en el barco o en el bar, no obstante esos mismos hechos le involucran a su pesar, y permiten descubrir un comportamiento más humano que el del resto de los marineros, que le ven como una especie de gafe, seguramente porque se muestra distinto a ellos. Holman instruye a Po-han (Mako), pero lo hace desde la cercanía y el respeto que permiten el nacimiento de un vinculo, que por desgracia el propio maquinista tiene que romper cuando dispara contra aquel para que no continúe sufriendo la tortura a la que le somete una masa enloquecida. De igual modo que no pretendía instruir a un ayudante, tampoco parecía dispuesto a apoyar a Frenchy en su imposible relación amorosa, y sin embargo lo hace, como también se sacrifica para salvar la vida de Shirley (Candice Bergen), no por la gloria o el honor que anhela el capitán, sino por amor hacia esa mujer que le ha ayudado a aceptar emociones que parecen no tener cabida en un entorno donde tampoco la tienen quienes las muestran.

domingo, 4 de noviembre de 2012

La torre de los ambiciosos (1954)



El mundo empresarial de La torre de los ambiciosos (Executive Suite) se descubre como un entorno dominado por la ambición y por la necesidad de aumentar, a toda costa, el beneficio de la empresa, en detrimento de la calidad del producto o de la situación del empleado. Robert Wise inició el film con la muerte del presidente de una compañía de muebles, detonante que desatará la lucha por el poder vacante una vez se confirme el fallecimiento. Sin embargo, el deceso tarda en ser comunicado, ya que se produjo de forma repentina en una de las calles de la ciudad, sin que ninguno de los empleados tenga noticia del mismo, salvo Caswell (Louis Calhern), el consejero que observa desde la ventana como alguien que le recuerda al gran jefe se desploma sobre la acera. La primera reacción de este ejecutivo denota perplejidad, pero inmediatamente recupera el control sobre sí mismo y da órdenes para vender sus acciones, con la intención de recomprarlas a bajo precio cuando se conozca la noticia. Su comportamiento muestra codicia y deshumanización, aspectos que rigen en un mundo donde, por encima de todo, priman los dividendos. Un comportamiento similar, pero de distinto pensamiento, se descubre en el vicepresidente Shaw (Fredric March), frío y calculador, cuya meta reside en alcanzar mayores rendimientos para contentar a los accionistas (y a sí mismo), reduciendo al máximo la calidad de los productos (abaratando costes en materias primas y en equipo humano). Shaw actúa como una máquina a quien sólo le interesan los números, incapaz de pensar en otros aspectos de la empresa, obsesionado con la idea de aumentar el beneficio a toda costa, porque está convencido de que esa es la única preocupación de un buen presidente, aunque para ello deba pasar por alto cuestiones éticas. La confirmación de la muerte del presidente produce un vacío de poder que desvela la verdadera naturaleza de los altos cargos, condicionados por sus ambiciones o por sus personalidades, siendo Shaw el primero en dar un paso hacia la cima, iniciando la captación de los cuatro votos del consejo que le concederían el ansiado trono de la torre. Sin embargo, Alderson (Walter Pidgeon), veterano e intimo del finado, está convencido de que Shaw no debe asumir el control de la empresa, consciente de que su política acabaría con el trabajo de muchos años, y con la idea que pretendía el fallecido; pero también sabe que él no es el hombre adecuado para asumir el puesto de director, por eso ofrece su apoyo a MacDonald Walling (William Holden), el ejecutivo más joven, quien rechaza la propuesta convencido de que tampoco está hecho para el cargo. No obstante, cuando Walling observa a sus trabajadores, habla con ellos y comprende sus preocupaciones, cambia su decisión inicial y asume su lucha por un proyecto que permitiría un crecimiento basado en el trato personal y en la mejora de la calidad de los productos. La torre de los ambiciosos (Executive suite) destaca por su precisión a la hora de abordar desde un punto de vista crítico el mundo de las grandes empresas, donde llegar a lo más alto se convierte en el motor de ejecutivos como Shaw, cuya mezquindad le impide ver más allá de una ambición que no tiene en cuenta los aspectos humanos, indispensables para el buen funcionamiento de una empresa que se encuentra a la deriva.

domingo, 15 de enero de 2012

Apuestas contra el mañana (1959)



Ninguno de los dos quiere participar en el “trabajo”, pero las situaciones personales que ocupan el primer tramo de Apuestas contra el mañana (Odds Against Tomorrow, 1959) les obliga a aceptar. Así se comprende que Johnny Ingram (Harry Belafonte) debe 7.500 $ a un mafioso que lo amenaza con matar a su hija y a su ex-mujer si no salda la deuda, lo cual le deja sin más salida que la de asumir un destino que pasa por realizar ese cometido que tampoco Earl Slater (Robert Ryan) desea realizar. Este individuo no puede ocultar que es un perdedor cabreado, frustrado y preocupado por su edad; sin oficio ni beneficio vive a costa de Lorry (Shelley Winters), su amante, quien por amor aguanta su mal carácter. Pero Slater no solo es un tipo enfadado con el mundo, también es violento y un racista declarado, circunstancias que se recrudecen cuando se entera de que Ingram es un hombre de color. De este modo se descubre que se trata de un hombre inestable, lleno de prejuicios raciales, confuso y desesperado, que ha pasado un tiempo a la sombra por un homicidio involuntario que, según sus propias palabras, le produjo una sensación que le gustó. ¿En qué consiste el “trabajo” que unirá y enfrentará a estos dos individuos al límite? El ex-policía David Burke (Ed Begley) tiene un plan que puede proporcionarle mucho dinero, pero necesita a esos dos tipos que inicialmente han rechazado su propuesta, aunque no tardan en cambiar de opinión dadas las circunstancias en las que se encuentran. Así pues, el trío se reúne para preparar el golpe, en ese momento ya se comprueba el rechazo y el enfrentamiento entre Ingram y Slater. Los prejuicios del segundo salen a relucir y a punto están de matarse allí mismo; sin embargo, la intervención de Burke apacigua los ánimos y continúa con la preparación del golpe al banco, conscientes de que no hay vuelta atrás y de que la suerte está echada. Robert Wise manejó con pulso firme el sólido y expeditivo guión escrito por Nelson Gidding y Abraham Polonsky, quien se vio obligado a utilizar una tapadera al estar su nombre en las listas negras que circulaban por Hollywood en la década de 1950, y no sería hasta 1996 cuando se reconoció de manera oficial su participación en este thriller directo, tenso y sin contemplaciones, que pasa por ser la primera película de cine negro con un protagonista afroamericano (Harry Belafonte), donde en todo momento parece que la suerte juega en contra de estos desesperados que son conscientes del riesgo que corren; y por qué no decirlo, también saben que no pueden ganar y sin embargo se aferran a su pocas probabilidades de vencer. Antes de llegar al banco, tanto Ingram como Slater, son vistos por varias personas que podrían reconocerles, mal asunto, pero no pueden detenerse, ya no; los dados se encuentran rodando. Pero posiblemente la peor apuesta se presenta en ese enfrentamiento, siempre latente, entre Ingram y Slater, quienes en todo momento que comparten secuencia dan rienda suelta a una animadversión que crece sin freno, circunstancia que no saben, no pueden o no quieren controlar y que posiblemente les pasará factura. De este modo se comprende que la apuesta en la que se juegan el mañana está en su contra, porque no solo se trata de su incompatibilidad, sino de un destino que también juega de manera imprevisible, porque el azar no se planea, aunque siempre participa. Lo que más llama la atención del film de Wise es la dureza que presenta en todo momento, no por las escenas de violencia, sino por la dureza verbal y por cuanto se sobreentiende del comportamiento de los implicados, cuestiones estas que provocan que no exista vuelta atrás en esta contundente muestra de cine negro.

jueves, 20 de octubre de 2011

Ultimátum a La Tierra (1951)



Tras la Segunda Guerra Mundial las superpotencias se volcaron en el desarrollo de la energía atómica para fines militares, convirtiéndose en la amenaza de una nueva guerra cuando los bandos implicados en su estudio se vieron enfrentados por circunstancias que no vendrían a cuento enumerar o analizar. El mundo comenzó a temer por un nuevo conflicto que, temiéndose definitivo, barrería a la raza humana de la faz del planeta. Esta amenaza, por suerte no consumada, provocó que en los años cincuenta (siglo XX) las producciones de ciencia ficción cobrasen cierta relevancia dentro del panorama cinematográfico, tanto para advertir de los riesgos de dicho conflicto como para presentar a ambos bandos como buenos y malos. Ultimátum a La Tierra (The day the Earth stood still), clásico incontestable del género, se decantaría por exponer la primera opción, mostrando parte de la irracionalidad de la naturaleza humana, así como el miedo y la falta de entendimiento que la generan. Esto sería lo que pretende exponer un extraterrestre del todo inofensivo, cuya misión no consiste ni en destruir ni en invadir, sino únicamente en transmitir un mensaje de importancia vital para el futuro de la humanidad. Aunque antes de que pueda llevar a cabo su cometido, sus anfitriones le regalan una bala que se instala en su cuerpo; un inicio poco halagüeño para las relaciones interplanetarias. Con semejante bienvenida otro visitante que no fuese Klaatu (Michael Rennie) permitiría a su androide, indestructible y destructor, que arrasase con todo y con todos, sin embargo, el viajero del espacio sólo desea entrevistarse con los representantes de todos los países del planeta, porque el mensaje es para todos, no para un solo individuo ni para una sola nación. Sin embargo, Klaatu descubre que no puede contar con los líderes políticos, por ese motivo cambian su primera elección y recurre al profesor Barnhardt (Sam Jaffe), una de las mentes más privilegiadas de la ciencia, a quien encarga reunir a científicos y a otras intelectualidades que representarían a todas las nacionalidades; ellos deben ser los testigos de unas palabras que exponen a las claras las dos opciones que tienen los habitantes del planeta. No obstante, la misión de Klaatu no resulta sencilla, el ejército, la prensa y los ciudadanos le acosan, quieren darle caza sin detenerse a preguntarle si viene en son de paz. Para ellos no cabe la menor duda, es de fuera, y por lo tanto viene con malas intenciones, sobre todo después de realizar una demostración de poder, aunque esta fuese necesaria para convencer a los invitados de Barnhardt para que acudan a la reunión. Menos mal que existen Helen Benson (Patricia Neal) y su hijo, Bobby (Billy Gray), quienes a parte del profesor son los únicos humanos que le ayudan, y le ofrecen la oportunidad de mostrarse más humano que aquellos que le persiguen, como sería el caso de Tom (Hugh Marlowe), el novio de Helen, un individuo que preferirá interponer su propio beneficio al de la sociedad en la que vive sin atender a razones, ni a su supuesto amor por Helen. Robert Wise fue el encargado de realizar una de las mejores producciones de ciencia-ficción de la época, en la que prevalece un claro mensaje de advertencia, similar al que desea entregar Klaatu, en el que se advierte de los riesgos de la energía atómica mal empleada y de las actitudes poco dialogantes de los máximos responsables de la seguridad del planeta. Por ello impacta que el extraterrestre sea un ser de lo más pacífico, como demuestra cuando aterriza en Washington, saludando y afirmando que viene en son de paz, antes de recibir un tiro que ya indica la violencia que se genera en el interior del ser humano, en este caso como consecuencia del miedo y del nerviosismo. A partir de ahí, durante toda la película, Klaatu es un tipo que demuestra más sentimientos y más raciocinio que aquellos que le rodean, que se dejan arrastrar por los medios de comunicación, por la ignorancia y por un miedo que no puede generar más que odio o esa violencia que podría desatarse si no se plantea que se podría vivir en paz, como lo han logrado en el planeta natal del E.T. Sin embargo, Ultimátum a La Tierra (The day the Earth stood still) conserva la esperanza, por ello el héroe de otro mundo no se detiene e intenta desesperadamente comunicar un mensaje con el que expondría el hecho que le ha obligado a presentarse en sociedad y las dos opciones que éste plantea; porque al final <<la decisión es asunto vuestro>>.