Sonrisas y lágrimas (1965)
Vi por primera vez Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965) en un pase televisivo durante mi infancia. Ante mí, tenia su versión doblada, con las letras de las canciones traducidas al castellano y cantadas con voces enlatadas, forzadas, empalagosas, tanto, que la perjudican sobremanera, haciendo más insoportable su excesiva sensiblería pastel. Años después, cuando aquella infancia ya era un recuerdo, pude verla en su versión original, pero continué sufriendo los momentos edulcorados de su metraje, aunque esto no implica que se trate de una mala película. Tampoco la considero entre lo mejor de Robert Wise. <<Si pudiéramos evitar el exceso de sentimentalismo y el caramelo que tiene el material de base y pudiéramos darle un excitante tratamiento cinematográfico, quizá llegaríamos a hacer una película bastante mejor que la obra original>>. Los <<si pudiéramos>> de Wise, recogidos por Sergio Leemann en Robert Wise and His Films, confirman que era consciente del lastre del cual partía, un lastre que afecta menos de lo que en un principio se pueda pensar, gracias a la (en ocasiones ninguneada) maestría cinematográfica de un cineasta que hizo cuanto pudo para minimizar el sentimentalismo caramelizado de los personajes y de gran parte de las situaciones expuestas a lo largo de la película, cuyo <<material de base>> fue el libreto de Howard Lindsay y Russell Crouse, las canciones de Oscar Hammerster II y Richard Rodgers y el guión de Ernest Lehman. Tras el fracaso comercial que supuso la innovadora The Haunting (1964), Wise aceptó la propuesta de 20th Century Fox, la de adaptar a la gran pantalla el exitoso musical The Sound of Music, y regresó al género que tan buenos resultados le había dado en West Side Story (1961), una película más arriesgada, tanto en sus coreografías como en su puesta en escena, pero Sonrisas y lágrimas también conquistó al público, reventó la taquilla y se convirtió en la producción de mayor recaudación hasta entonces. Quizá su éxito fue debido a su tono familiar, cómodo en sus buenos sentimientos, pero también se trata de un film que, desde su amabilidad conservadora, defiende la libertad y la sutil ruptura de las normas (rígidas y autoritarias o aquellas que separan las clases sociales a las que pertenecen los dos personajes principales), y todo ello sin rebajar la calidad de su narrativa, aunque en ocasiones esta se resienta debido al exceso de dulzura y de canciones, ni menospreciar la inteligencia del público mayoritario que simpatizó con los Trapp y con María, seres puros que logran conservar su inocencia a pesar de la impureza y de la amenaza que, hacia el final del metraje, se cierne sobre ellos en forma de bandera e ideología totalitaria. La capacidad cinematográfica de Wise se observa desde el inicio, cuando la cámara nos ofrece idílicas panorámicas de los Alpes austriacos (que también cerrarán el film) para ir acercándose al cerro donde María (Julie Andrews) y su necesidad de expresarse mediante el sonido de la música hacen su aparición. Ese instante nos presenta al personaje que, ausente, queda definido poco después, cuando las hermanas de la abadía hablan y cantan sobre el carácter soñador y musical de la joven novicia, a quien la abadesa (Peggy Wood) envía a la mansión de la familia von Trapp como institutriz. Los paisajes y las diferentes tonalidades de verde dominan la fotografía de Ted McCord durante la primera parte del film, en los parajes, en los puños y cuellos de las chaquetas del capitán von Trapp (Christopher Plummer) o en los vestidos que María cose para los siete hijos (cinco niñas y dos niños), como si ese color resaltase la esperanza que implica la llegada de la nueva institutriz a una casa marcada por el distanciamiento del patriarca. Con ella regresa el sonido de la música, de la alegría y de la esperanza, la cual parece resquebrajarse cuando la baronesa Schrader (Eleanor Parker) hace acto de presencia en la mansión y siente la amenaza que para ella significan los sentimientos que afloran entre el capitán y la niñera, a quien manipula para que regrese al convento. De ese modo despeja su camino para contraer matrimonio con el hombre que, gracias a María, ha abandonado su silbato y recuperado la voz, la música y la conexión con su progenie, pero también con el mundo de los vivos, del cual estaría ausente desde el fallecimiento de su esposa. Hasta ese instante, Sonrisas y lágrimas ha expuesto la relación entre los Trapp y su institutriz, y como esta libera a las hijas e hijos de la monotonía marcial establecida por el padre, recuperando para ellos la sensación de ser niños. Incluso el capitán rompe su rigidez y permite que sus emociones (hasta ese instante ocultas) se desencadenen para crear un espacio feliz al que María regresa vestida de verde, un espacio que se oscurece cuando los nazis anexionan Austria y da comienzo la parte final del film. Ahora las tonalidades verdosas atenúan su brillo en beneficio de los tonos pardos de los uniformes y de la nocturnidad durante la cual se celebra el festival y se produce la persecución que precede a la huida Trapp, pero el verde pervive, porque la unión de esa familia que huye pervive para continuar disfrutando de su idílica libertad musical.
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