sábado, 30 de octubre de 2021
Eroski Paraíso (2019)
viernes, 29 de octubre de 2021
Todos nos llamamos Ali (1973)
<<La mayoría de los melodramas están armados sobre la problemática que interesa a la burguesía. Algo que resulta muy falaz y mistificador. Hay que salir en busca de melodramas en los que viva el proletario, y no de aquellos que a la burguesía le gusta o le excita imaginar que viven>>,1 comentaba Rainer Werner Fassbinder respecto a un melodrama como Todos nos llamamos Ali/La angustia corroe el alma (Angst essen Seele auf, 1973). El cineasta alemán busca a los personajes de este film en un ambiente proletario y encuentra a Emmi (Brigitte Mira), una mujer viuda, con tres hijos mayores (dos hombres y una mujer) que viven sus vidas lejos de ella, pero que acabarán juzgándola desde la postura más cómoda y egoísta. Emmi entra en el bar de Barbara (Barbara Valentin) para protegerse de la lluvia, aunque no solo entra para guarecerse, sino por curiosidad, ya que de regreso de su trabajo (limpiar dos plantas de oficinas) escucha la música extranjera que no entiende pero que le llama la atención. Entra y los presentes la miran como a una intrusa; se siente como tal, hasta que alguien que le dice no llamarse Ali (El Hedi Ben Salem), aunque todos le llamen así, baila con ella y le hace sentir acompañada. Así se inicia una relación entre un inmigrante marroquí, condenado al rechazo y a ser tratado con despareció por su origen beréber, y una mujer madura, condenada a la soledad. Cumplir sus condenas sociales juntos les permite sentirlas en la lejanía, pues, en la relación que establecen, rechazo y soledad no tienen cabida, quedan fuera. Ambas son fruto de un exterior racista que les juzga, aísla y asfixia, pero que no logra romper la unión. La sociedad, aunque se avergüence y lo silencie, demuestra que puede ser criminal, y al tiempo asumir que está siendo justa, decente, digna. Se justifica en su moral y se apoya en los prejuicios de grupo desde los cuales señala, juzga y condena cuanto altera el orden o cuanto escapa a su comprensión, como vendría a ser la relación interracial e intercultural que establece la pareja protagonista de Todos nos llamamos Ali. Esa sociedad —vecinas, compañeras de trabajo, familia— clava su mirada de odio y susurra palabras venenosas, acorrala y ataca a Emmi y a Ali desde que inician su relación, sencillamente lo hace por ignorancia, por intolerancia, porque asume el derecho de juzgar y establecer límites, porque ella es mayor y él árabe; pero esa misma intromisión es la que fortalece la unión que, una vez aceptada socialmente, amenaza descomponerse.
jueves, 28 de octubre de 2021
Mar abierto (1946)
El olfato empresarial de Cesáreo González y su condición de emigrante retornado fueron dos de las circunstancias que le llevaron a intentar abrir el mercado internacional para las producciones cinematográficas de Suevia Films. No solo trató de contar con estrellas de otros países como reclamo comercial, por ejemplo la estrella mexicana María Félix, sino que también decidió explotar otras opciones, como la de dar protagonismo a Galicia en la pantalla. Lo hizo con la idea de llegar a los miles de gallegos dispersos por América. Lo que implicaría, al menos, cumplir dos objetivos: uno comercial —<<Plantearé la batalla comercial de Suevia Films en todos los frentes. En todos, incluso Hollywood>>1—, y el otro, glorificador y nostálgico, ofrecer a los emigrantes la oportunidad de aparcar su morriña durante la proyección en la que suenan gaitas y muñeiras, se celebran romerías, con su vino, pulpo y empanadas, se descubren localidades y estereotipos de paisanos, como los interpretados por el coruñés Tomás Ares, más conocido por Xan das Bolas, en Mar abierto (1946) y Sabela de Cambados (1947). Esa hora y media les permitiría observar el paisaje dejado atrás, ver labores familiares, respirar “airiños” de su tierra natal y quizá algún espectador se vería a sí mismo en otra vida o recuperase en su memoria un instante similar al que asoma en la pantalla, uno como esa escena en Mar abierto que rebosa veracidad y que le trasladaría mentalmente a un periodo anterior a su partida, puede que a la infancia ya perdida. La escena a la que me refiero dura unos segundos y encuadra a varias mujeres que hablan mientras arreglan las redes pesqueras, aunque las de cada espectador no serían las mismas ni la villa marinera recordada sería el puerto pesquero donde Ramón Torrado desarrolla el primero de los tres films ambientados en Galicia que dirigió en la década de 1940 con producción de Cesáreo.
miércoles, 27 de octubre de 2021
Liberación (1969)
martes, 26 de octubre de 2021
Campeones (1942)
Los ídolos de ayer son o suelen ser el olvido de hoy, como recordaría Manuel Summers en Juguetes rotos (1966), espléndido documental que, entre otras figuras, recuperaba la memoria del ilustre jugador del Bilbao, del Valencia y de la selección española, Guillermo Gorostiza. Antes de aparecer en el film de Summers, “Goro”, figura del balompié de la década de 1930 y 1940, se dejaba ver en la comedia futbolística Campeones (1942), en compañía de los también futbolistas Ramón Polo, Jacinto Quincoces y el mítico Ricardo Zamora, quien, con anterioridad, había participado en el film mudo Por fin se casa Zamora (José Fernández Carrelas y Pepín Fernández, 1926) —y a quien se “recuerda” en el trofeo que cada año se entrega al portero menos goleado de la liga española. Estos y otros ídolos del balón, como Luis Pasarín y el atlético José Mesa Suárez, y el popular locutor radiofónico Enrique Fuertes Peralba, se unieron en la pantalla a Luchy Soto, José María Seoane, Laura Pinillos, Gabriel Algara y Carlos Muñoz por obra del productor Cesáreo González, cuya pasión futbolística le llevó a ser presidente del Celta de Vigo y de la Federación Gallega de Fútbol y a producir Campeones, que supuso el debut en la dirección de largometrajes de Ramón Torrado, uno de los directores más comerciales de la época, tal apuntan los éxitos de esta comedia y de Botón de ancla (1947).
domingo, 24 de octubre de 2021
El síndrome de China (1979)
La década de 1970 tuvo dos caras para el cine hecho en Hollywood, la primera presentaba un rostro cinematográfico crítico, pesimista, sucio, violento, reflejo del malestar social ante la suma de factores sociopolíticos —crisis medioambiental, energética, internacional, desempleo, corrupción política, trauma posbélico, violencia urbana y demás causas conocidas y desconocidas— que depararon el despertar a la desilusión, quizá a la desorientación y a una nueva huida de la realidad. La segunda tuvo un rostro escapista y comercial, con miras al espectáculo y a la evasión que anunciaba el infantilismo y el maniqueísmo que marcarían el rumbo del cine hollywoodiense en la década siguiente, quizá una de las menos ricas, cinematográficamente hablando, a pesar de sus muchos admiradores actuales —mayoritariamente quienes fueron los niños, niñas y adolescentes de entonces y quienes hoy son los mayores productores y consumidores de la lucrativa nostalgia ochentera. Pero en ambos casos, cara amarga, cara alegre, se puede apuntar que los años setenta fue una época brillante para el cine de Hollywood, en la que también las películas de catástrofes tuvieron su momento de esplendor. No obstante, mis preferencias se decantan hacia la cara amarga que se descubre en el policíaco, el thriller y en aquellas películas que priorizaban, señalaban o radiografiaban los medios de comunicación, fuese el periodismo de investigación en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) o su perfil menos favorecido y más sensacionalista en Network (Sidney Lumet, 1976). De entre los medios, el más criticado en la pantalla, por su sensacionalismo y su propagada, fue la televisión. Dominada por la publicidad, los índices de audiencia y la búsqueda de convertirse en necesidad de consumo diario, el medio catódico asoma en las espléndidas Network, Bienvenido Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, Sydney Pollack, 1979) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979), que tiene la particularidad de mezclar cine de catástrofes, thriller y periodismo. Con un trío protagonista de renombre: Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas, también productor del film, James Bridges realizó su película sobre la televisión desde una perspectiva que prioriza la intriga y la investigación periodística —mezcla que encuentra su mejor ejemplo en Todos los hombres del presidente— que choca con la censura y con los intereses empresariales. Pero, como he señalado, también es un film de catástrofes, aunque la catástrofe no llega a producirse, solo su amenaza, que alarma a los trabajadores de la sala de control de la central nuclear de Ventana (California) donde se produce una anomalía en el sistema, fruto de la negligencia en las pruebas de control de seguridad de los materiales de construcción. Este punto de partida y la critica de la política empresarial de reducir costes y tiempo, al prescindir de los controles de seguridad pertinentes, provocaron reacciones encontradas tras el estreno de la película y malestar en ciertos ámbitos, ya que el tema expuesto era delicado, por la peligrosidad del asunto, y señalaba la posibilidad de un accidente nuclear que las empresas del sector negaban que pudiese producirse.
La posibilidad de una catástrofe nuclear y los intereses de la empresa salen a relucir a lo largo de El síndrome de China, aunque, inicialmente, Bridges las omite y centra su atención en Kimberly Wells (Jane Fonda) y su rutina laboral. Así nos descubre a una periodista cansada de esperar su oportunidad y harta de ser considerada un bonito rostro televisivo al que le encargan trabajos insignificantes: cubrir un cumpleaños en el zoológico o anunciar el éxito de la mensajería de telegramas humanos, cantados y horteras. No mejora el panorama cuando la envían a cubrir la visita guiada por los espacios visibles de la central nuclear de Ventana. Lo asume como otro encargo superficial, que ningunea su capacidad periodística y a la reportera que podría llegar a ser. <<Desgraciadamente, no hago periodismo de investigación>>, le dirá a Jack Godell (Jack Lemmon), avanzado el metraje, pero, antes de ese momento que marcará a ambos, Kimberly le observa en la sala de control, durante el incidente que inesperadamente se produce delante de ella, de Richard (Michael Douglas) y de Héctor (Daniel Valdez), el cámara y el técnico de sonido que la acompañan. Los tres son testigos del imprevisto que alarma a los operarios de la sala de control, donde la nerviosa y asustada intervención de Jack evita el desastre. Richard lo ha grabado sin consentimiento ni conocimiento de la empresa, pero bajo la cómplice mirada de la periodista. A pesar de no entender todavía el alcance de lo que han visto, Kimberly comprende que han filmado imágenes exclusivas; comprende que son su oportunidad para realizar periodismo auténtico; aunque, antes de poder emitirlas y comentar el incidente delante de las cámaras, el jefe de la cadena cancela la emisión, pues teme las consecuencias legales. ¿Qué persigue la cadena televisiva? ¿Quién decide y qué varemos emplea para decidir qué emitir y qué cancelar? ¿Busca su beneficio o pretende beneficiar a su público? ¿Persigue elevar el índice de audiencia o se preocupa por informar a la ciudadanía? Inicialmente, el interés de Kimberly tiene que ver con su carrera, puesto que asume, aunque sea de mala gana, la decisión de callar la noticia. Sin embargo, la insistencia de Richard, que ha robado la grabación, la llevarán hasta Jack y al periodismo de investigación. El ingeniero está dispuesto a descubrir las causas del fallo y sacarlas a la luz, contra lo pretendido por el consejo administrativo de la empresa, que rápidamente echa tierra sobre el asunto, realizando una investigación rutinaria y superficial. Es evidente que la empresa oculta irregularidades y que le beneficia el silencio de empleados como Jack, que no calla, o Ted Spindler (Wilford Brimley), que guarda silencio porque teme perder su empleo, pues, al contrario que su amigo, no piensa que de producirse la catástrofe perdería mucho más; Ted solo teme el despido y la calle. Esa es una de las armas invisibles con las que cuentan los mandamases, que silencian pruebas, testigos y la noticia con el fin de evitar la investigación del Comité y el cierre que podría acarrear la pérdida de mil millones de dólares y el suspenso de la licencia para abrir una segunda central nuclear.
viernes, 22 de octubre de 2021
La casa de la Troya (1948)
Hubo un tiempo en el que La casa de la Troya (cuya primera edición data de 1915) fue un superventas que traspasó fronteras, cruzó océanos y se tradujo a idiomas como el inglés —The House of Troy (1922)— y, en 2021, vio por primera vez su traducción al gallego, más de cuarenta años después del reconocimiento constitucional de la lengua gallega. Su éxito fue tal, que el cine no fue ajeno a su canto, ni el teatro, ni la zarzuela ni, más recientemente, el cómic. Primero fue el propio Alejandro Pérez Lugín, el autor de la novela, quien, junto a Manuel Noriega, la llevó a la gran pantalla en la película homónima de 1924 y, posteriormente, tres versiones más verían luz; siendo la más curiosa, aunque no la mejor —ese puesto todavía lo conserva la primera versión—, la realizada en México por Carlos Orellana. Este salto de continente provoca que me pregunte por qué no trasladar también la historia de Gerardo Roquer de Paz (Armando Calvo) y Carmen Castro Retén (Rosario Granados). Sospecho que habría sido mucho más interesante un cambio de escenario —de Santiago de Compostela a cualquier ciudad universitaria mexicana que no fuese México D. F., pues esta haría las veces de Madrid—, que adaptase los personajes y las costumbres descritas por Pérez Lugín a las mexicanas y no forzar las gallegas que Orellana no logra captar por mucho que introduzca una romería y una muiñeira o su elenco —actores y actrices españoles, mexicanos y la argentina Rosario Granados— fuerce un acento gallego que no sale, pues dicho acento se lleva en las raíces, en el alma cantarina del habla, y no puede crearse, solo exagerarse. Pero esto es entrar en un terreno de especulación personal, que nada tiene que ver con la versión mexicana que recrea Santiago de Compostela, sin captar su esencia, y simplifica una trama ya de por sí ligera, aunque encantadora y con personajes y momentos inolvidables. La ciudad asoma en la reconstrucción en estudio de una especie de plaza de Platerías, sin su fuente de los caballos. Allí se detiene la diligencia donde viaja el juerguista madrileño Gerardo Roquer y donde varios paisanos asoman ofreciendo pensión. Orellana prescinde del desenfado y del amor de Pérez Lugín por el terreno que pisan su héroe y su heroína. Se ciñe al argumento chico calavera es enviado por su señor padre a una ciudad universitaria alejada de la capital, para así enderezar al hijo tarambana que bebe los vientos por una artista de variedades. En su “destierro” compostelano, inicialmente triste, lluvioso y gris, el “condenado” se enamora de una señorita y, a partir de ahí, lo demás son malentendidos, rechazos y acercamientos, dimes y diretes, hasta que el amor triunfa puro e indestructible. En toda adaptación hay que escoger, sintetizar y trastocar, y el cineasta mexicano lo hace y se decanta por priorizar y dramatizar el romance entre Gerardo y Carmiña, así como prescinde de la personalidad de los distintos lugares que el cineasta reduce prácticamente a la recreación de la Rúa do Vilar, sus soportales, su café y su casino, el interior del teatro Principal y de la casa de la Troya, la pensión de doña Generosa, interpretada por Prudencia Griffel —actriz nacionalizada mexicana nacida en Lugo, por lo que no precisa forzar su acento ni sus expresiones gallegas—, donde el estudiante madrileño vive su destierro y afianza su amistad con el resto de huéspedes, estudiantes como él y, en su mayoría, miembros de la tuna que alegra con sus canciones y sus bromas las oscuras y lluviosas noches compostelanas recreadas en la pantalla.
miércoles, 20 de octubre de 2021
Miss Ledya (1916)
<<Hay una definición importante, con la que me interesa empezar. A ver si adivináis a quien corresponde. Dice: “El cine es servidumbre asiática, odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo. El tiempo en el cine no es cósmico ni sideral, es, simplemente, absurdo”.
Esto lo decía don Ramón Otero
Pedrayo en la revista Vida Gallega, en el año 1955.
Parece que don Ramón —como muchos monstruos de la cultura gallega— no vieron El halcón maltés, ni Ciudadano Kane, ni El tercer hombre, ni Viva Zapata, ni siquiera se dio cuenta de que su amigo Xaquín Lourenzo rodara O carro e o home hacía poco, allá, en Lobeira.
Definitivamente, no quiero ir contra absolutamente nadie, sino, simplemente, definir una actitud que se produjo a lo largo de este siglo en Galicia. El cine, como todos sabéis, desde el año 1896 hasta que se estabilizó en las salas hacia el año 1910, fue considerado como un espectáculo de barracas para niños y para la plebe. A partir de ahí empezaron a suceder cosas en el mundo, cosas en España. Pero aquí, en Galicia, non nos dábamos cuenta de nada.
La gente vulgar, que a veces era más inteligente, iba al cine y sabía de las películas que echaban de Charlot o de Mack Sennett, o mismo de Fritz Lang, que venían anunciadas en primeira página en grandes periódicos como El Faro de Vigo o La Voz de Galicia.
Mientras, en grandes revistas como Nós, durante 136 números en 26 años, no aparece ni una cita al cine. Esto quiere dicir que los intelectuales gallegos […] durante todos esos años ni se percataron de que en el mundo existía el cine.
Y todos estos señores —que desde el año 1910 ignoraron la existencia del cine, hasta hace muy poco— mismo hoy en día lo siguen ignorando.
No es nada negativo —comprendo que esa gente tenía que construir un país, tenía que buscar las raíces para poder hacer etnografía, para poder hacer antropología—, pero ignoraban que el cine, la imagen, era un arma clave para esa misma gente, en su propio trabajo.
Es una pena que un señor como Gil […], que desde 1910 hasta 1935 registró más de 150 títulos de documentales sobre Galicia, fuese ignorado sistemáticamente tanto por las autoridades —murió en la indigencia, en la mayor de las pobrezas— como por los intelectuales a los que sacaba fotos, pero al que no daban valor. Era el fotógrafo, el que está detrás de la cámara, y nada más.
Estos señores, que, de alguna manera, pertenecían a la élite, ignoraban su existencia, non sé porqué. Aquí en Galicia […] se daba un paralelismo que, como tal paralelismo, hizo que no hubiese conexión entre la realidad social y los intelectuales que estaban defendiendo la cultura gallega. Parecía que los que defendían no buscaban la existencia de una cultura en Galicia; vivían en otra galaxia; no se daban cuenta de las historias que les contaban. No iban al cine; consideraban que era una servidumbre asiática. Me gustaría poder hablar con don Ramón para que me explicase que quería decir cuando hablaba de todo eso: “odio sin exotismo, nirvana barata del pueblo…”>>
(Texto íntegro, en su versión original en gallego, recogido en Chano Piñeiro: A luz dun soño e outros textos de cine. Centro Galego de Artes de Imaxe/Xunta de Galicia, A Coruña, 1995)
Estas palabras de Chano Piñeiro, pronunciadas en una conferencia celebrada en Santiago de Compostela, el 22 de marzo de 1990, hablan del ninguneo de la intelectualidad gallega hacia el cine —algo que no era exclusiva de ninguna intelectualidad ni lugar, sino tónica general hasta que se descubrieron y desarrollaron sus posibilidades expresivas y artísticas. Como señala el responsable de Mamasunción (1984), el afán y la necesidad de conseguir el reconocimiento cultural de la identidad gallega, provocó que los intelectuales mirasen en la cercanía y no se enterasen que en el mundo se empleaba el cine como medio de transmisión de cultura e ideas. Solo cabe recordar la postura de Lenin al respecto, que estaba convencido de que el cine era el arte que precisaban, el medio que le permitiría transmitir sus ideas (él diría las de la revolución), puesto que los datos le confirmaban que más de la mitad de la población rusa de entonces era analfabeta; o la propaganda nazi, que sorprendió al mundo de la mano de la cineasta Leni Riefenstahl y El triunfo de la voluntad (1934). No obstante, el propio Gil ofrece una prueba de que no todos los intelectuales que formaron las Irmandades da Fala y asomaron por la revista Nós le obviaron. Este fotógrafo detrás de la cámara, fue algo más, fue un pionero del celuloide y el responsable de Miss Ledya (1916), la primera película de ficción rodada en Galicia, o la que se considera como tal. Gil realizó su film tiempo después de que el cine italiano hubiese sorprendido al mundo del espectáculo cinematográfico con sus epopeyas Quo Vadis? (Enrico Guazonni, 1912) o Cabiria (Giovanni Pastrone, 1913), en la que Segundo de Chomón empleó unos raíles para realizar el que podría ser considerado el primer travelling de la historia del cine; también David Wark Griffith había realizado El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) y el cine avanzaba hacia la conquista de su universalidad silente y terrestre. No obstante, la industria cinematográfica que si bien existía en diferentes lugares del mundo, en Galicia era inexistente y solo quedaba la osadía de aventureros como Gil. Miss Ledya (1916) no posee la ambición de los títulos nombrados. Lo suyo es el desenfado escogió por su autor para crear un enredo plagado de tópicos.
martes, 19 de octubre de 2021
Los hermanos Karamázov (1958)
1.Fiódor M. Dostoievski: Los hermanos Karamázov (traducción José Laín Entretalgo). Penguin Random House, Barcelona, 2015.