<<De aquella experiencia aprendí que en los planos generales predomina el decorado y el curso de la acción, mientras que en los primeros planos la atención se centra en la interpretación. Las posibilidades técnicas de las cámaras modernas modificaron este principio>>. Las palabras recogidas de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), en referencia a Flor del camino (Wild Oranges, 1923), dejan entrever la predisposición natural del cineasta para experimentar y aprender con las imágenes, pero no aluden a su deseo de humanizar y hacer reales a sus personajes y a sus historias, un deseo que, unido a su amor por el joven medio de expresión que empezaba a dominar, lo llevaron hasta la cima del cine mundial en El gran desfile (The Big Parade, 1925), ...Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) o Aleluya (Hallelujah,1929). Pero antes de alcanzar la gloria que le deparó el primero de los títulos referidos, el cineasta texano había dado muestras de su personalidad cinematográfica en títulos tan destacados como este drama intimista, en ocasiones romántico, en otras violento, cuyo plano inicial se abre a una carretera solitaria donde un periódico perdido no tarda en ser arrastrado por la fuerza del viento. Las páginas del diario alcanzan un coche que, tirado por dos caballos y ocupado por un matrimonio, circula sereno por el camino hasta que, en ese instante, la pareja de equinos se desboca en una carrera enloquecida, sin que el conductor pueda controlarlos ni evitar el posterior accidente que se cobra la vida de su mujer. En pocos minutos, la cámara de Vidor ha mostrado la tragedia que marca el devenir del héroe, a quien volvemos a ver tres años después, durante los cuales John Woolfolk (Frank Mayo) ha navegado en una soledad que solo se ha visto mitigada por la presencia de Paul Halvard (Ford Sterling), el marinero que lo acompaña en su aislamiento (entierro) marino. En el momento presente, su nave arriba a las costas de Georgia, cerca del pantano donde Millie Stope (Virginia Valli) vive atrapada desde el día de su nacimiento. El miedo de la joven, heredado del temor que define a su abuelo (Nigel De Brulier), resulta tan evidente como la imposibilidad de abandonar las tierras que la sujetan y le impiden el acceso a la libertad que siempre ha anhelado. Ambas circunstancias, aquellas que marcan a John y a Millie, son expuestas desde el dinamismo de King Vidor para iniciar una espléndida película que combina drama, tensión, romance y violencia, como la expuesta con brillantez en la brutal pelea que enfrenta a Woolfolk y Nicholas (Charles A.Post). Dicha mezcolanza sirve al cineasta para indagar en la interioridad humana, sacando a relucir deseos, pasiones, frustraciones y, sobre todo, miedo, el miedo a ser libres: a volver a sentir (en el caso del héroe) o a permanecer eternamente atrapada (en el de la heroína). Pero ese miedo a vivir que se descubre en la pareja protagonista empieza a desaparecer cuando Molly y John se conocen, ya que, de manera inconsciente, ambos funcionan entre ellos como fuerzas liberadoras de las cadenas en las que viven. La primera libera al segundo del recuerdo y del dolor, mientras que él representa la libertad con la que la chica ha estado soñando hasta entonces. Sin embargo, la salvaje presencia de Nicholas, escondido en los pantanos tras asesinar a una anciana, amenaza con romper el equilibrio de la pareja tras el regreso de Woolfolk, cuando, sin poder olvidar la imagen de la joven, decide volver a por ella y, de ese modo, también regresar al mundo de los vivos al que había renunciado tres años atrás en aquella carretera solitaria donde la casualidad provocó su tragedia.
jueves, 31 de agosto de 2017
miércoles, 30 de agosto de 2017
Don Quijote de La Mancha (1947)
La tendencia a ningunear, en ocasiones descalificar, el cine español realizado durante la primera década de la dictadura no ha ayudado a la hora de valorar (sin caer en prejuicios) las principales obras de cineastas claves en la supervivencia del cine de posguerra, marcado por la censura impuesta por el régimen, por la avasalladora y no siempre acertada presencia de las producciones hollywoodienses en las mejores salas comerciales y por las limitaciones económicas de un país desangrado que tardaría décadas en recuperarse de las heridas provocadas por su Guerra Civil y por la represión que la seguiría. Queda claro que el franquismo afectó y limitó a todos los ámbitos socioculturales españoles, con leyes nefastas como las que pretendían proteger el cine autóctono y la estrechez de miras que fomentó las películas bélicas propagandísticas, el drama histórico no menos panfletario, comedias escapistas y melodramas de supuesto prestigio, aunque carentes de sustancia. Aun así, hubo películas destacadas y cineastas que merecen nuestro reconocimiento; uno de ellos escribía críticas cinematográficas durante la Segunda República, antes de su toma de contacto con la dirección en varios documentales propagandísticos para ambos bandos enfrentados en el conflicto civil. Rafael Gil no alcanzó su madurez artística hasta los primeros años de la posguerra, en comedias de narrativa ágil, no exentas de cierto pesimismo en su visión de la España de aquel entonces, como delatan la oscura El hombre que se quiso matar (1941) o la aparentemente frívola Huella de luz (1943). Pero avanzada la década, el cineasta madrileño se distanció del humor para centrarse en adaptaciones literarias de novelas de Pedro Antonio de Alarcón o Armando Palacio Valdés en El clavo (1944), La pródiga (1946), La fe (1947) y otros dramas que seguían la moda del momento, aquella que pretendía dotar al cine autóctono de cierto aire intelectual adaptando a la gran pantalla obras de mayor o menor renombre, entre ellas la inmortal El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En 1947 se cumplía el cuarto centenario del nacimiento de Miguel de Cervantes Saavedra y, como parte de la conmemoración del natalicio del autor más famoso en lengua castellana, la productora valenciana CIFESA puso en marcha el primer largometraje español que adaptaba El Quijote, el cual corrió a cargo de Gil, quien, de notable cultura y conocedor de la obra cervantina, asumió para la empresa presidida por Luis Casanova la complicada labor de trasladar las aventuras quijotescas a la pantalla. En apariencia fiel a las páginas cervantinas, en la mente del responsable de Viaje sin destino (1942) no cabría otra posibilidad, el resultado no satisface por completo, al ser una sucesión cinematográfica de las desventuras y encuentros relatados por Cervantes en sus dos libros. Y no satisface porque el don Quijote (Rafael Rivelles) y el Sancho Panza (Juan Calvo) de Rafael Gil acaban siendo caricaturas insustanciales de las originales caricaturas descritas por el escritor complutense. La negativa a distanciarse del contenido de la obra provoca en Don Quijote de La Mancha la falta de frescura de su original, desaprovechando entre otras cuestiones la presencia de un espléndido elenco y las posibilidades de una novela que ofrece múltiples posibilidades e interpretaciones, más allá del loable empeño del realizador de no perderla de vista. De hecho, la respetuosa intención de Gil, la de trasladar a imágenes la lectura del clásico cervantino desde la fidelidad al texto escrito, se impuso a su narrativa cinematográfica, una de las más destacadas dentro del cine español de la década de 1940, generando la irregular sucesión de los episodios que, sin necesidad (los personajes hablan por sí mismos), fuerzan la humanidad de antihéroes tragicómicos como el ingenioso hidalgo manchego y su fiel Sancho.
lunes, 28 de agosto de 2017
Todo el oro del mundo (1961)
Sin el menor rubor y con evidente soltura, Clair satirizó el enfrentamiento entre el medio urbano y el rural, entre la sencillez campestre que, rozando lo grotesco, representó en Domunt padre e hijo (ambos interpretados por Bourvil) y el progreso tras el cual se esconde la ambición de Hardy, que ve cómo sus lucrativos planes de construir el espacio residencial "Largavida" chocan con la constante negativa del testarudo Mathieu Domunt a vender los terrenos vitales para el éxito de la saludable (para las arcas de los constructores) urbanización. Las primeras secuencias de Todo el oro del mundo heredan del cine mudo el silencio y su ritmo acelerado, así se expone un ambiente urbano dominado por la incapacidad de disfrutar el momento. En estas breves secuencias se observan vehículos y más vehículos, también a sus pasajeros y pasajeras, que discuten sin tregua antes de que la acción se olvide de ellos y se ubique en un entorno contrario, donde la paz y la tranquilidad son las notas predominantes. Pero este espacio apacible no tardará en dejar de serlo, ya que se transforma en el centro del conflicto que estalla a raíz de que Mathieu Domunt se niegue a firmar la venta de sus tierras porque antes quiere consultar a su hijo Toine, su heredero y máximo exponente de la ingenuidad campestre, a quien ha enviado a la montaña con su rebaño de ovejas. La ausencia, habitual para el propietario y para su vástago, contraría a Hardy, pues su proyecto y su fortuna dependen de la adquisición del terreno de los Domunt, donde se ubica la fuente que el empresario ha publicitado como milagrosa. Con la aparición en pantalla de Toine, la lucha entre contrarios se desata en varios frentes cómicos: entre padre e hijo, entre la ciudad y el campo o entre la sencillez de Rose (Annie Fratellini) y la artificiosa imagen de Stella (Colette Castel), la famosa cantante que, emparejada con un actor (Michel Modo) a quien solo le importa que la foto de su mujer no ocupe mayor espacio que la suya en las páginas de periódicos y revistas sensacionalistas, no ve con malos ojos un poco de publicidad que beneficie a su carrera. Pero, quizá, el choque que más le interesó a René Clair fue el que opone la inocencia de Toine con el comportamiento de la prensa y de Hardy, capaces de todo (mentir, adular, inventar idilios, dar vida a un falso espíritu, patear el trasero de los empleados, convertir al ingenuo pueblerino en una celebridad,...) con tal de lograr sus propósitos, aunque estos impliquen la definitiva pérdida de salud del ambicioso promotor.
lunes, 21 de agosto de 2017
María Candelaria (1943)
En ocasiones se habló de él como el John Ford mexicano, aunque esto no sería más que una manera de enfatizar su importancia dentro del cine mexicano, ya que Emilio Fernández, apodado "Indio", ni era Ford ni pretendía serlo, era él mismo y, como tal, su estilo nació de su personalidad, de sus raíces, de las influencias del folclore indígena y de su interpretación poético-nacionalista de su tierra y de su gente. Una de las mejores muestras de su primera etapa cinematográfica, proindígena y nacional por los cuatro costados, la encontramos en María Candelaria. En ella y con ella, Fernández se convertía en el principal impulsor de un cine nacional, melodramático y exportador de la cultura popular azteca. <<Todo lo que hay de melodrama populista en sus obras (la "mala mujer" injustamente proscrita por la sociedad, el peón oprimido, el cacique feroz, la exaltación del folclore indígena) adquiere grandeza y convicción por la pulsación lírica de Fernández y por el ropaje estético que acabará, sin embargo, por degenerar en academicismo puro y simple>>. El melodrama populista referido por Román Gubern en su Historia del cine se observa en toda su plenitud en esta <<tragedia de amor arrancado de un rincón indígena de México... Xochimilco, en el año de 1909>> que se inicia en el presente, en el interior de un estudio donde la periodista (Beatriz Ramos), que trata de escribir la biografía del famoso pintor interpretado por Alberto Galán (probablemente inspirado en los muralistas Diego Rivera y José Clemente Orozco), le pregunta al maestro por el desnudo de una india <<muy hermosa>> que pintó tiempo atrás. El artista se muestra reacio a contestar porque <<hay cosas con que nada más tocarlas sangran>>, aun así accede e inicia el relato que provoca que el film retroceda a una época y a un espacio lejanos donde la fatalidad golpea sin piedad a María Candelaria (Dolores del Río) y a Lorenzo Rafael (Pedro Armendariz). A la pregunta de quién es la modelo, el pintor responde <<una india de pura raza mexicana>> y las sucesivas imágenes completan su descripción, la de una condenada social, repudiada por ser la hija de una "mala mujer", asesinada por los mismos vecinos que, guiados por el odio, la superstición, la intolerancia, los celos y la ignorancia, también provocan el aislamiento de la sufrida heroína. A parte de exponer el trágico romance, María Candelaria muestra un entorno primitivo y telúrico donde las costumbres (la bendición de los animales o la curandera), el agua y las flores (elementos siempre presentes que remiten a la pureza e inocencia de la protagonista) son captadas en todo su esplendor por la cámara de Gabriel Figueroa, otro de los nombres fundamentales de la "época dorada" de la cinematografía azteca. Esta dura, poética y fatalista historia de amor puro, generoso e imposible, se encuentra condicionada por la presencia de fuerzas externas a la pareja protagonista -la ignorancia de sus iguales, los celos de Don Damián (Miguel Inclán), el patrón, y de Lupe (Margarita Cortés), obsesionada con Lorenzo Rafael- e incluso por la necesidad del pintor que, buscando la esencia del pueblo indígena, se empeña en estampar sobre el lienzo la figura desnuda de María Candelaria, lo cual provocará el último estallido de opresión y violencia sufridos por la pareja que había representado en su marrana el futuro común que nunca lograrán alcanzar, víctimas del rechazo y de la persecución que rompe cualquier posibilidad de llevar a cabo su unión.
sábado, 19 de agosto de 2017
El virginiano (1929)
Los primeros compases del film muestran un entorno apacible, incluso familiar. Allí se observan el lazo entre Steve (Richard Arlen) y el Virginiano, la llegada al pueblo de Molly (Mary Brian) y el enfrentamiento entre el personaje de Cooper y Trampas (Walter Huston) en el bar donde se comprende que no será el último. Estos tres momentos son claves en el devenir de los hechos, pues en ellos se concentra el conflicto que dictamina el posterior comportamiento del héroe. La primera parte de El virginiano presenta a los personajes principales, su relación (amistad, amor y rivalidad) y la que mantienen con la comunidad de la que forman parte. Inicialmente nada parece alterar la armonía reinante, aunque la intermitente presencia de Trampas amenaza con romperla, sobre todo cuando convence a Steve para que le ayude a robar ganado. Como consecuencia de dicha asociación, el héroe advierte a su amigo del peligro que supone su nuevo oficio, aunque en ese instante la amistad aún no ha sido puesta a prueba, lo será más adelante, cuando Steve sea sorprendido en compañía de varios cuatreros más. A partir de entonces, el interés de El virginiano se centra en el enfrentamiento entre el deber (asumido por el protagonista como tal) y los sentimientos que le unen a Molly y a Steve, que asume su destino sin mostrar ni rencor ni arrepentimiento, pues él, como el resto de los presentes en su linchamiento, han aceptado como ley la justicia popular. En contraposición de la tranquilidad de su amigo, se observan la decepción y la contrariedad del virginiano, quien, a pesar del dolor que implica, no duda en escoger su integridad (su idea de lo correcto) en detrimento del amigo a quien ahorca porque asume que ese es su deber. Salvo Molly, nadie contempla el ahorcamiento como un asesinato, sin embargo ella lo juzga como un crimen inexcusable, pues, aquello que para sus vecinos (niños incluidos) es obligación y parte de su cotidianidad para una profesora educada en el este resulta un acto criminal, y como tal lo censura en la discusión que mantiene con la señora Taylor (Helen Ware). El pensamiento civilizado de Molly, ajeno al primitivismo dominante, choca con la ley del viejo oeste, la única que todos salvo ella conocen y acatan a pesar de lo que implica. Por ello, la exposición realizada por Victor Fleming parece decantarse por la postura asumida por el conjunto, una postura que, aunque no comprenda ni comparta, la docente acaba por aceptar porque es su manera de expresar el amor que siente por el cowboy atormentado que antepone su honor, su hombría y el que dirán a cualquier otra circunstancia.
viernes, 18 de agosto de 2017
Una semana (1920)
jueves, 10 de agosto de 2017
No habrá paz para los malvados (2012)
miércoles, 9 de agosto de 2017
Amén (2002)
domingo, 6 de agosto de 2017
Drácula (1931)
miércoles, 2 de agosto de 2017
Tarzán de los monos (1918)
Fiel a lo expuesto por el escritor británico en su original literario, Sidney expuso la historia del héroe en tres de sus estados: no nato, niñez y madurez. Evidentemente el primero se desarrolla antes de su nacimiento, cuando viaja en el vientre materno rumbo a África. Pero, antes de que sus padres alcancen su destino, la tripulación se amotina y la pareja logra salvarse gracias a la valiente intervención de Binns (George B.French), el marinero que promete reunirse con ellos en la costa, aunque contra su voluntad incumple lo dicho porque cae prisionero de esclavistas árabes. El nacimiento del niño y la muerte de sus padres cierran este primer capítulo para dar paso a la infancia del protagonista. Han transcurrido diez años desde aquel momento, ahora se observa al muchacho ajeno a sus orígenes, pues ni se ha planteado su desnudez ni sus diferencias respecto a sus hermanos simios. Su toma de conciencia se produce al contemplar su reflejo en la laguna. Esa imagen que observa muestra diferencias respecto Kala y al resto de monos. A partir de este instante el pequeño descubre sus diferencias, también empieza a ser consciente de su desnudez, la cual no forma parte de su especie y por ello roba las ropas de uno de los nativos que se adentran en el río, y de su debilidad, de tal manera que no duda en armarse con el cuchillo que halla en la choza donde, sin saberlo, yacen los restos de sus progenitores. En ese mismo espacio se produce su encuentro con Binns, que ha huido de su cautiverio y regresa al lugar donde espera hallar al matrimonio, aunque solo descubre sus huesos y, poco después, al hijo de aquellos. La relación entre ambos se convierte en la de alumno maestro. El marinero enseña lo poco que sabe al muchacho y este lo asimila a la espera de trasladarse a Inglaterra con su nuevo amigo. Aunque esto no llega a producirse debido a la presencia en la selva de los esclavistas y a la posterior persecución que los obliga a separarse. Binns huye hacia Inglaterra, no sin antes prometer que buscará ayuda, y el joven permanece en la selva, su único hogar y el medio que domina. La despedida cierra la infancia de Tarzán para descubrirnos al hombre adulto en la última parte del espléndido film de Sidney, durante la cual se desarrolla el romance entre el hombre mono y Jane (Enid Markey), la joven inglesa que acompaña a la expedición que investiga la veracidad de la historia que, omitida entre la segunda y tercera parte, Binns habría narrado en la lejana Inglaterra.
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