Desde una perspectiva cinematográfica, los años que siguieron a la Guerra Civil trajeron consigo un cine español en el que inicialmente primaban las producciones de propaganda al servicio de los vencedores. Películas como ¡Presente! (Heinrich Gärtner, 1939), Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939), Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942), aunque esta no tardó en ser retirada por su ideología falangista (la dictadura se alejaba de tal discurso para crear uno propio),
y tantas más que pretendían justificar y asentar los pilares del régimen franquista: catolicismo, ejército y su unidad nacional en torno a un solo hombre. Pero este tipo de film panfletario acabó dejando su lugar a otro menos propagandístico y más comercial que, si bien continuaba aleccionando moralmente, perseguía entretener ofreciendo aventuras, romances o risas a una población que buscaba evadirse de la dura posguerra.
Por aquellos años, quienes acudían al cine para olvidar y divertirse se adentraban en una sala donde primero los adormilaban con el No-Do (instaurado en 1943) y sus "noticias de actualidad". Finalizada la emisión de imágenes y comentarios sobre Franco, de nuevas infraestructuras, de fiestas, de alguna supuesta celebridad que acudía a tal o cual lugar para qué sabe quién o de noticias que no informaban de las represalias ni de la ruptura, ni de la miseria (carestía, hambre y pobreza en parte de la población)
y delincuencia que sí existían en un país desangrado y dividido, los espectadores disfrutaban de títulos que llegaban de Hollywood o de un producto nacional realizado en estudios como Cifesa, Chamartín o Suevia Films, donde se pretendía emular el lujo, el ingenio y la calidad de aquellos largometrajes extranjeros que la censura permitía proyectar, eso sí, suprimiendo las escenas "indecentes" y doblados al castellano (lo que posibilitaba el cambio de los diálogos originales por aquellos que mejor se ajustaban a lo establecido como "correcto"). Con este panorama, que alejaba de las salas comerciales la cruda cotidianidad que se vivía en España, se produjeron comedias de cierto tono realista, El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1942), otras de “teléfono blanco” y algunas que apuntaban o abrazaban el fantástico, Eloísa está debajo de un almendro (Rafael Gil, 1943) o El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1945), la confirmación creativa de Edgar Neville con La torre de los siete jorobados (1944) y La vida en un hilo (1945) o el éxito de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) y de otras ficciones históricas. Pero el cine español se aferraba a su falta de riesgo —es difícil arriesgar cuando no hay libertad para hacerlo—
y a su intención moralizante, de tal manera que entrada la década de 1950, los géneros desarrollados hasta entonces apenas aportaban novedades respecto a lo ya mostrado, lo cual iba decantando las preferencias del consumidor hacia las producciones hollywoodienses.
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