sábado, 25 de junio de 2016

A tiro limpio (1963)



Desde una perspectiva cinematográfica, los años que siguieron a la Guerra Civil trajeron consigo un cine español en el que inicialmente primaban las producciones de propaganda al servicio de los vencedores. Películas como ¡Presente! (Heinrich Gärtner, 1939), Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939), Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941), Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942), 
aunque esta no tardó en ser retirada por su ideología falangista (la dictadura se alejaba de tal discurso para crear uno propio), y tantas más que pretendían justificar y asentar los pilares del régimen franquista: catolicismo, ejército y su unidad nacional en torno a un solo hombre. Pero este tipo de film panfletario acabó dejando su lugar a otro menos propagandístico y más comercial que, si bien continuaba aleccionando moralmente, perseguía entretener ofreciendo aventuras, romances o risas a una población que buscaba evadirse de la dura posguerra.


Por aquellos años, quienes acudían al cine para olvidar y divertirse se adentraban en una sala donde primero los adormilaban con el No-Do (instaurado en 1943) y sus "noticias de actualidad". Finalizada la emisión de imágenes y comentarios sobre Franco, de nuevas infraestructuras, de fiestas, de alguna supuesta celebridad que acudía a tal o cual lugar para qué sabe quién o de noticias que no informaban de las represalias ni de la ruptura, ni de la miseria 
(carestía, hambre y pobreza en parte de la población) y delincuencia que sí existían en un país desangrado y dividido, los espectadores disfrutaban de títulos que llegaban de Hollywood o de un producto nacional realizado en estudios como Cifesa, Chamartín o Suevia Films, donde se pretendía emular el lujo, el ingenio y la calidad de aquellos largometrajes extranjeros que la censura permitía proyectar, eso sí, suprimiendo las escenas "indecentes" y doblados al castellano (lo que posibilitaba el cambio de los diálogos originales por aquellos que mejor se ajustaban a lo establecido como "correcto"). Con este panorama, que alejaba de las salas comerciales la cruda cotidianidad que se vivía en España, se produjeron comedias de cierto tono realista, El hombre que se quiso matar (Rafael Gil, 1942), otras de “teléfono blanco” y algunas que apuntaban o abrazaban el fantástico, Eloísa está debajo de un almendro (Rafael Gil, 1943) o El destino se disculpa (José Luis Sáenz de Heredia, 1945), la confirmación creativa de Edgar Neville con La torre de los siete jorobados (1944) y La vida en un hilo (1945) o el éxito de Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) y de otras ficciones históricas. Pero el cine español se aferraba a su falta de riesgo —es difícil arriesgar cuando no hay libertad para hacerlo— y a su intención moralizante, de tal manera que entrada la década de 1950, los géneros desarrollados hasta entonces apenas aportaban novedades respecto a lo ya mostrado, lo cual iba decantando las preferencias del consumidor hacia las producciones hollywoodienses.


Si la tendencia no cambiaba, era cuestión de tiempo que la industria cinematográfica desapareciese como tal (Cifesa, la productora más poderosa, inició su decadencia en 1951), solo un despistado no se daría cuenta de ello y, como en la España de la época "no" los había (de eso se encargaban los periódicos, los programas de radio o las noticias del No-Do), en los años cuarenta se sacó una ley proteccionista para las producciones nacionales (ayudas económicas y una cuota de pantalla que asegurase su presencia en cartel), aunque, en su mayoría, dichas ayudas iban a parar a proyectos que continuaban ofreciendo más de lo mismo y no prestaban atención a quienes intentaban un cine más complejo y personal, caso de Llobet-Gràcia y Vida en sombras (1948), su único largometraje. Otros como Carlos Serrano de Osma también lo tuvieron crudo para recibir subvenciones, ya no digamos una calificación de "interés nacional", y lo siguieron teniendo en el siguiente decenio. Sin embargo, con la entrada de los años de 1950 se produjo el ligero cambio que se confirmó hacia la mitad de la década con el reconocimiento internacional de Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955). Pero este hubiera sido imposible sin las influencias chaplinescas asumidas por 
Edgar Neville en El último caballo (1950) y las neorrealistas de José Antonio Nieves Conde en Surcos (1951), sin la presencia de un realizador como Manuel Mur Oti y su Cielo negro (1951), sin la irrupción de jóvenes más radicales como Berlanga y Bardem con su debut en Esa pareja feliz (1951) o sin el interesante ciclo de cine negro que inició su andadura en Madrid y Barcelona con Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950) y Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), respectivamente. A partir de estos títulos fundacionales, tanto en Madrid como en la Ciudad Condal, quizá más en esta última, se desarrolló un policíaco contundente que mostraba parte de la realidad urbana, una realidad que hasta entonces apenas había tenido presencia en las producciones españolas. A través de sus policías protagonistas, pero también desde la delincuencia, que fue adquiriendo importancia a lo largo del ciclo, el público reconocía aspectos sociales que ofrecían mayor contacto con el entorno real, aunque, en sus primeros pasos, se priorizaba y destacaba la labor de los agentes del orden en su lucha diaria.


En su intento de emular al cine negro semidocumental expuesto en La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street; Henry Hathaway, 1945) y en otras posteriores, las producciones de Iquino y Salvador fueron el punto de arranque para un policíaco que evolucionó en su pesimismo hasta conceder el protagonismo absoluto a los delincuentes cinematográficos de El cerco (Miguel Iglesias, 1955), A sangre fría (Juan Bosch, 1959), Los atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1961) o A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963). Esta última producción llevaba a su máxima expresión el buen trabajo realizado por los cineastas durante los años anteriores, siendo el broche de oro para los thrillers que cambiaron parte del panorama cinematográfico español.


Aunque se trataba de su primera experiencia como director, 
Pérez-Dolz no era desconocedor del género cuando asumió su rodaje, ya que desde su inicio había participado en diversas películas adscritas a la corriente negra barcelonesa. Estas experiencias le permitieron encarar su debut en la dirección desde una narrativa ejemplar, que encontró en varios artículos periodísticos la inspiración para su guión, aunque este hubo de ser retocado para recibir la aprobación de los censores. Concluido su rodaje, algunas escenas fueron suprimidas debido a la intervención de los "guardianes de la decencia", aunque los cortes no impidieron que A tiro limpio se convirtiera en uno de los mejores policíacos rodados en España. Narrada con sequedad y con la tensión que nace de las situaciones por las que atraviesan sus personajes, Pérez-Dolz se desentendió de juicios morales para centrarse en las reacciones del cuarteto protagonista, antes y durante la situación límite que los une, enfrenta y vence. Desde su arranque, cuando se descubre a Martín (Luis Peña) y Antoine (Joaquín Novales) asaltando un garaje, hasta su conclusión, las imágenes retratan con minuciosidad a cada uno de los delincuentes protagonistas, sus relaciones, sus intenciones y la desesperación que se va apoderando de ellos hasta el desenlace en las escaleras mecánicas de la estación de metro de Barcelona. Pero de regreso al inicio, el asalto al garaje solo es una manera de llamar la atención de Román (José Suárez), en ese momento alejado de la actividad delictiva a la que regresa por motivos económicos y por su relación con Marisa (María Asquerino), una femme fatale sin apenas mayor presencia que la de precipitar la decisión del protagonista. A partir de la asociación de los fuera de la ley, el contundente planteamiento de Pérez-Dolz muestra dos posturas que enfrentan a la pareja formada por Martín y Antoine con la amistad que une a Román y El picas (Carlos Otero), a quien el primero ofrece participar en el trabajo a sabiendas de que está fichado por la policía, pero lo hace porque necesita a alguien de confianza. El primer atraco resulta un desastre económico, lo que les obliga a realizar dos más, uno como cebo y el otro a la oficina de quinielas donde esperan obtener el ansiado botín, sin ser conscientes de que ellos mismos se condenan al fracaso, característico de un género en el que la violencia, la fatalidad y el pesimismo forman parte de los personajes y del entorno social donde habitan.

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