viernes, 31 de enero de 2020
Os días afogados (2015)
jueves, 30 de enero de 2020
El evangelio según san Mateo (1964)
Obviamente, Pasolini ni se creía un profeta ni un mesías, tampoco se comparaba con Jesús, pero sí encontró en la figura del nazareno a alguien que expresaba su discurso sin miedo y este discurso intentaba dar la alarma sobre la perdida de valores y de sentimiento, sustituidos por el culto a ídolos mercantiles y de poder. La figura de Cristo original encajaba dentro del pensamiento del autor de Acattone (1961), dentro de su humanismo, de su marxismo, de su radicalismo poético y de su <<proyecto de recuperación>> de raíces que evitasen el deterioro antropológico. El proyecto fue asumido por el poeta, ensayista, cineasta e intelectual en su literatura y en su cine, sin poses de divo que busca lucimiento. Nacía de su idealismo existencial y de su imperante necesidad de alertar sobre la compleja realidad social y antropológica que llegó a Italia con el Desarrollo de las décadas de 1960 y 1970, un Desarrollo en el que no vio progreso, vio amenazada la diversidad, la libertad del individuo y la supervivencia de la Cultura, no la burguesa de la clase dominante, sino la formada por las distintas culturas de pueblos y clases. Por descontado, pocos escucharon o no supieron decodificar sus palabras, más bien, a la mayoría no le interesó escucharlas, pues eran molestas.
De educación laica y de ideas utópico-marxistas, habría a quien le sorprendió que el realizador italiano encontrase en Jesús aspectos afines, como también los encontraría en la tragedia de Edipo y en otros singulares que asoman en sus películas. No se trataba de recrear a la figura venerada por la tradición católica, sino de mostrar al maestro que enseña a pensar (o hace pensar) y al revolucionario que denuncia la hipocresía de escribas y fariseos, así como la ceguera de un tiempo que ha perdido humanidad. El Jesús pasoliniano, que asume la imagen de Enrique Irazoqui y la voz de Enrico Maria Salerno (en su versión original), no busca simpatías entre la gente que le sigue o le escucha, busca autenticidad. Tampoco pretende que compadezcan su destino, aunque teme, lo acepta; ni quiere falsas promesas, menos aún pretende que lo adoren o lo colmen con bienes materiales. Quiere que los hombres y las mujeres recuperen la sensibilidad, que se recuperen a sí mismos, abracen su caridad y su calidad humana, y, para ello, propone un final. <<No vengo a traer la paz, sino la guerra>>. Dicho esto, matiza. Explica que ha venido a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre, pero no habla de enfrentamientos físicos ni violentos —como demuestra su orden de enfundar la espada cuando va a ser arrestado—, habla desde el simbolismo con el que introduce su mensaje de cambio, de recuperar el ser original. Esta figura nada tiene que ver con las expuestas por Nicholas Ray, Franco Zeffirelli o Mel Gibson; la de Pasolini no es un icono ni cinematográfico ni eclesiástico (asumido siglos después de la época expuesta), es el hombre que camina por espacios reales y espirituales, que camina entre los marginados a quienes habla y entre quienes deposita esperanza, les entrega su confianza. Se siente uno de ellos, sabe que es uno de ellos, y Pasolini también fue uno de ellos, vivió con ellos y conectó con las gentes y el mundo subproletario. De tal manera, el personaje y el autor también conectan, y está conexión cobra cuerpo fílmico en El evangelio según san Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), un contacto que nada tiene que ver con el catolicismo. Pasolini encontró en su lectura del evangelio al hombre en quien lo sacro (que no eclesiástico) y lo humano se juntan para advertir el final de un etapa, y el comienzo de otra. Para ello, llama a la solidaridad entre los oprimidos, llama a cualquiera sin importarle el origen de clase o la posición económica, dice <<da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios>>, y lo hace para dejar clara su postura, aunque sus oyentes no lo comprendan. Para Pasolini, al igual que Jesús en la frase anterior, lo político y lo sagrado son dos conceptos distintos, que no pueden asociarse, aunque la Iglesia y el Estado sí llegasen a un acuerdo siglos después de Cristo. Cuando Pasolini rueda El evangelio cree en la gente, en su progreso, que no confunde con Desarrollo, cree en la utopía marxista y en la posibilidad de recuperar los valores culturales que ve deteriorarse a su alrededor. Jesús entra en el templo y no puede evitar su frustración ante lo que contempla. Su reacción es coherente con sus ideas y se opone al mercantilismo que observa, se enfrenta a la ausencia de humanidad y a la presencia de la comercialidad que se ha apoderado del lugar sagrado.
Los mercaderes ya no existen en la Italia de la segunda mitad del siglo XX, pero la nueva economía de mercado se impone voraz y conlleva la pérdida que, para el responsable de Mamma Roma (1962), significa la homologación pretendida por el nuevo poder que todavía no sabe definir, ya que, al tiempo que nuevo, es inesperado. Esta pérdida la siente el cineasta, y la teme. Teme que se cumpla y que las gentes y los pueblos dejen de serlo. Sufre al pensar en el deterioro de la riqueza cultural y de la diversidad que los determina y hace únicos. Siente miedo y rechazo a la posibilidad de que los rostros y cuerpos que contempla se transformen en objetos del sistema global que borra identidades y culturas, para crear la cultura de masas. La esperanza de ver cumplida su utopía es uno de los fines de la obra de Pasolini, pero la suya no es una finalidad religiosa, aunque lo sagrado esté presente, tampoco es política (de intereses), aunque conlleve política. Su visión es proletaria, "predesarrolista", cultural y humanista. Y su Jesús es todo eso y, al tiempo, la figura que ve allí donde nadie lo hace y quien, rechazando la violencia y el hedonismo, desvela verdades del presente que le condenará por ser diferente, por ser capaz de pensar y no callar, por no acatar el orden impuesto por escribas y fariseos. Su diferencia y su disensión le convierten en una amenaza para los intereses de la clase dominante, pues ni su comportamiento ni sus prédicas son del gusto del poder corrompido que corrompe. El nazareno no busca sustituirlo por otro igual, por eso no podrán silenciarlo con bienes materiales. Esto ya lo demuestra en su encuentro con el diablo. No se deja seducir por las promesas de riqueza, placer y poder con los que le tienta. No los necesita, ni cree en ellos, pretende despertar la razón y el espíritu humanista de sus oyentes, quiere llevar luz a las tinieblas y, como consecuencia, no ha venido a traer la paz, sino <<a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre>>. Aunque, cuando enumera los mandamientos, contradice lo anterior con <<honrarás a tu padre y a tu madre>>, no existe contradicción, pues es consciente y coherente con ambas sentencias, en todo caso simbólicas —poner fin a la sociedad paternal que se ha pervertido y respetar a la persona, al origen, a lo que hay de sagrado en cada uno—, y con ellas evidencia su intención de un final sin violencia. A Pasolini le interesa el mesías inconformista con su época, el que habla con palabras, gestos y silencios, el que deposita sus esperanzas y enseñanzas entre quienes camina, el que escoge a sus discípulos entre jóvenes pescadores (subproletarios), y les ofrece la posibilidad de poner fin a la manipulación que ha sustituido referentes humanos por mercantiles.
De educación laica y de ideas utópico-marxistas, habría a quien le sorprendió que el realizador italiano encontrase en Jesús aspectos afines, como también los encontraría en la tragedia de Edipo y en otros singulares que asoman en sus películas. No se trataba de recrear a la figura venerada por la tradición católica, sino de mostrar al maestro que enseña a pensar (o hace pensar) y al revolucionario que denuncia la hipocresía de escribas y fariseos, así como la ceguera de un tiempo que ha perdido humanidad. El Jesús pasoliniano, que asume la imagen de Enrique Irazoqui y la voz de Enrico Maria Salerno (en su versión original), no busca simpatías entre la gente que le sigue o le escucha, busca autenticidad. Tampoco pretende que compadezcan su destino, aunque teme, lo acepta; ni quiere falsas promesas, menos aún pretende que lo adoren o lo colmen con bienes materiales. Quiere que los hombres y las mujeres recuperen la sensibilidad, que se recuperen a sí mismos, abracen su caridad y su calidad humana, y, para ello, propone un final. <<No vengo a traer la paz, sino la guerra>>. Dicho esto, matiza. Explica que ha venido a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre, pero no habla de enfrentamientos físicos ni violentos —como demuestra su orden de enfundar la espada cuando va a ser arrestado—, habla desde el simbolismo con el que introduce su mensaje de cambio, de recuperar el ser original. Esta figura nada tiene que ver con las expuestas por Nicholas Ray, Franco Zeffirelli o Mel Gibson; la de Pasolini no es un icono ni cinematográfico ni eclesiástico (asumido siglos después de la época expuesta), es el hombre que camina por espacios reales y espirituales, que camina entre los marginados a quienes habla y entre quienes deposita esperanza, les entrega su confianza. Se siente uno de ellos, sabe que es uno de ellos, y Pasolini también fue uno de ellos, vivió con ellos y conectó con las gentes y el mundo subproletario. De tal manera, el personaje y el autor también conectan, y está conexión cobra cuerpo fílmico en El evangelio según san Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), un contacto que nada tiene que ver con el catolicismo. Pasolini encontró en su lectura del evangelio al hombre en quien lo sacro (que no eclesiástico) y lo humano se juntan para advertir el final de un etapa, y el comienzo de otra. Para ello, llama a la solidaridad entre los oprimidos, llama a cualquiera sin importarle el origen de clase o la posición económica, dice <<da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios>>, y lo hace para dejar clara su postura, aunque sus oyentes no lo comprendan. Para Pasolini, al igual que Jesús en la frase anterior, lo político y lo sagrado son dos conceptos distintos, que no pueden asociarse, aunque la Iglesia y el Estado sí llegasen a un acuerdo siglos después de Cristo. Cuando Pasolini rueda El evangelio cree en la gente, en su progreso, que no confunde con Desarrollo, cree en la utopía marxista y en la posibilidad de recuperar los valores culturales que ve deteriorarse a su alrededor. Jesús entra en el templo y no puede evitar su frustración ante lo que contempla. Su reacción es coherente con sus ideas y se opone al mercantilismo que observa, se enfrenta a la ausencia de humanidad y a la presencia de la comercialidad que se ha apoderado del lugar sagrado.
Los mercaderes ya no existen en la Italia de la segunda mitad del siglo XX, pero la nueva economía de mercado se impone voraz y conlleva la pérdida que, para el responsable de Mamma Roma (1962), significa la homologación pretendida por el nuevo poder que todavía no sabe definir, ya que, al tiempo que nuevo, es inesperado. Esta pérdida la siente el cineasta, y la teme. Teme que se cumpla y que las gentes y los pueblos dejen de serlo. Sufre al pensar en el deterioro de la riqueza cultural y de la diversidad que los determina y hace únicos. Siente miedo y rechazo a la posibilidad de que los rostros y cuerpos que contempla se transformen en objetos del sistema global que borra identidades y culturas, para crear la cultura de masas. La esperanza de ver cumplida su utopía es uno de los fines de la obra de Pasolini, pero la suya no es una finalidad religiosa, aunque lo sagrado esté presente, tampoco es política (de intereses), aunque conlleve política. Su visión es proletaria, "predesarrolista", cultural y humanista. Y su Jesús es todo eso y, al tiempo, la figura que ve allí donde nadie lo hace y quien, rechazando la violencia y el hedonismo, desvela verdades del presente que le condenará por ser diferente, por ser capaz de pensar y no callar, por no acatar el orden impuesto por escribas y fariseos. Su diferencia y su disensión le convierten en una amenaza para los intereses de la clase dominante, pues ni su comportamiento ni sus prédicas son del gusto del poder corrompido que corrompe. El nazareno no busca sustituirlo por otro igual, por eso no podrán silenciarlo con bienes materiales. Esto ya lo demuestra en su encuentro con el diablo. No se deja seducir por las promesas de riqueza, placer y poder con los que le tienta. No los necesita, ni cree en ellos, pretende despertar la razón y el espíritu humanista de sus oyentes, quiere llevar luz a las tinieblas y, como consecuencia, no ha venido a traer la paz, sino <<a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre>>. Aunque, cuando enumera los mandamientos, contradice lo anterior con <<honrarás a tu padre y a tu madre>>, no existe contradicción, pues es consciente y coherente con ambas sentencias, en todo caso simbólicas —poner fin a la sociedad paternal que se ha pervertido y respetar a la persona, al origen, a lo que hay de sagrado en cada uno—, y con ellas evidencia su intención de un final sin violencia. A Pasolini le interesa el mesías inconformista con su época, el que habla con palabras, gestos y silencios, el que deposita sus esperanzas y enseñanzas entre quienes camina, el que escoge a sus discípulos entre jóvenes pescadores (subproletarios), y les ofrece la posibilidad de poner fin a la manipulación que ha sustituido referentes humanos por mercantiles.
miércoles, 29 de enero de 2020
Entre el ayer y el hoy: sobre Julio García Espinosa y el cine de Hollywood
Leyendo el libro que el Festival Internacional de Cine Iberoamericano de Huelva dedicó al cineasta cubano Julio García Espinosa (1) descubrí esta reflexión del propio realizador. Me pareció al tiempo sencilla y esclarecedora, una reflexión sobre el impacto de Hollywood en el cine, en el nacimiento del cine de consumo de masas. El responsable de Las aventuras de Juan Quinquín (1967) dice que <<el cine de Hollywood, salvo honrosas excepciones, ha hecho que el arte de este siglo se convirtiera en la más atrasada de las artes, en la más sofisticada de las opciones populistas. Le ha dado más importancia al negocio que al arte, a la tecnología que al ser humano, al espectáculo que a la realidad, al mercado que al artista, a la fama que al talento. Ha hecho que se confundan las innovaciones tecnológicas con las innovaciones del lenguaje cinematográfico. Se ha apoderado de los mercados del mundo entero, ha impedido una competencia en condiciones de igualdad, ha uniformado gustos. Hoy no hay escándalos artísticos; los escándalos pertenecen más a la vida privada de los artistas que a las posibles transgresiones de sus obras. A principios de este siglo el escándalo era en el arte un verdadero riesgo; hoy, los medios pueden magnificar cualquier insignificancia. Hoy tienen más divulgación las opiniones de las estrellas y hasta las de las top models, que la que tenían antaño, los escritores y filósofos. Todo este auge de la mediocridad se debe a la manipulación que han hecho de la llamada industria del espectáculo>>.
Habrá quien este en desacuerdo; bienvenida sea la disensión, la disparidad de opinión y el diálogo para llegar a alguna parte que no sea la misma de siempre: ninguna. Pero es innegable que el cineasta cree en sus palabras y que estas nacen de su interpretación de la realidad cinematográfica de la época que conoce, una realidad que no deja de ser similar a la actual, si nos atenemos a las carteleras de las salas de los centros comerciales adonde se acude ya no a ver cine, se acude por inercia comercial. García Espinosa no lo deja ahí, aporta su reflexión, para que otro tipo de cine pueda competir con el producto cinematográfico de consumo mayoritario en igualdad de condiciones, al menos en mejores condiciones de las que suele gozar o sufrir. <<El futuro dependerá de la alternativa que seamos capaces de levantar frente a toda esta atmósfera cerrada. Unir fuerzas con todos los marginados, inclusive con los propios Estados Unidos, que es, en estos momentos, y paradójicamente, donde radica el talento más innovador. Abrirnos al mundo, pero efectivamente al mundo y no solo al cine de las transnacionales. Defender la verdadera libertad de los mercados y del comercio. Rescatar la diversidad y la autenticidad indispensables para el desarrollo de este arte que nació con vocación democrática>>.
Pero esto que apunto fácil en lo escrito, es harto complejo en el mundo real, donde existen, coexisten y se enfrentan numerosos factores e intereses —la mayoría los desconozco, otros los intuyo y algunos creo conocerlos—, obstáculos que salvar y demandas que cumplir... Sin olvidar que no todo el cine comercial, por el hecho de ser comercial, carezca de calidad —hay <<honrosas excepciones>>—, ni que el "periférico" y el independiente sean arte o posean mayor atractivo —hay decepciones—, a fuerza de realizarse fuera o en los márgenes de la industria; pues, finalmente, sospecho que la suma de talento, dinero —no hablo de las cifras astronómicas que maneja el cine hollywoodiense—, empeño, riesgo, personalidad, creatividad, tener algo que expresar... determinan y distinguen una buena película más allá de su origen... A su reflexión, el realizador de Son o no son (1977) añade que <<Solo agregaría que las nuevas generaciones no dejen de relacionarse con el cine como un arte industrial. Esto no les impedirá asumirlo como se asume la poesía. Inclusive como la entendía Baudelaire: "La poesía es el reencuentro con nuestra infancia". O nuestro nobel caribeño Derek Walcott: "La poesía es excavación de uno mismo". Pero no separar industria y arte, es un desafío que valdrá asumir>>.
martes, 28 de enero de 2020
Una tragedia japonesa (1953)
Cada época tiene su(s) crisis y cada época se enfrenta al que considera el peor momento de la Historia y, de hecho, quienes lo viven, así lo sienten. Más obvio que lo anterior resulta afirmar que los seres humanos existen y son en un tiempo concreto. Es una obviedad innegable, de modo que cuanto sucede afecta a sus vidas y genera impresiones que, a menudo, borra las que otros puedan tener. Ante dichas crisis, hay quienes piensan que nada se puede hacer, hay quien sí, y también quien afirma que, bajo distintas máscaras y regímenes, las crisis son la misma, la que remite a las insalvables diferencias socio-económicas. Durante el enérgico arranque de Una tragedia japonesa (Nihon no higeki, 1953) se suceden imágenes documentales y titulares de periódicos que apuntan la crisis que sufre Japón en los primeros años de la década de 1950. Keisuke Kinoshita introduce noticias del momento para recalcar la situación que se vive ocho años después de la conclusión de la guerra. Se trata de una crisis general, que se prolonga en la inestabilidad temporal que da pie a crímenes, alborotos y manifestaciones. El hambre, la presencia militar extranjera, la corrupción e inoperancia de la clase política también son señalados en esos breves e intensos instantes periodísticos que abren Nihon no higeki. Es la tragedia japonesa, es el presente que enlaza con el pasado inmediato, dos tiempos que el cineasta individualiza y humaniza en la cotidianidad de la familia Inoue, mediante sus privaciones y relaciones, mediante las distancias que separan a la madre de los hijos, al pasado del presente, y del futuro. El inicio, realista, crítico y contundente, señala una situación que afecta a toda la nación, pero Kinoshita centra su mirada en la realidad de Huroku (Yuko Mochizuki), la madre, de la hija Utako (Yoko Katsuragi) y del hijo Siichi (Masami Taura). Es un tiempo de desorientación, de búsqueda y de supervivencia, un tiempo en el que la familia amenaza romperse cuando Siichi decide ofrecerse en adopción a un matrimonio rico, porque este puede proporcionarle el futuro que desea y que siente imposible al lado de su madre (su pasado). En la escena en la que la acompaña a visitar la tumba del padre fallecido, durante o antes de la guerra, el joven da la espalda tanto a la tumba como a la madre. Su gesto físico enfatiza su postura existencial. Mira hacia adelante y le es imposible volver la vista atrás, al dolor y a los recuerdos desde los que mal juzga a quien le dio la vida, a quien sufrió el <<dolor más fuerte del mundo>>, aquel que <<solo pueden entender las mujeres>>. La tragedia de la guerra obligó a Huroku a sobrevivir trampeando, vendiendo en el mercado negro o sirviendo de entretenimiento a hombres que no dudaron maltratarla. Sus hijos o no conocen el alcance o son incapaces de comprender el sacrificio materno, su entrega, su amor, quizá porque ellos viven angustiados en sus problemas y les persiguen sus propios fantasmas. El de Utako la acompaña y asfixia desde el pasado hasta el presente en el que, buscando su independencia -acude a clases de inglés y de confección, gana dinero ejerciendo de modista y ahorra-, se ve acosada por la esposa de su profesor de inglés, y el de Siichi se encuentra en el mañana, en la apremiante necesidad de creer que su futuro será mejor lejos de la madre. Aunque se centre sobre todo en las experiencias de madre e hija, a lo largo de su metraje Tragedia japonesa vuelve a las imágenes documentales y a los titulares de prensa para insistir en el momento real que vive la familia (y todo Japón), pero también sirven para disminuir cualquier posible exceso de sensibilidad y dramatismo que conviertan al film en sensiblero, pues, Kinoshita, aunque consciente de establecer conexiones afectivas entre la protagonista y el público -testigo tanto de los hechos pretéritos como de los actuales-, no busca condicionar o jugar con la sensibilidad de quien contempla el film, sino que pretende exponer una realidad social general y cómo esta afecta a la realidad particular que singulariza en la familia Inoue, en su aflicción y la miseria que inevitablemente causa la ruptura del núcleo.
lunes, 27 de enero de 2020
La fiebre del ajedrez (1925)
La sátira, cuyos gags se suceden vertiginosos desde su primer minuto, se inicia con la sucesión de planos en un torneo de ajedrez. Son imágenes de jugadores y público, de hombres, mujeres y la niña que, ansiosos y febriles, presencian el campeonato en directo. Estas imágenes introducen la epidemia ajedrecista o, si se quiere, el sinsentido que cobra sentido en la realidad, cuando la "locura" se propagó entre la población moscovita durante la celebración del Torteo Internacional de Ajedrez en el que participaba el campeón mundial, el cubano José Raúl Capablanca, a quien se observa en la primera imagen del film. Este es el punto de partida aprovechado por Pudovkin y Nikolai Shpikovsky, suyo fue el guion, para exponer el <<juego de los sabios>> desde una perspectiva cómica e irónica que convierte al ajedrez en la contagiosa obsesión que se apodera de las masas. La moda arrasa en el recinto y en las calles, por donde se propaga cual fiebre que impide pensar y actuar fuera de la propia moda. Esta iguala al policía con el delincuente, al bebé con el abuelo; en definitiva, homologa y se apodera de cualquier transeúnte. Todos sucumben, salvo Vera (Anna Zemtsova), la joven que desespera mientras aguarda a que su prometido (Vladimir Fugel) haga acto de presencia. En una escena anterior, lo descubrimos en su cuarto, despeinado, desencajado en su impaciente ir y venir de un extremo a otro de la mesa donde juega contra sí mismo -lo hará a lo largo del metraje, pues existe una rivalidad interna entre el jugador y el amante-. Mueve las figuras sobre el tablero que acapara su total atención y pasión. No recuerda su cita con Vera, ni que es el día de su boda, tampoco que su habitación y su ropa rebosan gatos. Uno de los felinos provoca que descubra la nota donde lee la fecha del enlace. Su estado empeora, además, ante él, se abre la disyuntiva entre dos amores. Finalmente, se decide y abre la puerta de su armario. ¡Sorpresa! Solo contiene libros sobre el juego y el zapato que se calza antes de salir hacia su destino.
El montaje ha generado la sensación febril que anuncia La fiebre del ajedrez, pero son las situaciones las que desatan la comicidad e hilaridad que acompañan el tránsito a la casa de la novia. Durante este intervalo de magníficos gags que retrasan la llegada de muchacho, los responsables del film juegan con las imágenes, con los encuentros y con el espacio nevado. Emplean la burla y el humor y exponen a una población, incluido el bebé del carrito, entregada al ajedrez. Todo resulta caricaturesco, satírico, cómico, desde la secuencia de los carteles que publicitan el campeonato, y que alguien pega en una farola mientras el protagonista ve como a él se los quitan de las manos, hasta que se presenta ante su novia, pasando por la atracción magnética ejercida por el letrero de un escaparate. Este anuncio, que apela a una partida, ejerce sobre el protagonista una atracción que escapa a su control, como muestra el retroceso de las imágenes. El héroe había pasado de largo, sin embargo su pasión ajedrecística lo reclama y lo atrae hacia el local. Más espera y mayor desesperación en la heroína que, poco después, cuando por fin llega el novio, le muestra su malestar. El momento posee una comicidad innegable. Ella lo rechaza, él pide perdón. Él se arrodilla e implora, ella niega. Él saca un pañuelo de su bolsillo, ella ya parece dispuesta a perdonarle, pero él, en su mente descontrolada, ve las cuadrículas del estampado y no puede evitar echar una partida consigo mismo. Es la gota que colma la paciencia de Vera, quien, en su frustración justificada y monumental, arroja por la ventana todo lo relacionado con el ajedrez: libros, piezas, tableros de todos los tamaños, que caen en manos de nuevos obsesos que lo dejan todo para dedicarse a mover las piezas; incluso el invidente puede ver que en sus manos ha caído un manual que no pretende desaprovechar. La diversión y el ingenio dominan cada plano de La fiebre del ajedrez, cuya escasa media hora de metraje no tiene desperdicio, que avanza sobre el tablero de la risa, poniendo trabas en el amor de la pareja que decide separarse y, cada uno por su lado, poner fin a sus vidas. En su determinación, la heroína acude a la farmacia donde el empleado —atrapado en una partida— le entrega una pieza del juego en lugar de veneno, y el héroe se sienta sobre el puente desde donde piensa arrojarse a las frías aguas, pero ¿y si el amor es más fuerte que el ajedrez? Esa es su última esperanza.
sábado, 25 de enero de 2020
Emil y los detectives (1931)
El no tener acceso al guion de una película me imposibilita saber qué queda de él en resultado que luce o desluce en la pantalla, más allá de la idea que imagine a partir de lo que sé o creo saber acerca de quien lo firma, que no siempre resulta ser quien lo escribe, sobre todo si pienso en el Hollywood del sistema de estudios. Este no es el caso de Emil y los detectives (Emil und die detektive, 1931), cuyo guion fue firmado y escrito en la Alemania de la República de Weimar por Billie Wilder —que pasaría a la historia del cine como Billy—, que adaptaba la novela de Erich Kästner. Pero ¿qué hay de Wilder en el film de Gerhard Lamprecht? No voy a especular, ni caer en la alabanza fácil, hacia uno de los grandes guionistas y directores que ha parido el celuloide. Lo que me interesa es señalar que hay ironía —son los niños protagonistas quienes ostenta y sustentan el derecho democrático—, aunque no el cinismo ni la ácida ironía del Wilder posterior, y que cuanto observo en la película funciona; desde las interpretaciones hasta el ritmo escogido, pasando por el fondo musical, que obedece a las imágenes y varía según sus necesidades, y el uso de los espacios donde se desarrolla la trama. La narrativa cinematográfica de Lamprecht es ágil e imaginativa. Su puesta en escena, el uso de la cámara (en escenas filmadas en directo), la iluminación —luminosa en los niños, oscura y amenazante en el delincuente— y el montaje priorizan la perspectiva infantil y juvenil, priorizan la diversión y la aventura que, como tal, aboga por el movimiento y encuentra aliados impagables en la naturalidad y desparpajo de los niños y la niña protagonistas, que asumen características propias de su edad y de la adulta, aspectos que quizá encuentren su nexo en el cine y la literatura que consumen. Pero nada de lo expuesto en la pantalla funcionaría sin equilibrio entre situaciones, espacios y personajes, un equilibrio que no descubro en Curvas peligrosas (Mauvaise Graine, 1932), el primer largometraje dirigido por Wilder, y sí existe en este deambular infantil-detectivesco que, por momentos, siento influenciado por las sinfonías urbanas. Aunque dudo sobre si la aventura de Emil (Rolf Wenkhaus) nace de un sueño —de la prolongación del que experimenta en el compartimento del tren y del que no llegaría a despertar— o de la realidad que apuntan las tomas filmadas cual documental sobre Berlín.
viernes, 24 de enero de 2020
Simone Signoret. Abriendo y cerrando puertas
Según la ubicación de quien la mire, cualquier puerta sirve de entrada o de salida, e igual, si es de cristal, está cerrada y recién limpiada, puede confundir e implicar el golpe de un personaje en una escena cómica de algún slapstick de un periodo previo. Pero ¿quién es capaz de recordar las que ha abierto o cerrado a lo largo de su vida? Dudo que alguien pueda, y soy consciente de la inutilidad de hacerlo. Pero si hablamos de puertas simbólicas, la cosa cambia. Metafóricamente, cerrar o abrir una, y dar el paso, quizá descubra a quien traspasa el umbral un mundo ignorado hasta entonces, con el cual, después de observarlo con o sin detenimiento, conectar, permanecer inmóvil, en la comodidad o en la indiferencia, o rechazarlo. Esto último implicaría dar media vuelta, volver al camino y buscar tras otra, pero en el caso de Simone Signoret hubo conexión inmediata con el espacio que se escondía detrás de la que abrió <<una noche de marzo de 1941>>,1 cuando, <<en lugar de coger el metro en el Louvre para Neuilly-Sablons, crucé la pasarela del Institut, subí por la calle Bonaparte y abrí la puerta del Flore. Tenía una cita con un muchacho. Yo no sabía que empujando una puerta penetraría en un mundo que iba a decidir el resto de mi vida>>.2 Su entrada en el local la contactó con el espacio que la actriz evoca en sus memorias como el entorno donde, sin pretenderlo, descubrió el ambiente artístico y cultural que, ocupado por artistas o aspirantes a serlo, influiría en su decisión de actuar. Aquel café se convirtió en una escuela y en un hogar. Y allí mismo, lo supo: quería ser intérprete. Puede que en aquel momento su intención solo respondiese al deseo o al sueño juvenil y no la posibilidad real de llegar a ser una de las grandes actrices francesas de la segunda mitad del siglo XX, pero lo fue, como corroboran sus actuaciones en La ronda (Le ronde, Max Ophüls, 1950), París, bajos fondos (Casque d'Or; Jacques Becker, 1952), Thérèse Raquin (Marcel Carné, 1953), Las diabólicas (Les diaboliques; Henri-Georges Clouzot, 1955), El ejército de las sombras (L'armee des ombres; Jean-Pierre Melville, 1969) o Policía Phyton 357 (Pólice Python 357; Alain Corneau, 1976). No obstante, su acceso al estrellato no fue instantáneo. Llevó tiempo, conllevó obstáculos que salvar y más puertas cerradas que abrir...
La puerta del Flore se había abierto para ella en marzo del 41, pero, nueve meses antes, en junio de 1940, París había dejado de ser una fiesta y no volvería a serlo hasta cuatro años después, en agosto de 1944. Las fuerzas militares alemanas habían ocupado la capital francesa y con ellas se instauró la sinrazón nazi que dio paso al colaboracionismo de las autoridades locales. Ambas circunstancias franqueaban la entrada cinematográfica a Signoret, cuyo origen medio judío le aconsejaba permanecer en el anonimato. Le advertía que cualquier intento de conseguir el carnet laboral sería un riesgo estéril. En este punto, consciente de que sin la acreditación se levantaba un muro entre ella y el cine, caminó sigilosa y encontró su acceso a rodajes donde trabajó sin acreditar -entre otros films, apareció de extra en Le prince charmant (Jean Boyer, 1942) o Les visiteurs du soir (Marcel Carné, 1942)-. Era un entonces de inestabilidad, de temor y de amenaza para muchos. Era la cotidianidad de la ocupación, pero la vida de la joven aspirante a actriz continuaba su curso y los encuentros seguían produciéndose. Unos pasaban de largo, otros marcaron su vida y su profesión, como fue el caso de Yves Allégret, su primer marido, quien en la posguerra la dirigió en Dédée d'Anvers (1948) o en Menéges (1950). Liberada Francia, el país miraba hacia un nuevo horizonte, de dudas, de ajustes de cuentas, de esperanzas, de reconstrucción y de necesidades. Urgía desenterrar la industria cinematográfica de los escombros bélicos, urgía recuperar el terreno perdido, y ahí estaba Signoret, más adelante formaría parte del multiestelar reparto de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?; René Clement, 1966), para ser testigo y activo del momento histórico durante el cual su nombre empezó a dejarse ver en los créditos. Su deseo de ser actriz se había materializado. Era una estrella de la pantalla francesa e Yves Montand apuntaba a convertirse en el estandarte de la canción popular. Su encuentro se produjo en 1949. Fue un encuentro que cerró etapas y abrió la de su relación, que se prolongó hasta la muerte de la actriz en 1985. El nuevo rumbo les posibilitó trabajar juntos en el cine -Un matin comme les autres (Yannick Bellon, 1956) o con Costa Gavras en Los raíles del crimen (Compartiment Tueurs, 1965) y La confesión (L'aveu, 1970)- y en el teatro, medio en el que protagonizaron la obra teatral de Arthur Miller Las brujas de Salem, cuyos papeles repetirían en la adaptación cinematográfica que Raymond Rouleau realizó en 1957. Años antes, gracias a Macadam (Jacques Feyder, 1946) y Dédée d'Anvers, la actriz recibió una oferta de Howard Hughes, pero la firma del manifiesto de Estocolmo en 1950 echó el cerrojo a las puertas hollywoodienses. Así, entre ella y los Estados Unidos se levantó una barrera infranqueable. Hollywood le estaba vedado, y no sería hasta una década después cuando, gracias a su papel de Alice en la británica Un lugar en la cumbre (Room at the Toop; Jack Clayton, 1958), lo conquistó. Aunque no fue su primer papel en lengua inglesa -tal honor recae en la también británica Against the Wind (Charles Crichton, 1948)- su interpretación en el film de Clayton le abrió de par en par las puertas internacionales, aunque ella solo <<iba para rodar una película inglesa cuyo guion me había gustado mucho. Se titulaba Room at the Top. Fue debido a la tozudez de Peter Glenville que yo pudiera rodar aquella película y arrancar de nuevo mi carrera de actriz que ya parecía terminada>>.3 Si su papel de Alice es inolvidable, y fundamental para abrirle las fronteras estadounidenses y su etapa más internacional, no lo es menos el que asumió bajo la dirección de Jacques Becker. Ella fue y siempre será Marie "Casque d'Or", la mujer que da título a una película que <<es quizá la más bonita de mi vida>>,4 y en su momento una de las más ninguneadas en Francia; aunque, años después, París, bajos fondos sería revindicada y, no sin motivos, considerada una de las obras cinematográficas capitales del periodo que separa la posguerra de la aparición de la Nouvelle Vague.
1,2,3,4.Simone Signoret. La nostalgia ya no es lo que era (traducción de Ivonne Hortet). Argos Vergara, Barcelona, 1984
miércoles, 22 de enero de 2020
Un amor inmortal (1961)
En el desconocimiento internacional del cine japonés, y por merecimiento de los cineastas aludidos a continuación, cuando se hablaba (y se habla) de los grandes del cine "clásico" nipón solían salir a la palestra los nombres de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Con un poco de curiosidad y fortuna se descubría el de Mikio Naruse, pero menos frecuentes resultaban los nombres de Teinosuke Kinugasa, Satsuo Yamamoto, Tadashi Imai, Masaki Kobayashi, Kaneto Shindô, Kon Ichikawa o Keisuke Kinosita entre otros imprescindibles previos a la irrupción de la heterogénea generación de los Nagisa Oshima, Yoshishige Yoshida, Shohei Imamura o Seijun Suzuki, cuyo impacto cinematográfico se dejó notar, y mucho, en la década de 1960. En el pasado, este desconocimiento, generalizado entre el público occidental, respecto a los directores y películas japonesas, estaría justificado en el difícil acceso a las obras de los nombrados, dificultad todavía existente, aunque mitigada por las nuevas tecnologías, las retrospectivas o la distribución actual en formatos domésticos inexistentes en épocas pretéritas. El descubrimiento de los realizadores aludidos permitió comprender que el cine del archipiélago no se reducía a los tres "grandes", y al "cuarto" en discordia, tan grande como aquellos, aunque no creo en una clasificación de grandezas. Existe grandeza en el cine y quienes la hacen posible. De ahí que, entre gustos propios y diferencias evidentes entre las películas, aprecie tanto un film de Ozu como uno de Naruse, aunque sus estilos e intenciones difieran. Lo mismo me sucede con Kobayashi o Shindô, disfruto sus películas igual que disfruto las de Mizoguchi, con predilección por el universo femenino, o Kurosawa, por el masculino. Recientemente, he vuelto a Kinoshita, a quien hace años encontré por primera vez en La balada de Narayama (Narayama bushi-ko, 1958), aunque tardé en profundizar en su cine. El acercamiento a su obra me ha permitido descubrir a un cineasta de excepcional delicadeza y, a la vez, vigoroso. Es delicado con sus protagonistas, con las imágenes que no fuerza, con el uso de la cámara, que, como maestro japonés clásico, ni delata su presencia ni presume de su buen hacer, y con los espacios por donde transitan las vidas corrientes de personajes que viven la cotidianidad en la que esperan y desesperan. Pero es contundente en su postura, desde la cual concede el protagonismo a la mujer y a su situación en la sociedad japonesa. No lo hace como Naruse, más amargo en su visión del patriarcado que denigra a la figura femenina que sube la escalera, lo hace como Kinoshita.
martes, 21 de enero de 2020
Ángeles sin paraíso (1962)
Los tiempos han cambiado desde que Cassavetes rodó el film, la perspectiva social también, lo mismo que la situación educativa y los términos empleados. Como consecuencia, la película tiene su efecto en su tiempo, aunque, vista hoy, permite descubrir las diferencias y semejanzas entre el ahora y el pasado expuesto. Pero, en su momento, a Cassavetes le interesaban los personajes, el cómo se enfrentan a la impotencia y a egoísmos propios —la madre y el padre de Reuben—, a la desorientación —Reuben—, a lo que ve, siente e interpreta el personaje de Judy Garland. Un aparte merece el personaje de Burt Lancaster, que apunta detalles que lo sitúan un paso por delante de sus contemporáneos, a pesar de que también piense en sus alumnos como enfermos. Entregado a su trabajo, no se plantea que sus métodos puedan ser erróneos, cree en lo que hace, cree en la posibilidad de ofrecerles un futuro mejor y, para ello, pone en práctica una enseñanza-aprendizaje basada en la disciplina y en potenciar destrezas y capacidades que permitan al alumnado valerse por sí mismo. El objetivo de la pedagogía de Clark es la independencia del sujeto, pues la considera vital para que los niños puedan enfrentarse al futuro que les aguarda. Parte de su discurso se basa en el desarrollo de la confianza y de las habilidades, pero su pensamiento está condicionado por teorías, ideas y nociones de la época. Esto no resta que sea un buen profesional, exigente, severo cuando debe serlo, entregado a su labor docente y comprensivo con pequeños y mayores —su relación con Jean Hansen (Judy Garland), a quien da empleo y, posteriormente, anima y encamina hacia la docencia. En definitiva, Ángeles sin paraíso plantea una situación social, familiar y educativa de gran complejidad, que Cassavetes singulariza en la institución dirigida por Clark y en la familia Widdicombe, aunque, técnicamente sin tacha, no disecciona los aspectos que señala, algunos incluso desaparecen después de ser apuntados —entre otros, la relación entre la administración y el sistema educativo. Tampoco los personajes dejan de ser tópicos y la intención crítica acaba por diluirse en la búsqueda de un equilibrio que remite a Kramer, el equilibrio entre el cine del productor independiente y el comercial, el productor que intenta expresarse, pero que necesita contar con el beneplácito del público, y esto suele lograrse ofreciéndoles estrellas de celuloide y comodidad.
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